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El inevitable precio de un libro

Libros. Foto por Alfons Morales en Unsplash
Libros. Foto por Alfons Morales en Unsplash

Una vez regalé un perro. A la semana me lo devolvieron sucio, flaco y con una larga y tristísima mirada que me taladró la conciencia desde sus ojos redondos. No tenían espacio, se disculpó el ex dueño. Igual podría haber dicho que se cagaba demasiado. Daba lo mismo pues antes de que me dedicara su tibia excusa ya había comprendido mi error.

Sabía bien que no podía quedarme con el cachorro pues contaba yo en ese entonces con tres perros y vivía (aún lo hago) en una pequeña madriguera que suelo presentar como casa habitación. Por lo tanto, me dediqué a recomponer la mascota pródiga. Con cuidados decentes, muy pronto su pelo recobró el brillo, la piel escondió los huesos y la alegría hizo escala en su minúscula anatomía.

Era el momento para volver a cederlo. Pero ya no iba a regalarlo. Pedí un precio astronómico por él. Mismo que fue bajando paulatinamente hasta que, en cierto número, el costo le pareció correcto a una pareja de jóvenes que se lo llevó y, esta vez, para no traerlo de vuelta. La lección estaba aprendida. Lo que se regala, no siempre se aprecia.

Y ahora Amazon busca “regalar” sus libros. Claro que no se trata de entregarlos gratis, pero el imperio del comercio electrónico aboga por bajar más y más los precios de los mismos. Alguien, lector como yo, podría decir: pues que así sea, para leer más y mejor.

Sin embargo, tengo mis reservas sobre esta inocente esperanza. Después de todo, la historia nos demuestra que, en las leyes del comercio, el dinero que se deja de obtener por una vía ha de justificarse por otra, so pena de perecer. Y, definitivamente, el imperio de Jeff Bezos dista mucho de acercarse a la  quiebra.

Entonces, ¿dónde radica el equilibrio en una propuesta de negocios tan bondadosa?

Comprendamos algo, Amazon está en condiciones, de proponérselo, de regalarnos sus libros (ahora sí, literalmente) si lo decidieran sus directivos, porque su verdadero interés es llamar la atención sobre otros productos de todas las formas y colores y que, por si no bastara, incluye hasta plataforma de ventas para terceros.

Si aceptamos esta utópica posibilidad y un día, de pronto, encontráramos títulos completamente gratis en la red, entonces serían las casas editoriales las que cargarían con la peor parte. Ellas necesitan dinero para sobrevivir y, contrario al gigante de Internet, son los libros su más importante fuente de ingresos, cuando no la única.

Y, se preguntará más de uno… ¿a los lectores qué nos importa? El triste fenómeno pudiera justificarse como un paso inevitable dentro del proceso evolutivo de la lectura… por no decir, del libro. A fin de cuentas, hoy (casi) nadie llora por los casetes para grabar música o los disquetes de computación.

Las casas editoriales se extinguirían, como dinosaurios de siglos recientes, para dar paso a una estrategia de mercado que, todavía dentro de esa posibilidad utópica, nos regalaría los libros que pretendemos leer.

El problema, vale destacar, radica en la multiplicidad de funciones de las casas editoriales pues éstas no representan meras dispensadoras de libros, tal cual pretende ser Amazon. Es en ellas donde se inicia el inevitable proceso de selección de textos a publicar que tanto incomoda o aterra a nosotros, los escritores. Sin embargo, cuando comprendemos la naturaleza de este paso, terminamos por aceptarlo. Para ello debemos intentar ser más lectores y menos escritores. Acercarnos al desconsuelo de quien tiene más volúmenes que tiempo para leerlos. Ello, sin contar que los recursos para la materialización de nuestros proyectos también son limitados. Si lo analizamos con menos apego a nuestras creaciones, terminaremos por converger en un punto. A los escritores no nos molesta el  proceso de selección per se, sino los instrumentos que se utilizan para ello. Sin embargo, abundar en este dilema, forzaría, cuando no un artículo completamente distinto, al menos un desvío lastimoso del presente.

Por lo tanto, prefiero asumir que, por esta vez, la selección es correcta y corresponde a cierta diversidad de criterios, todos ellos válidos, que suelen defender las múltiples casas editoras, pero cuyo resultado se iría por el caño si éstas terminan por quebrar ante la despiadada competencia que les impone Amazon.

Ya algunas naciones como Francia, han tenido que destinar importantes recursos para que los libreros sobrevivan a la competencia que les presenta la compañía de Bezos. Temo, empero, que deriven en medidas efímeras y de paupérrimos resultados.

Si mañana alguien nos ofreciera millones de títulos gratis, puede que leamos más, pero dudo que mejor. A Amazon no le importa en demasía los títulos que ofrece y pareciera que nos deja a nosotros la generosa tarea de escoger. No obstante, las opciones que nos muestran siempre serán limitadas, incluso recicladas. A la larga, mantener un monopolio sobre el comercio de los libros terminará por crear un filtro temerario sobre la literatura, acaso peor que cualquier censura dictaminada desde una oficina gubernamental.

Por supuesto, con las casas editoriales y los libreros fuera del juego, la estrategia de la autopublicación ganaría adeptos. Es una tendencia que sigue a la alza en estos momentos, válida y muy socorrida, especialmente entre los jóvenes a quienes no les importa que no les paguen con tal de que alguien los lea.

No me atrevería a criticar esta opción. De hecho, en mis inicios, yo hubiese sido capaz de pagar por tal de ver mi nombre al pie de alguna revista, ni qué decir en la portada de un libro. Mas, pregunto, ¿qué sucederá con esos jóvenes una vez que maduren, tengan un trabajo al que acudir durante horas, una casa que mantener y dos o tres hijos que cuidar? Justo ahí comprenderán que un par de billetes extras no vendría nada mal tras publicar. Sólo que Amazon no se los dará. En el mejor de los escenarios, les alquilará su plataforma para que los intenten vender por sí mismos. Y, otra vez, intuyo apenas, será difícil encontrar compradores para un producto desconocido que siempre emergerá demasiado caro en medio de una amalgama de otros títulos completamente gratis.

Afortunadamente, ese escenario literario y apocalíptico no pasa hoy de ser consecuencia de elucubraciones intelectuales y mercadológicas. Sin embargo, como una función matemática que busca con perseverancia su límite, cada día nuestra realidad se acerca más a esta terrible ficción. Por lo tanto, aunque muchas veces he tenido que tragar en seco por los desorbitantes precios de algunos buenos títulos, prefiero que éstos existan sin importar que mi bolsillo no se halle a la altura de los mismos.

Pretender lo contrario, además de egoísta, se me antoja irrisorio. El mundo sería demasiado gris si cada uno de sus portentos se encontrase al alcance de la mano, sin abonar un mínimo esfuerzo por conquistarlo. Además, ¿qué sería de los buenos amigos a quienes les podemos sustraer un libro de vez en cuando y de cuando en vez?

Edgar London. La Habana, 1975. Narrador y periodista

Ha publicado los libros de cuento: El nieto del lobo (Ediciones Ávila, 2000); (Pen)últimas palabras (Editorial Extramuros, 2002) y A escondidas de la memoria (Editorial Oriente, 2008). Durante su trayectoria intelectual ha recibido, entre otros, el Premio Nacional Frónesis de Narrativa, Cuba, 1997; el Premio Nacional Eliseo Diego de Narrativa, Cuba, 1998; el Premio Nacional 13 de Marzo de Narrativa, Cuba, 1998; el Premio Nacional de Cuento Criaturas de la Noche, México, 2007 y el Premio Internacional de Ensayo Agustín de Espinoza, México, 2008. Además, obtuvo una Mención en el Concurso Literario Internacional Casa de Teatro, República Dominicana, 2006. Actualmente reside en México, donde se desempeña como profesor en varias universidades y como columnista del periódico 10 Minutos.