Ciencia Ficción

Los naipes marcados del destino

Naipes marcados

Para Michael Crichton, por la otra Edad Media
que se atrevió a suponer en «Rescate en el tiempo».

El 25 de octubre de 1415, a inicios de la segunda etapa de la Guerra de los Cien Años, tuvo lugar la batalla de Agincourt.

En las cercanías de la pequeña aldea del mismo nombre, a pocas millas de Calais, el poderoso ejército francés dirigido por el condestable Carlos d’Albret chocó con el contingente expedicionario inglés, capitaneado por el propio rey Enrique V.

Los galos, 10 000 infantes, 4000 ballesteros genoveses y 1600 caballeros con completa armadura, doblaban en número a los invasores, cuya tropa estaba integrada por unos 6000 arqueros con corazas ligeras y otros 1000 infantes provistos de armaduras apenas más pesadas.

Pero, astuto táctico, el monarca inglés dispuso a sus hombres en herradura: arqueros en los laterales e infantes al centro, posicionados todos tras varias filas de estacas puntiagudas clavadas oblicuamente en tierra como obstáculo contra la caballería enemiga y al final de una especie de corredor de unas 200 yardas de largo, flanqueado por bosques infranqueables de tan tupidos.

La nobleza francesa, empeñada fiel al ideal caballeresco de conquistar el mayor mérito personal en lo que parecía una victoria segura, reclamó gallardamente cargar primero sobre las líneas inglesas, sin esperar siquiera a que los ballesteros descargasen sus flechas.

Fue un proceder valeroso y galante, pero que Francia pagaría caro: lo accidentado del terreno y lo estrecho del frente de ataque, que impidieron a los jinetes tanto desarrollar su máxima velocidad en la embestida como desplegarse en una línea neta, unidos al alcance y la elevada cadencia de tiro de los arcos largos ingleses, cuyas flechas perforaban el acero de las corazas de los caballeros como si de papel se tratase, costaron la vida a cientos de nobles galos.

Lo mejor y más heroico de la caballería de Francia halló su fin ese 25 de octubre en aquel «corredor de la muerte», especie de galería de tiro donde ellos eran los blancos de las saetas inglesas. Aunque no todos cayeron derribados por la lluvia de dardos; buena parte fueron derribados y luego pisoteados en el barro por sus propios asustados corceles. Otros muchos perecieron degollados innoblemente por las dagas inglesas; en el lodo, las pesadas armaduras los volvían torpes e inermes ante los arqueros e infantes invasores, provistos de corazas mucho más ligeras.

Las bajas inglesas fueron apenas 200, si bien entre ellas se contaron nombres tan importantes como el Duque de York y el Conde de Suffolk.

Pero en esa jornada perdieron la vida cerca de 5500 soldados franceses. Fue una de las peores derrotas en la historia militar del país, y probablemente la más costosa de toda la Guerra de los Cien Años. Demostró la excelencia táctica del arco largo inglés, y también, si alguna duda quedaba después del desastre de Crécy (1346) que la era caballeresca, cimentada en el mito de la invencibilidad militar del «tanque de cuatro patas», el jinete noble sobre su caballo, ambos revestidos de pesada armadura, estaba llegando a su fin.

Y eso era todo.

Con una sonrisa sarcástica que nadie pudo ver bajo la calada visera, el vizconde Francis d’Monde alzó la mano derecha cubierta por el guantelete para apretar un interruptor oculto en un costado de su empenachado yelmo. La fantasmal holoimagen sobreimpuesta a su campo visual, aquellos escuetos renglones de texto que el caballero ya conocía prácticamente de memoria, se desvaneció lentamente.

Lo que le permitió, al girar la cabeza, apreciar las apretadas, interminables filas de infantes que marchaban tras él con paso cansino, y los cientos de jinetes que cabalgaban marcialmente a su lado. Travieso, se preguntó qué ocurriría si alguno de sus esforzados compañeros de armas tomara su casco por equivocación, y por un azar todavía más improbable, activase el oculto sistema holoinformático de datos justo en aquella nota sobre la batalla de Agincourt… hacia la que estaban marchando en aquel preciso momento.

Lo más probable sería que el de seguro tan valiente como supersticioso caballero arrojase lo más rápido y lejos posible el yelmo, gritando y santiguándose aterrado por aquellas «visiones fantasmales»… para regocijo de infantes y ballesteros, la plebe siempre dispuesta a burlarse de los orgullosos aristócratas que los despreciaban por no ser de noble cuna. Y la ya respetable fama de poseedor de ignotos y terribles poderes mágicos del vizconde aumentaría más aún.

Después de todo, y como tan bien dijera aquel tipo del siglo XX, Clarke «a bajos niveles de desarrollo científico, no se puede distinguir la alta tecnología de la magia».

Igual sería difícil que alguno de aquellos nobles alcanzara a enterarse por la holoimagen de lo que debía haber sido su futuro; casi ninguno de ellos sabía leer.

E incluso en el caso aún más improbable de que el caballero hubiese recibido los rudimentos de la instrucción en algún monasterio, tampoco era tan grande el riesgo: sin contar con la barrera idiomática entre el francés medieval y el anglohispano del siglo XXII, poco o ningún parecido existía entre el estilizado sistema cuadrático de caracteres en el que estaban escritos aquellos párrafos y la caligrafía enrevesada y llena de volutas que los frailes solían trazar sobre el pergamino.

Caligrafía que a Francis todavía le costaba no poco esfuerzo descifrar, pese a haberla estudiado tan aplicadamente durante casi dos años en las numerosas reproducciones de códices medievales de que disponía la inmensa biblioteca del Instituto de Cronografía Histórica….

Y ni qué decir de trazar aquellas letras. A veces se preguntaba por qué tan pocos nobles sabían escribir: se requería casi tanta práctica y un pulso tan férreo como el de un espadachín para afilar la pluma de ganso del exacto modo que ni rasgase el pergamino ni se deslizara demasiado fácilmente por su superficie. Igual que para mojarla en la cantidad exacta de tinta y trazar cada carácter, sobre todo sabiendo que si cometía un error no se podría borrar apretando una tecla, como en el más simple de los procesadores informáticos de texto.

Francis había descubierto del modo más duro, estropeando numerosas hojas de caro y excelente pergamino, que aquellas largas y hermosas volutas tenían también un fin práctico: deshacerse de la tinta sobrante y evitar que chorreara estropeando las letras tan cuidadosamente recién trazadas. Como tantas cosas en la Edad Media, constituían una casi perfecta combinación de belleza y pragmatismo.

El falso vizconde, el caballero impostor venido del futuro, se irguió en los estribos y giró a medias apoyándose en los altísimos arzones anterior y posterior de su silla de guerra, para echar otra ojeada a la tropa francesa en pleno. Yendo casi en la vanguardia, a sus espaldas la columna de hombres y corceles era tan larga que hasta los ballesteros genoveses que cerraban la marcha habría al menos dos leguas largas.

En aquella fría mañana, el esfuerzo hacía brotar nubecillas de vapor de las bocas y narices de hombres y corceles. Los cascos de las bestias y las botas de los hombres chapoteaban en el barro, y las armas chocaban con las corazas metálicas con un rítmico, cadencioso crash-crash-ring-ring al que el crujido del cuero y las obscenas canciones y maldiciones en francés, provenzal y genovés (parecido al italiano, pero más gutural) de la soldadesca servían de heterogéneo fondo. Encima, las multicolores banderolas y pendones ondeaban y resplandecían orgullosas en el viento y el sol matutinos… una hermosa jornada, sobre todo después de la molesta lluvia de las vísperas.

Tampoco existían por razones puramente estéticas aquellos estandartes, como no llevaban solo por amor a la belleza sus llamativas cimeras y escudos de armas los caballeros; en un ejército medieval, siglos antes de la invención de la radio, sin otros medios de comunicación o identificación a distancia que los visuales, a un jefe hábil y que conociera bien a sus hombres le bastaba una ojeada al campo de batalla para saber cuáles de sus unidades estaban en combate y dónde, con bastante exactitud.

Aunque, como siempre había supuesto Francis, y el par de escaramuzas en las que hasta ahora había participado no habían hecho sino confirmárselo, un hecho de armas medieval no se parecía en nada a aquella especie de juego de ajedrez a escala real con cada mariscal desplazando hasta su más pequeña tropa según un plan preconcebido que pretendían algunos analistas.

A posteriori, con un total conocimiento del terreno, de la magnitud de los efectivos y el grado de preparación combativa de los ejércitos en pugna, cualquier estudiante de primaria podría decirle a Aníbal en Cannas «es hora de iniciar tu famoso movimiento envolvente, así que mueve tus elefantes» o a Napoleón en Austerlitz «llegó el momento de cargar con la caballería sobre los austríacos».

Pero, en el fragor del combate, en la guerra real, la cosa era bien diferente. Sobre todo si no había espías o traidores, y si los exploradores apenas alcanzaban a suministrar datos parciales, como solía ocurrir. Dos grupos de hombres armados se enfrentaban casi a oscuras, sin que ninguno de ellos, ni siquiera sus líderes, supiera muy bien cuáles eran las fuerzas o el cansancio del otro bando, sin conocer bien el terreno, sin saber muchas veces ni dónde estaban sus propias tropas en un momento determinado…

Más que a un tranquilo juego de escaques con todas las piezas a la vista sobre el tablero, una batalla medieval era algo así como un combate entre dos gigantes ciegos que, armados con puñales, trataran de degollarse mutuamente, guiándose solo por los jadeos y estertores de su oponente.

Se preguntó si tal imagen se le habría ocurrido a alguno de los tantos soldados y caballeros franceses que no verían alzarse otro día, fuese cual fuese el resultado final del combate hacia el que marchaban todos.

Probablemente no… ni habría nada más alejado de las mentes de la mayoría de los hombres de d’Albret en aquel momento que las metáforas y la poesía.

En el pasado (¿o en el futuro?), mucho había admirado Francis el valor de aquellos hombres, que marchaban a la guerra cantando, bromeando, riendo y sin quejarse… aún sabiendo que al final de la jornada a muchos los aguardaba la muerte.

Pero ahora ya sabía que aquellos campesinos y pastores arrancados de sus tierras y rebaños no combatían por ninguna de las Grandes Razones: por liberar la patria, por Dios o siquiera para demostrar lo temerarios y buenos soldados que eran… Los más despiertos e independientes arriesgaban la vida con la esperanza de recoger un buen botín, y en cuanto a los demás… la mayoría mataba y moría sólo porque eran demasiado estúpidos y estaban demasiado acostumbrados a obedecer como para pensar siquiera en rebelarse contra la voluntad de sus señores.

Más que el resultado de la batalla hacía la que se dirigían, debía preocuparles cuándo comerían, cuándo beberían, cuándo encontrarían mozas bien dispuestas a holgar con ellos. En cómo evitar (en lo posible) aquel barro pegajoso que se adhería y filtraba a sus suelas, en arreglar a cada paso sus bultos y corazas para que el pesado, torturante roce del acero y el cuero no les desollara los hombros, en cambiar de mano las armas cada cierto tiempo para que no se les ampollaran sujetando las astas de las pesadas picas, alabardas y partesanas, y en echarse el aliento sobre los dedos para que no se les helasen.

En cuanto a la muerte… bueno, era algo que les ocurría a otros, y si al final todos tenían que morir, mejor no extinguirse lentamente en la penumbra de la decadencia y la vejez, sino que fuera rápido, sin largos sufrimientos, de un golpe de hacha o espada, de un lanzazo o un flechazo, en el campo de batalla y luchando por Dios contra aquellos diablos ingleses, con lo que, según el capellán de la tropa, padre Dimard, ya les estaba garantizado el paraíso….

Sí, pocas cosas eran como decían los libros… de hecho, sonrió para sus adentro Francis, aquella misma marcha, con sus decenas de miles de caballeros, corceles e infantes y sus cientos de banderas al viento, aunque podría resultar muy impresionante en un holofilm, en la realidad distaba bastante de ser un fácil y glorioso paseo.

¿La orgullosa majestad de un ejército en marcha? Bah. ¿La gloria? Ni rastro; pero sí mucho cansancio, frío, hedor, barro y palabrotas.

Cabalgando desde el alba por los campos empapados por el cierzo de octubre y la lluvia helada del día anterior, no solo las patas, sino también las lujosas gualdrapas de los corceles de guerra, sus monturas y hasta las coloridas sobrevestas de sus jinetes estaban hechas un asco del fango y la escarcha. Y en cuanto a la infantería, que venía detrás… mejor ni hablar. Costaba trabajo hasta adivinar el color original de sus sobrevestes, y las coloridas y rabiosas maldiciones que proferían contra el cansancio, el frío, y las ocasionales sanguijuelas interrumpían las canciones de marcha casi en cada estrofa.

Aunque, suponía Francis, por muy agotados, cubiertos de lodo y molestos por aquellos pocos hambrientos anélidos hematófagos que estuviesen los soldados, debían preferirlo mil veces a soportar las nubes de tábanos y mosquitos y tener que respirar todo el polvo que habría levantado la caballería en un seco y cálido día veraniego. Por otro lado, aunque ellos no pudieran saberlo, con todo aquel barro encima se veían curiosamente futuristas: casi como si llevaran uniformes pardos de camuflaje… unos seis siglos antes de que fueron inventados.

El hombre venido del futuro se removió por enésima vez en su montura; la incomodidad se estaba convirtiendo en tortura. Solo lo alivió un poco descubrir que en lontananza ya aparecían las copas de los primeros árboles aislados, que pocos cientos de yardas más allá se convertían en el famoso bosque impenetrable en el que habían buscado prudente refugio los ingleses, al comprender la magnitud de la tropa que se les venía encima y lo inevitable del combate al que se les obligaba.

Aunque la perspectiva de la batalla inminente no le resultaba del todo tranquilizadora, lo cierto era que, después de cinco horas a caballo, incluso avanzando al paso, ya a Francis le empezaban a doler no solo las nalgas y la parte interior de los muslos (le parecía tenerlos en carne viva), sino hasta el alma misma… algo perfectamente lógico en quien, como era su caso, no había vivido prácticamente sobre la silla de montar desde pequeño, como todos los nobles y buena parte de los patanes del siglo XV. Y el galope final, la carga en la que culminaría aquella torturante marcha que ya duraba desde el alba, la que decidiría el éxito o el fracaso de la batalla y de sus planes, sus teorías, su vida entera, ya le resultaba casi tan ansiada como a un prisionero que cumple una larga condena el cada vez más cercano día de su liberación.

Probablemente los demás caballeros, siempre sedientos de gloria, estaban por lo menos tan impacientes como él… aunque de seguro no tan adoloridos. En cuanto a los infantes y ballesteros, de seguro esperaban con mayor ansiedad todavía el inicio del combate: informados de los planes de d’Albret de cargar primero con la caballería, debían estar casi desesperados por culminar aquella marcha asesina, para poder descansar un poco mientras admiraban la embestida de sus propios jinetes contra los infelices ingleses.

Aún sabiendo que sería así, Francis se felicitó una vez más por haber sido lo bastante astuto como para elegir como «leyenda» o falsa identidad la de un caballero y no la de un plebeyo. Si cabalgar aquellas pocas leguas ya le estaba resultando agotador, no quería ni pensar en lo que hubiera sido recorrerlas a pie por aquel lodazal helado, y menos cargado con los casi 40 kilos que entre armamento y pertrechos acarreaba cada infante… de los que casi 20 correspondían a la pesada coraza; aún no había habido tiempo de sustituir el acero conque estaban hechas por el nuevo material que Francis había traído de su siglo natal, violando todas las reglas de la Cronografía Histórica.

Por pobre consuelo que sea pensar que aún se puede estar peor, siempre es un consuelo. Francis irguió por enésima su adolorida humanidad en la incómoda montura de guerra (estaba concebida para que fuera difícil ser derribado… no para que fuera agradable permanecer en ella por horas y horas) y resoplando, cambió de mano la lanza de roble de ocho pies de largo con punta de acero y el escudo triangular… ya le parecía que ambos pesaban al menos el doble que cuando los tomara aquella mañana de manos de uno de sus pajes. Sobre todo el escudo debía andar como por la media tonelada.

El escudo. Su escudo. El escudo de armas de los d’Monde.

Siempre tuvo claro que si la Edad Media no había sido una época fácil para nadie, mucho menos debió serlo para siervos y campesinos. En el siglo XXII, durante los largos meses de secreta preparación de su viaje, había cotejado pacientemente miles de páginas, gigabits de historia y heráldica medieval, buscando una familia de la nobleza menor francesa del siglo XV, de poca relevancia y sin parientes cercanos, cuyo último descendiente hubiese muerto sin testigos, para poder usurpar su personalidad.

Lo que finalmente lo había decidido por los d’Monde, aquellos perdidos señores feudales de la baja Lorena, o sea, no propiamente franceses (al menos no en el siglo XV) pero sí lo bastante afines a Carlos VI como para decidirse a pelear bajo la enseña de la flor de lis (sobre todo si cabía la posibilidad de un buen botín) no había sido sólo la curiosa coincidencia de nombre entre aquel oscuro Francis y él mismo, sino sobre todo un detalle puramente estético: el escudo en sí.

Su colorido, su sencillez, su simetría… Cuarteles primero y cuarto, dos caballeros rampantes azur sobre fondo gules; cuarteles segundo y tercero, dos caballeros rampantes gules sobre fondo azur. Se había enamorado a primera vista de aquel diseño; tal vez porque se le antojó especialmente apropiado a sus propias y ambivalentes condición y propósito; él, nacido en el siglo XXII y autodesterrado al XV, era no solo un caballero de dos tiempos, sino también un caballero de dos caras…

Y si bien aquellos cuatro caballeros azules y rojos eran hermosísimos, el lema con el que lo había personalizado tampoco estaba mal: Ni siquiera con naipes marcados puede la voluntad humana ganarle al impecable juego del destino. En latín, por supuesto.

Había sido una pequeña ironía por su parte, pero le había complacido permitírsela; aquella era una de las sentencias favoritas de su antiguo profesor, el respetadísimo y ortodoxísimo académico Iván Siao Lung. Precisamente la que más le gustaba repetir para ilustrar su Teoría de la Autocorrección Histórica, no solo célebre sino también aceptada por casi todos los científicos que se ocupaban de Cronografía Histórica.

Siao Lung, el Instituto, las aulas, las teorías, el siglo XXII… Oyama. Casi le parecía la vida de otra persona, más que la suya propia. Increíble que ya hubiesen pasado dos años desde aquel día inolvidable. O faltaran ochocientos años para que todo ocurriese…

Todo empezó cuando, como habría dicho el padre Dimard, el oscuro demonio de orgullo lo poseyó: para demostrarle a una compañera de clase, la linda Tate Oyama, lo que valía, el fatuo Francis se había puesto de pie y, casi asustándose de su propio valor, había osado nada menos que interrumpir al profesor Siao Lung en plena conferencia. Para, suprema herejía, sugerir que tal vez su sacrosanta Teoría de la Autocorrección Histórica no fuese aplicable y correcta en todos los casos.

Oyama… ¿cómo era? ¿Realmente hermosa, o tan solo atractiva? ¡Ya había olvidado hasta su rostro! ¿Cómo podía ser posible? Las caras torcidas y marcadas por toscas cicatrices de aquellos infantes, las facciones orgullosas y decididas de aquellos caballeros con los que había convivido durante pocos meses estaban ahora grabadas en su memoria con mucha mayor firmeza que las de la muchacha de ascendencia japonesa.

Lo que si no olvidaría jamás era aquella discusión interminable en la que fue finalmente apabullado, si bien más por el magister dixit del enorme prestigio científico del académico Siao Lung que por razones convincentes.

Ni aquel instante de sublime inspiración, cuando en plena argumentación le vino de improviso a la mente cuál sería la mejor, la única manera de demostrar sin duda alguna quién tenía razón y quién se equivocaba.

No más teorías ni hipótesis, no más razones ni refutaciones… no más enviar uno tras otro de aquellos costosísimos e irrecuperables cronógrafos que se autodestruían prudentemente después de registrar y transmitir a través de los siglos gigabits de imágenes. Para saber de una vez y por todas si la historia se autocorregía o no, sería suficiente conque alguien se decidiese a dejar a un lado cierta regla estúpida y cobarde, conque emprendiera un pequeño viajecito. Debía ser alguien a quien no le importase renunciar a todas las comodidades del siglo XXII, y para siempre.

Porque aquel sería necesariamente un viaje sin retorno…

Y si, una vez exiliado en el pasado, esa misma persona se las arreglase para introducir algún pequeño cambio en la historia, y luego esperara a ver qué sucedía, y lo registrara…

A fin de cuentas, el que tal clase de «experimentos de campo» estuviera rigurosamente prohibida por todas las reglas del Instituto de Cronografía Histórica era apenas un detalle, una cuestión metodológica, de procedimiento, nada que alguien astuto no pudiera soslayar, burlar, con una meticulosa preparación.

Siempre que ese alguien mantuviese sus planes en el más estricto secreto…

Alguien como, por ejemplo, él mismo.

Y así fue como Francis se abstuvo de compartir con nadie aquella genial intuición. Ni a la linda Oyama (que tampoco quedó tan impresionada por su valor que digamos) ni, muy especialmente, al profesor Iván Siao Lung.

Había hasta sido lo bastante astuto y disciplinado como para prepararlo todo sin que nadie se enterase, y llevar a feliz término la primera mitad de sus planes.

Sólo que quizás debió haber cargado con un software histórico más específico y explícito que la Enciclopedia Universal; aunque el cristal de datos que la contenía era diminuto y se podía ocultar muy bien en su armadura, la verdad era que ciertos artículos a veces pecaban de ligeramente superficiales… y de veladamente parciales.

Tras su fulminante inspiración, Francis había sabido esperar su oportunidad por dos años. Una espera que no solo sirvió para que se apagara hasta el último eco de su famoso desafío al profesor Siao Lung en plena clase… consciente de que únicamente dispondría de una ocasión, de que aquel sería un único viaje, y de que no existía la posibilidad siquiera teórica del regreso, aprovechó ese lapso para prepararse con toda la seriedad de la que fue capaz. No quería dejar nada al azar.

Aunque su apellido real era González, y ya en el siglo XXII el mestizaje había terminado tanto con los odios como con las identidades nacionales, Francis se dejó llevar por motivos bastante… sentimentales, cuando eligió como destino, de entre todos los lugares y momentos posibles, la Francia de los inicios del siglo XV, y la batalla de Agincourt como Punto de Inflexión. Y no se trataba solo de su propio nombre; su abuela siempre le había contado que dos de sus tatarabuelos se habían conocido precisamente en Calais…

Una vez hecha su elección, invirtió la mayor parte de su tiempo libre en empaparse de todo lo que pudo encontrar sobre equitación, esgrima medieval, tiro con arco, danzas cortesanas… y no solo teóricamente. Practicó y practicó como un monomaníaco, tanto en simuladores como con los miembros de cuanto club histórico creyó que podría resultarle útil, hasta que consideró que dominaba a un nivel al menos aceptable todas las habilidades que como caballero necesitaría en su nueva vida: montar a caballo, blandir la espada, justar con lanza, cortejar a una dama, cantar melosas baladas mientras acompañándose con el rabel o el laúd. El idioma no era un problema, por suerte; siempre estaban los hipnopedagogos… aunque, llegado al siglo XV real, descubriría que algunas de las inflexiones tan cuidadosamente aprendidas no eran ni correctas ni exactas.

Estudió hasta convertirse en el mayor experto viviente en la batalla de Agincourt… y como no se trataba de un hecho de armas aislado, de paso se volvió toda una autoridad en la Guerra de los Cien Años y el entero siglo XV anglofrancés. Hasta el punto de que incluso el mismo profesor Siao Lung llegó a consultarle tanto fechas como detalles de vestuario y armamento medieval en más de una ocasión.

Precisamente por eso lo enfurecía aún más lo escueto y tendencioso de la nota que figuraba en la supuestamente exhaustiva Enciclopedia Universal.

Aunque no estuviese firmada, d’Monde habría tranquilamente apostado su vida a que aquella nota sobre la batalla de Agincourt la había escrito un francés… y más concretamente aún, se jugaba la mano de la espada, debía haber sido uno de aquellos lepenianos del siglo XXI, obsesionados por el revanchismo histórico.

No solo por toda aquella barata fraseología patriotera y chovinista, auténtica catarata de términos elogiosos (gallardos, heroicos, valerosos, poderosos, etc.) vertidos sobre los franceses, su ejército y su proceder, en contraste con los dedicados a los ingleses y su actuación en batalla (astutos, invasores, innoblemente, etc.): era la manipulación de ciertos datos y la omisión de otros la que resultaba tan descarada y tendenciosa que solo cabía calificarla como desinformación.

Porque, si bien el número de contendientes de ambos bandos, la magnitud de la derrota de las huestes galas y la cuantía de sus bajas eran hechos históricamente incontestables, el ignoto fanático, por ejemplo, ponía mucho más énfasis del necesario en las muertes del Duque de Norfolk y el conde de Suffolk, del lado inglés… «olvidando» especificar que, por los franceses, además del propio condestable d’Albret, perecieron nada menos que 53 duques, 38 condes y otros 500 miembros de la nobleza menor. Así como mencionar otro «detalle insignificante»: que en manos de Enrique V y sus hombres quedaron prisioneros y pendientes de rescate cientos de caballeros.

Y había más. El anónimo chovinista también escamoteaba tranquilamente el «dato superfluo» de que los 7000 ingleses no solo estaban en franca desventaja numérica ante los franceses, sino además hambrientos y agotados tras una errática, desesperada marcha invernal de dos semanas a campo traviesa.

Ni mucho menos mencionaba que el que el rey de Inglaterra y sus hombres se encontraran a pocas millas de Calais tampoco era pura casualidad: el 8 de octubre precedente, en el recién conquistado puerto de Harfleur, un desesperado Enrique V, viendo sus efectivos reducidos por la disentería y sus provisiones mermadas por la inesperadamente larga resistencia de los tercos defensores de la plaza costera, se había visto ante una terrible disyuntiva: retirarse ignominiosamente y por la misma vía por la que había llegado, la marítima, para proteger a sus soldados sobrevivientes, demasiado pocos para resistir a un asedio, a sabiendas de que sin una conquista significativa la nobleza inglesa no lo habría apoyado económicamente para continuar la guerra… o, disponiendo de provisiones para tan sólo ocho días, arriesgarse a una agotadora, azarosa marcha por tierra hasta Calais, puerto bajo control inglés desde el final de la primera parte de la Guerra de los Cien Años.

Más valeroso que prudente, el monarca invasor había elegido la segunda opción… y lo cierto es que estuvo a punto de conseguirlo. Porque tanto tardó en movilizarse el ejército francés, divididos como estaban sus nobles por antiguas rencillas regionalistas, que pese a que los ingleses no tenían guías y desconocían el terreno, fue solo en las cercanías de Agincourt que se vieron alcanzados y obligados a presentar batalla por sus vidas.

En cuanto a su conocimiento de la ciencia militar, el anónimo redactor de la tendenciosa notita no andaba mucho mejor. Ni siquiera hacía referencia al hecho evidente de que encerrarse tras una línea de estacas puntiagudas clavadas en tierra podría ser una excelente medida defensiva, pero debió limitar notablemente las posibilidades de pasar al contraataque de los ingleses… para suerte de los franceses, que de otro modo tal vez habrían sufrido aún más bajas.

Otro error: los arcos largos, a 200 yardas, tampoco resultaban las armas letales que pretendía el ignoto articulista francés. Eran arcos, no cañones; a esa distancia, una flecha nunca lograría perforar las armaduras de los caballeros; cuando más podría herir las partes no protegidas de sus cabalgaduras… aunque eso debió bastar para provocar aquel «derribados y pisoteados en el barro por sus propios asustados corceles» que de seguro aportó no poco al desastre general.

Y en cuanto a lo de «astuto táctico»… ja. Sabiendo ya lo confusas que eran las batallas medievales, Francis sospechaba que el desesperado rey inglés, más que un plan estratégico cuidadosamente trazado, debió dejarse llevar por su intuición y experiencia, al buen tuntún. En efecto, en un momento de la batalla (que duró casi todo el día) Enrique V dio incluso la orden de degollar a los nobles prisioneros, al creerse atacado por la espalda por un fuerte contingente francés y temiendo que los cautivos se liberaran y se les unieran… aunque, por suerte para los caballeros capturados, como resultó ser solo una avanzadilla insignificante, lo que podía haberse convertido en una carnicería fue detenido a tiempo y únicamente murieron unas pocas decenas.

Más que por habilidad (aunque tampoco les debió faltar… no en balde era legendarios el valor y la disciplina combativa de los arqueros ingleses) el monarca inglés y sus hombres habían obtenido la victoria gracias a una suerte inaudita… empezando por el ventajoso terreno que los franceses les dejaron elegir para el combate, continuando con la lluvia del día anterior (tampoco mencionada en el pequeño y parcializado artículo, con lo que el omnipresente barro parecía como surgido de la nada) que había convertido el campo de batalla en un lodazal difícilmente practicable no solo para la caballería, sino hasta para los infantes con armaduras pesadas… y terminando por la caballeresca pero desastrosa obstinación de d’Albret y demás nobles de lanzarse a una carga tradicional una y otra vez, y costase lo que costase.

Una vez más, Francis se preguntó si aquella fabulilla sobre las pequeñas causas y las grandes consecuencias (el clavo que cae, la herradura que deja de ajustar bien, el caballo que cojea, el jefe que muere, la caballería que retrocede, el ejército derrotado, la batalla perdida y el país conquistado…) no habría surgido precisamente en Agincourt.

La fragilidad de la historia había sido siempre uno de sus temas de disquisición favoritos; ya desde las primeras clases del profesor Siao Lung, al joven estudiante de Cronografía Histórica que luego se convertiría en el vizconde d’Monde se le había antojado cósmicamente irónico que bastase con un poco de lluvia y otro poco de aristocrática soberbia y estúpida obstinación, sin olvidarse de la necesaria pizca de mala suerte como condimento, para que todo cambiara; la batalla que ya parecía ganada se convertía en terrible derrota, el destino de un país entero daba un vuelco de mal a peor, y hasta (por una vez no le quedaba sino estar de acuerdo con el desconocido autor del escueto artículo; pese a su obvia ignorancia en historia militar, había dado en el clavo con su comentario final: lo del «tanque de cuatro patas» resultaba tan ingenioso que probablemente aquel estúpido fanático lo habría plagiado de algún otro) todo el sistema militar-feudal de la Edad Media entraba en crisis.

Al menos, así decía la Enciclopedia que había ocurrido.

Solo que aquel era otro Agincourt.

¿O había sido? ¿O sería? ¿O no sería jamás? Porque, si la Teoría de la Autocorrección Histórica de Siao Lung resultaba errónea no solo en ciertos casos, sino en todos, podría ocurrir que la terrible, caótica hipótesis sugerida por el profesor Samuel Mitayoshi en el 2108, la llamada Paradoja de la Reacción en Cadena Causa-Efecto de los Continuums, resultara cierta. Con lo que, si Francis lograba su propósito de que Agincourt no fuese una derrota sino una victoria francesa, toda la historia humana posterior al siglo XV podría cambiar sin remedio. A no ser que resultara cierta otra hipótesis, la de los Universos Divergentes de Wiliams-Hernández, con lo que entonces se crearían dos líneas históricas simultáneas…

Con un ligero movimiento, el joven caballero sacudió la cabeza como quien espanta una mosca. Teorías abstrusas, hipótesis y más hipótesis, cada una sustentada por fórmulas y más fórmulas a cual más compleja y llena de tensores. Ya se ocuparían otros de aquellas sutilezas bizantinas; otros que entendieran mejor que él la física cuántica y las matemáticas superiores.

Después de todo, históricamente habían sido los diletantes audaces como Edison, Chandrasekhar… y él mismo, los que habían hecho avanzar la ciencia, siempre desdeñando las rígidas teorías en boga y atreviéndose a preguntarse «¿qué pasaría si…?»

Y era poco o nada lo que se sabía sobre los principios físico matemáticos del viaje en el tiempo; durante cerca de 30 años, desde que Ernesto Slovsky descubriera el fenómeno mientras buscaba una demostración de la aún discutida Teoría del Campo Unificado de Hawkings, los historiadores del siglo XXII lo habían utilizado para observar hechos históricos, aunque sin llegar nunca a comprender cómo funcionaba. Y como suelen hacer los sabios, para camuflar su ignorancia al respecto le habían puesto el rimbombante rótulo de Cronografía Histórica… y se limitaban a enviar cronógrafo tras cronógrafo y a analizar sus grabaciones. Sin que, por las dudas, nadie se atreviese a viajar físicamente al pasado, ni mucho menos a experimentar con posibles paradojas.

Como estaba en aquel momento haciendo Francis. Pasara lo que pasara, ya crearían otros las teorías, si valía la pena… si sobrevivía; lo que era él, había elegido otro camino: convertirse en un pragmático total, en un experimentador.

Lo único que ahora importaba era que aquel… Agincourt-original sólo ocurrió-ocurriría-habría ocurrido sin el vizconde Francis d’Monde ni su aporte a la tecnología militar del siglo XV.

Aquella «pequeña innovación» era la clave, lo que transformaría la derrota en victoria, la vergüenza de Francia en su gloria: el Agincourt-original y cero en Agincourt-prima y Punto de Inflexión…

En realidad, debía admitir Francis, todas sus esperanzas estaban puestas en que la teoría del profesor Iván Siao Lung fuese cierta… al menos en la mayoría de los casos. Confiaba en aquello; no le habría gustado que su truco para hacer vencer a los franceses aquella batalla causara cambios demasiado drásticos en el futuro. Francia liberándose unas décadas antes de los ingleses, sí… Después de todo, había sucedido ¿no? o sea, que era una auténtica necesidad histórica. Pero no Hitler usando bombas atómicas para vencer la Segunda Guerra Mundial, ni devenires aún más extraños, como una raza de seres extraterrestres llegados de la Nube de Magallanes para conquistar La Tierra o un brote especialmente virulento y de rápida difusión de la peste bubónica exterminando a toda la humanidad en el siglo XVIII…

El vizconde Francis d’Monde volvió a sacudir la cabeza para espantar todas aquellas especulaciones; si bien excelentes para mantener ocupada la mente y alejarla del cansancio del cuerpo mientras se acercaban al campo de batalla, ya a estas alturas resultaban todas vanas e inútiles. El ya había hecho su jugada, y ahora le tocaba mover al destino.

A ver si esta vez el juego del destino lograba ganarle a sus naipes marcados…

Los estandartes ya se detenían, algunos cientos de yardas adelante; d’Albret reagrupaba a sus jinetes, con las líneas inglesas a la vista. En breve lapso los caballeros franceses se trabarían en duro combate con los invasores del otro lado del canal… sólo que esta vez, gracias al que una vez fuera despreciado estudiante del profesor Siao Lung, y ahora convertido por obra y gracia del salto temporal en el vizconde Francis d’Monde, no serían ignominiosa y inesperadamente derrotados.

Alzó la celada de su empenachado casco y miró en derredor por enésima vez, comprobando con satisfacción que, bajo sus enlodadas sobrevestas, casi todos los nobles no solo iban de completa armadura, sino que muchos llevaban inclusive la visera bajada… y así cabalgaban desde la mañana.

Según la prudente tradición medieval (vigente hasta pocas semanas antes) los caballeros sólo revestían su coraza, y con no poca ayuda de sus pajes, minutos antes de cargar al galope contra las líneas enemigas. Colocársela con más de una hora de antelación estaba… tácticamente contraindicado.

Incluso en octubre, pleno invierno y en el norte de Francia, ningún hombre podía resistir mucho rato sin desvanecerse, o al menos llegar completamente agotado al escenario de la batalla, abrumado por la pesada armadura de placas de acero y hierro forjado y sofocado por la gruesa capa de tejido acolchado que era aconsejable usar debajo si no se quería terminar el combate convertido en un muestrario de moretones y cardenales.

Claro que eso había sido antes.

Antes de que el vizconde Francis d’Monde, nacido Francis González en el año 2134, violase todas las reglas de la Cronografía Histórica emprendiendo el prohibido viaje sin retorno al pasado… y llevándose de paso una pequeña muestra de la superior tecnología del siglo XXII: el casi indestructible metaloplástico.

Y, más importante aún, un método para fabricarlo a partir de la simple y común celulosa. Había sido precavido: nada físico, con hornos y altas presiones, sino bioquímico, mediante fermentos… una clase de sustancias con cuyo uso estaba familiarizado no solo cualquier mediocre alquimista, sino prácticamente cada fabricante de quesos, cervecero, tintorero o panadero medieval.

Hasta ahora todo había marchado sobre ruedas. La primera etapa, el viaje en sí, fue fácil: le bastó aprovechar un descuido de la somera vigilancia electrónica a la que estaban sometidas las cronomáquinas del Instituto de Cronografía Histórica, un par de minutos para programar su punto de destino, y un segundo para saltar al foco del haz en lugar del cronógrafo previsto.

Y en cuanto a la segunda… tardó un par de meses, sí, pero logró igualmente su propósito: hacerse famoso y llamar la atención del rey francés Carlos VI sobre su insignificante y advenediza persona.

¿El medio? Una larga, abrumadora serie de victorias consecutivas conquistadas por el joven y antes del todo desconocido vizconde d’Monde en las lizas y torneos “amistosos” de todo el país. Conseguidas en su gran mayoría sobre caballeros mucho más robustos y expertos, gracias a la fuerza de su brazo, su destreza con la lanza y la espada y su astucia… pero sobre todo gracias a su ultraligera, superresistente y totalmente anacrónica armadura de placas metaloplásticas.

Material que puso de inmediato a la plena disposición de Francia, lo mismo que cada paso y sustancia necesaria para su obtención. Y no por gallardía ni patriotismo; no le importaba obtener gloria ni reconocimiento, sino probar qué ocurriría si se intentaba cambiar un poco la historia. Y ¿para qué correr el riesgo de que sus planes fracasaran por el discutible orgullo de permanecer siendo el único dueño de aquel invaluable secreto? Si nadie más sabía cómo usar los fermentos, bastaría la puñalada de algún espía inglés o un forjador envidioso en una callejuela oscura, o uno de aquellos terribles virus medievales contra los que ninguna vacuna del siglo XXII le había proporcionado anticuerpos, y Agincourt seguiría siendo una derrota francesa…

Francis miró unas yardas hacia su izquierda; bajo el alto estandarte oriflama, Carlos d’Albret y el resto de su Estado Mayor habían terminado de discutir los últimos pormenores del plan de ataque. Pronto sería su turno de reunirse con ellos, con lo más noble de la caballería francesa y europea, para cargar sobre los ingleses, hacia la gloria.

Siao Lung se había equivocado; incluso la estupidez humana tiene sus límites. Los caballeros franceses podrían ser todo lo orgullosos, soberbios, temerarios y tercos que se quisiese, pero no eran ni imbéciles ni suicidas. Ni el condestable ni los más encumbrados nobles habían dudado un segundo en adoptar las flamantes corazas metaloplásticas, una vez demostradas sus ventajas… después de todo, salvo por la inusitada ligereza y la traslúcida opacidad del material, que no permitía ser bruñido como el acero, la diferencia con las corazas metálicas que estaban habituados a usar casi desde niños era mínima… descontando por supuesto el peso bastante menor y la muy superior resistencia.

Curioso e irónico que fuera precisamente tal inverosímil resistencia la que hubiese estado a punto de dar al traste con los ambiciosos planes de Francis; algunos desconfiados jerarcas eclesiásticos franceses habían incluso amenazado con la excomunión al «brujo lorenés», llegando a llamar al nuevo material «invención demoníaca que volverá obsoleto el valor humano» en sus intransigentes sermones.

Pero la intervención directa del rey Carlos VI, y sobre todo, una demostración privada de las nuevas corazas (que podían moldearse en modo tan anatómicamente exacto que, usadas bajo las vestiduras sacras, nadie advertía su presencia) terminó por convencerlos. Y cuando la oculta protección metaloplástica salvó a cierto diácono de Orleans de morir atravesado por la flecha disparada a menos de 15 yardas de distancia desde la ballesta de un airado arrendatario eclesiástico, la Iglesia francesa en pleno dio finalmente su piadosa admonición al nuevo material (hasta el capellán del ejército, el severo padre Dimard, portaba placas metaloplásticas bajo su sotana)

Una semana después, en las armerías reales, cientos de alquimistas, panaderos, cerveceros, tintoreros y otros operarios, comprometidos a guardar secreto bajo la amenaza simultánea de muerte y excomunión comenzaron las tareas de «fundición», fermentos mediante, de las decenas de miles de piezas necesarias para armar con las nuevas ligeras y ultrarresistentes corazas primero a la caballería francesa, y a largo plazo, a toda su infantería.

Pero, pese al apremio que el rey en persona les infundió, los artesanos no tuvieron listas a tiempo suficientes armaduras como para evitar la caída del puerto de Harfleur, como era el plan original del condestable d’Albret. Y así, el ejército libertador francés había tenido que perseguir en pleno invierno y a marchas forzadas a los invasores ingleses. Y sin poder probar las nuevas corazas más que en aisladas escaramuzas contra algún que otro grupito de arqueros rezagados, que de todos modos preferían huir a enfrentar a aquellas fuerzas tan superiores numéricamente con su famosa lluvia de flechas…

Un repentino silencio cayó sobre el campo de batalla, cortando las reflexiones del vizconde d’Monde; el condestable d’Albret había alzado su diestra enguantada para luego bajarla. Era la tan esperada señal. Y tan impacientes estaban los nobles jinetes franceses por mojar sus lanzas en sangre inglesa, que muchos estaban ya dirigiéndose hacia las líneas enemigas incluso antes de que los heraldos soplasen sus trompetas comunicando a todo el ejército la orden de cargar.

Un huracán de vítores dedicados a la esforzada caballería brotó de las líneas de la cansada infantería francesa, y los no menos exhaustos ballesteros genoveses los imitaron. Como todos los jinetes, Francis d’Monde inició el acercamiento al enemigo al paso, sin embrazar el escudo y sosteniendo aún la lanza en posición vertical.

Decenas y cientos de caballeros avanzaron, flanqueados por los bosques, llenando el «corredor de la muerte» de piafares y relinchares. Poco a poco el paso se convirtió en trote, y el trote en un galope. Pese a lo fangoso del terreno, miles de cascos comenzaron a atronar la tierra, con ritmo creciente, mientras sus jinetes se iban reagrupando en plena marcha, de modo que aquella carga que habían iniciado dispersos y desordenados se convertía más y más cada segundo en varios y formidables frentes blindados sucesivos, listos para arrollar y aplastar sin piedad a los ingleses.

Mil pensamientos luchaban en la mente de Francis, mientras trataba de controlar torpemente a su entusiasmado corcel, con el pecho henchido a la vez de terror y de júbilo: d’Albret había seguido su consejo al menos en parte; si bien nada en el mundo habría podido disuadirlo de cargar, había optado por no hacerlo en una única masa desordenada, sino en disciplinados escalones, de modo que los nobles franceses no tuvieran que atropellarse unos a otros para llegar hasta sus enemigos. Y, por supuesto, él, como creador de las nuevas corazas, tenía un puesto asegurado en el primer escalón.

Pensó también, con ironía, que al vencer la batalla gracias a sus nuevas, ligeras, invulnerables y anacrónicas corazas metaloplásticas, los nobles galos privarían al mundo de una tragedia del calibre del Enrique V… porque Shakespeare nunca escribiría ni una línea sobre una derrota de sus connacionales ¿no?

Tampoco entraría tan pronto en crisis el sistema político militar feudal, porque los arcos no vencerían a los «tanques de cuatro patas»… aunque a la larga el efecto sería el mismo; con el costo mucho menor de las nuevas armaduras respecto a las antiguas de acero, prácticamente cualquiera podría comprarse una, y la caballería dejaría de ser un privilegio de la rica nobleza, y tal vez hasta se acelerase el surgimiento de la burguesía como nueva clase…

La mente de Francis pareció desdoblarse. Una parte de su cerebro se hizo uno con el trueno del paso de los corceles y su piafar, con el metálico barritar de las trompetas, su garganta se tensó en un grito de guerra que se fundió con el de los otros caballeros hasta convertirse en un único y borboteante alarido… los bosques pasando veloces a ambos lados… el recuerdo de su madre y su hermana, de su primer beso, de los ordenadores del siglo XXII, del Instituto de Cronografía Histórica, de Siao Lung y su maldita Teoría de la Autocorrección Histórica… de todas las horas de estudio invertidas… de las primeras prácticas con la lanza a caballo y esgrima con el mandoble…

La otra parte analizaba tácticamente la situación con la frialdad de un ordenador: 600 yardas… ya las líneas inglesas no eran una masa homogénea de hombres y armas tras la indistinta doble fila de estacas… 550… ya podía distinguir a un arquero de otro, todos tensando sus duelas, ¿preparándose a disparar sus flechas? 500 yardas… no podía ser, la distancia era demasiada, ni siquiera el virote de una ballesta sería efectivo ni mucho menos preciso lanzado desde tan lejos… 450… ¿¡estaban lanzando las saetas!? Los habían traicionado los nervios, tenía que ser, después de todo eran humanos y no robots, ni siquiera la tan cacareada disciplina de los arqueros ingleses era perfecta… 400 yardas… pero, extraño, aquellas flechas no sólo eran imposiblemente veloces y parecían flotar, sino que dejaban un rastro de humo y fuego en el aire, y no había hogueras tras la doble fila de estacas, así que no podía tratarse de saetas incendiarias…

Una terrible certeza nació en el cerebro de Francis: COHETES.

350… Flechas-cohetes: el impulso inicial lo daba el arco, el motor cohete se encendía luego. Ingenioso; debía al menos doblar el alcance de los proyectiles. Pero ¿cómo había llegado aquella invención china a manos de los hombres de Enrique V? ¿Por la Ruta de la Seda, tal vez? ¿Y quién la habría llevado?

300 yardas… Preocupado, el hombre venido del futuro se alzó sobre los estribos en plena carga, para mirar por sobre sus hombros… tres apretados escalones de caballeros de completa armadura seguían al suyo. No, ya no había modo de poner freno o desviar aquella carga, sería como intentar detener una avalancha de nieve o un terremoto… ninguno de aquellos entusiasmados nobles lo escucharía, ninguno había visto ni oído hablar de los cohetes, por supuesto… por suerte, aquellos misiles tampoco eran tan veloces, su única ventaja sobre las flechas estaba en su alcance superior… 250… además, el metaloplástico era capaz de resistir los más fuertes impactos cinéticos sin deformarse, y no existía ni la menor posibilidad de que aquellos dardos híbridos llevaran cabezas pirobioquímicas, que solo fueron inventadas en el siglo XXI…

A 200 yardas de las líneas inglesas, la primera andanada de flechas cohetes se abatió humeando y siseando sobre el escalón de vanguardia de la caballería francesa, justo en el momento en que los nobles jinetes pasaban sus lanzas de la posición vertical de marcha a la horizontal de combate, apoyándolas en los ristres del costado derecho de sus lorigas. Valientes, orgullosos y confiados en la probada, «mágica» invulnerabilidad de sus nuevas corazas, muchos de los caballeros ni siquiera alzaron sus rodelas de metaloplástico para protegerse de la lluvia de extrañas saetas.

El vizconde Francis d’Monde sí levantó su escudo. Pero tal prudencia tampoco le fue muy útil: al impactar contra la placa triangular de metaloplástico, la punta de la flecha-cohete inglesa estalló, vertiendo a gran presión sobre el hiperresistente material varios mililitros de un bioácido tan específico como agresivo, que en centésimas de segundo no solo lo corroyó completamente, sino también a la tela y la carne del brazo que lo sostenía.

Mientras el terrible dolor lo hacía deslizarse de la montura, soltando el perforado escudo y perdiendo el yelmo en la caída, el atónito Francis aún tuvo tiempo de mascullar: —No es justo… Siao Lung… hizo trampa…

Un segundo después, un enorme corcel de guerra sin jinete, herido y enloquecido por el sufrimiento, aplastaba bajo sus cascos el indefenso cráneo del hombre venido del futuro. Y escenas similares se desarrollaban a todo lo ancho del campo de batalla.

(…) de tal modo, el 25 de octubre de 1415, en las cercanías de la aldea de Agincourt, a pocas millas de Calais, la caballería y el resto del ejército francés comandado por el condestable Carlos d’Albret fueron derrotados por el pequeño contingente expedicionario inglés a las órdenes del rey Enrique V.

De nada les valió a los franceses ni la amplia superioridad numérica, ni las flamantes corazas de metaloplástico; las misteriosas flechas-cohete que ese día utilizaron los arqueros ingleses las perforaban sin problemas incluso a larga distancia.

Entre las bajas francesas de ese día estuvo el vizconde Francis d’Monde, alquimista. Personaje controvertido, tan misterioso y sugerente como lo serían años después el conde Cagliostro o el mismísimo Paracelso, aparte de su nacimiento, infancia y adolescencia en la baja Lorena, bien poco se sabe sobre él… aparte del hecho indiscutible de que a su inventiva se debe el método de obtención bioquímica del metaloplástico. Una sustancia de la que, por su complejidad estructural y asombrosas propiedades, puede decirse no solo que se adelantó siglos a su tiempo, sino que cambió por completo el sistema político-militar del Medioevo.

Resulta también sumamente interesante que, aunque innumerables nobles franceses mucho más importantes caídos aquel día fueron a parar a simples fosas comunes, Francis d’Monde fue enterrado nada menos que por los propios ingleses en una tumba individual, sobre la que se colocó una pesada roca en la que fue tallado su nombre junto a una inscripción (en latín) cuyo sentido aún desconcierta a los historiadores:

Ni siquiera con naipes marcados puede la voluntad humana ganarle al impecable juego del destino… sobre todo cuando el destino también juega con naipes marcados.

Líneas estas que se atribuyen a Kitaro, otro enigmático personaje, y del que se conoce aún menos que sobre el vizconde-alquimista, pese al rol fundamental que jugara en la victoria inglesa de Agincourt al suministrar a los arqueros las flechas-cohetes, únicas capaces de perforar el ultrarresistente metaloplástico inventado por d’Monde.

Kitaro, que se presentara a Enrique V días antes como embajador plenipotenciario del khan de Tartaria, aseguró al monarca inglés ser capaz de fabricar unas «saetas mágicas» a las que ninguna coraza podría resistir… y cumplió su promesa.

Desgraciadamente para las armas inglesas, el secreto de tales proyectiles se perdió aquella misma noche, al ser apuñalado Kitaro por dos arqueros borrachos en una riña, probablemente por cuestiones de división del botín. Su tumba no fue señalada en modo alguno.

Pese a que Enrique V envió posteriormente emisarios a los tártaros proponiéndole a su soberano ventajosas alianzas y grandes riquezas a cambio del secreto de las terribles «flechas mágicas», el khan siempre negó no solo poseer tales dardos, sino todo conocimiento sobre la persona del pretendido embajador.

No obstante la victoria alcanzada en Agincourt, el contingente expedicionario inglés tuvo que batirse en retirada; casi agotadas las existencias de las flechas-cohetes fabricadas por el misterioso impostor ¿tártaro?, y sin que fuese capaz de replicar tales proyectiles ningún armero inglés (varios murieron de modo horrible al explotarles uno en las manos cuando trataban de desentrañar su secreto) gracias a sus nuevas corazas, incluso las dispersas y mínimas fuerzas de caballería francesa sobrevivientes a la batalla resultaban un hueso demasiado duro de roer para las agotadas y escasas tropas de Enrique V.

En diciembre de ese mismo año, con armaduras y armas totalmente fabricadas con metaloplástico, la caballería de Carlos VI reconquistó Calais y Burdeos, poniendo fin a décadas de dominación inglesa sobre suelo francés. Si bien la Guerra de los Cien Años no concluyó allí, pues, en agosto de 1417, por segunda vez en su historia, las islas británicas fueron invadidas desde Normandía y totalmente conquistadas.

La ocupación francesa duró hasta bien entrado el siglo XVI; no fue hasta 1548 que, gracias a la venal traición de un cervecero alsaciano, dispusieron los rebeldes angloescoceses del secreto de la fabricación y de sus propias manufacturas de metaloplástico. Con armas y corazas de este sorprendente material, que resistía incluso a los impactos de las aún primitivas armas de fuego manuales de la época, y la ayuda financiera de la corona española, se inició la reconquista de Inglaterra, suceso que marcó el final de la Edad Media (…)

Tomado de «La Guerra de los Cien Años y la humillación de Inglaterra», por William P. Wodehouse, Balder Books, Estados Confederados de Norteamérica, 1964.

Yoss. La Habana, 1969

Es uno de los escritores cubanos más leídos dentro y fuera de Cuba. Obtuvo el Premio David 1988 con Timshel y ha publicado desde entonces novelas y volúmenes de cuento entre los que se destacan W (1997); Los pecios y los náufragos (Premio Luis Rogelio Nogueras 1998); Al final de la senda (Letras Cubanas, 2003); Precio justo (Premio Calendario 2004); Pluma de león (Letras Cubanas, 2007) y diversos títulos en Europa, entre ellos la cuentinovela I sette pecatti nazionali (cubani) en Italia (1999) y Se alquila un planeta en España (2001). Cultiva también el ensayo y es autor de diversas antologías dedicadas a la literatura de ciencia-ficción. Junto con Raúl Aguiar compiló Escritos con guitarra. Cuentos cubanos sobre el rock (Ediciones UNIÓN, 2005).