Ciencia Ficción

El Oráculo de Penrose

Apenas puse un pie en suelo firme tuve la sensación premonitoria de que el maldito abismo sobre el que se sustentaba terminaría por engullirme.

En honor a la verdad, aquel sitio no era estrictamente lo que diríamos “suelo firme”; más bien una telaraña sobre el mencionado abismo de un doble agujero de gusano. La estación de tránsito de los galactos era un hábitat de cuatrocientos kilómetros cuadrados a cuyo alrededor se habían ido agregando anillos de astropuertos durante décadas. Los galactos lo habían construido —o quizás encargado construir a los mesh, con ellos nunca se podía estar seguro de nada— en uno de los puntos LaGrange del sistema joviano; anclaron una lámina de plexón de las proporciones descritas, instalaron varios generadores de gravedad en una de las caras y en la otra construyeron una ciudad protegida por una burbuja de campo deflector. Del resto se encargó el comercio entre las razas que fueron llegando por el agujero de gusano de entrada.

Puerto Gris —como lo conocíamos en las cartas de navegación del Anillo Espartano, por la sucia falta de color que ofrecía a nuestros telescopios— pendía pues, literalmente, sobre un abismo que te expulsaba y otro que te engullía, si llegabas a caer cerca del Radio de Kerr-Schwarzschild de alguno de ellos; cosa que, si no tenías el hardware adecuado (léase “deconstructor de curvatura”) podía pulverizarte en una nube de electrones colapsados, ya fuera por repulsión (en el caso del agujero de salida al Sistema) o por atracción (en el caso del agujero de entrada).

Nota: los humanos no teníamos el “deconstructor de curvatura”, o motor hiperespacial; ni tampoco se nos permitía acercarnos a aquel hábitat.

Por eso yo estaba allí, camuflado de animal de compañía.

Y en este punto convendría contar un poco sobre la Historia reciente.

En el año 2080 fuimos contactados.

Primero llegaron los galactos. Ese fue el nombre estúpido, mediático, que se le ocurrió a alguien, y la denominación que se les quedó para siempre. Tampoco es que hayamos visto nunca a un galacto; no tenemos ni la menor idea de qué aspecto tienen tales seres. Se ha escrito toda una biblioteca sobre ese tema, y es totalmente especulativa; sólo hemos visto sus naves. Lo cierto es que llegaron hace veintisiete años. Aparecieron de la nada y se presentaron en la Tierra, Marte y el Anillo. Para ese entonces ya habían examinado exhaustivamente el resto del Sistema. Miles de naves esferoidales se posaron en decenas de países. Hasta las guerras se detuvieron por aquellos días. La gente estaba excitada, exultante y, ¿por qué negarlo?, asustada; tanto cine de invasión extraterrestre termina por hacer mella en el inconsciente colectivo.

Pero los galactos se revelaron como una especie pacífica. Estaban interesados en las relaciones comerciales; en los intercambios. A Gran Escala.

Se evitó cualquier conflicto interespecies, además de que hubiera sido un plan estúpido y suicida, incluso para nuestra beligerante mentalidad. Científicos, agentes de gobierno, representantes de la Santa Iglesia, plenipotenciarios, reyes y presidentes fueron invitados a las naves de los galactos para cerrar un trato comercial con la especie humana. A propósito: no existe memoria registrada de lo que allí se trató. Ninguna tecnología humana funcionaba en el interior de las naves galactas, y no existe ni una sola persona de las que entraron en esas naves que recuerde lo que vio o escuchó. Por lo que sabemos, igual pudo tratarse de un gran montaje de los alienígenas.

Se supone que las negociaciones fueron sobre ruedas, si por “sobre ruedas” significa que nos compraron el Sistema Solar Exterior, desde Júpiter hasta el Cinturón de Kuiper y la Nube de Oort. ¿A cambio de qué? En mi opinión, a cambio de baratijas.

Nos compraron medio Sistema Solar y a cambio obtuvimos un alquiler de tecnología restringida y un contrato de terraformación planetaria.

Bueno, las “baratijas” mejoraron y expandieron la civilización humana.

Nos alquilaron trescientos teleeyectores por un periodo de 162 años.

Y nos terraformaron el planeta Marte; lo hicieron en sólo siete años, utilizando una tecnología que aún hoy no podemos ni empezar a comprender. Marte, un vergel oxigenado; todo un mundo represurizado, con diseño atmosférico, ingeniería de relieve, hidrodinámica, lagos, mares, océanos, nubes. Dejaron que nos ocupásemos nosotros de trasplantar los ecosistemas. Nos emplazaron cincuenta de los teleeyectores en Marte, cien en la Tierra, diez en Luna, y el resto lo distribuyeron por las rocas del Cinturón de Asteroides, todo como pedimos.

Así que creamos la Federación Humana; nos expandimos por el Sistema Solar Interior ocupando el Marte terraformado y consolidando nuestros pequeños mundos del Anillo Espartano. Pero perdimos por decreto el acceso al Sistema Solar Exterior. Nos prohibieron que cruzáramos las fronteras del Cinturón de asteroides; nada de sondas automáticas, nada de expediciones científicas o de turismo a la Zona Galacta del Sistema.

Podíamos utilizar los teleeyectores para desplazarnos instantáneamente entre nuestros mundos y hábitats, pero se nos prohibió abrirlos e investigar su funcionamiento. Si lo hacíamos, ellos se enterarían (sin lugar a dudas, tendrían formas de saberlo), y la penalización por manipulación de tecnología de acceso restringido podría implicar desde el simple retiro de las unidades hasta el exterminio de la especie transgresora.

Nos negaron las estrellas. Nos negaron visitar sus mundos. Nos negaron el acceso a sus ciencias y al motor de curvatura hiperespacial. Ni embajadas se dejaron en la Tierra. Lo más parecido a una Oficina de Contacto que tenían estaba en la línea de comunicación que nos permitieron mantener con su Estación de Tránsito —esa que llamábamos Puerto Gris, y por la que yo ahora transitaba de incógnito.

Odio ratificar perogrulladas, pero habíamos sido benévolamente invadidos.

¿Y qué hicimos? Pues nada. Quedarnos encerrados en nuestra gigantesca celda interplanetaria y dedicarnos a jugar con nuestros flamantes regalos.

Con la aniquilación no se juega.

En realidad, la invasión alienígena no había hecho más que empezar. Los galactos le cedieron a los drakos, una de sus tantas razas-cliente, la concesionaria de explotación de los gigantes gaseosos y el cinturón cometario de Kuiper, y se marcharon a hacer negocios mejores a otro sitio. Desaparecieron. No hemos vuelto a ver sus naves. Los drakos, a su vez, subarrendaron porciones del Sistema Solar Exterior a otras especies, y algunas de ellas no respetaron cabalmente el acuerdo de no traspasar las zonas ajenas. Los drakos, celosos vigilantes de las normativas impuestas a la humanidad, hacían la vista gorda con las razas arrendatarias.

Mikka había dicho que yo era un vector de liberación de nuestra especie, y que debía encontrarme con un alienígena drako para realizar un intercambio. Sin embargo, aquel hábitat decadente y la presencia abrumadora de Júpiter ocupando casi toda la vista celeste me dieron el pálpito de que la misión no iba a salirme a pedir de boca. Por suerte llevaba un blaster de alta energía a cada costado y una cobra cibernética oculta en el brazo prostético. Mi padre —que en paz descanse—, un veterano de la guerra civil marciana, siempre me decía que no hay nada mejor que un buen blaster para solucionar problemas in extremis. Yo siempre he pensado que hay algo mejor: dos blasters.

A la hora convenida me dejé caer por el punto de encuentro; una cantina para viajeros interestelares que parecía una esfera transparente de múltiples niveles donde pilotos y tripulantes de más de cincuenta razas acudían a intoxicar sus metabolismos durante los períodos de carga-descarga o reparación de sus mercantes. El lugar, por supuesto, no tenía nombre en el equivalente humano, pero Mikka había insertado un holograma en mi aumentación de memoria, de modo que pudiera reconocer sitio y destinatario. Entré y el olor mezclado de diferentes especies alienígenas, el sonido de los dialectos, los estados de iluminación diversa y las músicas omnifrecuencia estuvieron a punto de provocarme un colapso sensorial. Mi análogo cerebral cristalográfico reguló las longitudes de onda de mi percepción visual, filtró las frecuencias ajenas al lenguaje de los drakos, bloqueó la entrada musical y desconectó mis canales olfatorios.

Operar en modo automático es una bendición hoy día.

En la cantina había tanta diversidad alienígena que mis bases de reconocimiento estaban al rojo vivo: banthex multipodales; nodrizas insectoides; ulmares anfibios respirando mezclas exóticas dentro de cápsulas contenidas por exoesqueletos; espinosos n’taksii procedentes de mundos que giraban alrededor de enanas marrones; escamosos golbs; plumípedos yllne coloniales, más una caterva de mesh con implantes de rutinas sociales, todos ellos exhibiendo ese pulido aspecto de viejos y duros lobos del espacio; me preocupaba no saber de dónde podía venir una amenaza.

Escogí una mesa y esperé a que se acercara un mesh de servicio. Según mi lector no había drakos allí en aquel momento; supuse que el destinatario del envío, un drako llamado Mah’Teloy, no podía tardar mucho en aparecer.

De pronto, me sentí escudriñado mentalmente; algo estaba recorriendo mi cerebro. Era una sensación muy ligera, como zarcillos eléctricos hurgándome el córtex hasta rozar los empalmes orgánicos del análogo matriz, pero bastó para que me pusiera histérico. Al instante, el contacto psíquico desapareció. Recorrí con la vista la cantina intentando descubrir la forma de ubicar al intruso, pero todos los presentes se me antojaban igualmente amenazadores. Alguien estaba tratando de sondearme, y yo ignoraba la razón.

Entonces mis ojos repararon en un alienígena sentado a un par de mesas de la mía. Era como una especie de felino bípedo, una raza que mi análogo matriz no tenía contemplada en sus bases de datos. Parecía un enorme gato de Angora fuertemente musculado; por los costados de su ajustado mono blanco asomaba un suave pelaje verdoso cruzado por franjas más claras. Sus ojos eran muy similares a los míos, y su mirada fija me heló la sangre en las venas. No era mi destinatario, así que podría ser un enemigo a sueldo, un cazador. Me aseguré que el blaster estuviera listo para salir de su funda si aquel gatazo hacía algún movimiento sospechoso.

Sin embargo, debo aclarar, sus ojos no transmitían ferocidad; más bien parecían curiosos, pero en ese momento yo me sentía demasiado paranoico como para estar seguro de esa idea. Mi tensión aumentó bajo el escrutinio del alienígena que se negaba a apartar la vista de mí.

—Humano —escuché una voz cavernosa a mis espaldas, que la matriz tradujo simultáneamente. Estuve punto de pegar un salto, pero me contuve a tiempo. Junto a mi mesa se hallaba ahora un enorme drako de aspecto reptiloide con coraza epidérmica parda negruzca y alargados ojos acuosos. Se acompañaba de cuatro cybridos zulamios, seres cuadrúpedos absolutamente proscritos en los mundos humanos del Sistema Solar Interior. Me parecían repulsivos, pero intenté parecer muy cosmopolita, actuando como si no estuvieran allí.

—Hola, supongo que es usted Mah’Teloy —dije con afectada voz de frío profesional—. Le esperaba. Tome asiento.

—¡Creí que nunca llegarías! —no se sentó— ¿Eres Gon’Za’Le?

—González —corregí, mirándole con fijeza—. Me envía Mikka. Traigo su mercancía.

El gesto mandibular, que supongo podía interpretarse como una sonrisa drako, mostró una doble hilera de afilados colmillos negros.

—Ya lo sé, González —dijo, pronunciando mi nombre correctamente.

Me gusta más que me llamen Rudy-G, pero aquel bicho y su cohorte me transmitían tan malas vibraciones que preferí no comentárselo. ¿Para qué?, pasaríamos cinco minutos juntos para hacer el intercambio y luego no volveríamos a vernos.

Los cuatro cybridos me enfocaron con facetados ojos de termita y sentí mi piel erizarse de arriba abajo. Activé el protocolo de la cobra indicándole que estuviera lista para saltar.

—No te asustes; mis esclavos van a verificar la mercancía —me explicó Mah’Teloy, señalando a los cybridos con su mano tetradáctila.

Asentí y abrí las puertas del análogo matriz; esperaba que alguno de los xenos me conectara algún soporte, pero no sucedió así. Les sentí conmutar directamente con el análogo y el acto de verificación me recordó el escrutinio mental al que me había sentido sometido unos minutos antes. Eran ellos, los cybridos. ¡Y yo sospechando de aquel inocente felino! Les dejé hacer, y observé los ojos del drako opacarse por unos instantes al recibir la interfaz de datos de sus esclavos.

—La información sobre el artefacto es correcta —dijo con pastosa calma—. Ahora sólo necesitamos retirarlo.

¿Retirar el artefacto? Mikka jamás me había comentado nada sobre eso. Vamos, tenía que haber un problema con el traductor idiomático. No pensaba dejarles la mitad de mi cerebro, aunque fuera la mitad artificial. Ni en broma.

—Aquí hay algo que no estoy entendiendo —dije, vocalizando despacio—. Mis órdenes son muy concretas. Vosotros grabáis la información que os traigo, y a cambio me dais los planos del motor de curvatura. Fin de la historia. Luego me largo en la próxima nave que regrese a los Dominios Humanos, y todos contentos.

—No. Lo que dices es erróneo —mostró sus colmillos nuevamente y mi tensión aumentó. Tomó asiento—. Nadie va a darte a ti el motor de curvatura. Hay demasiado en juego. Todo es mucho más complicado. Estoy convencido de que tu amo Mikka creyó conveniente darte órdenes inexactas.

Me envaré.

—Mikka no es mi amo.

—Me parece muy impropio que reniegues de la lealtad debida a tu amo, pero eso tampoco tiene importancia en esta transacción. Estás aquí con el artefacto que nos pertenece, y el resto de tu… persona no nos sirve; irá a parar a una de las tolvas de reciclaje de biomasa. Mikka sabía que estaba sacrificando a su esclavo cuando te envió.

Normalmente soy muy rápido para sacar los blasters, pero confieso que la idea de que Mikka me hiciera inmolar de aquel modo influyó en la velocidad de mis reflejos. Alcancé a tocar las armas, pero eso fue todo. La acción de control neural de la cohorte xeno paralizó mis funciones motoras, sacándome del juego. Entonces recordé qué los cybridos eran proscritos en nuestros Dominios precisamente porque podían controlar remotamente la neurología humana.

—Ya te dije antes que tu resistencia era inútil —me dijo el drako—. Tú no estás a cargo de esta situación. Eres sólo un recipiente —uno de los esclavos retiró mis armas y las dejó junto a Mah’Teloy—. ¿Deshonras a tu amo, y crees que puedo sentir respeto por ti? Tú no vales nada, pero lo que llevas ahí… —me señaló la cabeza con un dedo que tenía demasiadas falanges—, cualquier especie te mataría por poseer ese artefacto.

El drako abrió sus mandíbulas de saurio y dijo:

—Por fortuna para mí, muy pocos saben lo peligroso que es el artefacto que has traído. Porque en su poder radica el peligro. La especie que lo tenga podría cambiar las alianzas establecidas entre las cincuenta razas del Sector… —mi traductor fracasó al intentar transliterar el significado—. Con la ayuda de ese artefacto se podría frenar incluso a los galactos.

No me lo creía. Nosotros habíamos hecho el dichoso artefacto y seguíamos sin conseguir que la suerte corriera a nuestro favor.

—Hasta cierto punto, tu deslealtad es comprensible, un reflejo de la falta de honestidad que ha mostrado tu amo para contigo.

Yo seguía imposibilitado de responderle, lógicamente (petrificado bajo la garra psiconeural de sus perros), pero estaba de acuerdo con eso.

—Pienso que tu amo Mikka mostró una gran falta de honor al privar a un esclavo del conocimiento de su destino. Supongo que es uno de los fallos de vuestra especie, la infidelidad entre amos y esclavos —continuó diciéndome—. No es correcto, pero en algo puedo contribuir al mostrarte la luz que él te ocultó; te debo cierta cota de respeto, ya que, en realidad, vas a morir para beneficio mío.

Maldita la falta que me hacía escuchar todo aquello.

—Hay un conflicto comercial entre varias razas hegemónicas del Sector; a través de mí, se le suministró documentación y cierto nivel de tecnología a un grupo de científicos humanos del Anillo. Se les prometió el motor de curvatura a cambio de… ese artefacto que construyeron, y que están imposibilitados de utilizar ellos mismos al no tener los medios adecuados para operarlo.

Habíamos sido relegados a la categoría de vasallos; eso era seguro

—Para eso te enviaron. Aunque me gustaría que fuera mi especie la que dispusiera del artefacto, tengo que cumplir mi cometido: extraértelo y entregárselo a la raza skash, que fue la que realizó el encargo. Esto les dará la supremacía para controlar las redes de comercio —se puso en pie—. Y sé que los skash no van a entregarles a los humanos el motor de curvatura; ellos también son famosos por romper sus tratos.

Casi era preferible no haberme enterado. Según mis datos, los cánidos skash eran un vasto imperio comercial que dominaba un cúmulo estelar de cinco mil años-luz (donde fuera que estuviera eso). Se decía que eran belicosos e implacables y, por fortuna para la especie humana, los galactos habían vetado la presencia skash en el Sistema Solar.

—Saquémoslo de aquí —le ordenó el drako a sus esclavos.

—Permitidme —dijo de repente el felino bípedo, que se había acercado a nuestra mesa. Se dirigió a Mah’Teloy en lenguaje drako—. No pude evitar escuchar parte de lo que decíais, excelencia, así que desearía involucrarme en un intercambio con usted. Tengo una propuesta, antes de que decidáis ejecutarlo: ¿podríais vendérmelo a un precio razonable después de que hayáis consumado vuestro intercambio?

Los cybridos se detuvieron, pero no aflojaron el control sobre mí.

—Esto es un asunto privado —le respondió el drako—; y de todos modos no hago tratos con ningún sucio kyam.

—Comprendo —terció el kyam—, pero si tenéis tanta urgencia por sacrificar tan valioso ejemplar… tal vez me permitáis antes tomar unas muestras genéticas de sus gónadas y su ADN somático; insisto, por el mismo precio razonable.

—¿Quién demonios eres? —preguntó Mah’Teloy.

—Un modesto comerciante de genes, excelencia —por la musculatura de su rostro fui incapaz de distinguir algún sentimiento—. Es mi segundo viaje a Puerto Gris y nunca había podido echarle un vistazo a una criatura humana. Me gustaría adquirir…

—¡Lárgate! —lo interrumpió Mah’Teloy, e hizo una seña a sus espectros.

Desde mi punto de vista todo ocurrió demasiado rápido. Sentí la descarga psi del kyam romper el control neural que tenían sobre mí y aferrar las cuatro mentes de los cybridos con un poder telepático superior al de ellos. Tres xenos salieron despedidos contra las paredes con fuerza inusitada y quedaron inmóviles. El cuarto logró esquivar a duras penas el zarpazo del kyam, pero en ese momento la cobra salió disparada de mi prótesis y destrozó su cráneo; el cybrido cayó a plomo sobre la mesa.

Entonces sentí la mente del felino apoderándose de la mía; la misma mente que me había hurgado al llegar a la cantina; así que mi sospecha inicial quedaba confirmada.

Mah’Teloy ni siquiera había intentado tomar ninguno de mis blasters; era demasiado astuto para arriesgarse a ello.

—Poseéis pésima actitud para el comercio, excelentísimo —le comentó el kyam, exhibiendo esta vez una evidente sonrisa. Los bebedores de aquel nivel habían centrado su atención en nuestra mesa, esperando más trifulca, pero enseguida volvieron a concentrarse en sus bebidas. Algunos bares nunca cambian. Quizás alguna máquina estaba haciendo ya una llamada a las autoridades locales.

Yo daba lo que no tenía por largarme de allí lo más pronto posible.

—De acuerdo, pirata. Tú ganas —dijo Mah’Teloy, amoldándose a la nueva situación con rapidez—. Vayamos a un domo mesh y tomas las muestras genéticas que quieras.

—No —repuso el kyam con una mueca desdeñosa—. El sucio kyam acaba de cambiar de idea. Ahora lo quiero completo y rebosando vitalidad. Y el resto de mi oferta inicial ya caducó —se volvió hacia mí y anuló el control psi—. Humano, todo lo que quiero de ti es una simple muestra de ADN por un precio…

—Te la daré gratis —dije yo, recuperando el control de mi cuerpo.

—No creo que consigáis vivir el tiempo suficiente para celebrarlo —nos advirtió el drako con los ojos tornándose apreciablemente oscuros.

—Salgamos de aquí —apremió el felino—, antes de que llegue la Seguridad del puerto. En mi nave tengo un excelente equipamiento para realizar el muestreo.

—Eso está hecho —tomé mis armas y aferré al drako por la túnica—; pero me gustaría llevar a la maldita sabandija con nosotros. Estoy metido en grandes problemas y este drako es mi mejor fuente de información disponible. Tal vez eso me ayude a negociar con los skash.

Salimos de allí. En la zona de estacionamiento de la cantina nos aguardaba el transporte del felino: un módbot que parecía un escarabajo negro; el típico módulo de suspensión que permiten alquilar en todas las zonas de espaciopuertos. Tomamos una senda y enfilamos hacia los muelles de la estación. El kyam me dio un protocolo de su lenguaje que me apresuré a insertar en mi matriz. Ante la dificultad de pronunciar su nombre decidí llamarlo con el evidente nombre de “Gato”.

—Quiero saber algo —le pregunté a mi nuevo compañero—. ¿Me estabas sondeando desde que me viste en la cantina?

—Sí. Ya había escuchado a los comerciantes g’olbs hablar de tu especie; decían que sois la raza nativa de este sol, pero yo nunca había tenido la oportunidad de encontrarme con ninguno de los vuestros. No pude evitar explorar tu mente; es una costumbre natural entre los kyam, un rasgo típico de nuestra cultura.

Lo miré a los ojos y le dije con la mayor firmeza posible, dadas las circunstancias:

—Me llamo Rudy, el loco Rudy-G, si quieres. Pero voy a pedirte un favor especial, amigo mío, y no quiero que lo olvides, ¿de acuerdo? No vuelvas a tocar mi mente. Nunca más. Los humanos no podemos soportarlo.

Durante la mayor parte del trayecto intenté interrogar al drako; me tropecé con un muro de silencio. Su rostro había adoptado una impávida expresión de máscara de cerámica. Estuve a punto de apoyarle un blaster en la testa, darle una corta explicación de lo que pensábamos las especies de sangre caliente acerca de su idea de la honorabilidad, y luego decirle adiós con una descarga a quemarropa; pero me contuve… me contuve el tiempo suficiente para llegar a la entrada del eje que conducía al muelle donde estaba atracada la nave kyam.

Allí fue donde todo se desmadró.

Habíamos arribado a los centros de embarque, astilleros de reparación, instalaciones de carga, móds del transporte neumático circulando por el entramado del astropuerto. La vista de los muelles era impresionante: enormes naves mineras, cargueros comerciales privados, elegantes cruceros de lujo, lanzaderas del servicio portuario, los navíos acorazados de los alienígenas respiradores de hidrógeno, los mercantes especiales de las razas evolucionadas en gigantes gaseosos, y las patrullas de defensa del hábitat.

Esperaba que la nave de Gato no estuviera muy lejos.

Pero la esperanza resultó un sentimiento inútil; el camino ya estaba cerrado. Nos esperaban. Eran tres cánidos skash, parecidos a lobos de pelaje rojizo y vestidos de negro. Uno de ellos llevaba una coraza ablativa y los otros dos portaban fusiles pesados de alta energía.

Realmente tuvimos mucha suerte. Los cánidos comenzaron a disparar antes de tiempo, y con ello perdieron la mitad de su ventaja.

La puerta trasera del vehículo acababa de abrirse y el drako estaba bajando al suelo cuando nos soltaron la primera andanada. El fogonazo me cogió desprevenido pero no era yo el objetivo; las entrañas de Mah’Teloy llovieron estrepitosamente sobre mí. Por fortuna el mód activó automáticamente su escudo deflector y nos protegió del resto de los impactos energéticos. El campo se puso amarillo al absorber los disparos, disuadiéndome de responderles. Gato estudió la disposición de los atacantes y me explicó que a la primera pausa que los tiradores hicieran saliéramos por el otro costado del módulo.

—¿Estás loco? —le respondí— El campo del módulo es nuestra única defensa. Pronto llegarán las autoridades del puerto.

—¿Sí? ¿Quieres arriesgarte? Escucha —me espetó—, el escudo de este cacharro es bastante limitado; dentro de tres minutos no podrá seguir absorbiendo más energía y el mód se fundirá.

No esperé a escuchar más explicaciones. Los skash se acercaban dando un rodeo y habían hecho un alto el fuego para recambiar las fuentes de energía. Saqué los cañones de los blasters a través del campo y le envié cuatro descargas al más cercano volatilizándolo de la cintura para arriba. Mi estado de ánimo mejoró. Entonces, antes de que nos soltaran otra andanada, abrí la portezuela contraria y atravesé la barrera sintiendo el hormigueo de mi piel al entrar en contacto con el escudo. Gato me esperaba allí empuñando su propio blaster, y me indicó que entre las estructuras tubulares había distinguido un posible túnel de fuga.

En ese momento los asaltantes desencadenaron un verdadero infierno energético sobre nuestro parapeto. El campo deflector del mód perdió su transparencia y comenzó a tornarse blanco brillante; estaba casi al límite, los skash lo sabían, confiaban en que muriéramos (sin que se viera afectado el análogo) cuando el mód estallara, y aumentaron la potencia de fuego. Amparados por la burbuja deflectora del escudo nos lanzamos por el conducto a toda velocidad.

Veinte segundos después el aliento abrasador del frente expansivo de la explosión nos derribó sobre el suelo del túnel para mordernos la piel.

—¿Aún sigues interesado en mis genes? —le pregunté mientras lo contemplaba aplicarse un geloide sobre el pelaje chamuscado. Estábamos en una especie de almacén de productos mineros en el que Gato me había introducido, bastante cerca del centro del hábitat. Mi piel dolorida había comenzado a curarse rápidamente bajo la acción del aerosol de reparación celular que habíamos comprado en un puesto sanitario.

—Sí, claro que sigo interesado en tus genes —me respondió, atusándose las orejas puntiagudas con esmero—. Soy endiabladamente tozudo, y nunca he permitido que me malogren un negocio por la fuerza. Y mucho menos por intervención de los skash.

—¿Por qué tienes tanto interés en un simple ser humano?

—¿Todos preguntáis los mismo? —dijo— He dicho que soy un comerciante de genes, ¿no es eso suficiente? Mira, los Dominios Kyam están muy apartados del agujero de gusano que conduce a este sistema. Quiero ampliar mis vínculos comerciales. La genética es uno de los renglones más lucrativos de mi negocio patrimonial. A nueve mil años-luz de mi mundo habitan los damokh, unas criaturas de existencia nómada acostumbradas a la experimentación con las bases genéticas de otras especies. Ellos mismos son gigantescas factorías orgánicas; se mezclan con sus creaciones, mutan deliberadamente. Así que son generosos compradores de todo el material genético que los mercaderes puedan llevarles. El ADN humano sería una novedad para ellos. Espero que no te importe deshacerte de unas cuantas células de tu organismo, ¿o acaso profesas alguna religión que te lo impida?

—No necesariamente —objeté mientras revisaba las cargas de los blasters, más preocupado por sobrevivir al futuro inminente que por la probabilidad de hacer fortuna con mi genética—. Lo que no logro adivinar es cómo pretendes llegar hasta tu nave ahora que los skash están controlando los accesos al muelle.

—Cierto. Esa ruta se ha vuelvo difícil.

—¿Difícil? —me mostré azorado— Yo diría impracticable. A propósito: ¿no te parece raro que los skash pudieran entrar en el puerto con fusiles pesados? En ninguna de las estaciones de la Federación se permite utilizar tal armamento a menos que pertenezcas a su propio ejército.

—Sí —asintió cavilando—. Es bastante raro, puesto que ellos no controlan estos territorios. Deben haber convencido a las autoridades drako de que somos algún tipo de amenaza letal para la estación —y agregó—: No te preocupes, Rudy, tenemos opciones. Los skash sólo nos han cortado la ruta cómoda de acceso a mi nave. Existe otra manera de llegar hasta allá.

—Déjame adivinarlo —aventuré—. Tienes un teleeyector portátil.

—Ya quisieras. Digamos que se trata de una ruta complicada —respondió con una de sus muecas—. Y también más lenta. Pero funcionará perfectamente.

—Bueno —miré hacia la salida del almacén—, entonces creo que deberíamos ponernos en camino.

Se incorporó, contemplando apreciativo su pelaje.

—¿Padeces alguna fobia relacionada con la ingravidez?

—No es precisamente mi medio ideal —respondí—, pero supongo que puedo sobrevivirla.

—Pues me alegro mucho, porque vamos a hacer un pequeño viaje flotando.

—Para ser tu segunda vez en Puerto Gris te las arreglas muy bien, ¿no te parece? —le dije con toda intención.

Me miró con sarcasmo y repuso:

—¿Siempre crees todo lo que oyes decir por ahí? —sacudió las orejas— Mentí. Llevo una eternidad viniendo a este condenado lugar.

La ruta complicada de Gato consistía en pasar a la cara contraria de la lámina de plexón que sustentaba la ciudad y transitar en caída libre los quince o veinte kilómetros que nos separaban del anillo de atraque asignado a su mercante. Tenía un mapa rudimentario instalado en su ordenador y confiaba en emerger por debajo de la nave en unas pocas horas. Habíamos comprado un par de mascarillas de oxígeno y logramos deslizarnos subrepticiamente por uno de los pozos mesh del sistema de mantenimiento. Gato se movía con la soltura y seguridad de un curtido explorador moviéndose en un medio familiar.

Nos dejamos caer hasta las interioridades de los sistemas de mantenimiento, y entramos en la zona ingrávida que era el reino de las máquinas.

Aquel mundo “soterrado” resultó sorprendente; un universo barroco colmado de entes maquinales existía bajo Puerto Gris. Transitamos con impunidad a través del interminable laberinto estructural, alumbrados por nuestros sistemas personales, vislumbrando la sístole mecánica del corazón del hábitat, siguiendo conductos arteriales de tráfico mód. Descubrí que la ingravidez puede resultar un dolor de cabeza para dos microbios orgánicos que viajan de incógnito por el interior de un gigantesco organismo cibernético. A veces, en las cercanías de los generadores de gravedad, éramos detenidos por servo-controladores mesh, pero gracias a los protocolos de interfaz de Gato se nos permitió seguir nuestro camino. Supongo que existen modos electrónicos de sobornar a un robot.

Sin embargo, a pesar de nuestra intrusión, aquel no era un territorio exclusivo de los cíberes; Gato me mostró decenas de seres biológicos sobreviviendo a lo largo de los túneles, pirateando los colectores energéticos y construyendo sus propios nichos de supervivencia. Enormes entidades coloniales medraban alrededor de las fuentes de energía, parasitando las fugas de calor. Algunos incluso habían conseguido esclavizar servos locales para sus propios fines; tribalismo bizarro copulando con la tecnología.

Pero yo intuía que los skash no iban a dejarse engañar por la explosión del mód, y seguramente ya estaban detrás de nuestras huellas. Tratando de tranquilizarme, Gato se comunicó con un “contacto” que dijo tener en el muelle y durante un rato conversó utilizando el lenguaje d’org. Cuando terminó estaba de muy mal humor. Al parecer varias tropas de cánidos estaban revisando todo el sistema de anillos de atraque, y las autoridades del puerto estaban cooperando con ellos.

—¡Malditos drakos! Se dejan impresionar por la prepotencia de los skash —bufó, y añadió alguna imprecación que mi ordenador se negó a traducir— Serán capaces de localizar mi nave antes de que podamos llegar a ella.

—Bueno —dije yo—, no exageres. Tal vez no te hayan identificado aún como mi acompañante. De todos modos, con la cantidad de naves que hay en los diques, van a tener montones de problemas si intentan violar las leyes portuarias de la mayoría de las razas. No creo que consigan lidiar con eso fácilmente.

—Eso espero. Aunque no alcanzo a imaginarme qué es lo que ha puesto a los skash tan frenéticos.

—El motivo está aquí —le expliqué tocándome el cráneo con el dedo.

—¿Tu cabeza es tan peligrosa para los skash? Esto cada vez me gusta más.

—Y a mi me gusta menos —dije—. Es mi cerebro el que pretenden partir en dos. Bueno, no mi cerebro, más bien es lo que guardo en él.

—¿Qué puede contener tu prótesis cerebral que sea tan importante? —preguntó afilando sus garras contra una pared— Tiene que ser algo letal para que los skash se sientan tan amenazados.

—El drako no fue muy explícito. Pero dijo que era peligroso.

—Quizás se trate de un virus racial. No estaría nada mal —sonrió Gato complacido—. Si cumpliera su cometido y matara a los skash tendríamos un problema menos en la galaxia.

—No, no creo que fuera nada de eso. El drako mencionó la posibilidad de que los skash lo quisieran para alterar las alianzas existentes. Algo que les daría supremacía a nivel galáctico.

—Eso sí es malo. Para todos. ¿Qué podría ser?

—Imposible saberlo sin un ordenador especial —dije abatido—. Y tampoco sabemos cómo descifrar sus códigos de protección.

Nos pusimos en marcha nuevamente. Al rato Gato me detuvo.

—Espera un momento —se quedó un instante flotando junto a una maraña de cables del grosor de mi torso—. ¿Información codificada, dices? Vamos a desviarnos de nuestra ruta un poco. Iremos a ver a un viejo amigo. Creo que podrá ayudarnos con ese problema. Le gustan los acertijos.

—Eres un tipo de muchos recursos —le dije con una sonrisa de reserva—. Y, ¿es especialista en decodificación tu amigo?

—Sí —respondió como al descuido y cambió de dirección—, supongo que esa función se incluye entre sus habilidades; pero en realidad es un especialista en lenguaje y conocimiento. Y en física cuántica. Un erudito, podría decirse.

—¡Caramba! ¿Es un científico?

—No. Una IA.

—¿Dices que hay una Inteligencia Artificial acá abajo y que fue construida por los humanos hace más de cuarenta años? —habíamos hecho un descenso en espiral y ahora nos dejábamos arrastrar por un enjambre de servos negros que iban en nuestra dirección—. Es curioso adónde van a parar las antigüedades.

—Un artilecto, un artilecto —volvió a recordarme Gato—. Él siempre insiste en que nunca fue una IA, sino un Intelecto Artificial.

—¿Y no es lo mismo?

—Para él no; y no deberías tocar ese tema cuando le conozcas —recomendó Gato aferrándose a su montura—. Según dice, un artilecto es también un artista; nunca una vulgar IA. Ah, y además tendrás que llamarle por su nombre: Demiurgo. Es un poco bicho raro para mi gusto, pero aparte de eso es muy listo y estoy seguro de que se mostrará encantado de ayudarnos; está muy bien equipado, con tecnologías de conexión y eso —luego agregó con una nota de fastidio—: Claro, habrá que prestarse a su jueguito, como siempre; pero para eso estás tú.

—¿Juego?

—Sí —respondió—. Te comenté que es un poco extravagante, ¿no? En realidad no lleva una existencia tan ermitaña como cabría esperar de un artilecto. Tiene montado su propio negocio de soluciones intelectuales; se dedica a hacer favores de orden práctico a cambio de aumentar su stock de personalidades simuladas. A ese trueque le llama juego.

—¿Y cómo es eso? —algo se me escapaba.

—Un negocio muy parecido al mío. Yo colecciono genes, él lo hace con las mentes. Dice que así se renueva. Ya te contará.

—Extravagante —reflexioné.

—Ya te lo dije.

Me hizo una señal y nos separamos del enjambre. Me condujo hacia una gran concavidad metálica en cuyo centro yacía una caja cromada de la que partían miles de líneas hacia el techo, el suelo y las paredes. La estructura física que contenía a Demiurgo era una suerte de cilindro de un metro de altura; a través de la cúspide geodésica y transparente se vislumbraba un resplandor interior. Sé distinguir un fuego de origen cuántico cuando lo veo, así que concluí que nuestro curioso anfitrión era una de aquellas pocas QUAI, inteligencias artificiales de lógica cuántica creadas en los años 40, que no supimos comprender y que optamos por desactivar.

En verdad, la telaraña de filamentos tensores que el artilecto había tejido en derredor suyo me transmitía cierta perturbación. Y lo más extraño de todo: aquella luz de plasma cuántico en el interior del artilecto: viva, flameando a una profundidad aparente que remitía a otra dimensión.

Maniobramos para caer fuera del perímetro de la telaraña; mentalidad de moscas, supongo.

—Un humano en Puerto Gris —escuchamos la voz que parecía provenir de todos lados, pero sus inflexiones me parecieron tranquilizadoras—. Eso sí que me parece toda una novedad por estos profundos lares.

—Otro día de vuelta al ruedo, Demiurgo —saludó Gato alegremente—; te traigo golosinas: problemas, alegrías y disgustos por igual. Y esta vez todo viene compactado en esta personita que ves aquí. Estarás interesado, ¿verdad?

—Todo un detalle de tu parte.

—Ya sabes que nunca me dejo caer por aquí con las manos vacías.

—Cada día es como un regalo —dijo la voz de acento venerable; tuve la impresión de que los filamentos temblaban, pero era una idea absurda.

Gato fue al grano.

—Los malditos skash nos están cazando.

—Ya lo sé. Babilonia está revuelta hoy —dijo el artilecto en su jerga de metáfora—. ¿Qué pueden querer los skash que tenga el humano?

—Supongo que quieren el cacharro que forma parte de su cerebro —le explicó Gato, y parecía una buena forma de resumirlo—. Quizás quieras asomarte ahí dentro y dar un vistazo para ver de qué se trata. Hemos aumentado el riesgo de perder la vida viniendo hasta aquí. No me vayas a decepcionar ahora.

—Todos arriesgamos la existencia a cada momento, en cada uno de nuestros actos.

Empleaba un inquietante tono de voz, pero dijo que intentaría ayudarnos. A mí no me importaban realmente sus motivaciones, pero antes de someterme al juego quise saber por qué quería copiar mi mente en un núcleo de qubits.

—Soy Demiurgo —respondió el artilecto QUAI como si aquella afirmación lo explicara todo. Había una nota melancólica en su voz—, que en filosofía agnóstica es el alma creadora que impulsa el Universo, un creador onírico que sueña su propio cosmos. Yo sueño realidades; las veo, las experimento, aprendo de ellas. Soy un Dios de universos interiores, pero necesito nutrirme de mentes reales; necesito copias de intelecto activo para expandirme; son esos comportamientos de pautas aleatorias los que enriquecen mi creación. Soy el Alfa que quiere aprender a alcanzar el Omega y sobrevivir al Big Crunch de este Universo.

—De acuerdo —acepté, recordando que no disponía de tiempo para sentarme allí a escuchar los desvaríos de una antigualla—. Hagámoslo de una vez.

Sus terminales sensibles cubrieron mi cabeza como tentáculos y entonces perdí el sentido.

Desperté gritando. El alarido resonó por la concavidad y se quebró en ecos.

Muy cerca de mí, el kyam y el artilecto interrumpieron su conversación. Gato me interrogó con la mirada.

—Creo que no me ha gustado el sueño, Demiurgo —dije sin dejar de jadear. No recordaba la experiencia en concreto, pero tenía la sensación de no querer repetirla.

—Ni siquiera puedo asegurarte que estuvieras soñando, Rudy —dijo la voz del artilecto—. Soñar realidades virtuales no es precisamente una fantasía REM.

Me puse en pie y traté de sacudirme la ansiedad de encima. Le pregunté qué había averiguado del artefacto.

—Mucho —respondió Demiurgo y llegué a percibir emoción en sus palabras—, más de lo que podrías imaginarte. Y puedo decirte una cosa: eres lo mejor que me ha pasado en cuarenta años. Me has enseñado a tocar el Cielo.

—Espero que podamos decir lo mismo de ti, Demiurgo —lo apremió Gato impaciente—. ¿Por qué no acabas de darnos el diagnóstico?

—A eso voy —dijo el artilecto—. Para empezar, es la máquina más exquisita que se haya imaginado jamás, en términos de aplicación de la física cuántica y la Teoría del Todo. Y, por otro lado, cualquier raza mataría por poseer ese manipulador.

—Eso ya lo hemos escuchado hoy —rezongué.

—¿Dijiste un manipulador? —inquirió Gato.

—Sí. Lo que Rudy tiene en su cabeza es, simple y llanamente, un Oráculo de Penrose. El Pegaso de Dios: maravilloso, perfecto.

Nosotros, incapaces de compartir su entusiasmo, aguardamos.

—Un Oráculo de Penrose —explicó— es un manipulador de función de onda capaz de crear singularidades trans-continuum.

—Perfecto —le aseguró Gato—. Ahora dilo de modo que yo pueda entenderlo.

—Intentaré resumirlo. Los motores de curvatura que usan vuestras naves para saltar entre las dimensiones utilizan un tipo de canal hiperespacial llamado “agujero de gusano”; eso lo sabéis todos. De hecho, los teleeyectores son un tipo de agujero de gusano con ancho de banda mínimo. Pero lo que importa es que sepáis que los agujeros de gusano no existen de manera natural; han sido construidos previamente para que el motor de curvatura se valga de ellos. Sin agujeros de gusano el motor de curvatura no funciona, no vale para nada.

—Ya lo hemos captado —dije yo—. Alguien creó una red AG hace milenios, y ahora las cincuenta razas usan esa red para moverse entre las estrellas.

—Exacto —acotó Demiurgo—. Y quién quiera que creara esa red construyó un nodo de acceso-salida del Sistema Solar muy cerca de Júpiter.

—Bueno, ¿y qué tiene eso que ver con el Oráculo? —preguntó Gato.

—El Oráculo de Penrose es un creador de agujeros de gusano; manipula la textura del espacio. Y también puede cerrar los nodos abiertos. La raza que tenga ese manipulador de materia puede abrir o clausurar sistemas solares a su antojo. ¿Lo entendéis ahora?

Nos dejó digerirlo. No en balde los skash habían formado tanto revuelo. Era cierto lo que decía Mah’Teloy: quien poseyera tal artefacto podría controlar razas y economías galácticas.

Yo lo tenía en mi cabeza y no sabía qué hacer con él.

—Me pregunto si los galactos tienen el Oráculo desde hace siglos —mencioné— y son ellos los que crearon todas vuestras redes AG y luego abrieron el acceso al Sistema Solar. ¿De ahí vendrá su poder?

—No podemos saberlo. Los galactos podrían haber heredado de otra especie la red de agujeros de gusano.

—Pero alguien abrió el nodo AG del Sistema Solar hace veinticinco años, y los galactos fueron los primeros en entrar por ahí.

—Tampoco prueba que fueran los creadores —terció Gato—. Podrían haber alquilado los servicios de una raza con esa capacidad. Están especializados en subcontratar a otras razas para llevar a cabo las cosas.

—Y eso no es todo —nos manifestó Demiurgo—. El Oráculo de Penrose, en teoría, es capaz de colapsar la función de onda cuántica de su propio horizonte de sucesos y saltar entre universos por sí mismo. Si tienes el Oráculo, ya puedes despedirte del motor de curvatura.

Lo que nos llevaba a:

—¿Y los humanos construyeron un Oráculo? —pregunté.

—Presumiblemente.

—¿Entonces por qué hemos estado mendigando el motor de curvatura por casi medio siglo?

—Tal vez recién acaban de construirlo.

—No sólo eso —respondió en el acto Demiurgo—. Una cosa es dar con el modelo teórico, tener a mano mentes científicas inspiradas y construir un Oráculo, y otra, muy distinta, es poder utilizarlo.

Era eso lo que quería decirme el drako en la cantina.

—Bueno —se impuso Gato—. ¿Y a nosotros dos? ¿De qué nos sirve?

—A vosotros dos, de momento, no os sirve de nada —respondió el artilecto—; pero a mí me abre un amplio abanico de oportunidades. Por cierto, os tengo noticias frescas sobre los skash —la voz adquirió un matiz de urgencia—. Están muy cerca de aquí. Los mesh los han alertado de vuestra presencia.

Gato bufó una imprecación intraducible y sacó su arma.

—Ha sido un error venir; nos hemos atascado. ¿Cuántos son, Demiurgo?

—Tres exploradores vienen bajando junto a la arteria de enfriamiento; y otros quince se encuentran a medio camino del laberinto. Llevan corazas ablativas y armamento incorporado. Y tienen propulsores. Por eso son tan rápidos.

—Estamos muertos —vaticiné.

—Mira, muchacho —declaró Gato—, a este viejo kyam ningún skash le ha puesto jamás una zarpa encima. Y no creo que hoy vaya a suceder —se volvió hacia el artilecto—. Bueno, Demiurgo, ha sido una velada muy ilustrativa, pero no nos has sido nada útil. Si consigo salir vivo de esta ya tendremos unas palabras.

Y me empujó hacia la salida.

—No deberías irte, Rudy —me dijo el artilecto—. Hay otras cosas en tu cabeza de las que tengo que contarte. Muy interesantes: copias mentales, estructuras, datos, historias… ¿Quieres que hablemos sobre ello?

—No —se nos interpuso Gato—. Queremos irnos. Y vivir.

Me empujó hacia la salida.

Buona fortuna —dijo Demiurgo mientras flotábamos umbral afuera.

Sí. La íbamos a necesitar.

Nos emboscamos en una enorme cuenca poblada de colectores energéticos y mazos de cablerío que parecían lianas enormes. Habíamos escogido posiciones separadas, detrás de una serie de columnas de intercambio que nos impedirían ser localizados por medios térmicos.

Mientras espiábamos la entrada, conversamos de ordenador a ordenador a través de una línea láser.

—¿Cómo pudo saber el artilecto lo que sucedía en el astropuerto, y que los skash vienen llegando? —le pregunté a Gato.

—Ya te dije que Demiurgo no es exactamente un anacoreta, muchacho. Puede conectarse simultáneamente a muchas fuentes de información del hábitat y a los robots del sistema de mantenimiento. En cierto modo, es un mirón cibernético.

Le interrumpí:

—Ya están aquí.

Los skash entraron en la cuenca. Alisté la cobra y espié en silencio. Eran guerreros profesionales; su formación no permitía que resultaran acorralados y su equipamiento se veía bien sólido. Mi sistema óptico se activó hasta acomodarme mejor a las longitudes de onda del lugar. Magnifiqué la visión y obtuve un atisbo de bípedos corpulentos con afilados rostros lobunos. Flotaban en mi dirección y su avance era cauteloso. Aguanté la respiración.

Gato resultó más temerario que yo. Su disparo trazó un relámpago de dolorosa luz que carbonizó la testa de uno de los skash. Buena puntería. Los otros dos maniobraron con torpeza en la ingravidez y rociaron de fuego el lugar donde Gato se escondía. Era mi oportunidad de sorprenderlos y la aproveché. Tenía un blaster para cada enemigo. Ahora que no era un blanco frontal me asomé, y descargué al unísono toda la potencia de mis armas sobre los dos guerreros. Mis haces energéticos se desperdiciaron en la superficie ablativa de sus corazas, pero la desintegración del material protector les hizo perder el control y uno de sus propulsores resultó destruido. El ambiente se llenó de millones de partículas reflectantes en suspensión.

Teníamos que terminar con ellos pronto.

Entonces salté. Confieso que estaba completamente loco en ese momento, enardecido por los resultados favorables. No pretendía superar a Gato en coraje, pero salió así.

Volé al encuentro del enemigo más cercano y me estrellé contra él. Absorbió mi impacto y giramos en caída libre forcejeando frenéticamente. Su compañero —el del propulsor roto— no se atrevió a disparar sobre nosotros. Mi cobra, astuta y oportuna, se proyectó contra aquellos ojos sorprendidos. El arma cibernética entró por las cuencas oculares y electrocutó el cerebro del cánido. Las burbujas de sangre ascendieron como perfectas esferas ambarinas.

Pero yo había eliminado la única razón que le impedía al tercer enemigo dispararme. Quedé expuesto.

El skash alzó su arma y… la soltó emitiendo un aullido de dolor que laceró mis oídos. Y entonces comprendí: Gato había logrado alcanzar su mente y lo estaba castigando con insoportables latigazos psi. Le arrebaté el fusil al muerto en el momento en que el kyam salía de su escondite, y con un fuego cruzado dimos cuenta de él.

—Menos mal que terminó pronto —me dijo Gato mientras agarraba mi brazo y nos propulsábamos hacia la protección de una columna—. No quisiera imaginarme qué habría sucedido si algún disparo llega a perforar un colector.

No objeté nada. El grueso del equipo de asalto skash estaba abordando el campo de combate. Eran quince y tenían todo el terreno bien cubierto. Cualquier acción nuestra sería suicida. Empezaron a buscarnos.

—¿No podrías hacer explotar sus cabezas telepáticamente o algo por el estilo? —le pregunté a Gato.

—¿Qué te crees que soy? ¿Algún tipo de mente termonuclear?

—Pues entonces —le aseguré—, si crees en algún dios, pídele que realice un milagro para nosotros.

No me prestó atención; estaba demasiado ocupado apuntando su blaster.

Y sin embargo sucedió el milagro.

Aparecieron aquellas cosas negras; cíberes articulados que con una furia demoníaca cayeron sobre los skash como un enjambre enfurecido de gigantescos insectos metálicos. Salían de todos lados y eran cientos, miles. Sombras de muerte. Un ataque relámpago imposible de enfrentar. La embestida resultó irresistible para los skash: se hicieron pulpa.

Un milagro macabro, tal vez, pero completamente satisfactorio en lo que a mí respectaba. En la guerra todo es válido.

Gato y yo nos quedamos contemplando el campo de batalla lleno de cadáveres, tratando de comprender.

—¡Demiurgo! —exclamó el kyam— Demiurgo los envió.

Estábamos de regreso en el nicho del artilecto. Nos tenía noticias. Buenas y malas.

—No creo que puedan abandonar el Sistema, aunque logren escapar del hábitat —explicó Demiurgo—. Hay una alerta general en todo Puerto Gris, pues algunas razas no han querido cooperar con las autoridades drakos y se han rebelado. Muchos están intentando despegar, pero todos los diques están siendo bloqueados por las naves skash. Bloqueo a lo grande; los reportes hablan de una gran flota de cuatrocientas naves. Han apostado dos o tres cruceros de combate en cada AG para evitar el ingreso o la salida de cualquier astronave. Tratándose de los skash es muy posible que decidan convertir Puerto Gris en una nube de átomos dispersos, sólo para estar seguros.

—Sospecho que antes va a haber mucho jaleo —comentó Gato.

—O podríamos utilizar el Oráculo de Penrose para escapar.

Gato y yo nos quedamos mirando hacia el resplandor del fuego cuántico (todavía nos esforzábamos en encontrar rasgos de personalización cuando hablábamos con él), tratando de adivinar qué había querido decir Demiurgo con tal afirmación.

—Os pedí que no os fuerais —dijo el artilecto—, porque sabía que iba a encontrar la solución a nuestros problemas. Yo sigo hablando con las mentalidades que viven en tu cabeza, Rudy, son volcados de memoria-personalidad del pasado; dialogo con ellos y me ayudan a entender cómo utilizar el Oráculo de Penrose —Demiurgo se dispersaba, se aferraba a las cosas que carecían de urgencia—. Hay más historias que contar, Rudy; todas fueron imprescindibles a su modo para que, en conjunto, el Penrose fuera posible: la bitácora de una nave que la expedición de Mikka encontró hace tres años flotando a la deriva por los asteroides…

—Demiurgo, por favor —le interrumpió Gato—. Tenemos que concretar. Cuéntamelo todo cuando estemos a salvo en otro extremo del universo.

—¿Sabes lo que soy yo, kyam? —preguntó el artilecto.

—Sí. Un chiflado al que le gusta escucharse a sí mismo.

—Soy un artilecto cuántico. Visualizo otros puntos de la Galaxia, estrellas distantes; los sueño desde el umbral indeterminista sin poder tocarles. Mi naturaleza me permite visualizarlos como funciones de onda, pero no resolverlos físicamente. Hasta hoy. Eso acaba de cambiar. Ahora, en interfaz con el Oráculo de Penrose, es decir, con Rudy, puedo ir a donde quiera. Yo veré las realidades de destino y el Oráculo las manipulará. Sólo nos falta un vehículo, un contenedor estándar que proteja nuestra integridad física mientras saltamos.

—Yo tengo una nave —recitó Gato haciendo un sonido que parecía un suspiro de impaciencia—. Llevo siglos diciéndolo.

—Pues ya somos un equipo.

Sonreí con incredulidad:

—Menuda pandilla.

Los filamentos tensores comenzaron a soltarse. Nos íbamos.

—¿Y qué pasa con la Federación? ¿Qué pasa con la necesidad que tiene nuestra especie de liberarse de la presencia alienígena en el Sistema y saltar a las estrellas?

Demiurgo tenía respuestas para todo.

—Si los humanos no vuelven a tener IAs cuánticas, jamás descubrirán el modo de saltar a las estrellas. A menos que alguien consiga regresar al Sistema Solar y les regale el motor de curvatura; pero lo dudo, porque tengo algunas ideas bastante drásticas para sacarles de encima a los skash, los drakos, los yllne… y todos los demás.

El artilecto nos contó su plan, y Gato rió complacido al escucharlo, con un extraño fulgor asomando a sus ojos.

Y ahí me di cuenta que aquellos dos estaban más locos que yo.

Lo que siguió fueron pasajes de vértigo. Nos apropiamos de un par de propulsores de los guerreros skash muertos, Demiurgo esclavizó como transporte a un cíber, y partimos los tres. La travesía fue corta y afortunadamente pudimos emerger en el dique de la nave kyam sin enemigos a la vista. Los anillos de atraque eran un hervidero de naves despegando. Se combatía en el espacio, y las deflagraciones de las astronaves eran llamaradas ígneas que cubrían el cielo.

Nosotros no necesitábamos despegar.

Por la cuenta de Demiurgo, ya casi no estábamos allí.

La transición al hiperespacio fue abrupta; experimenté una sacudida de malestar en todo mi ser, pero seguía vivo. Todo iba bien. Gato me sonreía desde su lecho hidráulico y la voz del artilecto, muy dramáticamente, recitaba en voz alta una cuenta regresiva.

Y entonces ocurrió.

El Evento: la Marea provocada por el Oráculo; la Marea de Penrose.

Un reflujo más allá de la piel del Universo.

La colisión de realidades alternativas, los pliegues de años luz; dos, tres, mil abismos de textura cuántica superponiéndose en ondas de espacio-tiempo; mil Vías Lácteas chocando cuánticamente. Los agujeros de gusano colapsando, desapareciendo.

Los alienígenas se esfumaron de la nueva realidad, expulsados al exterior de una esfera de un kilopársec en torno a Sol. Una esfera vedada a su motor de curvatura. Podían intentar regresar a sus propias estrellas… si alguna vez lograban encontrar el camino.

Sólo nosotros, que viajábamos amparados por la singularidad del Oráculo de Penrose, podíamos escapar a la superposición de realidades.

Emergimos en un lejano cúmulo globular, territorio de una raza de sofontes pacíficos, que resultó ser una zona colindante al brazo espiral galáctico. Pusimos rumbo a las estrellas más cercanas.

Ahora que todo parecía haber terminado yo no tenía deseos de regresar a la Tierra. Me sentía agraviado por la mezquindad de Mikka (al que siempre había creído un amigo) y su intento de utilizarme como si fuera un vulgar peón de ajedrez. Decidí tomarme un largo descanso en las estrellas de los kyam.

Recorrería mundos, conocería culturas exóticas.

Para Demiurgo cambiar de vecindario estelar apoyado en el Oráculo era una experiencia enriquecedora; otra forma de perpetuar su estado de expansión mental. A veces, como prueba de su amistad, nos invitaba a visitar su infoverso privado, pero ni el felino ni yo estábamos interesados en tales experiencias, y declinábamos cortésmente su oferta. Eso sí, Demiurgo nunca nos dejó saber de qué manera había escapado al apagón de IAs cuánticas del 2040, y mucho menos cómo diablos se las había arreglado para llegar hasta Puerto Gris.

Viajar con Gato resultaba magnífico. Un excelente compañero, de esos que dan seguridad; de los que nunca te van a fallar. Planeábamos ir a los sistemas de los damokh, a quienes Gato me aseguró que les venderíamos mi material genético; tanto como quisiera cada entidad del gran rebaño de peregrinos cósmicos.

Así que, después de todo, parece que mis genes van a terminar significando mi fortuna.

Vladimir Hernández Pacín. La Habana, 1966. Narrador

Ha recibido premios y menciones en importantes certámenes de Ciencia Ficción. Fue Finalista (2000) y Mención (2003 y 2005) del Premio UPC; ganador del Premio Manuel de Pedrolo en 2004 y 2006; y en el Alberto Magno fue II Premio en 2006 y Premio en 2009. En México obtuvo el Premio Terra Ignota 2001 y en Cuba recibió Mención del Luis Rogelio Nogueras 1998 por el libro Nova de cuarzo. Ha publicado relatos en revistas y antologías de España, México, Argentina, Grecia, Francia, Estados Unidos Alemania y Cuba. Tiene publicados los libros Horizontes probables (Lectorum, México, 2000); Signos de guerra (Premios UPC 2000, Ediciones B, España, 2001); Interfaz (Premios UPC 2003, Ediciones B, España, 2004); Semiótica para los lobos (Premios UPC 2005, Ediciones B, España 2006); Kretacic Rap (Fragmentos del futuro, Ediciones Espiral, España, 2006); La apuesta faustiana (Premios Alberto Magno 2003-2006); Horitzó de successos (Pagès Editors, 2007); Hipernova (Letras Cubanas, Cuba, 2012); Interface Dreams e Infoverse (en inglés, Amazon, 2013); Las puertas del cielo (Amazon, 2013) y Crónicas nanotech (Amazon, 2013). Desde el año 2000 reside en Barcelona, España.