Edipo Rey

Resumen del libro: "Edipo Rey" de

Edipo rey (en griego Oι̉δίπoυς τύραννoς, Oidipous Tyrannos; en latín Oedipus Rex) es una tragedia griega de Sófocles, de fecha desconocida. Algunos indicios dicen que pudo ser escrita en los años posteriores a 430 a. C. Aunque la tetralogía de la que formaba parte (de la que se han perdido las demás obras) solo logró el segundo puesto en el agón dramático, muchos consideran Edipo rey la obra maestra de Sófocles. Entre ellos, Aristóteles, que la analiza en la Poética. La obra nos presenta a Edipo en su momento de mayor esplendor, como rey de Tebas y esposo de Yocasta. Para salvar a la ciudad, comienza a investigar la muerte del rey anterior, Layo. Poco a poco se descubre la verdad: Edipo es el asesino que busca, Layo era su padre y su esposa, Yocasta, es al mismo tiempo su madre. Yocasta se suicida y Edipo, tras cegarse a sí mismo, pide a su cuñado Creonte que le deje partir al destierro y se quede con sus dos hijas, ya que sus dos hijos son hombres y sabrán cómo actuar.

Libro Impreso EPUB Audiolibro

(Delante del palacio de Edipo, en Tebas. Un grupo de ancianos y de jóvenes está sentado en las gradas del altar, en actitud suplicante, portando ramas de olivo. El Sacerdote de Zeus se adelanta solo hacia el palacio. Edipo sale seguido de dos ayudantes y contempla al grupo en silencio. Después les dirige la palabra.)

EDIPO.- ¡Oh hijos, descendencia nueva del antiguo Cadmo! ¿Por qué están en actitud sedente ante mí, coronados con ramos de suplicantes? La ciudad está llena de incienso, a la vez que de cantos, de súplicas y de gemidos, y yo, porque considero justo no enterarme por otros mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado Edipo, famoso entre todos. Así que, oh anciano, ya que eres por tu condición a quien corresponde hablar, dime en nombre de todos: ¿cuál es la causa de que estén así ante mí? ¿El temor o el ruego? Piensa que yo querría ayudarlos en todo. Sería insensible si no me compadeciera ante semejante actitud.

SACERDOTE.- ¡Oh Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que nos sentamos cerca de tus altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la vejez, somos Sacerdotes -yo lo soy de Zeus-, y otros, escogidos entre los aún jóvenes. El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica, junto a los dos templos de Palas y junto a la ceniza profética de Ismeno.

La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de los dioses. Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber sido informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree que enderezaste nuestra vida.

Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te imploramos todos los que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien sea tras oír el mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal. Pues veo que son efectivos, sobre todo, los hechos llevados a cabo por los consejos de los que tienen experiencia. ¡Ea, oh el mejor de los mortales!, endereza la ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia, porque esta tierra ahora te celebra como su salvador por el favor de antaño. Que de ninguna manera recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la prosperidad, pero caímos después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable augurio, nos procuraste entonces la fortuna. Senos también igual en esta ocasión. Pues, si vas a gobernar esta tierra, como lo haces, es mejor reinar con hombres en ella que vacía, que nada es una fortaleza ni una nave privadas de hombres que las pueblen.

EDIPO.- ¡Oh hijos dignos de lástima! Vienen a hablarme porque anhelan algo conocido y no ignorado por mí. Sé bien que todos están sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de ustedes que padezca tanto como yo. En efecto, el dolor de ustedes llega sólo a cada uno en sí mismo y a ningún otro, mientras que mi ánimo se duele, al tiempo, por la ciudad y por mí y por ti. De modo que no me despiertan de un sueño en el que estuviera sumido, sino que estén seguros de que muchas lágrimas he derramado yo y muchos caminos he recorrido en el curso de mis pensamientos. El único remedio que he encontrado, después de reflexionar a fondo, es el que he tomado: envié a Creonte, hijo de Meneceo, mi propio cuñado, a la morada Pítica de Febo, a fin de que se enterara de lo que tengo que hacer o decir para proteger esta ciudad. Y ya hoy mismo, si lo calculo en comparación con el tiempo pasado, me inquieta qué estará haciendo, pues, contra lo que es razonable, lleva ausente más tiempo del fijado. Sería yo malvado si, cuando llegue, no cumplo todo cuanto el dios manifieste.

SACERDOTE.- Con oportunidad has hablado. Precisamente éstos me están indicando por señas que Creonte se acerca.

EDIPO.- ¡Oh soberano Apolo! ¡Ojalá viniera con suerte liberadora, del mismo modo que viene con rostro radiante!

SACERDOTE.- Por lo que se puede adivinar, viene complacido. En otro caso no vendría así, con la cabeza coronada de frondosas ramas de laurel.

EDIPO.- Pronto lo sabremos, pues ya está lo suficientemente cerca para que nos escuche. ¡Oh príncipe, mi pariente, hijo de Meneceo! ¿Con qué respuesta del oráculo nos llegas?

(Entra Creonte en escena.)

CREONTE.- Con una buena. Afirmo que incluso las aflicciones, si llegan felizmente a término, todas pueden resultar bien.

EDIPO.- ¿Cuál es la respuesta? Por lo que acabas de decir, no estoy ni tranquilo ni tampoco preocupado.

CREONTE.- Si deseas oírlo estando éstos aquí cerca, estoy dispuesto a hablar y también, si lo deseas, a ir dentro.

EDIPO.- Habla ante todos, ya que por ellos sufro una aflicción mayor, incluso, que por mi propia vida.

CREONTE.- Diré las palabras que escuché de parte del dios. El soberano Febo nos ordenó, claramente, arrojar de la región una mancilla que existe en esta tierra y no mantenerla para que llegue a ser irremediable.

EDIPO.- ¿Con qué expiación? ¿Cuál es la naturaleza de la desgracia?

CREONTE.- Con el destierro o liberando un antiguo asesinato con otro, puesto que esta sangre es la que está sacudiendo la ciudad.

EDIPO.- ¿De qué hombre denuncia tal desdicha?

CREONTE.- Teníamos nosotros, señor, en otro tiempo a Layo como soberano de esta tierra, antes de que tú rigieras rectamente esta ciudad.

EDIPO.- Lo sé por haberlo oído, pero nunca lo vi.

CREONTE.- Él murió y ahora el dios nos prescribe claramente que tomemos venganza de los culpables con violencia.

EDIPO.- ¿En qué país pueden estar? ¿Dónde podrá encontrarse la huella de una antigua culpa, difícil de investigar?

CREONTE.- Afirmó que en esta tierra. Lo que es buscado puede ser cogido, pero se escapa lo que pasamos por alto.

EDIPO.- ¿Se encontró Layo con esta muerte en casa, o en el campo, o en algún otro país?

CREONTE.- Tras haber marchado, según dijo, a consultar al oráculo, y una vez fuera, ya no volvió más a casa.

EDIPO.- ¿Y ningún mensajero ni compañero de viaje lo vio, de quien, informándose, pudiera sacarse alguna ventaja?

CREONTE.- Murieron, excepto uno, que huyó despavorido y sólo una cosa pudo decir con seguridad de lo que vio.

EDIPO.- ¿Cuál? Porque una sola podría proporcionarnos el conocimiento de muchas, si consiguiéramos un pequeño principio de esperanza.

CREONTE.- Decía que unos ladrones con los que se tropezaron le dieron muerte, no con el rigor de una sola mano, sino de muchas.

EDIPO.- ¿Cómo habría llegado el ladrón a semejante audacia, si no se hubiera proyectado desde aquí con dinero?

CREONTE.- Eso era lo que se creía. Pero, después que murió Layo, nadie surgía como su vengador en medio de las desgracias.

EDIPO.- ¿Qué tipo de desgracia se presentó que impedía, caída así la soberanía, averiguarlo?

CREONTE.- La Esfinge, de enigmáticos cantos, nos determinaba a atender a lo que nos estaba saliendo al paso, dejando de lado lo que no teníamos a la vista.

EDIPO.- Yo lo volveré a sacar a la luz desde el principio, ya que Febo, merecidamente, y tú, de manera digna, pusieron tal solicitud en favor del muerto; de manera que verán también en mí, con razón, a un aliado para vengar a esta tierra al mismo tiempo que al dios. Pues no para defensa de lejanos amigos sino de mí mismo alejaré yo en persona esta mancha. El que fuera el asesino de aquél tal vez también de mí podría querer vengarse con violencia semejante. Así, pues, auxiliando a aquél me ayudo a mí mismo.

Edipo Rey – Sófocles

Sófocles (en griego Σοφοκλής, Sophoklés, pronunciación griega clásica: [sopʰoklɛ̂ːs]) (Colono, hoy parte de Atenas, (Grecia), 496 a. C. – Atenas, 406 a. C.) fue un poeta trágico de la Antigua Grecia. Autor de obras como Antígona y Edipo rey, se sitúa, junto con Esquilo y Eurípides, entre las figuras más destacadas de la tragedia griega. De toda su producción literaria sólo se conservan siete tragedias completas que son de importancia capital para el género.