Narrativa

Raiza & Raiza

Miraba el último noticiario de la noche cuando sentí el sonido metálico y breve del picaporte. Bajé el volumen del televisor, me volví hacia la puerta. Necesitaban una llave para abrirla —hay dos copias guardadas y mi llavero estaba en mi habitación, la cuarta llave la tiene mi kodama, pero él no me había dicho que vendría.

Bajé todavía más el volumen de la TV. Escuché murmullos: en el pasillo había más de una persona. Uno de los que estaba afuera abrió la puerta y la movió despacio. Quedó entreabierta.

Volví a escuchar el murmullo. Reían —como quien no puede evitar la risa e intenta aplacarla—. Entonces la puerta se abrió del todo:

—¡Sorpresa, bellezo…! Carajo, qué cara de mierda tienes —dijo apenas entró junto con las dos Raizas.

Si le lancé un cojín fue, aunque no lo pareciera, un gesto de franca alegría —tal vez un ríspido gesto de alegría—, y no un reproche a su comentario tal como lo creyeron Raiza Ámbar y Raiza Topacio. Tras hacer diana en su rostro cayó al piso. La mitad de su cuerpo bajo el cojín.

Raiza Topacio miró al kodama, luego hacia mí. La chica ámbar, atónita, se paró detrás de Raiza Topacio.

Solo se escuchaba la risa de mi kodama.

—Estoy bien, no se preocupen —dejó el cojín en el piso.

Se acostó, su cabeza descansaba sobre el cojín. Sonreía.

—Tienes tremenda puntería —decidió levantarse y lanzó el cojín hacia un rincón de la sala.

Raiza Ámbar intentó sonreír. La chica topacio me miraba. En silencio.

—Míralas. Nunca una carita asustada me sentó tan bien.

—Me alegra que vinieran —dije.

—¿De veras?

Tenía una mano en la cintura, con la otra tamborileaba sobre el muslo. Yo conocía aquella pose. Sabía que estaba esperando mi respuesta y decidí quedarme callado. Así era él. Preguntas a manera de dardos y sus ojitos brillando como teas. En su rostro tampoco podía faltar una sonrisa socarrona.

—¿Es verdad o me estás mintiendo?

Se volvió hacia las dos Raizas: «¿Qué creen ustedes?»

Pero Raiza Topacio, todavía parada junto a la puerta, se cruzó de brazos. El rostro duro y el entrecejo fruncido. No respondió. Ámbar solo se atrevió a mirarme por sobre el hombro de la otra chica.

—Hipnotizas a cualquiera, míralas. Eres todo amor —dijo mi kodama.

Caminó hasta mí. De un salto subió al butacón, me dio un beso en la frente. Las dos Raizas nos miraron. Ámbar sonrió y saludó con un breve gesto. Raiza Topacio recogió el cojín: «Hay amores que matan».

El kodama bajó del butacón, volvió junto a las dos Raizas. Las tomó por la cintura, les dijo algo al oído y decidieron pararse a mi lado. Ámbar y mi kodama sonreían.

Saludé a las dos mujeres. Eran dos mulatas de piel clara. Una chica ámbar de cabello corto y lacio, de largos rizos de un pardo topacio la otra muchacha. Dos mujeres que ya andaban por el metro y cincuenta de estatura. Pero solo un beso sentí en una de mis mejillas. Fueron los labios de Ámbar.

—¿Aburrido? —dijo mi kodama y me dio un suave puntapié.

—Estaba viendo las noticias.

Se sentó en el suelo frente a mí. Con la cabeza hizo un gesto de negación y les dijo a las dos Raizas: «Este muchacho me está mintiendo o se tortura. Tenemos que hacer algo por él».

—Voy al baño —dijo Raiza Topacio.

—Qué dulce eres, cojones.

Ámbar pidió disculpas. Le tomó la mano a Raiza Topacio y nos dejaron a solas.

—¿Cómo va todo? Tu cara es un maldito poema —volvió a subirse en el butacón, se sentó junto a mí y me tomó por la barbilla—. Al parecer no te has recuperado de lo de Grethel.

Aparté su mano.

—Me encontré con Patricia —mientras hablaba mi kodama se quitó los zapatos—. Me dijo algo sobre una carta y fotos. Por suerte hablamos poco, esa chiquita tenía demasiada energía negativa. Ella también tenía una carita que era un poema, me recordó a Benedetti. ¿Recibiste noticias de Grethel?

—No seas hijo de puta.

—¿Por qué eres tan dulce, bellezo? Ok, lo siento. De veras siento su muerte, te acompaño en tus sentimientos. Pero sabes que me duele verte así.

Me encogí de hombros.

Apagué la TV.

Mi kodama fue al cuarto y trajo el estuche de discos. Me lo lanzó: «Pon algo, Benedetti. Ya pasó un mes desde que murió Grethel y tienes que hacer algo. ¿Lo intentaste con alguien?».

Con un leve gesto le hice saber que sí.

—Pero te veo solo, en alma y en pena. Carajo, será fuerte lo que te espera. Tengo que hacer algo.

Tomé el estuche de discos y se lo di.

Mientras mi kodama intentaba elegir un álbum me preguntó cómo iba mi serie de temperas y el Cuaderno de Altahabana.

De las temperas tenía lista la reproducción de una de las viñetas de Elpidio Valdés y por la mitad el pliego de cartulina en donde quería dibujar dos mujeres desnudas junto a la silla que Lam pintó en uno de sus óleos. Solo había podido copiar el modelo de la silla para utilizarla en mi futuro cuadro, porque los bocetos con las dos mujeres desnudas —iba ya por el sexto intento— no me convencían. Le dije a mi kodama que llevaba cerca de quince días o más sin abrir mi Cuaderno de Altahabana.

—¿No te ha pasado nada que valga la pena escribir?

—Pura miasma.

Dejó de buscar en el estuche de discos. Me tomó por la barbilla: «Me contestaste con una maldita frase literaria. No puedes hacer literatura en tu cuaderno… arráncate las vísceras y deja afuera cualquier pose».

Sus ojos se volvieron dos pequeñas teas: «¡Júrame que las dejarás fuera! Me gustaría recordarte algo —carraspeó, entonces engoló la voz—: solo existe una gran aventura y es hacia adentro, hacia uno mismo y para esa ni el tiempo ni el espacio ni los actos, siquiera, importan».

Volvió a carraspear:

—Es cierto que suena demasiado literario, pero es la dosis que necesitas. Creo que Henry Miller era un tipo con demasiadas poses literarias.

Todo parecía simplemente transcurrir. Un simple flujo, sin turbulencias —la muerte de Grethel fue la última gran sacudida—. Un simple flujo sin turbulencias incluso para el viejo Presidente —su convalecencia transcurría alejada de los medios de prensa: ninguna imagen nueva, ninguna noticia de interés, nada de cuanto dijeran en el noticiario o los periódicos era nuevo.

Entonces se abrió la puerta del baño.

Ámbar y Raiza Topacio salieron. Húmeda la piel de ambos rostros. El cabello pardo topacio recogido en una cebolla mostraba la nuca de Raiza. De la mano caminaron a la sala y se pararon frente a nosotros.

—¿Qué hay de tu plan? —dijo Raiza Topacio.

Mi kodama suspiró:

—Todo me parece bueno —tiró sobre mis piernas el estuche de los discos y saltó al suelo—. Escoge tú.

Se sentó. Dio unas palmadas en el piso y le hizo un guiño a las dos Raizas. Se sentaron una al lado de la otra, pero mi kodama tomó de la muñeca a Raiza Ámbar: «No seas cruel, déjame estar acurrucadito entre las dos».

La chica ámbar aceptó e hizo un espacio entre ellas.

—Me gustaría ver tus pinturas —dijo Raiza Ámbar.

—¿Ahora? —pregunté.

—¿Te parece mal?

Me encogí de hombros.

—No te hagas de rogar. Pero pon algo de música primero.

Antes de irnos a mi habitación escogí un disco. Jazz for the quiet times. Sin preguntar si aquel CD era una buena elección para una noche de viernes encendí el reproductor y puse el disco.

—No hay mucho que mostrar —dije mientras buscaba mis pinturas y bocetos.

—No importa, me gustaría oírte.

Ámbar se sentó en mi cama y puso sobre sus piernas uno de los dos cojines que Grethel hizo para adornar la cabecera de la cama.

Ordené todo.

Y me senté junto a ella.

Comencé a explicarle lo que quería intentar con mis temperas y bocetos.

Raiza me miraba y asentía. Quizá ella no lo percibía, pero sus pies se movían bajo el suave compás del disco. A ratos los dedos de sus pies tocaban mis piernas. Una bella mujer. Más que estar sentada a mi lado la imaginaba como una de las piezas del álbum de jazz. Rodeándome. Haciendo un cerco que no dejaba ninguna brecha por donde yo pudiera escapar. Una bella mujer como una partitura casi siempre suave, clara, dulce, porque a ratos los golpes del drums, el set de metales, los instrumentos de viento o el piano irrumpían en aquel remanso de sosiego y rajaban toda su quietud para luego volver a serenarse. Era imposible no quedar atrapado entre los tracks de Jazz for the quiet times. Y con Raiza Ámbar pasaba lo mismo. Al estar junto a la chica ámbar sentías la necesidad de zambullirte en ella. A riesgo. Quien se enamorara de esta mujer de puro ámbar podía caer dentro de ella, como un insecto, y quedar eternizado con una última mueca de desesperación en el rostro.

—Te has quedado callado.

—¿Te gusta el jazz?

—No mucho… Pero me gusta ese disco.

Sentimos unos fuertes golpes en la puerta de la habitación. Estaba abierta.

—¿Interrumpimos? —dijo mi kodama.

Traía una botella de vino. Sonreía. Raiza Topacio entró al cuarto con un par de vasos. En silencio. El rostro duro. Puso los dos vasos sobre la cama. Nos miraba. A Ámbar y a mí.

Recogí los bocetos y las temperas. Todos cabíamos en la cama. Ámbar le tendió una mano a Raiza Topacio y las dos se sentaron juntas con la espalda contra la pared.

¿Ámbar?: con el cojín sobre las piernas.

¿La chica topacio?: con las manos de Raiza Ámbar entre las suyas.

El kodama me pidió que cogiera la botella y subió sin ayuda. Miré el escenario. En aquella noche de viernes seríamos dos mujeres, el kodama y yo sobre una misma cama, con una botella de vino blanco y dos vasos. Los cuatro estaríamos al amparo del alcohol y las suaves volutas del disco Jazz for the quiet times.

—¿No tendrás guardada por ahí alguna varilla de incienso? —dijo mi kodama.

Si el incienso era parte de algún plan no solo yo lo desconocía, porque las dos Raizas lo miraron.

De mi gaveta saqué un estuche y encendí dos varillas. Con los dos vasos fuimos bebiendo el vino, las volutas de incienso y los acordes del disco. Los cuatro.

—Te escuchamos desde el baño —dijo Raiza mientras liberaba sus largos rizos. Se acostó boca abajo. Los pies apoyados en el espaldar de la cama.

—Todo —dijo Ámbar. Jugaba con los rizos de la chica topacio.

No sabía de qué hablaban. Tampoco me interesaba saber. Al parecer esto sí era parte de un plan y preferí que intentaran sorprenderme. Le di un sorbo a uno de los vasos y miré a mi kodama. Se dio un trago. Largo.

—Le dije a Raiza que debíamos salir y hacer algo para que te callaras —dijo Raiza Topacio.

Me volví hacia Ámbar. Esquivó mi mirada.

Tomé uno de los vasos. Estaba vacío, lo llené y le brindé a Ámbar. Con una voz apenas audible me dio las gracias. La vi llevar el vaso a la boca, apenas humedeció sus labios. Simulaba beber y a la par acariciaba a la chica topacio: su mano se deslizaba desde la nuca hacia el cuenco al final de la espalda.

—Creo que una noche de viernes sí es un buen momento para hablar de los miedos, la soledad y el silencio —dijo Ámbar y me devolvió el vaso.

—¿Han pensado en la muerte? —dije.

En la habitación solo se escuchaban los acordes del disco. Se movían por las paredes, el suelo, sobre la cama y el techo. Grandes volutas de un gas que, mezclado con el aroma del incienso y el vino, comenzaba a envolvernos. Y no lo advertíamos. Un suave y dulce gas letal. Lo tragábamos en pequeñas dosis.

Ámbar tosió: «Le temo a la soledad».

Raiza Topacio, ocultando su rostro bajo los rizos dijo: «A mí me aterra el silencio».

Las dos Raizas me miraron.

Esperaban mi respuesta.

—Es tu gran momento —dijo mi kodama y me acercó un vaso—. No lo eches a perder.

Tras un pequeño sorbo les dije que le temía más a la memoria que a la muerte: «A veces la memoria me juega malas pasadas. Hay días en que me descuido y termino empantanado en un recuerdo. Mi problema es la memoria, mi gran problema es que no puedo olvidar».

El kodama estornudó: «Ése maldito solo de piano me ha dado coriza. ¿Quieres encender el ventilador y cambiar la música?».

Terminó el vaso y volvió a llenarlo.

—Bellezo, ¿puedes sostenerlo por mí?

Saltó de la cama y regresó con uno de los libros que yo utilizaba para mis bocetos. El Atlas de anatomía normal humana. Lo puso sobre la cama.

—Este es un buen libro de filosofía para una noche de viernes.

Se dio un trago largo. Tenía los ojitos encendidos y no alcanzaba a ocultar su sonrisa socarrona.

—¿Estás borracho? —dijo Ámbar.

El kodama subió a la cama y con un pie empujó a la chica topacio. Quería un espacio e insistió. De mala gana Raiza Topacio se hizo a un lado y mi kodama pudo sentarse entre las dos Raizas. Con su índice dio unos golpecitos en el libro.

—Miren a este hombrecito —señaló la cubierta del libro y se paró encima de la cama—. No solo está dibujado con la cabeza medio gacha, una mano junto al muslo y la otra en la cintura. Hay algo más y quien me lo diga se llevará el premio gordo. Les doy un minuto.

Nos miraba.

—¿Qué les pasa? ¿Están ciegos, cojones?

Pidió disculpas y siguió dando golpecitos en la tapa del libro

—¿No lo ven? ¿Acaso no entienden? —sus ojitos encendidos se encajaron en los míos—. Cojones, toda la filosofía está encerrada aquí.

Raiza Topacio recogió su cabello sobre la nuca. Ámbar se acomodó junto a mí.

—Este hombre se ha quitado el pellejo para dar con la Respuesta y para que nosotros la supiéramos. Los músculos, las venas, los tendones, los huesos… Esa es la única mierda que importa. Queridos, la gran aventura es esa, the rest is silence, cojones.

Y cayó sobre la cama.

De nalgas.

Riéndose.

Su cabeza golpeó la pared.

—Ese vino es pura dinamita. Me dijiste que las varillas eran de incienso, pero creo que están hechas con C-4. Y lo peor de todo es ese disco… Quítalo de una vez.

Con sus manitas nos haló por las muñecas e intentó abrazarnos.

—Es difícil hacerlo y duele demasiado rasgarse el pellejo para entender por qué algo no va bien, por qué tememos. Y por si fuera poco asusta verse por dentro. ¿Alguno de ustedes se atrevió?

Mi kodama quería que miráramos otra imagen impresa en la sobrecubierta —nos mostró la solapa del libro—. El mismo hombrecito volvía a aparecer. En esta ilustración el cuerpo, también desprovisto de la piel, mostraba solo el sistema cardiovascular, pero conservaba las facciones. El kodama buscó la otra imagen interior —la de la contratapa—, en donde el mismo hombrecito mostraba, además de los rasgos del rostro, el sistema digestivo.

—Señores, elijan uno de estos dos caballos y hagan sus apuestas. Un hombrecito con un gran corazón, el otro simplemente luce un buen estómago. Piensen con calma, todavía tienen tiempo, la casa de apuestas no cierra sino mañana a las 10:00 a.m. Creo que justo a esa hora volveré en mí. Tengan cuidado, ese vinito blanco es pura dinamita.

Saltó de la cama.

Trastabillando se fue a la otra habitación.

Mi kodama tarareaba la Oda a la alegría.

Llamaron a la puerta de la habitación. Era un toque suave. Respondí. Entonces escuché el chirrido de las bisagras de la puerta y luego el sonido metálico de las persianas al abrirse —mi kodama subió a la cama para abrirlas—. El sol del mediodía rajó la penumbra del cuarto, con la luz también irrumpieron en la habitación los ruidos del barrio.

—Veo que hicieron las apuestas y pusieron todo el dinero al mejor caballo —dijo—. No te preocupes, los dejaré dormir.

A tientas busqué las sábanas para tapar el cuerpo de Ámbar, el mío y el de Raiza Topacio. Sentí la manita de mi kodama tomar la mía para guiarla hasta uno de los extremos de la sábana.

—Bellezo, no te preocupes, no le diré nada a nadie. Ni a ustedes. Soy una tumba.

Se acercó al pliego de cartulina que yo había montado en el tablero de plywood que me servía de caballete, estaba apoyado contra el espaldar de una silla.

—Es solo un boceto —dije.

—Parece bueno.

Hacerlo nos llevó buena parte de la madrugada. Fue una jornada muy intensa. Raiza Ámbar y Raiza Topacio no solo sirvieron de modelos. La chica topacio —que también me pidió ver mis cuadros— dijo que le gustaría hacer algo con mis pinceles y las temperas y convidó a Ámbar a que la ayudara. Se interesó por aquel boceto en el que yo quería apropiarme del modelo de la silla que Lam dibujó al óleo y dijo que la idea le llamaba la atención, pero le resultaba ingenua, kitsch, demodé: «¿Para qué pintar a dos mujeres desnudas que se quieren besar? ¿Para qué la silla con un florero encima en el medio de las dos mujeres? ¿Para colmo le pondrás un antifaz a cada una?».

Raiza Ámbar asintió.

Con par de discos y media botella de vino logré convencerlas. La chica topacio se recogió el cabello: «Si no tienes inconveniente dibujaremos este cuadro contigo».

Ámbar se le acercó y le dijo algo al oído.

Yo debía encargarme de los pinceles, la tempera y elegir cuál sería la pose ideal. Así lo dispuso Raiza Topacio. El resto correría por ellas. Serían mis modelos. Antes de que se desnudaran, la chica topacio me pidió cartulina y tijeras. Diseñarían el antifaz.

Con los bracitos tras la espalda mi kodama miraba el pliego de cartulina. En el boceto, dos muchachas de cuerpo muy delgado y extremidades largas, desnudas y en puntillas de pie, inclinaban el torso por sobre una silla que les impedía estar cada una contra el cuerpo de la otra. Eran dos cuerpos que ocultaban su desnudez tras un antifaz. Las dos mujeres apostaban por el encuentro arriesgando perder el equilibrio y a riesgo de que el florero cayera al suelo —una mano aferrada al hombro, la otra al espaldar de la silla—. Buscaban acercar los rostros. Intentaban besarse. A una de las dos mujeres le faltaba un seno.

—Tal vez en el fondo del cuadro dibuje a una docena de esos seres rarísimos que hizo Lam… una jungla de seres mirando a las dos mujeres.

Vi a mi kodama pararse en puntillas, inclinar poco o poco el torso hacia delante y pegar sus labios a la cartulina.

—No sé —pasó el dorso de su mano sobre los labios, luego lo olió—. Creo que deberías pintar tus propios demonios.

—¿Te parece?

—Quédate con la silla de Lam, pero no con sus demonios. Sé valiente y haz como el hombrecito del atlas de anatomía.

Mi kodama empezó a enumerar logros y defectos en el dibujo. Lo escuchaba. Asentía. Pero fue solo por un instante: el tiempo que demoré en cerrar mis ojos y quedarme dormido —bajo el abrazo de Ámbar y sintiendo sobre mi brazo los rizos y el vientre tibio de la chica topacio.

Ahmel Echevarría. La Habana, 1974. Narrador. Ingeniero Mecánico

Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Obtuvo el Premio David 2004 en el género cuento con el libro Inventario (Ediciones UNION, 2007); el Premio Pinos Nuevos 2005 con la noveleta Esquirlas (Editorial Letras Cubanas, 2006); la Beca Fronesis de Creación Novelística 2007; Mención en el Premio UNEAC Cirilo Villaverde de Novela 2008 y Premio Franz Kafka de Novelas de Gaveta 2011 por la obra Días de entrenamiento; la Beca de creación Razón de Ser 2008 por el proyecto de libro de cuentos Las espirales del tiempo. En el 2010 obtuvo el accésit en el Premio de Cuento convocado por la revista La Gaceta de Cuba y la Beca Dador por la obra Pastel para pit bulls. En el 2011 obtuvo el accésit en el Premio de Cuento convocado por la revista La Gaceta de Cuba. En el 2012 obtuvo el Premio José Soler Puig de Novela con el libro Búfalos camino al matadero y el Premio de Novela Italo Calvino con la obra La noria. Sus cuentos aparecen publicados en las antologías Historia soñadas y otros minicuentos (Ediciones Luminaria, 2003); Los que cuentan. Una antología (Editorial Cajachina, 2007); La ínsula fabulante. El cuento cubano en la Revolución (1959-2008) (Editorial Letras Cubanas, 2008); La fiamma in bocca. Giovanni narratori cubani (Voland, 2009); Todo un cortejo caprichoso. Cien narradores cubanos (Ediciones La Luz, 2011); Ni + ni – gordas (Editorial Extramuros, 2011) y El martillo y la hoz y otros cuentos (Isliada Editores, 2011). Miembro del staff del e-zine de escritura irregular The Revolution Evening Post y del proyecto Rizoma(s). Columnista de la sección “Diálogos” del sitio web de la Asociación Hermanos Saíz (AHS). Actualmente trabaja como editor de los sitios web Centronelio y Vercuba. Textos suyos, tanto literarios como de opinión, han sido publicados en diversos periódicos y revistas.