Narrativa

Cuento de una señora sin nombre

Nadie te creerá, dijo, y entonces poco me importó. Sólo necesitaba una causa que justificara mi inacabable presencia a las puertas de Finca Vigía y un entretenimiento fortuito para disimular el paso del tiempo. Ahora, sin embargo, la verdad cobra súbita importancia y casi me hace desfallecer. No voy a cambiar. No asumiré tal riesgo porque una vieja me confesara sus penas de antaño. Si escribo es para demostrarle que puedo convertir en verdad cualquiera de mis mentiras, a sabiendas de que ella no lo leerá y de que —por más que duela aceptar su razón—, nadie jamás habrá de creerme.

Era vieja, en efecto, mas no tanto como una vez hubiese deseado.

Se hallaba de pie frente a los cristales que ofrecían una limitada visión al interior del museo, donde, supuestamente, todo llevaba una nota hemingwayana. Sin lugar a dudas, había escuchado ya las objeciones con que las encargadas del local invalidaban la posibilidad de entrar y se complacía deslizando su mirada a ras de cada objeto en los alrededores. No lo hacía presa de la desesperación propia de los turistas que siguen los pasos de un guía y temen perder el ómnibus que los devolverá al hotel. Ni siquiera llevaba cámara fotográfica. Era, sencillamente, una figura enjuta, de piel aterciopelada, que sostenía una sombrilla para protegerse del sol. Alguien que, igual a mí, no aparentaba tener un motivo muy lógico para encontrarse allí, a esa hora del día.

El diálogo era perfectamente evitable, pero yo la aventajaba con hora y media de aburrimiento. Además, me seguía pareciendo extranjera, con cámara fotográfica o sin ella.

—¿Sola? —le pregunté, y a juzgar por el número de arrugas calculé sin asombro que podría tener mil años de edad.

—Desde siempre —aunque no pensé que me estuviese contestando precisamente a mí.

—Es una lástima que no dejen entrar, ¿eh?

Me observó largamente y comprobé que ella era uno de esos extraños seres que destilan calma de pies a cabeza, por la gracia de sus movimientos, el tono de la voz, y sus ojos, los ojos de un muerto.

—En realidad es gracioso —dijo, y mirando su reloj agregó—: A esta hora él tampoco me hubiese dejado entrar.

Nunca he sabido de un muerto que use Rolex, anillos y cadenas de oro, por lo que consideré un posible ajuste de planes si los Kleppes —una pareja de noruegos que yo esperaba— no aparecían en los próximos veinte minutos. Desgraciadamente, noté que me había equivocado en mi examen inicial: era cubana. Por detrás de la acústica semiapagada de su voz se destacaba el acento criollo, habanero incluso. No obstante, extranjera, cubana, o difunta, me era indiferente. Tenía dinero.

Ella continuaba ensimismada con los detalles del lugar.

—A esta hora solía escribir y no permitía que lo molestasen.

—¿Quién? ¿Hemingway? —aposté a que se trataba de otra fanática— ¿Acaso usted lo conoció?

—Creo que Cuba completa lo conoció —sonrió con la agudeza de su comentario. Era una sonrisa francamente bella y que me hizo sentir bastante estúpido.

—Usted sabe a lo que me refiero, si lo conoció personalmente. Haber conocido a Hemingway es un privilegio.

—Para mí fue una orden.

No entendí desde un principio y ella se percató de mi desconcierto. Aspiró con un esfuerzo que sobrepasaba largamente la necesidad de aire en sus pulmones. Después, cual si recordara, movió pesadamente la cabeza y volvió a sonreír.

—Era una época difícil, mi niño.

—¿Cuándo no? —pensé decirle “mi vieja” y me contuve. Temí espantarla con un exceso de confianza— ¿Por qué no cuenta mejor su historia?

La pregunta la obligó a reír de veras. Tanto, que llegué a pensar que se burlaba. Para mí era inaudito aceptar que una vieja que ya apestaba a cadáver pudiera reír de tal manera.

—Es lo más irónico que puede pasarme en esta vida —y me tendió una mano para que la ayudase a tomar asiento—. Que a mi edad me pidan hacer un cuento.

Reconocí enseguida la urgencia de una excusa para mi inusitado interés. Sin embargo, nada acudió a mi mente, excepto la constancia de unos dedos demasiados finos para ser reales. A esa distancia, la piel que los cubría simulaba una membrana transparente poblada por innumerables venas azules, finas también, y algunas pecas, las únicas regiones de su piel con color propio.

Guardando mucho cuidado se acomodó encima de una hilera de piedras y cerró la sombrilla. Me hubiese encantado que los Kleppes asomaran sus narices para decirles: Ahí tienen ustedes, sacado de un auténtico Carlos Enríquez, y problema de ellos si confundían a la vieja con un gallo. El asunto es que, todavía hoy, me atrevo a jurar que esa imagen pertenece a un cuadro famoso. Con las rodillas bien juntas y la mirada perdida, opacaba sus años haciendo gala de una altivez envidiable, el primer rasgo que denunciaba la clase de mujer que fue.

—¿Para qué te interesa saber mi historia? —otra vez se fijaba en mí— Si no se la podrás repetir a nadie. Es un cuento que nunca será leído.

Debo admitir que sus palabras, si bien comenzaban a fastidiarme por un lado, por el otro lograban cautivarme. Acepté el desafío. Un Rolex bien valía la pena.

—Soy escritor —a los Kleppes les había mentido igual y estaban muy complacidos conmigo—. Intento terminar un ensayo que aborde la vida de Hemingway. Si usted lo conoció, una anécdota o experiencia personal podría ayudarme.

—Esta no —se le veía muy segura—. Nadie te creerá.

—Asumo el riesgo —contesté—. Me gusta escribir.

Con similar impertinencia se había presentado ella décadas atrás —en el cincuenta y nueve—, las manos en la cintura y la cabeza ladeada, estudiando cada gesto de ese hombre que el mundo entero aplaudía y delante del cual no podía ni siquiera mostrarse asustada.

Hemingway no debió creerle, pero inmediatamente le gustó esa osadía —suerte de heroísmo— con que ella le hablaba. Asimismo le gustaron sus pantalones ajustados, el primer botón de la blusa abierto y un pedazo de ajustador amarillento que se dejaba ver. El conjunto apuntaba a cierta especie de puta proletaria que al viejo le fascinó.

Porque en aquella ocasión él era el viejo y ella una joven que rozaba los treinta, asediada constantemente por los hombres cuando salía a la calle.

—Por mucho que mi cuerpo me facilitara algunas cosas, entrar a su casa era bien distinto —hizo una pausa y quedó pensativa. Yo estudié con mayor detenimiento su físico. No creía posible que ayer ese manojo de arrugas hubiese sido un buen cuerpo—. Afortunadamente, a pesar de mi propia ignorancia, esa mañana yo tenía una ventaja extra y él debió notarlo. Es increíble que haya tardado menos de un minuto en percatarse de algo que a mí me ha costado más de cuarenta años. Por ese lado era una persona muy sagaz.

—¿De qué se percató?

Hemingway la había dejado pasar a sabiendas de que su curiosidad por conocer quien era esa mujer le restaría doscientas o trescientas palabras a su faena diaria. Le ofreció asiento, whisky y una arriesgada media hora. Ella aceptó gustosa el asiento y la media hora. El whisky no. No bebo nada que sea americano, le dijo, y él cambió, jocoso, la oferta de whisky por una de ron, cubano, agregó. En su cordialidad se evidenciaba una intención demasiado marcada para ser natural. Por detrás de sus medias sonrisas era fácil sospechar la sombra de un carácter lacerado por una ira profunda. Ya le habían advertido a ella que Hemingway si no estaba frente a las cámaras, acostumbraba a ser un hombre de muy mal genio. Y allí se esmeraba por imitar al maestro bonachón y preocupado que responde a las preguntas de sus alumnos. Para ella, no obstante, seguía dentro de los parámetros con que se lo había imaginado: un viejo gordo, rojizo, de pésimo sentido del humor, y, para colmo, yankee. Nadie que reuniera esos dones le podía agradar.

—Y no me agradaba. De haberme dejado llevar por mi primera impresión, no hubiese regresado a este lugar.

—¿Y regresó? —deslicé la pregunta quedamente, temeroso de que la ignorase como la anterior.

—Hay circunstancias que obligan. Relacionarme con ese americano era lo peor que podía pasarme. Todavía guardo en mi nariz su aliento etílico del primer día. No fue una bonita imagen la que guardé de él.

Prueba con un par de noruegos, estuve por decirle, y me dirás qué es peor. El alcohol por lo menos es un olor saludable. Los Kleppes apestan a cebolla podrida, dice la gente que por la dieta que siguen; yo sé bien que es porque no se bañan. ¡Y si se trata de la señora Kleppes! Con las axilas llenas de pelos y las piernas sin afeitar. ¡Y hay que ver cuánto sudan los dos! Así los pongas en cueros en medio de la calle, están sudando. Se bajan del avión sudando, se pasan un mes en La Habana sudando y montan al avión sudando. Mucho sudor y poca agua. La otra tarde vi un collar de churre en el cuello de la señora Kleppes. ¡Dieta ni dieta! ¡Cochinos! ¡Eso es lo que son! Aunque cochinos con dinero, y frente a eso, ¿qué pueden hacer mi voluntad o mi deseo?

—La comprendo perfectamente, señora, en ocasiones uno tiene que hacer cosas…

—Mentir, por ejemplo —tenía el extraño hábito de hablar sin mirarme de frente. Entiendo que no necesitaba de tales recursos para acentuar sus frases. Al oído sonaban de una única manera: convincentes.

—¿Le mintió a Hemingway?

Nombre, dirección, trabajo, motivos de sus visitas, historias familiares, anécdotas de la niñez… Pronto descubrió que el arte de mentir era algo que ambos tenían en común. Le bastaban dos o tres risitas, en medio de una de las tantas charlas que entablaban bajo la complicidad de varias cabezas cortadas. Testigos recurrentes de unas tertulias que poco a poco iban extendiéndose.

—No hay por qué engañarse llamándolo de otro modo —el tono de su voz también ayudaba a imprimirle veracidad a sus palabras—. El talento de un escritor radica en saber mentir. No hace falta estudiar los recursos que usan para resultar convincentes. Esas son artimañas literarias. Hemingway mentía irremediablemente parado frente a su Royal y yo mentía frente a él.

—¿Por qué?

De modo similar compartían otras fascinaciones y espantos. Aborrecían el español. Ella secretamente, sustentada por una infinidad de suspensos que la perseguían desde que era una chiquilla en edad escolar. Él, oculta o abiertamente, según las circunstancias. No soportaba la ocurrencia de tantos artículos y preposiciones. Una lengua demasiado barroca para ajustarla a su estilo sobrio. Nunca sonaría igual. De haber tenido que escribir en español su detector de mierda se habría desbordado a borbotones. El inglés era más dócil y no se prestaba a confusiones. Llegó a revelarle su molestia por la traducción al castellano del título de su novela favorita. “El viejo y el mar”, dijo inesperadamente y sacudiendo la cabeza, en lugar de “El viejo y la mar” ¡Los buenos pescadores no la llaman diferente! Por eso insistía en que ella leyera cada libro en su lengua original. Las traducciones eran puras falacias. Lo que sí existían eran versiones escritas en varios idiomas. En el mundo había un único The Old Man and the Sea y ese le pertenecía, los demás se los legaba a los traductores.

—Por si no bastara —de nuevo evadía mis preguntas—, a la hora de hablarlo su español no era ni la mitad de lo perfecto y fluido que me habían informado en la jefatura.

Di un paso hacia atrás sobresaltado. ¿Jefatura?

—Te dije que era una época difícil —y al intentar incorporarse—: Vamos, ayúdame. No soporto estar mucho rato en una misma posición.

La agarré de un brazo y con mucho cuidado le serví de apoyo hasta que estuvo de pie.

—¿En realidad quieres que te cuente mi historia?

—¡Claro! —respondí, y enseguida quise agregar un pequeño discurso que vindicara la utilidad de su relato para mi pretendido ensayo. No me permitió continuar.

Por esa fecha, la Revolución apenas surgía y eran muchos los que se disputaban el privilegio de protegerla. Era necesario adelantarse al posible contragolpe. Había que analizar las mil variantes con que podían hacerle daño. Y lo fundamental, se hacía imprescindible precisar muy bien quiénes habrían de ser considerados enemigos. Nadie escapó de un análisis exhaustivo. Ni siquiera Hemingway.

—¡Eso es absurdo! —tuve que interrumpirla, entre escéptico e iracundo— ¡Hemingway era una personalidad! ¡Premio Nobel!, ¡Figúrese usted!

—Por supuesto que lo sabíamos —ella no perdió su aplomo y su cadencia suave al hablar—. También de su participación en la Primera Guerra Mundial, algunas de sus acciones militares; la posesión de un yate, El Pilar, que le facilitaría, de ser necesario, hacer contactos en alta mar… No olvides que ya estuvo jugando a perseguir submarinos nazis. Asimismo estábamos al tanto de su relación con algunos personajes de la alta jerarquía estadounidense. Sin obviar que le era extremadamente fácil publicar en el periódico o la revista que le diera la gana, fuese esta de izquierda o derecha. Disculpa, mi niño, pero Hemingway podía convertirse en un problema para nosotros.

—Él nunca hizo nada, amaba este país.

—Sí, creo que al final lo amaba. Me es imposible responderte con seguridad. Una sola vez lo vi abrirse de pecho con la sinceridad inconfundible de quien no miente —ahí ella fue presa de otro letargo que se extendió por cuatro o cinco segundos, al término de los cuales agregó sencillamente—, y en aquella ocasión no hablábamos de Cuba.

—Sin embargo, sospecharon de él.

—Y de otros muchos. En aquellos días, un sospechoso era considerado culpable hasta tanto se demostrara lo contrario.

—Y usted fue la encargada de probar su inocencia.

Desde niña su vida era un continuo correr. Tras su hermano cuando le arrebataba una de las muñecas; delante y bien aprisa de aquellos hombres que intentaron violarla; por las avenidas coreando ¡Abajo la dictadura!; de azotea en azotea cargada de proclamas; entre sirenas y conos de luz al escapar de prisión; contenta al paso de la caravana triunfante que entraba a la capital. Correr, correr y correr. El mundo se lo imaginaba en forma de una gran pista con muchas metas que se debían rebasar lo antes posible para seguir hacia la próxima y la próxima y la próxima. Siempre corriendo porque el tiempo corría igual y en su contra. La pista era interminable, su vida no.

—Mis superiores debieron repasar exhaustivamente mi expediente antes de asignarme el caso. A un Nobel no se le espía sin tomar las medidas pertinentes. Nos arriesgábamos a un escándalo mundial.

Con que la vieja es chiva, pensé. Cabrones de su calaña también me habían obligado a correr mucho en mi vida, y estaba dispuesto a volverlo a hacer por el Rolex que usaba.

—Me creían incorruptible —en su voz no hallé rastro alguno de orgullo—. No aceptaba sobornos, no utilicé mis logros en la clandestinidad para ganarme favores con la Revolución y había excomulgado mi propia sangre cuando me enteré de que mi hermano se contaba entre los primeros que abandonaron el país. Mi odio por los americanos rozaba la locura. Por otro lado, era buena para descubrir las mentiras. Algunos de mis amigos bromeaban conmigo, decían que podía leerles la mente. No, no podía. Sencillamente adivinaba lo que pensaban con mayor facilidad que la media. Es casi una ciencia que cultivé en la clandestinidad y que me ayudó a sobrevivir, y era un requisito esencial para ese caso. Dicho en jerga policíaca: yo era la agente ideal.

Hizo una de sus habituales pausas. Se notaba que le costaba eslabonar frases largas. Su agitación era evidente. Pensé que quizás fuese asmática. Me pregunté también si aún mantendría sus habilidades. ¿Sabía cuáles eran mis intenciones? Aunque reconozco que a esas alturas su historia había logrado interesarme de veras. Transcurrieron pocos latidos hasta que su pecho recobró el ritmo mínimo imprescindible para deslizar la siguiente frase.

—No sé qué pudo fallar —y volvió a hacer silencio.

Hemingway comprendió sus preocupaciones y estuvo de acuerdo en mantener el secreto. No era bien visto que un hombre de su reputación y de su edad, especialmente de su edad, recibiera asiduas visitas de una dama treinta años menor, por mucho que ella le explicase a su padre y a algunos conocidos que sus intenciones eran puramente literarias. Para él quedaba claro que Cuba no era un país perfecto y los comentarios en La Habana ejercían una presión increíble si se le comparaba con Madrid o París. ¿Si no, dónde había comenzado el gran rumor? Hemingway no puede escribir, al Nobel se le ha secado el cerebro, el iceberg se quiebra. Pudo ser el comentario de una sirvienta o el suyo propio después de unos cuantos daiquirís. Ya la voz corría de una punta a la otra de la isla, lo que es decir, por el mundo entero.

Con un estrechón de manos ambos prometieron cumplir su parte del trato. Ella lo seguiría frecuentando a escondidas para mostrarle sus adelantos intelectuales a fuerza de negar públicamente los rumores acerca de la incapacidad del Nobel para crear. Era un trato justo, por muy falsas que fueran sus bases, pues Hemingway sabía de antemano que esa muchacha de ímpetu indoblegable nunca sería escritora y, en realidad, le tenía sin cuidado la diferencia de edad. Mientras, ella lo único que había aprendido a escribir en su vida eran los informes que entregaba puntualmente a sus superiores y en los cuales daba precisas cuentas respecto a los vicios nocturnos de aquel, nombres de a quienes dirigía sus cartas, número de llamadas telefónicas y hasta los títulos del millar de libros que constantemente entraban y salían de Finca Vigía.

—¿Y estuvieron mucho tiempo viviendo así?

—Depende —parecía buscar la frase adecuada—. ¿No has escuchado decir que la persona que más vive no es siempre quien más tarda en morir? En ocasiones, una vida entera se reduce a un minuto y, créeme, no todos logran hacer suyo ese minuto.

No hizo falta que confesara mi estupor. Debió habérseme reflejado en el rostro. Ella suspiró mansamente.

—Ven —me dijo, y se ubicó delante de mí para guiarme hacia la puerta en donde yo la descubriera.

A su edad era capaz de lucir un paso que denotaba cierta sensualidad. El ritmo y un imperceptible movimiento de caderas terminaron por convencerme de que ayer debió ser tremenda hembra. Cerca de los cristales vimos a una de las encargadas del museo incorporarse con rapidez, dispuesta a interceptarnos el paso. Entonces ella se detuvo para evitarle la molestia.

—Mira allá —señalaba las cabezas cortadas de antílopes y búfalos que adornaban la sala—. Según Hemingway, la vida que disfrutaron esos animales se reduce al instante final en que los alcanzó una bala. Al inicio debió resultarles cierta especie de molestia que fue transformándose en calor, dolor agudo, premonición de un canje irreparable, paz. Entendieron que estaban vivos cuando la sangre se les escurría por la herida recién abierta y no cuando pastaban, fantasmales, en una llanura común. Ahí eran cuerpos inertes, sin sensaciones. Les concedieron la vida justo en el momento que habrían de perderla. Hemingway aseguraba que en su casa no había nada más vivo que esas cabezas muertas. Ellas habían de salvaguardar su propio nombre con un celo muy superior al de sus libros. Los escritores, buenos y malos, se reproducen cual gusanos, decía, pero cabezas como esas no se hallaban por doquier. Y estaba en lo cierto. Hoy esas cabezas son parte de la negativa de aquella mujer —señalaba a la encargada del museo.

—¿Y usted? ¿Alcanzó ese famoso minuto?

Volvió a sonreír. Cada vez que lo hacía era imposible poner en duda su felicidad. Nadie que riera con tamaña libertad podía ser desventurado. Porque sospecho que en la libertad de su sonrisa encontraba ella la felicidad. Poco a poco fue cambiando su rictus. Al reiniciar el diálogo era nuevamente una señora respetable.

—Más que un minuto, una mañana. Mi vida podría reducirse a una mañana a punto de llover.

Caminaba aprisa, mirando constantemente hacia arriba. Los nubarrones amenazaban en serio y ella mantenía su opinión de que aquello no estaba bien. Era demasiado riesgo para tan poco mérito. Sin embargo, sus superiores no atendieron a los motivos expuestos. Tenía que hacerlo.

A ellos les resultaban extrañas las condiciones sugeridas por Hemingway. A ella no. Conocía de sobra que él acostumbraba escribir desde bien temprano en la mañana y por eso le había pedido que lo visitara preferiblemente por las tardes. La política y el arte no hacen una buena mezcla, le dijeron, suele traer problemas. Por eso tenía que comprobar con sus propios ojos a qué se dedicaba el Nobel cada mañana. Hemingway podía estar mintiendo. En una historia plagada de mentiras, ¿por qué no? Fue la primera ocasión en que se sintió verdaderamente sucia.

Entró a la casa sin mayores tropiezos. Tampoco el problema sería muy grave en caso de ser sorprendida. Podía justificarse con un adelanto necesario. Para mejor suerte, nadie la vio. Teniendo cuidado de no hacer ruido se dirigió al cuarto que le correspondía a Hemingway. Abrió la puerta, despacio. Estaba vacío. Sin pensarlo mucho se apresuró a revisar los papeles que tenía a su alcance. Fragmentos de cuentos aún sin terminar, apuntes para revistas, hojas en blanco, algunas cifras —quizás de palabras, quizás de dinero—. Era difícil adivinar la naturaleza de esos apuntes escritos en inglés, con pésima caligrafía y que aguardaban, en su mayoría, ser transcritos por los armónicos golpes de la Royal.

Descubrió que sudaba al toparse con su nombre.

Al menos era el nombre que ella había hecho suyo al presentarse frente a él. Adornaba, a la vieja usanza, la esquina superior izquierda de una página a medio llenar. La única escrita íntegramente en español. La tomó cuidadosamente. Eran notas dispersas, mas no incoherentes. Unas reconstruían escenas que ambos habían compartido, otras le recordaban palabras que ella debió haberle dicho, y algunas, confesiones que no se atrevieron a hacer. Sin semejarse a nada escrito por Hemingway, visto de conjunto, afloraba, tenue, el toque demoledor de sus obras.

Buscó apoyo en un borde de la cama. ¿Había entendido bien o la sombra de los nubarrones disimulaba el verdadero sentido de esas líneas? ¿Acaso la realidad lograba sorprenderle, brusca y tardía? Negó torpemente, intentando con una simple agitación de cabeza disipar su acierto. No había iceberg alguno allí. Su sentido era bastante lineal y no importa la manera en que se leyesen, las palabras rendían idéntico propósito: una declaración de amor.

—No pensabas que pudiera escribir cosas de ese tipo —la voz del viejo recalcando cosas la hizo voltearse, despacio, sin alteraciones superfluas. El hecho de ser atrapada, papel en mano, no se comparaba con su propia revelación.

Él tampoco demostró asombro al verla. Incluso, por la manera tan natural con que la trataba, era presumible que conociera de antemano su presencia en la casa, quizás la estuvo espiando en espera de la oportunidad correcta para entrar a la habitación. Claro, que esa treta la deduzco ahora, me dice ella (más vieja que él entonces, aunque igual de serena) mientras inicia un paseo por las afueras y, con un gesto de su mano, me convida a seguirla. La brisa que zigzaguea por entre los árboles enseguida aplaca el calor sofocante. En aquella otra ocasión, sin embargo, comprendió que poco o nada podría menguar su ahogo apenas Hemingway abriera una de las ventanas del cuarto. El aire no hollaría su cabeza a pesar de que su respiración, profunda, intentara en un esfuerzo baldío repartirlo por el interior de su cuerpo.

—No sé qué decir.

Era, con seguridad, la única frase absolutamente sincera que le había ofrendado desde que se conocieron y él la acogió con una leve sonrisa.

—Será que no hay nada que decir.

Estaban frente a frente y por la ventana recién abierta el cielo pasaba de gris lánguido a pardo alarmante.

—Está a punto de llover —no quiso decir eso realmente, hubiese preferido algo menos superficial, que aligerara el peso en su conciencia, y las palabras la traicionaron. Tuvo que empujarlas boca afuera para no arriesgar un silencio comprometedor. En ese instante se consideró la mujer más imbécil del mundo. Ella: toda heroína, toda Revolución.

—Sí —agregó él—, parece una tormenta.

No respondió siquiera. Algo (instinto o experiencia) la convenció de que no había forma de escapar. Que era inevitable ver esa agua desprenderse desde (y no sobre) su cabeza, porque los rayos y los truenos los guardaba ella y al primer paso que los acercara habría de estallar. Por eso su disgusto al aceptar venir, por eso el espanto ulterior (no era el clima que se resquebrajaba, no). El asco ante la felonía impuesta podía ser perdonado por sus colegas de oficio. No obstante, allí, a solas con aquel hombre, no había manera de esconderse a sí misma su total falta de escrúpulos.

La verdad le azotaba en la cara, y de tan dura manera que temió se le enrojecieran ambas mejillas hasta descubrirla. Y es que lo sabía, por encima de las impuestas sospechas, lo sabía. De visita en visita, con cada cruce de palabras. ¿Por qué no habría de suceder? Con otros muchos hombres había ocurrido y Hemingway era un hombre (las canas no lo hacían menos hombre que los jóvenes que la rondaban). Por un segundo se había acogido a la posibilidad de que fuesen imaginerías de su sobrexcitado raciocinio, una corazonada petulante a lo largo del camino. Y he ahí la confesión abierta, posiblemente dejada al descubierto para que ella la encontrase al borde de su fatiga. Cazador cazado cansado.

Fue pues que lo dejó acercarse, a sabiendas de que eran ficticias la seguridad que él demostraba y la calma que ella aparentaba. Jugaban a ser un par de nubes que habían descendido con la esperanza de escapar de la tormenta, allá arriba, sin imaginar siquiera que la verdadera catástrofe se gestaba a la altura de sus corazones. Él le quitó con delicadeza el papel de entre los dedos y ella no opuso resistencia, tampoco al roce de su barba cuando empezó a besarla o a los leves empujones que la condujeron a la cama.

—Espérese, espérese —no pude menos que tronchar su historia—, pensé que por aquella fecha él no podía… usted sabe…

Me observó, entre pícara y divertida, el viento ondeaba sus ropas y ella extendió su mirada a ras de mis hombros, hacia un punto impreciso no en la distancia sino en el tiempo. Cerró la sombrilla.

—Tienes razón —soltó de pronto—. Con las demás mujeres le era imposible tener sexo. Él me lo reveló en forma de chiste amargo, justo al terminar, tumbados bocarriba, sin mirarme siquiera. Pero conmigo sí pudo, mi niño —y hurgando en mis pupilas practicó otra de sus pomposas sonrisas para acentuar—, y bien que pudo, créeme.

Resultaba fácil calcular mi asombro: la vieja se había templado a mister Papa, eso sí que era un notición. Evidentemente había que cuidarse bien de todo y de todos, un chiva era capaz de hacer maravillas con tal de joderlo a uno. Porque había sido por oficio.

—¿O no?

Ella vagaba de nuevo por los contornos de su memoria. Repasaba cada pedazo del techo que los hundía, con su vastedad, en las rugosidades de un colchón súbitamente estrecho. Si quería aliviar de responsabilidades su ajada moral habría de admitir que estaba consciente de lo que había hecho (a la par que ignoraba la verdadera razón). Sencillamente se había dejado conducir. Y el resultado sobrepasaba ampliamente la mera fusión de sus cuerpos. No había hecho el amor. Había filtrado un poco de vida en ese hombre, león escapado de sí mismo en sus correrías por África y que, en la intimidad de su hogar, a puertas cerradas, iba reduciéndose al esqueleto seco y helado de un leopardo.

El silencio había ganado por fin cuando tuvo deseos de llorar. Lo hizo tranquila, aplacando de lágrima en lágrima los golpes dentro de sus sienes, y segura de que él no iba a interrumpirla con preguntas estúpidas. Para Hemingway lo obvio no necesitaba mayores explicaciones, bastaba la punta reposada de su sempiterno iceberg.

—Yo, en cambio, no tenía completamente claro lo sucedido —y tras una breve reflexión—. Debí haberle pedido ayuda para entender.

—¿Él no dijo nada de nada? —yo iba de estupor en estupor.

Sólo al final, mientras ella se vestía, de espaldas a él, no a causa del pudor sino por miedo a que confundiera su cabeza, despeinada y pálida, con una de esas otras cabezas que adornaban las paredes de la casa.

—Hace unos años, hubieras logrado que escribiera algo.

Era su rendición final. Estaba acabado. Su mísero triunfo de hacía unos minutos apenas le servía para acotar las dimensiones increíbles de su derrota diaria. No era el Hemingway al que se había acostumbrado el mundo. Era un hombre destruido y vencido.

—Quizás yo lo haga por ti —contestó ella, rápidamente.

—Tú no —respondió con idéntica celeridad—, será otro, mañana, quien escriba cuentos estúpidos sobre mí.

Ella se volteó para mirarle. Podía haberle hecho notar al menos que el nombre de Hemingway, de una forma u otra, siempre hallaría espacio en ese mañana abstracto, mientras que el suyo propio estaba condenado al anonimato. Sin embargo, nada dijo. Prefirió terminar de recoger sus cosas para marcharse. Era lo mejor. Acababa de comprender que el minuto que encerraba su vida entera había concluido.

—Bien mereces un tiro en la cabeza —escuchó que le decían al girar el picaporte.

No se detuvo a meditar la frase. No valía la pena discutir verdades. Él tenía más razón de la que imaginaba y, sin lugar a dudas, aquel era el mejor adiós que podía dedicarle. Una bala en medio de su atiborrada cabeza la hubiese hecho descansar (si no la iba a ayudar a desaparecer). No se esfuma lo que no existe y ella nunca había estado ahí realmente. Otro nombre, otra mujer, otro ser habían usurpado su lugar y, por tanto, su posibilidad de hacer suya una vida auténtica. Lo único que les estaba dado a compartir eran las lágrimas, una por el hombre que perdía, la otra por el destino que ella misma se había negado.

En un arranque de egoísmo, apretó el paso buscando que la prisa y el cansancio próximo frenaran las ganas de llorar por segunda vez. Al rato de estar caminando fue que se percató de su estado (empapada por completo) y de que, afuera, en ese mundo al que había renunciado, desde hacía mucho, llovía.

—¿Qué pasó luego? —acepto que mi intriga ya era total.

La vieja detuvo el paseo y ladeó tanto su cabeza al contestarme que pensé iba a ver rebotar esta entre mis zapatos y los suyos. Era una pose que se prestaba para argumentos reflexivos, así que aguardé una larga parrafada.

—Nada —se limitó a decir.

Y es que justo ahí comenzaron a dejar de ocurrir las cosas, descontando que no hacer nada ya es mucho hacer. Sus superiores entendieron los motivos de la renuncia o llegaron a la conclusión de que era menos riesgoso entender. Con el caso cerrado la dejaron partir y ella se refugió en su casa, lejos de Finca Vigía, temerosa de un milagroso encuentro que la pusiera al descubierto en una calle común (quizás a la salida de un bar) hasta que, un verano azaroso, llegó a sus oídos la noticia de que Hemingway, sin mayores contemplaciones y desde el otro lado del mar, había hecho suya una bala que por derecho propio a ella le pertenecía.

Se sintió extrañamente libre, como si la muerte de aquel hombre fuese la llave de su encierro voluntario. No quiso reconocer el miedo que la había acompañado. Con la mayor naturalidad escogió una madrugada azarosa para montarse en una balsa que la llevara a los Estados Unidos junto a un par de ex convictos que ella misma había procesado, y reunirse con su hermano, aferrada a la esperanza de una segunda oportunidad, sumados otros miles de kilómetros entre ella y Finca Vigía, más la certidumbre de no ver reaparecer el mar ni nada que le recordara su pasado.

Había quedado inmóvil, apoyada a medias en su sombrilla. Parecía haber encontrado al fin ese punto abstracto a mis espaldas que antes la fascinara. Supe que ya no estaba allí, conmigo, y no me atreví a curiosear por dónde andaban sus pasos. Quizás abrazaba a su hermano a la salida de una estación norteamericana o apilaba libros que debía incinerar. Supuse que había tocado el fondo de su propio iceberg y reposaba, dolida y tranquila. Por único movimiento quedaban algunos mechones de pelo cediendo a los caprichos de la brisa.

—¿Qué vino a hacer aquí, entonces? —era una duda que afloraba, continua, en los recovecos de mi cerebro.

Se permitió la osadía de pestañear un segundo largo, muy largo, antes de observarme, de regresar a los confines de esa casa hecha museo donde una mujer irrelevante le impide el paso, dejándola completamente a salvo.

—Vine a decirle que tenía razón —hablaba con tal certidumbre y aplomo que no me hubiese extrañado si, de repente, Hemingway dejaba caer una de sus manos a la altura de mis hombros—. Necesito su perdón por tardar más de cuarenta años en convencerme de una verdad que a él le tomó menos de un minuto adivinar.

Recordé la pregunta que le había hecho al inicio de nuestra conversación, sin atreverme a repetirla. Tampoco hizo falta. Ella replicó a mi silencio:

—Estábamos hechos el uno para el otro. Entre nosotros era imposible evitar el amor.

¡Vaya!, pensé, la historia más vieja del mundo. Tanto caos escondido.

—Estoy seguro de que sí la ha perdonado —le dije, con sincera emoción.

Ella delineó a medias la última sonrisa que habría de obsequiarme para decir, perpetua y tranquila:

—¿Quién sabe? Con él nada es seguro.

En el tono de su voz no había ni asomo de reproche. La sencillez dominaba cada gesto, mientras hacía girar su cabeza, oteando el horizonte cercano, cuando alisaba el vestido, abría su sombrilla, o al momento incluso de extenderme su mano.

—Debo marcharme —volvía a ser, ipso facto, la modelo de un cuadro famoso, una mujer milenaria—. Fue un gusto conocerte, mi niño.

Devolví el saludo, que era despedida, para verla practicar su andar, lento, seguro, que me dejaba cual testigo obligado de una partida demasiado precipitada para mi gusto. Ni siquiera había logrado preguntarle si se consideraba feliz, si cada noche, al dormir, se sentía en paz consigo misma. Ahí se detuvo, justo al final de mis reflexiones. Regresó sobre sus pocos pasos. Sujeto entre los dedos de su mano libre se mecía el Rolex, delator.

—Toma. Creo que te gustaría conservarlo —había picardía evidente en su comentario—. Así te acordarás de quién soy y, con suerte, hasta puedes usarlo para descubrir quién eres.

El reloj brilló, de pronto, en la palma de mi mano abierta.

—Le juro que voy a escribir cuánto me ha contado —fue lo menos que pude decir.

Ella se encogió de hombros.

—Nadie te creerá.

Y no le escuché decir más. Se alejó, casi flotando, por entre los árboles que la devolvían al mundo.

Yo quedé inmóvil todavía otro rato. Gotas de sudor me corrían a modo de pensamientos. Enseguida su imagen sería trocada por la de los Kleppes asaltando el lugar, contentos y apestosos. Una pareja de noruegos que, en el colmo del internacionalismo, venían a Cuba para memorizar la vida de un escritor norteamericano. Era ridículo. Ya no podría estar disponible para sus preguntas ni para mis mentiras. Al menos, no ese día. No con un Rolex que se ajusta a mi brazo mejor que un par de esposas y una historia increíble que me corta las palabras.

Fue por eso que lo hice. Porque a una historia increíble corresponde una respuesta increíble. Especialmente si al momento de escribirla nadie jamás habrá de creerme. Sin meditarlo mucho, quizás por miedo a un súbito arrepentimiento, fui hasta el cesto de basura más cercano y dejé caer allí el reloj. Luego eché a correr hacia las afueras de Finca Vigía. También yo necesitaba alejarme, sumar miles de kilómetros entre Hemingway y mis ideas, aun cuando sospechaba que atrás, desde el interior de su casa, aquellas cabezas cortadas habrían de seguirme siempre con sus miradas.

Edgar London. La Habana, 1975. Narrador y periodista

Ha publicado los libros de cuento: El nieto del lobo (Ediciones Ávila, 2000); (Pen)últimas palabras (Editorial Extramuros, 2002) y A escondidas de la memoria (Editorial Oriente, 2008). Durante su trayectoria intelectual ha recibido, entre otros, el Premio Nacional Frónesis de Narrativa, Cuba, 1997; el Premio Nacional Eliseo Diego de Narrativa, Cuba, 1998; el Premio Nacional 13 de Marzo de Narrativa, Cuba, 1998; el Premio Nacional de Cuento Criaturas de la Noche, México, 2007 y el Premio Internacional de Ensayo Agustín de Espinoza, México, 2008. Además, obtuvo una Mención en el Concurso Literario Internacional Casa de Teatro, República Dominicana, 2006. Actualmente reside en México, donde se desempeña como profesor en varias universidades y como columnista del periódico 10 Minutos.