Narrativa

Los Trotacampos

El enano y yo formábamos un buen equipo. Al principio recorríamos en bicicleta todos los caseríos y bateyes de la comarca, buscando alguna fiesta de cumpleaños, lo que apareciera. Pero nos fue yendo tan bien en el giro que al cabo de unos meses decidimos comprar un tractor y una carreta, sobre la cual construimos un tinglado con tablones de madera y planchas de zinc. Algo así como un tráiler, de los que salen en las películas. Luego, en un pueblito perdido de Ciego de Ávila, se nos unió Tizón.

Tizón era un negro descomunal, a quien doblar en dos una barreta de hierro, de las que se utilizan en el campo para excavar el terreno, apenas le tomaba un segundo. No dudamos en aceptarlo como miembro del staff, con derecho a recibir una parte proporcional de las ganancias que obtuviéramos en cada una de las funciones.

El show que presentábamos era simple: el enano comía candela, el negrón enderezaba un par de hierros retorcidos y yo hacía mis trucos de magia, los que hace todo el mundo, algo con las cartas, sacar animales del sombrero —casi siempre palomas porque los conejos costaban muy caro—, y cosas así. Pero el número estelar de la noche era sin dudas el enterramiento del enano.

En cuanto se refrescaba la boca aparecía el enano con su esmoquin más bruno que Tizón, el lazo también oscuro y la camisa debajo, apenas visible, para que los espectadores no tuvieran chance de apreciar el tinte amarillento que los años y la escasez de detergente habían conferido a una prenda que de nueva debió ser blanquísima. Se introducía con parsimonia en un cajón de pino, de no más de un metro de largo por medio metro de anchura, y entre Tizón y yo lo cerrábamos con fuerza, clavando la tapa a martillazo limpio frente a un público cuya tensión iba aumentando de minuto en minuto.

Enseguida embutíamos la caja en un agujero previamente preparado al efecto y lo cubríamos con abundante tierra, al tiempo que invitábamos al sobrecogido auditorio a que decidiera, según su libre albedrío, el momento en que deberíamos Tizón y yo retirar la capa de suelo y extraer el rústico ataúd de las profundidades, del que luego emergía sano y salvo el enano para saludar a sus admiradores, sudoroso y asfixiado. Era perfecto. La gente aplaudía hasta el delirio. No pasaba, eso sí, demasiado tiempo el inhumado en su estrafalaria sepultura sin que los asistentes, las mujeres sobre todo, comenzaran a exigir a puro grito su devolución a la superficie, ante el natural temor de que pudiera fenecer por sofocación en la oscuridad de la tumba. El enano agradecía al final con un gesto.

En algún que otro poblado tuvimos conflictos con la Policía, entre otras cosas por el asunto de los impuestos, porque en verdad no teníamos licencia; pero ganábamos honradamente el pan y le proporcionábamos distracción a la gente, que mucho la necesita. Tanto más si se vive en un lugar apartado adonde nunca llegan los circos ni los grandes espectáculos, ni las orquestas de música bailable en sus giras nacionales, ni los humoristas de televisión que actúan en las provincias sin salir de los timbiriches de ARTEX. Hacíamos una labor socialmente útil, diría yo, a pesar de nuestro presunto status de ilegalidad.

En los sitios donde trabajábamos sobrevenía siempre algún desastre. Una vez porque a Tizón le alcanzaron una cabilla muy gruesa, de acero endurecido con wolframio o sabe Dios con qué metal, y se vio forzado el gigante a desistir de su empeño por curvarla. Otra vez porque se negó la paloma, adormecida en su encierro, a abandonar el cómodo interior de mi sombrero de paño y ya pueden imaginar el resto. Una tercera ocasión, incluso, porque estornudó el enano demasiadas veces dentro de la caja humedecida por los efluvios de la tierra o por el rocío nocturno, y estalló la multitud en una risa incontrolable que terminó por arruinar la exhibición, obligándonos a volver al camino mucho antes de lo calculado. Pero así es el arte: si funciona con precisión de reloj no es legítimo. Hay que dejar margen a la improvisación, a la espontaneidad. Si todo está previsto en el guión, aburre.

Mas ni la Policía ni los inspectores ni las fallas en el show fueron nunca un problema. Nuestras dificultades comenzaron con la llegada de Stella, la mujer con barba. Mujer fatal, diría yo. Más que fatal: una verdadera desgracia. Para empezar, sus barbas eran auténticas, ¿quién iba a creerlo? Lo más natural del mundo era que fueran postizas y ya se sabe que en el campo, por muy mansa que sea la gente, todo el mundo lleva un Santo Tomás adentro. En cuanto asomaba Stella por el escenario se le abalanzaban los hombres, jóvenes en su mayoría, y los niños, para tirarle de los bigotes con violencia, sin prestar oídos a su airada protesta de suéltenme cojones que son de verdad los pelos, y más tengo donde se imaginan y que no verán si no se calman y se ponen detrás de la soga, y el que quiera mirar que pague y si no que se largue.

Stella tenía su gracia, no solo para los negocios —inmediatamente asumió la responsabilidad de cobrar la taquilla y contabilizar las ganancias—, sino que además poseía la habilidad de comunicarse con los muertos y de predecir, aunque con un porciento no despreciable de error, los acontecimientos futuros. Nada más se enfocó en estudiar el mapa y en tratar de convencernos de cuál debía ser, de acuerdo con sus premoniciones, la siguiente parada, y todo empezó a complicarse.

La idea de traer con nosotros a la mujer con barba se le ocurrió al enano y, aunque al final el propio enano pagó las consecuencias, hay que reconocer que en su momento no fue una decisión errada. La figura de Stella enriquecía por sí misma el espectáculo, dada su condición de mujer y, como si no bastara, dada su condición de fenómeno. Era una atracción natural aquella hembra sobrante en carnes y no menos espléndida en lo tocante a pelaje. Un ejemplar superviviente de cierta raza extinta de seres primitivos, cuyo linaje entroncaba con el del cromañón en un punto remoto de su árbol genealógico. Ideal para un ardid publicitario. Y bien que funcionó, por cierto.

El enano descubrió a la mujer con barba despachando cerveza cruda, a horcajadas sobre una pipa recalentada por el sol en un batey extraviado de la ribera del Zaza, provincia de Sancti Spíritus, y en cuanto la vio se le aguaron los ojos. Vino corriendo hasta el campamento y anunció la buena nueva. Tizón me miró, inexpresivo como siempre, y yo le pedí que arrancara el tractor y nos moviéramos de inmediato hasta el punto indicado por el enano, prestos a conocer al exótico personaje. Tal como la describió nuestro colega divisamos a Stella en todo su esplendor, encima del termo, rellenando las jarras de una fila interminable de bebedores, incapaces de apreciar las potencialidades de la dama, cuyo rostro, de facciones agradables, había sido dotado por el Creador con una barba espesa que lo convertía en único.

Diez minutos más tarde, cuando menos un par de hectolitros de la horrible cerveza eran abandonados a su suerte en medio de la campiña espirituana y la joven barbada, tras presentarse a sí misma como Yasnelis o algo por el estilo, pasó a integrar nuestro elenco artístico bajo el grácil seudónimo de Stella, la mujer con barba. La suerte estaba echada.

Los ingresos se duplicaron de manera inmediata. El espectáculo ganó en popularidad y en tiempo de duración, por lo que procedimos a doblar sin miramientos el precio de la entrada. ¿Resultado? El doble de gente acudió para pagar el doble. Todo un éxito comercial. El enano adquirió un esmoquin reluciente en la primera tienda de comisiones que encontramos en la carretera, Tizón se agenció unas playeras elásticas que resaltaban las formas de su torso formidable, y yo pude al fin comprar conejos para sacar del sombrero; que ya no fue el alón de roído fieltro, sino uno alto, cuya copa de matices azulados reflejaba la luz de la luna y la de los faroles del tractor, con los que solíamos iluminar nuestras funciones a campo raso.

La mujer con barba también consiguió lo suyo: toda la ropa interior y los vestidos que no soñó tener jamás, carteras, zapatos y varios tipos de perfume, gel y laca para engominar y peinar a gusto la barba enmarañada que tanto sufrimiento debió provocarle en el pasado —y tanta felicidad le proporcionaba en el presente—, sin preocuparse de que en el futuro las cosas retornaran a su antiguo estado, porque en aquel entonces, tanto a Stella como al resto de nosotros, el futuro nos importaba un bledo.

Sin embargo, puedo afirmar que nunca derrochamos el dinero, no señor. Buena parte de las ganancias se destinaron a mejorar nuestras condiciones de vida, a reparar el motor del tractor: un añejo MTZ-80 que había visto pasar sus mejores días, a pintar la caseta donde pernoctábamos y a apertrecharnos, en fin, de los víveres necesarios para mantener un régimen apropiado de alimentación, en el que no faltaban los vegetales y las frutas que suelen recomendar los dietistas, pues pronto Stella hizo gala de sus dotes culinarias y el aroma de sus guisos atrajo hasta el campamento a más de un visitante de paso. Tizón, que hasta ese momento había asumido a regañadientes las labores domésticas, cedió gustoso su improvisado cargo de chef a favor de la recién llegada. La vida de la compañía parecía tomar un rumbo nuevo. ¿Qué ocurrió a partir de ahí? A ciencia cierta no sabría decirlo.

Puede que todo comenzara durante aquella función en el círculo obrero de una localidad villaclareña, de cuyo nombre no quiero acordarme. Viene a mi mente una y otra vez la imagen de Stella adueñándose de la situación y pidiendo más y más tiempo para el enano bajo tierra, y entre las filas más próximas creciendo la desesperación y el murmullo, que saquen ya a ese hombre que se le acaba el aire, y puedo ver a Tizón maniobrando con la pala y abriendo la tapa del ataúd, a tiempo para sujetar al enano por los hombros y traerlo de un tirón al escenario, y al público enardecido rompiendo en ovación cerrada y felicitando al enano cianótico y debilitado por la falta de oxígeno, pero aferrado a su salvador como náufrago a su tabla en medio del océano. Nunca dejaré de creer que ese instante marcó para nosotros el principio del fin.

Stella y el enano no se reconciliaron nunca. De poco sirvieron las razones que la barbuda invocó para justificar su arranque. Al público hay que subirle la parada, dijo, siempre aspira a que le den algo más, aunque no lo pida. A todas luces, Stella poseía una capacidad infinita para el aprendizaje. Era como una esponja. Los escasos meses transcurridos desde su incorporación al grupo le habían moldeado el carácter. Se le notaba el cambio. De la joven desgreñada que vendía cerveza acuclillada en lo alto de un tanque ya no quedaba nada. Era toda una artista, en el más estricto sentido de la palabra.

Noche tras noche, show tras show, Stella fue desempeñando cada vez un papel más importante. Llegó el momento en que se apartó definitivamente de su rol primigenio para asumir la dirección artística del espectáculo. El efecto, contrario a lo que pudiera pensarse, fue positivo para nuestra economía. Ahora la gente pagaba el triple para ver a una presentadora que no se presentaba a sí misma, sino a los miembros del team, como gustaba llamarnos. Necesitamos un nombre, adujo, ninguna compañía que se respete trabaja en el anonimato. Los Trotacampos, ¿suena bien? Como si fuera un grupo de la década prodigiosa. Hace falta promoción, una reseña en el periódico, alguien que escriba sobre nosotros en alguna revista de arte. El enano la miró boquiabierto y Tizón se dejó caer en silencio junto a la fogata. Pasaríamos la noche en mitad de un terraplén fangoso, donde aparcamos el tractor e hicimos fuego para preparar un potaje y ahuyentar a los mosquitos. Estábamos exhaustos después de una jornada intensa de marcha y aquella mujer, nadie albergaba ya la menor duda, pensaba demasiado en grande comparado con nuestros modestos planes. En un punto impreciso de su perorata me quedé dormido.

La siguiente escaramuza tuvo lugar en un bajío cerca de Corralillo, en el que vivían unas quince familias apegadas a su pedazo de pantano, que no era otra cosa aquello, donde plantaban arroz y cosechaban malanga en proporción suficiente para subsistir y comerciar con el excedente en el mercado negro. Llegamos de madrugada y esperamos a que amaneciera bebiendo café y contemplando el horizonte, en lo que el sol se iba elevando como una gran naranja sobre los arrozales verdes.

A media tarde ensayamos nuestro repertorio y por la noche ofrecimos la función acostumbrada: Stella presentando los números mientras se sobaba el mechón de pelo cuidadosamente trenzado bajo la barbilla, Tizón enderezando hierros y yo trucando cartas para sorprender a mi auditorio hacia el final con el más soberbio conejo que pueda salir de la chistera de un mago. Por último enterramos al enano. Aún puedo sentir su mirada, un instante antes de clavar el ataúd y bajarlo al abismo. Una mirada de horror y desamparo, como si hubiera visto a la muerte acomodarse entre los ocupantes de los asientos cercanos. Resolví mantenerme alerta.

Démosle un minuto, dijo Stella ante los pasmados cosecheros de arroz, que este hombre tiene más de una vida y algunas las ha perdido ya en trance semejante, porque no hay manera de sobrevivir a tantos metros bajo tierra, que sin oxígeno se paraliza el corazón y revientan los pulmones, y los campesinos con los ojos redondos empezando a protestar, que matan a ese hombre en nuestras narices y porque habiendo pagado para presenciar el crimen somos también culpables, y Stella manoseando la gruesa guedeja que pende de su mandíbula inferior y los bigotes a lo Salvador Dalí, como aguijones enhiestos de escorpiones sobre su labio superior, distendido en mueca. Y pasen, señores, pasen, démosle dos minutos a este hombre que viaja al más allá y regresa con la ecuanimidad de un zombi. ¿Y qué cosa es un zombi?, pregunta alguien del público y Stella: un zombi es un enano muerto que vuelve a la vida con un ave dentro del cuerpo, el ave negra del infortunio que ataca a quien se le acerca, un buitre. ¿Un buitre?, pregunta otro alguien y Stella: un buitre, un aura, un pájaro carroñero que atrae a la muerte, y Tizón a un paso de echarse a llorar y Stella: señores démosle tres minutos, démosle cuatro, hasta que el público se rebela y el negro fortachón toma la azada y comienza a escarbar y a desclavar la cubierta de pino y bajo aquella el rostro azul del enano y las aletas de su nariz exageradamente abiertas, tratando de capturar el aire, y un tercer alguien del público que llega con el aparato de aerosol, que me lo prestan en el policlínico porque la niña es asmática y está pésima la situación del transporte, denle un poco al desdichado, no se asfixie.

Fue un triunfo arrollador para Stella y de igual magnitud para el enano, porque la gente estalló en aplausos de manera espontánea. Puestos de pie, algunos encima de los taburetes para contemplar mejor el cuerpo exánime que tornaba del Hades, los pobladores mostraron su admiración queriendo tocar al resucitado, asir su esmoquin, pero sin conseguir apartar a la mujer que les cerraba el paso. Atrás, indicó Stella, que ha perdido una vida este hombre y necesita recobrarla. Y volviendo en sí el enano se incorporó y abandonó la escena grotesca para refugiarse junto con Tizón en la tranquilidad de la carreta, en tanto nuestra presentadora estrella departía con los espectadores y les imponía de la magnitud del milagro. Un acto que habrá de concluir un día, dijo, cuando a su protagonista se le acorte el aliento vital y quede varado para siempre en las tinieblas. Yo, que puedo conversar con los difuntos, habré de contactar con su espíritu cuando llegue el momento.

De este modo comenzó a crecer el mito del enano-zombi por todo el territorio, y pronto no hubo aldea ni cooperativa de producción agropecuaria en la que no anhelaran recibir a la asombrosa señora de las barbas y a su cataléptico ayudante. De igual manera pasamos, el atleta y el mago, a ocupar un plano secundario dentro del colectivo, lo que condujo a la rebaja de nuestros respectivos salarios por decisión de la directora, resuelta a concentrar el peso de la función en el sepelio del zombi y su reanimación prodigiosa. Tizón y yo apenas interveníamos. El novedoso show de Los Trotacampos giraba en torno al pequeño comecandelas y su manejadora.

El enano acabará por largarse, comentó Tizón, no me explico por qué se aguanta. Ciertamente era un dilema cuya elucidación escapaba a toda lógica. ¿Qué razón poderosa obligaba al liliputiense a acatar su lamentable condición sin protestar siquiera? ¿A qué tácticas recurría la barbuda para implementar con tanta eficacia su estrategia de dominación? El gigante y yo analizamos cada una de las variantes, sin desechar ninguna. Primera: el enano y la muchacha se conocían desde tiempo atrás y todo no era más que una estafa en la que ambos, Tizón y yo, llevábamos la peor parte. Segunda: Stella poseía sin lugar a dudas un carácter fuerte, lo suficientemente enérgico como para controlar la voluntad del enano, que en definitiva no pasaba de ser un infeliz discapacitado. Tercera: el enano era en realidad un zombi y nuestros años de camaradería no alcanzaron a ninguno de los dos para intuirlo antes, y esa era la ventaja de Stella. Llegados a este punto nos miramos con espanto Tizón y yo: la tercera alternativa, fuera cual fuera la respuesta, nos pareció una locura.

Esa clase de elucubraciones acaparaba nuestro tiempo mientras el enano y la mujer con barba iban ganando espacio, cada vez con mayor fuerza, en la preferencia del público. Cuando la jefa ordenó el traslado hacia la vecina provincia de Matanzas, un auténtico mar de gentes nos recibió en El Zapato, en Itabo y en el resto de los caseríos contiguos a la carretera. El éxito estaba asegurado de antemano. La fama del acto de resucitación alcanzaría alguna vez resonancia nacional, podía preverse. ¿Qué sucedería entonces? ¿La Oficina de Administración Tributaria y el Partido nos impondrían algún tipo de fiscalización económica y política? ¿Controlarían a nivel estatal nuestras modestas finanzas y nuestra ideología? A Stella no parecía importarle, deslumbrada por los jugosos dividendos. Al enano, empeñado en mantenerse vivo tras cada uno de sus sucesivos enterramientos, debía importarle menos. Es el precio de la esclavitud. A Tizón y a mí, por el contrario, nos consumía el ocio. Circunstancia nada desdeñable si de poner a funcionar la mente se trata.

Deambulamos durante semanas por cuanto terraplén y camino vecinal se nos cruzó delante, deteniéndonos sin falta en los asentamientos, por pequeños que fueran, porque según Stella en todas partes suele haber público con dinero para pagar, y lo que necesita el artista es proponer su arte sin atenerse a requisitos geográficos. Tiene que ser así, insistía, si se aspira a trascender y a perdurar, después de idos, en el imaginario de la gente. Debió aprenderlo en un curso de filosofía, comentó Tizón, o tal vez leyó algún libro, ¿quién lo sabe? Yo estuve de acuerdo. A tales alturas ninguno de los dislates de la barbiluenga iba a tomarme por sorpresa.

Cada noche se repetía el evento: Tizón y yo alistábamos la escenografía y a la hora precisa, tras ocuparse religiosamente de la taquilla, aparecía ante los espectadores Stella, la mujer con barba, en cada oportunidad ataviada con un traje y un peinado diferente, diseñados para realzar su magnetismo irresistible. Conversaba un poco con los concurrentes y les agradecía por su generosa contribución, destinada a sufragar los gastos del espectáculo y las necesidades perentorias de sus trabajadores, término que había comenzado a utilizar para referirse a nosotros.

Seguidamente hacía su entrada el enano y se tragaba un par de antorchas al compás de una música que la propia Stella seleccionaba a su gusto, cuyo ritmo indicaba al comecandelas el modo en que debía contorsionarse y sacudir el cuerpo, ejecutando una suerte de danza aleatoria, sin ningún sentido, que no obstante tenía la virtud de hipnotizar a la gente.

Tizón yo aguardábamos entonces el gesto de Stella y en cuanto nos lo indicaba colocábamos el ataúd en medio del escenario. El enano nos miraba invariablemente con aquellos ojos azorados que ya no olvidaré jamás, y entre el gigante y yo lo ayudábamos a introducirse en su pequeña prisión de madera, antes de hacerlo descender a lo desconocido. Aquí el público solía contener el aliento y Stella se aprovechaba de los resquemores que despierta en la gente común la proximidad de la muerte. Se convertía en una especie de mística, una psicóloga profesional en control absoluto de las reacciones.

¿Qué tiempo resistirá este hombre sin respirar bajo la tierra inerte? El talento histriónico de la barbuda resultaba incuestionable. ¿Qué vicisitudes habrá de afrontar en su tránsito al reino de lo eterno? Démosle cinco minutos. Que redima su cuerpo del ave fatal que lacera sus entrañas. He aquí que este hombre sufre y habrá de retornar en paz, a salvo del tormento, o quedará por siempre vagando en las sombras, adonde iré a encontrarle si fuera necesario, considérenlo hecho. Pero démosle un minuto más ahora, seis minutos, siete, ¿no puede acaso revelarse por medio de la fe lo que la ciencia desconoce? Y continuaba Stella declamando a voz en cuello aquellas frases sonoras, haciendo vibrar a sus oyentes hasta que, las mujeres sobre todo, comenzaban a gritar que por favor liberen ya a ese pobre, que tiempo tiene de morir y de volver a la vida si lo permite Dios, y Tizón y yo a sacar de la tierra a toda prisa el ataúd y retirar los clavos, para rescatar al enano en el momento último, antes que la falta de aire y el calor terminaran de liquidarlo.

Ahora que han pasado los años recuerdo toda aquella parafernalia y me entran unas ganas tremendas de estrangular a Stella, y si tuviera una máquina del tiempo regresaría al pasado para impedir que las cosas se salieran de control, porque no solo la esclavitud: la cobardía tiene también su precio. Tizón y yo lo pagamos con creces a diario.

No puedo retener el nombre de aquel lugar funesto. Es más, creo que si quisiera jamás podría acordarme. Si de algo estoy seguro es de que al enano le faltaba poco para escapar de su torturadora. Estaba planeando su fuga, me queda ese consuelo. Tizón se dio cuenta el primero y como siempre me comentó al descuido: pronto estaremos sin trabajo.

Será lo mejor para todos, calculé entonces. El forzudo y yo organizaríamos nuestro propio show: yo volvería a la magia y a Stella que se la tragara el camino. En definitiva, ella no era nadie antes de dar con nosotros y ya ven cómo nos pagó, en especial al enano, que adivinó su talento cuando vendía cerveza sobre el lomo de un tanque.

Enterramos al enano como de costumbre. Hoy tengo la certeza de que, en cualquier caso, aquella vez sería la última. El enano no volvería ya a jugar con fuego ni a pelearse con la muerte, un asalto de más en cada fecha. El público se contuvo, anhelante. ¿Cuántos minutos vivirá este hombre? ¿Cuántas vidas perderá en su intento desesperado por sobrevivir y retornar con los suyos? Démosle ocho minutos, nueve. Tras bambalinas, Tizón y yo nos preparamos para lo peor. Stella se complacía en su arenga adormecedora y contemplaba satisfecha a la embelesada concurrencia. ¿Qué tiempo soportará sin recibir la bocanada fresca de oxígeno este hombre a quien la muerte se le instaló en el pecho y sufre, porque no es vivo ni muerto? Démosle diez minutos, ¿será resucitado? Déjenlo que se ahogue, gritó alguien entre quienes presenciaban el espectáculo de pie, tras la última hilera de sillas. Stella no dio muestras de entender. ¿Quién ayudará a este hombre?, repitió por lo bajo. Tizón y yo nos miramos. Que se joda el cabrón enano, gritaron de nuevo, que se pudra por pendejo. Stella comenzó a reaccionar e instintivamente atajó el exabrupto: un momento, un momento. Tierra y pisón para el enano, pidieron a voces, y el griterío derivó en histeria colectiva.

¿Cuánto duró el escándalo? ¿Doce minutos? ¿Quince? No puedo recordar. Lo que guardo en mi memoria, sin apartarse un instante, es la visión de mi corpulento amigo hincando la barreta en la tierra y yo mismo de rodillas, apartando a mano limpia los escombros, y Stella derrumbada en un rincón y el público vociferando, y Tizón rompiendo al fin las tablas del ataúd para dejar salir al pájaro de plumaje negrísimo y verlo remontar el vuelo hasta perderse en la noche.

Leopoldo Luis. La Habana, 1961.

Periodista, fotógrafo y narrador. Licenciado en Derecho por la Universidad Central de Las Villas y Diplomado en Periodismo por el Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Ha publicado los libros de cuentos Adiós, Habana (Ediciones Holguín, 2009), con el que obtuvo el Premio de la Ciudad un año antes, y Extraño bajo un paraguas (Editorial Capiro, 2013). Poemas suyos aparecen en el volumen El ojo de la luz. Antología de poetas y artistas cubanos (Diana Edizioni, Italia, 2009). Sus relatos han sido incluidos en las antologías El martillo y la hoz y otros cuentos (Reina del Mar Editores, 2013) e Isla en negro. Cuentos de crimen y enigma (Casa Editora Abril, 2014). Fue editor y administrador del sitio web de la revista cultural El Caimán Barbudo. Actualmente trabaja como periodista de la televisión hispana en Estados Unidos.