Narrativa

Pastel flameante

Para Sacha, obviamente.

—¿Tú estabas aquí cuando llegaron? —Silvia aún tenía la oreja pegada a la puerta.

Humberto movió la cabeza de izquierda a derecha. Ella le hizo señas para que siguiera escuchando. ¿Qué más habría que oír? Su esposa tenía un oído privilegiado pero esta vez él también había sido capaz de comprender lo que estaba sucediendo en el cuarto de Fidel. Tomó a Silvia por el codo y la haló hacia la sala.

—Tienes que hablar con él. Esto sí te toca a ti —dijo Silvia.

Humberto le pidió que bajara la voz. Incluso cuando quería evitarlo, la voz de Silvia se expandía, resonaba por todo el apartamento, con una dicción que cualquier actriz de medio pelo hubiera envidiado.

—Que me oigan. Es su problema. Bastante hago que me aguanto y no les tumbo la puerta ahora mismo.

—Esta noche, en cuanto se quede solo, yo converso con él.

—No, Humberto, no. Esta noche te quedas dormido en el sillón y mañana él se levanta a las mil y quinientas y cuando venimos a ver nos monta el mismo espectáculo todas las tardes. En cuanto salga de ese cuarto, hablas con él.

Podía admitir que a su esposa le sobraban razones pero, al mismo tiempo, su intuición le advertía que encontraría otros caminos para resolver aquel embrollo. ¿Qué le diría a su hijo? Regañarlo implicaba admitir que Silvia y él lo habían espiado. Aunque les costara admitirlo, ya Fidel era mayor de edad. Podía ser juzgado, encarcelado. También, casarse sin pedirles permiso, aunque todavía fuera incapaz de ganarse la vida. Y estaba en su casa. ¿A qué otro sitio podría ir? Peor era que anduviera quién sabe por dónde, sin higiene, sin seguridad. El mismo Humberto se encargaba de que en la mesita de noche de su hijo no faltaran los condones, al igual que su esposa atendía el abastecimiento de Celia. Era un acuerdo del que se sentían orgullosos hasta el punto de que solían contarlo a amigos con hijos de las mismas edades.

Silvia perdía el control demasiado rápido y lo primero era no tomarlo a la tremenda.

—Déjame hacerlo a mi forma.

Las orejas de Silvia habían alcanzado el mismo rojo de la blusa que llevaba puesta. Se quedó mirando a Humberto, sin pestañar.

—Está bien. Tú lo haces a tu manera y yo a la mía. Cuando vuelva, si no has hablado con él, lo voy a hacer yo. Y no me pidas que me calme si le digo un disparate.

El golpe de la puerta movió el aire de la sala. Humberto se acercó al cuarto de Fidelito, pegó la oreja a la madera contrachapada. Sonrió. Menos mal que Silvia ya se había ido. ¿De dónde Fidel habría aprendido a desenvolverse con tanta libertad, con tanto descaro? Humberto se asomó al balcón. La blusa roja de Silvia se alejaba de prisa por Juan Bruno Zayas hacia abajo. ¿A dónde iría? Con el cansancio de un día de trabajo encima era poco probable que se mantuviera caminando durante más de quince o veinte minutos. Humberto tomó el menudo que guardaban en el cenicero de la cocina, sacudió las migajas de la jaba del pan, buscó las libretas de abastecimiento. Su intuición le avisaba que lo mejor era no estar presente cuando salieran de la habitación, si es que asomaban las cabezas en el resto de la tarde. “Quien quita y se quedan dormidos hasta mañana”.

Mientras la señora que despachaba los panes hacía las anotaciones de rigor en la libreta, Humberto sopesó los cuatro panes blanquecinos que le habían entregado. “Al menos hoy crecieron un poco”, pensó. Dio la vuelta a la manzana y comprobó que habían abastecido los huevos del mes, pero no se sentía con ánimos para encarar la cola que se extendía hasta la misma esquina, y ya Silvia tenía lista la comida de esa noche. Un hombre que llevaba de la mano una bicicleta se le acercó para proponerle ambientador. “De manzanas, el mismitico de la shopping”, anunció el vendedor. Humberto le miró la gorra azul, con una I enorme, espantosa, pintada a mano quién sabe con qué engendro blanco. “Yo soy asmático”, respondió Humberto y el hombre se alejó hacia la cola de los huevos.

Conocía demasiado bien a Silvia. Mejor que ella a él, aunque su esposa se creyera lo contrario. “No va a regresar a casa hasta que caiga la noche”. El portazo de despedida ahora se convertía en tiempo a favor de Humberto. “Silvia sabe estirar la soga sin que se rompa”, se dijo. Cruzando Santa Catalina había dos parques. El de Figueroa le quedaba más cerca. Al de Juan Delgado, más acogedor, con la sombra de sus enormes jagüeyes centenarios, solían llevar a Celia y Fidelito cuando eran niños. Allí aprendieron ambos a montar bicicleta. Humberto apostaba cualquier cosa a que Silvia estaba en el primero, quizás tan sólo porque era más feo, más inhóspito. Llegó a la esquina de San Mariano y Cortina, se protegió tras un poste de la luz y la buscó. En efecto: estaba sentada en un banco y fumaba. ¿En qué momento cogió los cigarros? Humberto juraba que su esposa había salido con las manos vacías. ¿Lo habría pedido? En el camino de la casa al parque no había cafetería alguna donde comprar cigarros. Silvia botó la colilla hacia un área de tierra reseca. Desde la distancia a que Humberto la espiaba, se veía serena. Sus pies estaban tranquilos, la cabeza alzada, inmóvil, el blanco cuello brillando con las luces finales de la tarde, las manos sobre el regazo. “Parece una muchacha”, se dijo Humberto.

No le gustaban ese tipo de asociaciones, pero era evidente que Jeannette se daba su aire a Silvia. Antes, cuando se conocieron, las nalgas de la muchacha con quien terminó casándose estaban como llenas de aire, y flotaban. Daba la impresión de que era por esas nalgas ingrávidas que Silvia caminaba en punticas de pie, a punto de alzar el vuelo en cualquier momento, de la misma manera como caminaba Jeannette. Como todavía caminaba Jeannette. Ahora, con cincuenta y un años encima, en vez de aire, las nalgas de Silvia estaban como llenas de arena, los globos ligerísimos convertidos en lastre. Silvia pisaba sobre los talones, halada por la tierra. Ella y Jeannette se parecían también en la nariz y tal vez en los ojos, aunque no en la forma de mirar. Silvia siempre miró de frente. A Jeannette cuesta trabajo verle las pupilas. Lo mismo ocurre con la voz: la de Silvia es firme, decidida. La de la novia de Fidelito es aguda como de niña malcriada. Los quejidos que salían del cuarto de su hijo eran, sin duda alguna, de Jeannette. Parecían el llanto de una adolescente. Incluso, si los sonidos que Silvia y él escucharon no hubiesen sido simultáneos, bastaban las diferencias de las voces para saber que Fidel y su novia compartían cama con otra muchacha. Jeannette gritaba; la otra susurraba, con fuerza. Fue evidente que esa otra era la invitada, la advenediza. Esa voz que le exigía a Fidelito que se la metiera a ella había excitado a Humberto. La erección lo avergonzó. ¿Sería capaz de contárselo a su hijo, alguna vez? Se imaginó en el lecho de muerte, confesándole a Fidel la envidia que había sentido en aquel momento del que tal vez su hijo no guardara memoria. Tonterías.

Silvia permanecía sentada en el banco del parque, inmóvil. Un muchacho que caminaba muy de prisa preguntó a Humberto la hora. Eran ya las 7 y 35 de la tarde. En unos minutos más las sombras se habrán apoderado del parque. A fin de cuentas, ¿de qué se escandalizaba Silvia? Humberto nunca había tenido valor para preguntarle si alguna vez ella se había acostado con una mujer. Era una pregunta que le gustaba hacer a sus amantes. Fueran cuales fueran las respuestas, siempre lo erotizaban. Una de ellas le confesó que Silvia le gustaba. “Con una mujer como Silvia yo me sentiría cómoda”, fue la frase que Humberto escuchó, y la comprendió como una proposición. Durante varias semanas estuvo dándole vueltas a la idea. Sus relaciones con Silvia, en aquel momento, seguían teniendo la misma frescura, la misma intensidad de cuando eran novios. Más que la tentación de compartir cama con dos mujeres, lo atraía descubrir a una Silvia quizás distinta. ¿Qué tan distinta? Nunca le alcanzó el valor para proponérselo y aquella amiga invitó a otra amiga de una superficialidad profesional, que terminó agotándolo, hastiándolo. Fue una experiencia de la que no se arrepentía pero que después no se sintió tentado de repetir. Fidel y Jeannette llevaban varios meses de noviazgo. ¿Se casarían? ¿Sería Jeannette la madre de algunos de sus nietos? No le parecía mal, aunque Silvia no la soportara. Y después de esta tarde ni siquiera le dedicaría los gruñidos con que hasta ahora la saludaba.

—Si en vez de dos mujeres, allá dentro hubiera dos hombres, tú no estarías tan tranquilo —le había dicho Silvia.

¿Fidel sería capaz de estar con otro hombre? ¿De acostarse con él en su propia cama? “En la vida hay que estar preparado para todo”, pensó Humberto, recordando una sentencia de su tía abuela. Por suerte, las voces oídas a través de la puerta no dejaban lugar a dudas. “No hay que sudar hoy la fiebre de mañana”, se dijo.

Una señora que cargaba un niño de meses se sentó en el banco en que estaba Silvia. Por la posición de las cabezas, a Humberto le pareció que conversaban. Silvia no demoró en ponerse de pie y se encaminó hacia Cortina. Cabía la posibilidad de que se quedara un rato más en el parque, de que buscara otro banco vacío, pero Humberto prefería no arriesgarse.

Fidelito estaba en la cocina, en short y descalzo. Junto a él, una muchacha bajita, tetona, de grandes ojos negros, correctamente vestida. Humberto fue a guardar el pan en el refrigerador.

—Estoy haciendo espaguetis —dijo Fidel—. Papi, Camila; Camila, papi ¬—y con la mano libre señaló a uno y a otro.

Humberto fue a extenderle la mano y la muchacha se anticipó y le dio un beso en la mejilla. Se había acabado de bañar. En la cabeza tenía el olor a manzanas del shampú de Silvia.

—Mucho gusto —dijo Camila, con la misma voz susurrante que ya Humberto había apreciado. La muchacha lo miró de arriba a abajo—. Es igualito a ti. Bueno, perdón, su hijo es igualito a usted.

Humberto estuvo a punto de preguntar por Jeannette. La puerta del baño estaba abierta y también la del cuarto de Fidel. La novia se había ido; la advenediza se quedaba a comer. ¿Mala señal?

—Si quieres espaguetis, nos van a sobrar —dijo el muchacho.

—Tu madre hizo pescado.

—Mi hermana llamó, que se queda a comer en casa de Eddy.

Fidel sumergió una cuchara en la salsa, la revolvió lentamente y luego sacó un poco y la probó, con los ojos cerrados.

—Soy la bestia.

Mojó un dedo en la salsa de la cuchara y lo pasó por los labios de Camila: ¬—¿Sí o sí?

La muchacha se limpió los labios con la lengua y sus ojos brillaron. Humberto confirmó que era más bonita que Jeannette, pero Jeannette nunca hubiera usado los aretes plásticos que colgaban de las orejas de Camila.

La puerta de la calle se abrió. Silvia miró hacia la cocina, sus ojos clavados en los ojos de Humberto, tiró la cajetilla de cigarros sobre el sofá y entró en su cuarto sin decir palabra. Algunos cigarros saltaron hasta el piso.

—Y a ella, ¿qué le pasa? —preguntó Fidel mientras revolvía en el estante de los condimentos— ¿No queda albahaca?

Arturo Arango. Manzanillo, Cuba, 1955. Narrador, ensayista y guionista de cine

Autor de La vida es una semana (cuentos, Premio UNEAC, 1988), y La Habana elegante (Ed. Unión, 1995, y Ed. Fazi, Roma, 2000), al que pertenecen los cuentos “Bola, bandera y gallardete”, premiado en el concurso internacional “Juan Rulfo”, y “Lista de espera”, llevado al cine por Juan Carlos Tabío. Sus ensayos han sido recogidos en Reincidencias (Ed. Abril, 1989), Segundas reincidencias (Ed. Capiro, 2002) y Terceras reincidencias. La Historia por los cuernos (Ed. Unión, 2013). Ha publicado las novelas Una lección de anatomía (Ed. Letras Cubanas, 1998), El libro de la realidad (Tusquets, 2001, Letras Cubanas, 2003) y Muerte de nadie (Tusquets, 2004), con la que ganó el Premio Internacional Casa de Teatro, en República Dominicana, en 2003.