Policial

Diario de un asesino en el Jurásico

En la esquina de Línea y Paseo encontré un brontosaurio.

Muerto.

(género Apatosaurus/ orden Saurisquios cadera de reptil/ suborden Saurópodos)

Parecía una montaña de estiércol verde.

Unos niños jugaban sobre el estiércol y a ratos parecían niños verdes.

Les pregunté si alguno de ellos lo había matado.

—Nosotros lo encontramos muerto.

—Nosotros no somos asesinos.

—Nosotros todavía no sabemos matar a nadie.

—16 de septiembre. Hoy es el cumpleaños de…

El que dijo eso último estaba leyendo un notebook tapa dura con Kenny McCormick en la tapa.

Él mismo era un Kenny sin capucha, horriblemente despeinado, todo cubierto de sangre y lodos viscosos.

—¿Eso es tuyo? —le pregunté.

—Sí. Me lo acabo de encontrar en el estómago del brontosaurio.

Ah, mira hasta dónde eres capaz de ir y de dónde eres capaz de salir para contarlo. Vas a ser grande cuando seas grande, pensé. O vas a ponerte a escribir.

—Te lo cambio —le dije.

—Un dólar —propuso.

Yo le propuse que mejor un caramelo de menta: también son verdes.

Kenny estuvo de acuerdo. Cerramos el negocio y yo me fui. Punto final.

Aquí es donde empieza esto.

Abrí el cuaderno.

Era un diario.

16 de septiembre

Hoy es el cumpleaños de alguien que conocí pero no conocí, alguien que una vez me dijo: “Utiliza todo lo que tengas”. Nunca supe qué quiso decirme, pero sospecho alguna relación con la serie que voy a empezar hoy. Un desarrollo de ideas destinado sin remedio al titular y la leyenda. Lo haré para mí y para ellas y, de cierta forma, creo, también para él. Felicidades.

¿Se imaginará qué es todo lo que tengo, lo único que tengo?

Sí, voy a empezar con J. Acabo de decidirlo. No porque sea una puta: todas lo son. Voy a empezar con J porque es la manera más perversa y más heavy (la única manera) de empezar por el principio. Y él, dondequiera que esté, sabe de lo que hablo. Es escritor.

Fui a buscar una casa de dos plantas con cerca y jardín.

Continente Nuevo Vedado.

Las malezas cubriéndolo todo.

Formas pequeñas de tipo roedor atravesando la maleza.

La puerta de la casa de J estaba abierta. Entré. Puse el televisor a mitad de un videoclip de Evanescence. Subí el volumen y las escaleras y la encontré sobre la sábana roja.

Muy desnuda y muy pálida, una muñeca gótica estilo Amy Lee. Nada te costaba imaginarla con un martillo neumático en las manos, destrozando el suelo bajo tus pies sin alterarse el maquillaje.

Me miró. No parecía sorprendida.

Breathe into me and make me real

Bring me to life

—¿Y quién eres tú? —pestañeó.

—Uno que llega demasiado tarde.

La sangre ya se había secado en la sábana y en la piel.

Lo sé porque me acerqué a tocarla. Ella se dejó tocar.

Now that I know what I’m without

you can’t just leave me

Dijo: Te pareces mucho a alguien que quise como una loca.

Dijo: ¿De dónde eres?, y yo no supe a qué dónde se refería.

(tiempo/ planeta/ continente/ ficción/ verdad/ pesadilla)

Ella, la voz cada vez más suave, precisó: De qué continente.

Acaso porque era la única opción que nos evitaba problemas.

—No estoy seguro de que tú y yo usemos los mismos mapas —le dije, y me senté a su lado, y pensé: Ahora le muestro el diario y le explico que hay otras como ella, por supuesto, que no es la única, por suerte, que ha sido el principio pero no es el fin.

Y chao. Hasta no sé cuándo, preciosa. Hasta no sé dónde.

Pero lo que hice fue quedarme en silencio, aniquilado, mirándola y mirando las paredes cargadas de gráfica siniestra (probablemente japonesa) y mirando por la ventana unas formas pequeñas de tipo roedor sobre las ramas de un árbol.

—Mamíferos primitivos —dijo ella.

—Mamíferos primitivos —repetí yo.

1º de octubre

Cuando dejé la casa de K (si se puede llamar así una estructura de troncos sobre las ramas de un árbol) me puse a caminar esas calles que todavía me guardan buenos recuerdos. Entré al cine Mónaco, que ahora es una sala triple X, y vi un hardcore medio humorístico, con Sheila Roche. Sin comentarios. Pero es saludable, de vez en cuando, una dosis de algo que esté lejos del perfecto cine equivocado, todas aquellas películas con clima de invernadero.

El clima de infierno de esta ciudad seguramente se parece al de la Tierra hace un montón de años, digamos 145 millones. Es un clima tan cálido y tan húmedo que enloquece. Tan cálido y tan húmedo como los cuerpos de ellas. Sus cuerpos prehistóricos. Los cuerpos en una posthistoria. La locura.

Desde allá arriba podían verse todas las azoteas de un barrio llamado La Víbora.

Podían verse los grandes hoteles, los hoteles que tienen casinos, los hoteles en cuyas azoteas se posan los helicópteros.

Y además de helicópteros, podías ver volar los pterodáctilos.

(o pterosaurios/ 11-12 metros envergadura de alas/ los animales voladores más grandes que te hayas creído)

Incluso, si no tenías nada en qué creer, podías contemplar las luces de la torre de la Plaza de la Revolución.

—Creo que voy a bajar de aquí —dijo K—. Ya nada de esto tiene sentido.

Yo había estado (casi todo el tiempo) sentado junto a un cajón de madera (casi todo era de madera) mirando postales: Buenos Aires, París, Hong Kong. Jugadas de admiración, propuestas de matrimonio, confesiones de cualquier tipo y en cualquier idioma. Seattle, Hiroshima, Estambul: distintas caligrafías desde distintas ciudades del mundo.

Aunque, por otra parte, ninguna de esas ciudades existe todavía.

—Pues déjame decirte que te pareces mucho a él —fue el único comentario de K luego de un rato sumergida en las barbaridades literarias del diario—. Físicamente, quiero decir.

Ahora estaba parada entre las ramas de la puerta, anunciándose a sí misma que iba a bajar.

Me daba la espalda y su bata transparente me permitía ver la espalda limpia de sangre, me permitía imaginar su cuerpo sin todas esas puñaladas que recién había visto en el abdomen y los senos.

Así: las bellas puñaladas.

Los senos imperdonables.

—Déjame bajar yo primero —le pedí, y ella dijo:

—Deberías probar estar un rato tú solo en estas alturas.

Yo no quise probarlo. Por si acaso.

Ella esperó. Quizás bajó detrás de mí.

Quizás ella tenía razón y ya nada tenía sentido.

De acuerdo: entonces lo anterior tampoco tiene sentido.

Ni siquiera una intención, pueden estar seguros, en esta imagen de una cabaña de troncos que una muchacha se ha construido en la copa de un árbol, contra todo el mundo, casi al principio del mundo.

13 de octubre

Hoy anduve por los puentes, por las bocas de los túneles, me entretuve en esos ambientes que fabrica el Almendares y decidí dejar a L para mañana. Hay lugares así, de donde no quisieras moverte, donde la ciudad te promete algo que después no cumple, pero basta con la promesa. Yo tengo un mapa de esos lugares.

En general, es importante tener siempre un mapa. O más de uno.

Mañana, buscar a L del otro lado del río, 5ta Avenida adentro. Ojalá no se interprete mal lo que voy a hacer, no quiero crear un problema diplomático. De todas formas, sé que siempre me perseguirán las interpretaciones erróneas, las malas lecturas. Tengo miedo a que alguien que no sepa leer encuentre un día estos fragmentos.

L es extranjera.

Yo también, pero ella lo es en el sentido inmediato de la palabra.

Incluso, para mayor claridad, vive en una embajada en Miramar.

Es decir, vivía.

Es decir, la embajada de un país que se inaugurará dentro de unos cuantos millones de años. Como los Estados Unidos de América.

—Tenemos un amigo común —le dije al intercomunicador de la entrada y, una vez adentro, ella me dijo:

—Cuando te vi de lejos pensé que eras él. Pensé que volvía, como dice el dicho, al lugar del crimen.

Entonces me pregunté qué estaba haciendo yo en un lugar del crimen.

Por qué ése lugar y los otros me resultaban tan obsesivamente familiares.

—Tú te pareces… Tú eres igual que él, pero no eres igual que él, ¿verdad?

—No sé —respondí—. Lo conocí, pero no lo conocí. ¿Cómo era?

—Un chico malo. Un adolescente de 25 años. Uno de esos tipos solitarios que una ama precisamente porque sabe que son peligrosos e incapaces de amar de vuelta.

Ah, yo no le dije cuánto me hubiera gustado encajar en esa descripción.

Le quité el diario de las manos y la besé. Labios fríos. Me haló hacia una mesa encristalada, papeles y bolígrafos y otras basuras de oficina cayeron al suelo mientras nos desnudábamos con torpeza, sus muslos tan fríos y tan húmedos, todo ese cuerpo bajo cero, por supuesto que no pude. Debo haber metido la lengua en todos sus agujeros, especialmente los agujeros abiertos por la hoja del cuchillo, pero al final no pude. Ella me pidió que dejáramos de jugar, estaba harta de juegos.

Yo también.

Y de muchas otras cosas.

L se levantó del cristal, y bajo el cristal de la mesa vi un mapa de la Tierra, y la Tierra tenía dos supercontinentes, al sur y al norte, divididos por una franja de mar cuya parte occidental quedaba por la zona del Mediterráneo.

L se acomodó la ropa y volvió a la lectura. Yo sentí que algo me hacía presión en el pie y de pronto me vi en el suelo, acariciando a una estegobebé.

Bebé de estegosaurio.

(lugar común la silueta blindada con placas y púas/ poco comunes los fósiles)

—Mi mascota —dijo ella—. Su nombre es Daína Chaviano.

29 de octubre

Por extraño que parezca, escribo esto en un notebook medio infantil que tiene un personaje de South Park en la cubierta. Regalo de M, que me dijo: “Escribir es una terapia”. Esta mañana, mientras removía la hoja del cuchillo dentro de alguno de sus órganos, le dije al oído: “Es la peor de las terapias”, y ella me miró sin decir nada (bueno, yo le estaba tapando la boca) y murió así, con los ojos abiertos, unos instantes después.

A las cuatro las dejé con los ojos abiertos. Estoy seguro de eso.

Ahora esas miradas últimas me siguen a todas partes, desde los McDonald’s hasta las estaciones del metro, brillan en las luces de neón. Como si la ciudad pensara, a través de ellas y al igual que ellas, que algo no funciona bien en mi cabeza. Sé que es el resultado de llevar al límite cierta ironía, otra sustancia, nuevos movimientos. La característica principal de esta ciudad es el rechazo.

Caminé casi todo Malecón. En el mar, a lo lejos, se asomó un plesiosaurio.

(los hay de cuello largo y cabeza pequeña/ los hay de cuello corto y cabeza grande)

Llegué al edificio. El elevador no quiso llevarme pero de todas formas no tuve que subir tanto, no hasta el apartamento de M.

La encontré sentada en las escaleras.

Escaleras al seudocielo de Centro Habana.

Oscuridad. Una linterna. Me cubrí con Kenny para que no iluminara mi rostro.

—Yo conozco ese cuaderno —dijo.

Le pedí que apagara la luz y recité una introducción.

Ella no quiso ni mirar el diario. Le resumí algunas escenas.

—Así que soy la cuarta… ¿y la última?

—Disculpa, pero eso no voy a decírtelo.

Ocupé un espacio en los escalones. No nos podíamos ver las caras pero yo sí podía sentir su olor a Barbie con sueños de actriz.

Sueños cumplidos, me dijo. Su nombre iba a ser citado cuando se hablara del cine que nos sacó del letargo.

—Acabo de hacer una película con Terence Piard.

—Está muerto —observé.

—Yo también. No importa. De todas formas es la mejor película que se ha hecho en este país.

Su olor a top girl pelirroja. El pelo recién lavado. La sangre diluida.

—¿En qué piensa una mujer cuando piensa que ya nada ni nadie le puede hacer daño?

Todavía no sé de dónde saqué esa pregunta. M no respondió. La luz de la linterna inundó mi rostro. Cerré los ojos y de alguna forma llegó a mí, de su cuerpo al mío, todo el estremecimiento físico. Pude sentirlo.

—¿En qué piensa un serial killer cuando piensa que lo ha ido dejando todo atrás?

Yo tampoco respondí. Pasó mucho tiempo en pocos segundos y después fue la oscuridad de nuevo y el sonido de sus pasos escaleras arriba y después otra vez el silencio.

Salí a la calle.

Llovizna Malecón.

Por cuarta vez consecutiva tuve la sensación de que todo había sido demasiado corto, demasiado tarde, demasiado nada.

Y me dije: demasiado corto, demasiado tarde, demasiado nada.

7 de noviembre

Casi 8 porque es casi medianoche. Tengo las manos vacías y no tengo sueño. Hace unas horas arrojé el cuchillo al mar tan lejos como pude. Es decir: muchas millas. Ahora debe estar en un fondo sin peces lindos, en compañía de los galeones, las balsas y los submarinos nucleares.

Por cierto, era un cuchillo japonés. Ignoro las implicaciones.

Está claro que no me voy a detener ahora. He pensado en una nueva serie, sin puñaladas. Otro estilo, otro diario. Llega un momento en que te das cuenta que tienes más cosas para utilizar, más de las que tú creías, y quieres utilizarlas sin demora. Creo que ya sólo encontraré el final si me sucede algo imposible, como morir de frío en La Habana. Como ser devorado por un dinosaurio.

Un motivo circular, pensé cuando vi de nuevo la pandilla de niños.

Las estructuras te persiguen aunque tú quieras convertirlas en ruinas.

Ahora estaban jugando entre las ruinas del Morro y, a ratos, ellos mismos parecían pequeñas ruinas.

No vi a Kenny McCormick con ellos. Supuse que ya había crecido y era semejante a un dios.

Un dios con capucha naranja y autógrafos en inglés.

Es cierto lo que dicen: Every generation has a legend.

Me puse a pensar en todo lo que me separaba de esos niños.

Tengo 25 años. Tengo memoria. Tengo desesperanza y desescritura.

Nada más. Fui hasta los arrecifes y lancé el diario al mar tan lejos como pude.

Un plesiosaurio de cuello largo y cabeza pequeña lo siguió con la vista, lo atrapó con la boca, se lo tragó. Punto final.

Aquí es donde termina esto.

¿Alguna otra cosa que decir?

A propósito, no es cierto lo otro que dicen: la ciudad de la que hablo, el lugar de los lugares del crimen, no es un artificioso paraíso de reptiles.

Por ejemplo: no encontrarán en ella un solo T-Rex.

Tampoco velocirraptores.

Nada de eso.

No estamos en el Cretácico.

Jorge Enrique Lage. La Habana, Cuba, 1979. Narrador, editor

Licenciado en Bioquímica, especialista del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso y jefe de redacción de la revista de narrativa El Cuentero. Ha publicado los libros de cuentos: Yo fui un adolescente ladrón de tumbas (Editorial Extramuros, 2004); Fragmentos encontrados en La Rampa (Casa Editora Abril, 2004); Los ojos de fuego verde (Casa Editora Abril, 2005); El color de la sangre diluida (Editorial Letras Cubanas, 2008) y Vultureffect (Ediciones UNIÓN, 2011). Es autor, además, de la novela Carbono 14. Una novela de culto (Ediciones Altazor, Perú 2010). Cuentos suyos han aparecido en antologías y revistas de Cuba y el extranjero.