Policial

Lastre, para qué

Daniela se mató.

Se quemó el cerebro, a eso me refiero.

En el baño del teatro, dijeron. Cuando se fue la luz. Rompió un tomacorriente, sacó los cables, los peló con un cortaúñas. Después se clavó unas tijeras en el cráneo, dos veces, y por ahí coló los cables. En su cerebro. Dicen que eso no duele, que el cerebro no duele ni aunque te lo muerdan. Luego se sentó en el inodoro, dijeron. Y cuando se restableció el servicio eléctrico, los voltios y el amperaje entraron y salieron como les dio la gana. Tendrías que ver lo que quedó, dijeron. Podías ver dentro de su cráneo por los huecos que se hizo, ¿puedes creerlo? Y tenía el blúmer mojado. Y el maquillaje intacto. Daniela no era de esas mariconas que lloran, dijeron.

Pero sí de las que se mean, dijeron.

Ninguno de ellos estuvo allí, pero eso dijeron, eso siguen diciendo.

Y yo les creo.

Les doy las gracias, y me voy por la acera de la sombra, porque ya el carnaval rojiazul de la policía me está volviendo loco.

Es un día bonito. Solecito, nubecitas, una transparencia increíble.

—Oye, me dijeron que ahí dentro se mató una loca —La Gloria me salta arriba, con su sempiterno olor a basurero—. ¿Tú estabas ahí? ¿Cómo fue la cosa? Oye, ¿de qué coño te ríes?

—Es un día precioso —le respondo, eludiendo la mano que intenta atrapar mi brazo.

—Eso es porque alguien quiso que fuera así y apretó unos botones en su oficina.

Es verdad.

Es horrible.

Como si me recordaran que la satisfacción de mi estómago se debe a una ternera descuartizada un par de días antes.

No. Peor que eso. A alguien que ha descuartizado una ternera.

La Gloria insiste. ¿Cómo fue? ¿Fue por líos de maridos? ¿O le dijeron que tenía el SIDA? Cuéntame, tú, so maricón.

—No te importa —le digo—. Métete la lengua en el culo.

Ella me escupe a los pies y se encamina hacia la montaña de basura que sepulta los latones.

La contemplo unos segundos mientras empieza a husmear, a hurgar, a rescatar.

Estoy cansado de contemplarla. Todos los días, las mismas esquinas, los mismos latones. Esa es La Gloria del barrio. La que come de lo que tú cagas. La que se viste con la ropa de todo el mundo. La que recoge colillas de cigarro en el bar. La que goza de la ciudad entera como de un supermercado gratis. Ya sabes, qué barbaridad, tan joven…

Lycra rota en el trasero. Piel morena sin celulitis. Cuerpo delgado y recio. El pelo erizado y cenizo. Tan joven.

Le doy la espalda y sigo Barcelona abajo. Rodeo el Capitolio. Sigo bajando por Brasil, hasta que logro vislumbrar la bahía a lo lejos. Voy contemplando mi sombra, que avanza por delante de mí, hasta que reparo en que no tengo sombra alguna que contemplar. En algún momento, no sé cuándo, todo el cielo se ha nublado. Suelo ser lento para notar cosas como ésa.

Siempre me lo decían, «nunca vayas por ahí rompiéndoles los corazones a las muchachas. Y mucho menos a las más jóvenes. Mientras más jóvenes, tanto peor».

Hace diez años, Daniela tenía siete años y yo diecisiete. Hace diez años, los dos teníamos hambre. Como buenos hermanos de solar, dormíamos en la misma cama, y por su culpa demoré en descubrir la masturbación nocturna, serena y solitaria. Pero nunca se lo reproché. Nunca le reprochaba nada. Ni sus manotazos ni pataletas de pesadillas. En vez de eso, le decía:

“Imagínate eso, Dani, mi paloma. ¿Te lo imaginas?

“Harley-Davidson. ¿Sabes lo que es una Harley-Davidson? Una moto como la de tío Patricio. Así grande, como un sofá. Y tú y yo en ella, en la carretera, te lo imaginas.

“En una autopista como las de las películas, tú sabes, Kansas, Arizona, Omaha, Salt Lake City, sol, cielo grande, recto, siempre recto, hasta el horizonte nublado, en ese horizonte siempre caen rayos, ¿sabes, te imaginas, mi paloma?, los ves cortar el aire, pero el motor de la Harley no te deja oír los truenos, y entonces sigues adelante y nunca llueve, porque las nubes huyen de nosotros, y casi no hay hierba, y todo está callado, el motor de la Harley, y tú riéndote, y yo acelerando y acelerando, ¿te imaginas eso?”

“Sí”, me respondía ella, “¿Y vamos a hacer eso un día?”

“Como lo estás oyendo, mi paloma, un día, un día vamos a hacer todo eso.”

Yuri venía a veces. Nos escuchaba un rato y se iba. Yuri era un hermano mayor muy aburrido, porque nunca pasaba hambre. Había dejado la universidad para vender marihuana y componentes de PC.

Fue Yuri el que presionó a mamá para que me mandaran a la beca. “Aquí estamos muy apretados”, decía, “llegan mis clientes, ven esto hecho una manifestación, y se ponen nerviosos”. Después le resolvió un marido a mamá para que se fuera también. “Y no se preocupen, que yo cuido a Dani. Total, conmigo va a estar mejor alimentada y atendida que con ustedes.”

Mamá se dejó presionar. No la culpo.

Yo me dejé presionar. Daniela nunca me lo perdonó.

Siete años. Siete años tenía Daniela cuando le rompí el corazón.

Nunca lo envió a reparaciones. Le cogió el gusto a su gorgoteo de tetera fracturada. La arrullaba por las noches, le ponía un ritmo distinto a su vida.

Cuando yo llegaba de pase, me acostaba junto a ella, como antes, y le hablaba de los festivales en la curva Dunlop, del Mardi Gras y de San Francisco.

“No hables mierda”, me decía, y se viraba del otro lado.

Yuri a veces venía, nos miraba, y parecía tenernos lástima.

Yuri está sentado a su mesa, solo. Junto a la pared fuma, de pie, el Sargento. Pero él no cuenta. Yuri construye un muro con fichas de dominó. Lo derriba con un dedo:

Ya me enteré.

Me siento frente a él, recojo algunas fichas, alzo medio Stonehenge. A Daniela siempre le intrigaron ese tipo de cosas. Dólmenes, menhires, qué se yo, borracheras neolíticas, toda esa mierda.

Hay que seguir pa’lante. Me oíste, Omaha. Hay que soltar lastre dice él, y alza la cabeza. ¿Qué me traes ahí?

El hombre que ha entrado a la sala empuja a un niño por delante de sí:

Te puedes quedar con él esta noche. Pero mañana lo vengo a buscar temprano. Me das lo de siempre.

¿Y cuál es el apuro? Yuri mide al niño con la vista, y este le sonríe.

Es sobrino de mi cuñada. Por eso el apuro. Lo de siempre, te dije.

El hombre se va. Yuri se levanta, y le dice al niño:

Ven acá.

Yo los sigo.

En el cuarto de atrás, Yuri sienta al niño en la cama, le pone delante, en una mesita, un bocadito frío de jamón y queso y un TuKola. Mira un rato cómo come y bebe, y después le da un Nintendo DS.

Qué mal me cae cuando me los traen así comenta. No aguantan media noche.

Yo me encojo de hombros y regreso a la sala.

El Sargento está delante de la mesa, manoseando una ficha de dominó. Pestañea como un niño cogido en falta, suelta la ficha y se devuelve con sus trescientas libras de grasa y músculo a su lugar.

Yo meto un DVD cualquiera en el equipo y me tiro en el sofá.

Wesley Snipes con gafas y una espada. Justo lo que necesito.

Afuera empieza a llover.

Aquella noche, hace dos semanas, en el bulevar de San Rafael, también estaba lloviendo.

Héctor era mi compañerito de pupitre en la primaria. Me prestaba su lápiz. Me dejaba jugar con los soldaditos que traía a la escuela, a escondidas de la mamá. Tenía el pelo muy rubio, casi blanco, seco, erizado.

No había cambiado mucho.

—Omaha —me decía Héctor—, decídete, que no vamos a pasarnos aquí toda la noche.

Daniela me miraba asustada. La otra muchachita, su amiga, también.

Cuando niño, Héctor era un solitario. Solo jugaba conmigo. Ahora había cambiado de compañía. Y la había multiplicado. Mucho.

Aquellos cinco tipos parecían capaces de esperar toda la noche. Pero tal vez no lo fuesen.

Por lo menos, bien impacientes se me antojaron cuando nos salieron al paso y nos trajeron hasta aquel garaje.

I am not a rolling wheel, I am the highway…

I am not your carpet ride, I am the sky… gritaba Chris Cornell desde la Panasonic sobre el capó del Chevrolet.

Y parecía creérselo.

—Tu hermano se está pasando, Omaha —me decía Héctor—. Se está colando en mi patio. La carne fina es cosa suya, okey, pero la hierba es mi negocio, y con lo apretado que tiene el culo la fiana desde hace ratico, yo lo menos que quiero es competencia. Tengo que mandarle un aviso, ¿okey? No es que te quiera mal, pero tengo que quedar bien con mis socios, y delante del barrio. Es eso y nada más, así que relájate, que a ti no te va a pasar nada. Pero decídete. ¿Cuál de las dos?

Las dos dejaron de mirarme.

—Dale, ¿tu hermana o su amiguita? Tú dices.

—Y todo para que después yo vaya y le diga a mi hermano que ustedes, a punta de navaja…

—¿Qué navaja? ¿Tú ves alguna navaja aquí? ¿Algún cuchillo? ¿Te crees que nos hace falta eso?

Los miré.

Héctor había crecido mucho. Bastante.

También los otros. Los recordaba vagamente, también, de la primaria.

No. No necesitaban nada de eso.

La amiguita de Daniela todavía tenía en las manos uno de los girasoles que los actores habían repartido entre el público. La obra había sido divertida. Muchos niños en el público. Muchas risas.

—Llévate a mi hermana de aquí —le dije al fin a Héctor—. Que no vea nada.

El tipo sacude su paraguas en la puerta, hacia fuera, y entra.

—¿Tienes algo? —pregunta.

Yuri asiente. El hombre saca su billetera:

—¿Y de lo otro?

Yuri asiente.

—Menos mal —el hombre le pone dos billetes delante, sobre la mesa—. Hoy tuve una bronca con los del Sindicato, por aquellas nóminas de la semana pasada, ya te conté… Y estoy que corto. Y cuando llegue a la casa mi mujer seguro va a querer que la saque para el cine, y mi hija está emperrada con el marido y a cada rato viene y se pone a hablar mierda y…

Yuri sigue asintiendo.

Sin dejar de asentir, saca unos porritos del bolsillo y se los da.

El hombre se dirige al cuarto de atrás.

—Dame uno —le digo a Yuri.

—No —me responde—. No, a no ser que lo pagues.

—Coño, que soy tu hermano.

—Lo peor en este mundo son las deudas entre hermanos.

Voces. La voz del hombre. Creo oír también la del niño. No estoy seguro.

Sacaron a Daniela de mi vista. Dos de ellos agarraron a la otra. Héctor subió el volumen.

No le miré a la cara, mientras le desabotonaba los jeans. Mientras le bajaba el jeans. Mientras le bajaba el blúmer. Tenía un piercing en el ombligo. Una diminuta cabeza de león chino, con una minúscula gema. A lo mejor era solo un pedazo de vidrio cualquiera. Sí, es lo más probable.

Sentí que la puntera de la bota de Héctor se me posaba en una nalga:

—Así no. Dale por atrás. Para que se sienta. Para que lo sientan, ella, y tú.

La voltearon. La inclinaron hacia delante, sobre el capó.

Estimé que lo mejor era terminar con aquello lo antes posible, y actué en consecuencia. Ella se portó bien. No gritó.

—Okey —dijo Héctor cuando me cerré la portañuela—. Dile a tu hermano que saque las uñas de mi negocio. Y tú estuviste genial, de verdad. Pregúntale a ella.

Giré la cara, muy despacio.

Daniela estaba detrás de mí, en la puerta del garaje. La tenían agarrada entre dos, con un pañuelo metido en la boca. La habían tenido allí todo el tiempo. Los jeans a la altura de sus rodillas. Un tercer tipo, a sus espaldas, se separó de ella.

Daniela soltó un aliento que parecía haber contenido durante siglos.

El tipo se subió la cremallera.

No sé qué era peor. Si que ella me hubiese visto, o si haberla visto a ella. O si saber que ella me había visto, o si saber que ella sabía que yo sabía que me había visto, o si saber que ella sabía que yo la había visto.

Quizás debí preguntarle a la otra, a su amiguita, qué era lo peor.

Pero nunca lo hice. No la volví a ver.

Daniela tampoco, creo.

La mujer se recuesta al marco de la puerta, con la cadera empinada:

—Oye, Yuri, ¿y lo mío qué? ¿Me pagas o no? Mira que no quiero tener líos contigo, pero hay que darse a respetar.

Yuri se estira en su silla:

—Tengo tu astilla, chica. Pero ahora no me conviene soltarla. Es que voy a hacer una inversión ahí, y me puede caer en cualquier momento… Allá atrás tengo uno. Pasa, y dame hasta el jueves. Mira, para que veas que no te engaño… —saca un fajo de billetes y los abre en abanico—. Lo tuyo está aquí, pero ya te dije… Claro, si te urge demasiado, yo con mucho gusto, no faltaba más…

—Tú sabes cómo es eso, Yuri… —ella entra y se planta a mi lado.

Huele divinamente bien.

—…Pero hasta el jueves no creo que haya problema.

Y va para el cuarto de atrás.

Yuri se guarda los billetes, y enciende un porro. Me sopla el humo a la cara:

—No me mires así. Tú nunca tuviste tabla para armar negocios.

Y es verdad.

Pero es que yo soy Omaha, ya sabes.

Omaha, el de la cara feliz.

El que cruza la calle sin que lo toque el sol. El que no se moja en la playa cuando llueve. El que sabe hablar con los niños. El que vende su único par de zapatos hoy y mañana le regalan una moto. El que nunca paga pero siempre invita. El que sale camino a la iglesia y regresa camino del cabaret. El que está en boca de todos, y a todos sabe a miel. O a cerveza bien fría. O a queso fundido. O a filete de pargo. Según el gusto. El que vino para quedarse. El que siempre se está yendo. Ese mismo, sí, Omaha. El que ojalá fueras tú.

Afuera no para de llover.

Pero tengo que salir.

Eso, o volverme loco.

La lluvia enmascara hasta un nivel soportable el olor de La Gloria. No repara en que estoy detrás de ella, mirándole el culo, hasta pasados unos minutos, absorta en su excavación. Se vuelve hacia mí con los brazos cargados con botellas vacías.

—Oye, tírame un cabo, anda.

Para su sorpresa, le digo que sí.

Metemos las botellas en un saco, lleno ya hasta la mitad de no quiero saber qué porquerías. Lo arrastramos una, dos cuadras, bajo la lluvia, hasta que ella anuncia:

—Es aquí.

La sigo en la oscuridad del zaguán. Escaleras. Ella por delante. Me falla un pie y caigo de bruces sobre el saco. Resulta ser más blando de lo que esperaba. Seguimos. Puerta, candado, llave.

—Entra.

Logro atisbar un banco y me siento en él. La Gloria me tira algo que parece una toalla y me aconseja quitarme la camisa. Obedezco. Ella enciende una luz, y lo primero que veo son sus tetas.

Unas tetas preciosas.

—Pareces un gato mojado —dice, tirando el pulóver al piso—. Ven. Que si viniste es para algo.

Entra por otra puerta y enciende otra luz. La sigo.

La habitación anterior era un almacén de sacos y basuras. No me sorprendió.

Esta sí.

Libros hasta el techo, apilados, amorosamente comprimidos. En un rincón, una hornilla de luz brillante. En otro, un colchón desnudo. En otro aún, algunas prendas en percheros. Eso es todo.

Y La Gloria, desnuda.

No reparé en cuándo se quitó la lycra y los tenis. Sigo siendo lento, muy lento.

—Tenemos que apurarnos —dice—. Que ahorita llega mi hombre.

¿Y por qué no? Todas tienen derecho a tener uno. Incluso las Glorias.

—¿Y tu hombre, qué hace? ¿También bucea?

—Qué va. El mío sí que se la manda larga, la astilla. Tiene negocios.

—No jodas. ¿Qué tipo con negocio iba a querer meterse a una cochina como tú?

—Oye, que sí, que sí, que ése es mi hombre, el dueño del barrio. Se llama Héctor. Y no me digas que no lo conoces.

—Héctor. ¿El rubio, el de la hierba?

—Ese mismo. ¿De qué te extrañas? A un montón de hombres les gustan las mujeres como yo, que saben moverse. Él no se mete a más ninguna. Yo soy la que le gusta. Siempre me trae regalos.

Me le acerco. Ella abre los brazos.

Le conecto dos, en rápida sucesión, a la cara.

Ella se derrumba en el colchón, soltando sangre por la nariz:

—¡Hijo de puta, maricón, qué cojones te pasa!

—A mí no me gustan las mujeres como tú.

—Tú estás loco, maricón.

—Si Héctor te pregunta, dile que fue Yuri.

—Y quién pinga es Yuri.

—Yo soy Yuri —le digo, y la dejo ahí, soltando sangre.

Fui yo quien invitó a Daniela y a su amiga al cine, aquella noche. ¿Debo sentirme culpable por eso? Fui yo quien dijo “vamos a coger por el bulevar”. ¿Debo sentirme culpable?

Yuri está en la puerta misma, cejijunto.

Miro hacia dentro.

Cuatro juegan al dominó. Otros dos fuman y miran por la ventana, sin hablarse.

El Sargento está en medio del pasillo que va para atrás, y se esfuerza con el Nintendo DS.

—Qué mal me cae cuando esto se pone así —me comenta Yuri—. Demasiada gente. Pero como está lloviendo… Si por lo menos tuviera dos o tres más… Un buen día para ganar bueno, y estoy flojo de oferta… ¿Se te ocurre algo?

Me encojo de hombros. ¿Qué se me va a ocurrir?

Un hombre sale del cuarto de atrás, pasa junto al Sargento. Yuri le hace una seña a otro, quien se apresura hacia el fondo. El recién salido le comenta a Yuri:

—Deberías irlo bañando…

Y se va de prisa.

—Omaha, hazme el favor, pon el calentador del baño —me dice Yuri—. Y llena la bañadera. Y sácame un par de sábanas limpias del clóset, también.

Obedezco.

El fondo del clóset del cuarto de Yuri es la pared del otro cuarto, el de atrás.

Algo se oye.

No mucho, pero se oye.

De cualquier forma, no me quedo a escuchar mucho rato.

Estoy cansado de oírlo.

Dani estuvo más de una semana sin hablar, sin llorar, sin salir a la calle. Casi sin comer, sin dormir. “No lo aguanto, Omaha, no lo aguanto, ¿por qué no hiciste nada?”

Le dije que fuera al médico, que se emborrachara, que durmiese. No me hizo caso.

—¿Te falta mucho? —Yuri se asoma a la puerta del baño—. Llegaron dos más, y uno es de los que pagan bien.

—Ya casi termino —le respondo.

Me fríe un huevo, y se va.

Meto la mano en el agua. Aún está tibia.

El niño me mira por primera vez.

Yo le sostengo la mirada. Es fácil. Demasiado fácil.

“Métete aquí, siéntate, échate para adelante para lavarte la espalda, párate, sube este pie, ahora sube el otro, vuelve a sentarte, vírate de espaldas, cierra los ojos para que no te entre el champú…”

Es demasiado fácil.

Y eso me gusta.

Lo seco, lo visto, lo empujo fuera, lo dejo en el cuarto de atrás, y le hago una seña a Yuri. Éste, sin perder un segundo, llama a un hombre que podría ser nuestro abuelo.

—Tiene un par de moretones, y unos arañazos —le digo a Yuri—. Así que apagué la luz y dejé nada más que la lámpara encendida. Tú sabes que eso no le gusta a algunos clientes.

—Estás aprendiendo —me dice.

Y es verdad. Estoy aprendiendo. Al fin.

No mucho, pero algo.

Suficiente.

Al menos, eso espero.

Y cuando hoy Daniela me dijo que quería ir a tomar helado, y después al cine, y después al teatro a ver el ensayo de unos amigos, me sentí feliz.

Ahora me siento tan estúpido.

El Sargento saca al viejo del cuarto con manotazos despectivos, sin maltratarlo demasiado. Todos tenemos un mal día. Todos tenemos un mal día tras otro mal día. Todos tendremos un día aun peor. Hasta que se acaben los días. Hasta que todos nos acabemos.

El viejo se va llorando.

El niño, en la cama, vuelto contra la pared, solo se estremece.

Yuri trae unas pastillas. Yo lo miro interrogante, y él aclara:

—Para levantar.

Yo asiento. Para levantar, signifique eso que signifique. Sea eso lo que sea. Anfetaminas. Reconstituyentes. Para deportistas de alto rendimiento. Para ecónomos desesperados. Antidepresivos. Alucinógenos. Para amas de casa. Para santeros de la new wave on-line. Analgésicos. Para todos. Tal vez, todo eso a la vez. Son pastillas diferentes. Son muchas pastillas.

O simples placebos, quizá.

Es lo más probable.

—En la cocina hay café caliente —me dice el Yuri—. Tráeme un vaso.

Voy, sirvo el equivalente a una taza, y regreso.

—Te dije un vaso —alza la voz el Yuri—. Completo. Un vaso hasta el borde.

Voy, sirvo, regreso.

El Yuri obliga al niño a voltearse y a sentarse en el borde de la cama, mientras el Sargento desmenuza con sus dedos las pastillas y las deja caer en el café.

Quizá no sean placebos, después de todo.

El niño solo mira al piso.

—Dale, tómate esto —Yuri le acerca el vaso a la cara.

Tras un forcejeo, y algunos salpicones de café en la sábana, el vaso queda vacío… No, en el fondo hay un sedimento aún. Bastante grueso. El Yuri le da el vaso al Sargento, quien va a la cocina y regresa revolviéndolo, otra vez lleno.

—Dale, no te me hagas el zonzo —Yuri inicia el segundo round.

Su rival se rinde sin más. Tras vaciar el vaso, tose.

—Refresco, que sea gaseado —pide Yuri.

Voy yo. De paso, cojo una cerveza para mí. La bajo a sorbos largos, mientras el niño bebe el refresco ávidamente.

—¿Quedan muchos? —pregunta Yuri.

—Dos —replica el Sargento.

Yuri asiente, y abraza al niño por los hombros:

—Bueno, ya, no pasó nada. Pórtate como un hombre, y después te voy a regalar una cosa.

El niño no responde. Yuri da por bueno su silencio, y salimos los tres, dejándolo solo.

Asomado a la ventana, miro mis manos. Por primera vez, reparo en que mi meñique está un poco separado del resto, en la base, y arranca un poco más abajo. Me pregunto si las manos de todo el mundo serán así. O se tratará de una deformación. Intrigado, trato de ver las manos de Yuri. No lo consigo. Las tiene en los bolsillos. Lo intento con las manos del Sargento, pero éste siempre las cierra en puño.

Trato de recordar las manos de Daniela.

Es inútil.

Solo recuerdo —creo— que eran débiles.

¿Cuánta fuerza se necesita para atravesar un cráneo con unas tijeras?

¿Cuánto tengo que esperar?

—Olvídate de eso —Yuri se asoma a mi lado—. Olvídate de Dani. Ten cojones, y olvídalo.

Creo ver tristeza tras su cara endurecida. Empiezo a arrepentirme. Quién sabe, tal vez no salga bien. El Sargento es duro, y grande, pero nunca lo he visto trabajar. Estoy seguro de que puede con dos, y hasta con tres, incluso cuatro, pero quién sabe. Héctor es el dueño del barrio. Y en el barrio hay mucha gente. Y Yuri… Yuri es mi hermano. Es tan flaco como yo. Por eso tiene al Sargento. Mi hermano, el único ahora. Yo debería…

—Era una puta, de todos modos —dice Yuri—. Era una puta, Dani. Buena puta. Mejor así.

Me le quedo mirando.

—Empecé a tirármela desde que te fuiste para casa de la abuela. A Dani le gustó, desde el principio. También le encantaba que le tirase fotos. Se lo comenté a los socios, les enseñé las fotos. Y entonces uno me pidió que lo dejara estar con Dani. Se lo tomé a chiste, pero era en serio. Me dijo que con astilla de por medio, para que no hubiera mala onda con la amistad. Le dije que sí. Y después los otros socios. A Dani le gustaba, ya no tanto, pero le seguía gustando. Luego una mujer me trajo una niña. Era hija de su marido, no suya, y me la dejaba los miércoles, cuando el marido tenía guardia. Decía que a la mitad. Me pareció bien… Y así fuimos progresando. Cuando Dani creció, un día me dijo que ya no quería seguir. Le dije que estaba bien, que ya no hacía falta. Me pidió que nunca te lo contase. También le dije que sí. Pero eso ya no importa… ¿Te imaginas? Le encantaba que le dijese “mi paloma”, como le dices tú…

“Y parece mentira, después de tanta leña que se clavó por todos los huecos, venirse a rajar porque le metieron cañona… Sí, me enteré de eso, aunque ni tú ni ella me dijeron nada. También me contaron que te luciste… Pero no importa… ¿Quieres que te enseñe las fotos de Dani, cuando chiquita? Las tengo ahí todavía. “

Ya no creo ver nada bajo la cara de Yuri. Es una simple cara endurecida. Nada más que eso.

—En serio, ¿no quieres ver las fotos? —insiste—. Te puedes hasta quedar con ellas. De verdad. Te las regalo. Y si no las quieres, se las regalo al Sargento.

Le digo que no. Le digo que no las necesito. Que haga con ellas lo que quiera. Miro la calle, miro la esquina, y le digo que voy al baño.

Mientras mirábamos el ensayo, reparé que Dani llevaba un rato callada, absorta. Creí adivinar de qué se trataba, y la abracé por los hombros:

—Todo lo que tienes que hacer es decirte a ti misma que no pasó nada. Y de tanto decirlo, será verdad. Porque es la verdad. No pasó nada. Para mí, tú sigues siendo Daniela, mi paloma. Y si quieres, cuando te sientas mejor, yo se lo cuento a Yuri, y vas a ver cómo el Sargento ése que tiene de sombra les mete el Morro de supositorio a Héctor y a todos los otros…

Se me antojó un discurso muy ingenioso y convincente, y, orgulloso de mí mismo, le sonreí mientras me decía, sonriente, que la esperase un minuto, que iba a al baño.

Seguí sonriendo, cuando se fue la luz.

Sonreía aún, cuando la luz volvió, cuando alguien gritó en el baño, cuando todos empezaron a correr de un lado a otro.

Qué estúpido.

Desde la ventana del baño ya perdí de vista a Héctor y sus animales, deben estar en la puerta. Son como seis o siete, los animales. Por eso ya no estoy tan seguro de lo que vaya a pasar. Ya ni siquiera estoy seguro de lo que quiero que pase.

Voces. Gritos. El nombre de La Gloria. Gritos. El nombre de Daniela. Más gritos. Un golpe de puño en una mesa. Otro golpe. Más gritos. El volumen disminuye. Sigue bajando. Voces. Palabras aisladas.

Silencio.

Salgo y voy para la sala.

Yuri y Héctor sentados a la mesa. Sobre esta, unos billetes. Una botella de ron. Vasos. Caras graves, tranquilas. Hombres a la mesa. Asuntos de hombres.

—Cuando coja al que me le reventó la cara a mi zorra, lo voy a descojonar —dice Héctor, y parece repetirlo por cuarta o quinta vez—. Nadie le mete mano a una de mis mujeres así como así… Y mucho menos queriendo involucrar a un amigo de negocios… —levanta la mirada hacia Yuri— Y la verdad, tú no tienes la culpa de haber tenido una hermana tan pendeja y comemierda.

Yuri asiente:

—La familia no es por encargo. Qué más quisiera uno… De lo otro, lo de los negocios, vamos a vernos mañana en el bar, y lo discutimos bien, con la cabeza clara. Tú vas a ver que segurito nos ponemos de acuerdo.

—Sí, coño, seguro que sí.

—Omaha —Yuri ladea la cabeza en mi dirección—. Llégate a la esquina y compra un par de botellas. Aquí tengo a unos socios mojados y hay que calentarles el cuerpo. Coge de ahí mismo —indica los billetes sobre la mesa.

El Sargento y los animales se agrupan en torno a unas fotos que el primero sostiene. Ríen. Chasquean las lenguas. En una de las fotos vislumbro la sonrisa de Daniela. Una sonrisa de rubia tonta, a lo Britney Spears, de las que sabía que me daban risa.

—¿Del bueno o del barato? —le pregunto a Yuri, y cojo los billetes.

—Del bueno, coño, que todo está saliendo bien.

Desde el cuarto de atrás nos llega la voz de un hombre y el llanto de un niño.

Yuri, Héctor, el Sargento y los animales, ríen.

Y yo también río, y salgo para la calle bajo la lluvia, a buscar las botellas, riendo, porque, de verdad, como suele ocurrir cuando hay hombres que saben lo que hacen, todo está saliendo bien.

*Publicado en la antología Isla en negro. Historias de crimen y enigma (Casa Editora Editora Abril, 2014).

Michel Encinosa Fú. La Habana, 1974. Narrador y editor

Ha obtenido, entre otros, el Premio Ernest Hemingway 2002; el Premio Calendario 2006 por partida doble (Cuento y Ciencia Ficción); los Premios Cirilo Villaverde y Hermanos Loynaz 2008; el Premio de Cuento Fundación de la Ciudad de Matanzas 2008 y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2011. Entre sus libros publicados están Sol negro (Extramuros, 2001); Niños de neón (Letras Cubanas, 2001); Dioses de neón (Letras Cubanas, 2006); Vivir y morir sin ángeles (Letras Cubanas, 2009) y Casi la verdad (Ediciones Matanzas, 2009).