Policial

El ocaso de los asesinos (Fragmento)

El grito, por Edvard Munch
El grito, por Edvard Munch

PREÁMBULO. GRAFFITIS PARA DOS

Lunes 24 de abril de 2000

9:30 a.m.

El número 467 de Independence Avenue, en nada se diferenciaba del resto de los edificios de esta concurrida calle de San Francisco. Estamos ante un edificio de construcción clásica, de paredes tapizadas en piedra gris, con una altura de cinco pisos y saturado de apartamentos. Independence Avenue cruza el barrio latino de la ciudad de este a oeste y casi al final, cerca de la bahía, se empina como el resto de las calles de la ciudad.

Para los habituales transeúntes de aquella concurrida arteria, no era de extrañar que una camioneta GMC negra, con cristales oscuros, estuviera estacionada frente al 467. Aquel era el auto del momento, utilizado indistintamente, por los traficantes de drogas, por los funcionarios de los servicios federales y los ricos con espíritu deportivo. A fin de cuentas, en el “barrio” todos aspiraban a tener un auto de ese modelo y no les era extraño que alguno de ellos merodeara por allí de forma constante.

Dentro de la GMC dos hombres observaban a las personas que entraban y salían del edificio; a ratos saboreaban un Starbucks descafeinado y masticaban rosquillas. Con el cristal a medio bajar, Ralph, el chofer, miraba impaciente su reloj. Los potes vacíos de café se acumulaban en una bolsa de papel tirada en el asiento trasero, junto a un grupo de Klinex y una caja de pizzas abierta en la que aún quedaba una porción mordisqueada de forma irregular, acompañada de algunos trozos de un queso parmesano que alguna vez estuvo fundido a la masa de harina.

Eran pasadas las nueve y treinta de la mañana y el movimiento de personas había aumentado por toda Independence Avenue. Había sido una larga noche y aún parecía que la espera se prolongaría algo más. Ralph volvió sus ojos una vez más hacia la foto que tenía pegada al parasol del carro. El hombre al que esperaban aún no había salido por la puerta del edificio.

Un sedán beige se estacionó en la acera contigua a donde estaba la GMC, los dos tripulantes hicieron una discreta seña a Ralph y su compañero.

—Son cerca de las diez… —dijo Ralph, observando su reloj una vez más— Parece que la “comadreja” no piensa salir esta mañana.

Su voz sonaba desesperada. Hacía dos días que mantenían una rigurosa vigilancia a todos los pasos de uno de los habitantes de aquel edificio, el que seguía una estricta rutina consistente en salir sobre las nueve de la mañana y no regresar hasta pasado el mediodía, tras almorzar con su prometida en un discreto restaurante situado a la entrada del barrio chino.

—¿Y si no sale el condenado? —preguntó Ralph, esta vez más intranquilo— Yo hubiera “limpiado” el lugar con la “comadreja” adentro.

—Tranquilo… ya debe estar al salir… lo nuestro hoy es hacer “limpieza” con la cueva desocupada… Te entiendo… es más fácil un “contrato” que una “limpieza a fondo”… Pero las órdenes son órdenes.

—Esperemos entonces… —masculló Ralph, mientras encendía un Marlboro Light y dejaba sonar intranquilo la tapa de su fosforera.

El humo del cigarrillo se dispersó por toda la cabina de la camioneta, lo que obligó a su compañero a bajar el cristal, al hacerlo se encontró con el rostro de un adolescente que acomodaba su peinado y que salió corriendo calle abajo cuando cruzaron miradas, su instinto le había avisado que allí estaba en peligro.

No debieron haber transcurrido ni cinco minutos, cuando del garaje lateral del edificio salió una motocicleta conducida por un hombre de baja estatura y delgado, cuyo rostro era ocultado por el casco plateado que llevaba puesto. Ralph miró su reloj cuando la motocicleta cruzó a toda velocidad frente a ellos; eran las diez y quince minutos.

—Se retrasó —afirmó mientras se cerraba el zíper de su overol marrón y subía totalmente el cristal de su lado. Su compañero lo imitó; mientras, el sedán, parqueado en la otra acera, doblaba en U y comenzaba a seguir al motociclista, que ya se perdía calle abajo, a una distancia prudencial.

Para ser una construcción de estilo clásico, el edificio había sufrido las transformaciones necesarias que lo hacían funcional en este año 2000. Sus grandes y otrora puertas de madera de nogal, habían sido sustituidas por aluminio y cristales. Donde estuvo la aldaba de bronce, ahora había un sistema de cierre multilock. Algunos inquilinos comenzaban ya a poner cámaras de identificación visual de visitantes en las paredes contiguas, como una medida para evitar atracos o eludir las llamadas de intrusos.

Los dos hombres de la GMC negra cruzaron Independence Avenue sin mostrar prisa. A los ojos de cualquier transeúnte, o intruso ocasional, eran un par de empleados de la empresa de telefonía que hacían una inspección de rutina. Los uniformes, las herramientas colgadas a los lados en su overol, y las maletas con el emblema de la empresa confirmaban su profesión.

La puerta de acceso al edificio estaba cerrada, pero ellos no tuvieron problemas para franquearla, días antes habían obtenido una copia de la llave. Una vez dentro, optaron por esperar el ascensor que no demoró mucho. Ralph marcó el cuarto piso y los dos hombres se acomodaron contra las paredes opuestas a la puerta, y con paciencia esperaron llegar a su destino. Mientras ascendían colocaron en sus pistolas Browning de nueve milímetros, los silenciadores.

El elevador un Westinghouse de los años cincuenta, abrió sus puertas de forma ruidosa, era obvio que necesitaba mantenimiento urgente o aquel amasijo de acero, tornillos y cables eléctricos podría colapsar en cualquier momento. Los dos hombres salieron al pasillo, desierto a esa hora, e iluminado por la luz matutina que entraba por la ventana del fondo. Ralph volvió a mirar en su pequeña libreta de notas para confirmar que estaban en el piso correcto y que buscaban el apartamento adecuado.

—Es el 22… —dijo y comenzaron a caminar.

Los apartamentos del 467 de Independence Avenue estaban situados uno frente a otro. Los pares quedaban a la derecha y los impares a la izquierda, pero en forma de mosaico. No tuvieron que caminar mucho para situarse en la puerta con el número 22.

Ralph dio unos ligeros toques en la puerta con sus nudillos. No recibió respuesta y volvió a repetir la acción. Su compañero observaba con desconfianza el tranquilo zaguán, mientras mantenía oculta su mano derecha en el interior del overol, donde para suprimir cualquier sorpresa apretaba con fuerza la cacha de su pistola. De inmediato abrió la puerta con una llave robada del apartamento del conserje, igual que hicieron con la de la entrada al edificio; al conserje lo habían visitado unos días antes y con él compartieron una botella de whisky barato, tras hacer una inspección de rutina y revisar las calderas de calefacción.

Eran las diez y veinticinco de la mañana cuando Ralph y su compañero cerraron tras de sí la puerta del apartamento 22. A esa misma hora, el sujeto de la moto cruzaba el Golden Gate Bridge seguido, a prudencial distancia, por los dos sujetos del Sedán beige. En ese momento Ralph marcó un número en su teléfono móvil.

—Estamos dentro —se limitó a decir cuando le respondieron. Al guardar en su bolsillo el teléfono, extrajo un par de guantes de látex, similares a los que usan los cirujanos y los forenses; ya su socio tenía puestos los suyos y se acercaba a las ventanas para cerrar las cortinas plegables. Una fuerte penumbra invadió el lugar.

El apartamento 22 no era de los más grandes de aquel edificio; lo componía un amplio espacio que fungía como sala y cocina-comedor, amueblado discretamente. En la sala, un sofá pequeño acompañado de una butaca y una mesa de centro atestada de revistas y periódicos, además de cajas de pizza vacías. Pegado a la pared había un televisor pequeño.

El espacio de la cocina-comedor lo ocupaba una mesa plegable con dos sillas y como los muebles de la sala también estaba atestada de revistas y periódicos. Al fondo de esta, una cocina que al menos debía tener medio siglo de uso, igual que el refrigerador que se hallaba a su lado. La estantería se veía marcada por el paso del tiempo y el abandono del inquilino. El único objeto que delataba cierta modernidad era un horno microondas situado a un extremo de la meseta.

Los dos hombres mostraron indiferencia ante lo que veían y se adentraron en la primera pieza que servía de dormitorio. Cerraron la única ventana que aún se encontraba abierta y la penumbra volvió a imponerse. Ralph, con cuidado, registró el ropero; lo hacía con estudiada profesionalidad, abría cada gaveta y la escudriñaba con mucho cuidado. Cuando terminó, hizo una seña a su compinche que ya había buscado debajo de la cama, organizada al estilo militar, tendida sin arrugas y con las almohadas dispuestas en el centro.

Se encaminaron a la otra pieza y notaron que tenía la puerta cerrada con llave. Ralph intentó forzarla pero le resultó difícil; su compañero al verlo pasar trabajo le hizo una seña indicándole que se alejara. Del bolsillo izquierdo del overol extrajo un juego de láminas de acero delgadas y comenzó a combinarlas con cuidado. La operación solo duró un par de minutos, pero en ese tiempo Ralph no dejó de mirar su reloj de manera insistente. Aunque todo marchaba sin contratiempo su naturaleza era inquieta y para él “las limpiezas” adolecían de un mayor derroche de adrenalina que la que le generaban “los contratos”; pero solo era un “empleado” y por ello debía de cumplir los encargos que le mandaran, como se lo ordenaran.

La puerta se abrió tras escucharse un breve chasquido, los hombres entraron a la segunda habitación. Esta era un poco más pequeña que la anterior, tenía una única ventana que daba al tragaluz del edificio, sin embargo, estaba cerrada herméticamente por lo que encendieron la luz.

—¡Bingo! —exclamó Ralph, mientras observaba el interior de la pieza— Tenemos veinte minutos para “limpiar” esta pocilga.

Los hombres abrieron las maletas con las herramientas que habían traído de la GMC negra y se dedicaron a su labor.

La habitación de marras estaba acomodada como estudio fotográfico. A pesar de ser pequeña parecía bien distribuida. A la derecha, bajo el interruptor de la luz, que los hombres habían accionado minutos antes, había un ordenador con todos sus aditamentos sobre una mesa. Ese fue el primer objetivo.

Con una cachiporra de goma golpearon el monitor hasta hacer añicos la pantalla, que emitió un ahogado sonido, acompañado de una descarga incandescente que relampagueó y aumentó la intensidad luminosa de la habitación. Acto seguido, tomaron la computadora personal, y tras revisarla, sacaron todos los tornillos y extrajeron el disco duro, que colocaron en una de las cajas de herramientas.

Al terminar con la computadora, se concentraron en recolectar todos los discos que encontraron sobre la mesa y en las gavetas, para después pasar a hacer añicos el escáner que estaba junto al ordenador.

Fue entonces que los dos hombres se separaron. Ralph comenzó a destrozar todo lo que estaba cerca de él; una ampliadora de fotos y una mesa para el corte de negativos, fue lo primero que encontró a su paso; después hizo añicos con un golpe seco de su cachiporra, una lupa de mesa y todas las lámparas que estaban situadas en la parte superior de la pared.

Por su parte, su “socio” la emprendió con las bandejas colocadas en la mesa, a la izquierda de la habitación, que tenían soluciones químicas de revelado fotográfico. El hombre vertió el contenido de las bandejas sobre los restos de lo que alguna vez fue un ordenador. Luego fue arrancando de una en una las tendederas de nylon que cruzaban esa parte de la habitación y tirándolas al suelo.

Ralph se frotó las manos cuando estuvo frente a un armario grande. Lo abrió y comenzó a lanzar al suelo todo su contenido: sobres con fotos, botes con rollos fotográficos revelados y otros sin revelar que se fueron velando en la medida que los extraía del depósito que les servía de almacén. Luego les tocó el turno a las cámaras que había en la parte superior. Cual si fuera un juego de niños las lanzaba a su compañero que “lamentaba” no poder cogerlas; lo mismo hizo con las lentes y con cuanto pudieron. Otras veces el “socio” de Ralph las golpeaba con su cachiporra y las dirigía a la pared contigua.

Lo que minutos antes había sido un pequeño laboratorio fotográfico, se comenzaba a convertir en un antro de destrucción. Por último, les tocó el turno a los productos químicos, agolpados en lo que era el área de revelado, consistente en un lavamanos y una tina que desaguaban en la pared contigua, todo improvisado. Los dos hombres fueron vertiendo los distintos pomos sobre todos los rollos, lentes y cámaras fotográficas que minutos antes habían destrozado. Un olor penetrante ascendió por toda la habitación, que fue cerrada de golpe por los dos hombres.

Ralph volvió a observar su reloj mientras su compañero retiraba un par de las reproducciones de obras famosas que cubrían la pared frontal de la vivienda: una era una copia del cuadro El grito, de Munch y la otra era un Kandinsky; el resto de los cuadros eran fotografías impresionistas y un desnudo de mujer, que no se tomó el trabajo de retirar.

Lanzó los cuadros contra el pequeño sofá, pero estos rodaron y cayeron al piso, lo que quebró los cristales que protegían las obras. Ralph entregó a su cómplice una lata de spray negro con una boquilla skinny muy fina y una nota que este leyó detenidamente para luego comenzar a escribir en la pared el mensaje que contenía. Cuando concluyó con el texto indicado, se regocijó cubriendo de negro las fotografías y todos los objetos que estaban a su alcance.

Lo que antes fue una vivienda con cierto orden, se había convertido en menos de veinte minutos en un sitio devastado. Concluida su labor, los dos hombres abandonaron el lugar. Una vez dentro del elevador se quitaron los guantes de látex y los agruparon. La puerta del ascensor se abrió en el vestíbulo de entrada y salieron con paso apresurado, pues la puerta de la conserjería estaba abierta.

La GMC parqueada en la senda derecha de Independence Avenue arrancó a toda velocidad calle abajo. Antes de abandonar el lugar en que habían permanecido desde la noche anterior, los dos hombres pusieron dentro de una bolsa de papel, todos los desechos acumulados y los guantes que antes habían usado. Dos calles más abajo coincidieron con un carro de recogida de basuras de la ciudad y aprovecharon la ocasión para borrar sus huellas.

Agustín García Marrero. Cárdenas, 1938. Narrador.

Licenciado en Historia por la Universidad de la Habana. Especialista en Dirección de la Economía desde 1983 e Investigador Auxiliar desde 1989. Durante veinte años ejerció la docencia y publicó cuatro libros sobre economía empresarial. En fechas recientes ha escrito la serie titulada La Mafia en San Francisco, compuesta por Semana Santa en San Francisco”, “El ocaso de los asesinos”, “El poder de la muerte” y “El aliento del diablo”. Y otras dos novelas ambientadas en Cuba: El sicario de Monte Escondido y El cerco, una obra con características de novela épica.