Reseña

Ojos de siervo; corazón…

El encuentro con un libro puede adquirir, a veces, una significación inesperada. Las lecturas llegan por diferentes vías: un amigo te la recomienda; alguien te pasa un volumen que tuvo la virtud de cautivarle; haces un esfuerzo —en ocasiones sobrehumano— e introduces la mano en el bolsillo y te lo compras tu mismo. Sin embargo, la mejor de todas las lecturas es la que se produce de manera no planificada. Digamos que entras a la oficina del directivo de cierta institución cultural y descubres, sobre el buró (en abierta actitud provocativa), el cuaderno de cuentos de Lourdes González (poeta, narradora y editora nacida en Holguín en 1952) y al instante recuerdas María toda y Las edades transparentes, dos novelas de su autoría, leídas hace tiempo. La segunda de ellas, por cierto, ganadora de un Premio de la Crítica en el año 2006 y del José Soler Puig un año antes.

El siguiente paso es reparar en el título: La mirada del siervo. Es muy bueno (cualquiera en mi lugar habría pensado lo mismo). Ediciones Matanzas, 2012. Amenazo con llevármelo conmigo y el directivo de la mencionada institución me mira por encima de los espejuelos (mentira, mi directivo no usa espejuelos, lo digo para despistar). Lo tienes que devolver. Seguro, devuelvo sin falta todo lo que me prestan (otra mentira, para seguir despistando). Pero he aquí que leo el libro y, efectivamente, lo devuelvo. Peor aún, lo devuelvo demasiado rápido. No calculo que más tarde voy a escribir una reseña y exhortar a los demás a que se lo procuren (por cualquiera de las vías relacionadas en el primer párrafo, sin dejar de incluir el préstamo a cuenta del directivo de turno).

Reseñar un libro que has devuelto puede generarte un gran dolor de cabeza. El doble si se trata de un libro de narraciones breves. ¿Cómo citar con precisión el título de los relatos que más te gustaron? Se me ocurre simplificar las cosas y, en vez de indicar títulos, tratar de sintetizar argumentos. En uno de los cuentos, por ejemplo, el narrador (narradora) atisba a través de una ventana y refiere los detalles que rodean el amanecer en la vivienda de al lado; la hora en que los vecinos se levantan y van a la cocina, cuelan el café… A la ventana le faltan tablillas; la narradora sabe con exactitud cuántas (probablemente cuatro) y, mientras mira, se prepara ella misma, como cada mañana, para salir al trabajo. ¿Alguien tiene idea de por qué funciona una historia tan desabrida? ¿Se han hecho estudios? ¿Existe una razón que explique el fenómeno? Porque —tienen que leerla para que lo comprueben— la historia funciona. Y de repente La mirada del siervo —el primer cuaderno de cuentos que, con la firma de Lourdes González (Herrero), cae en mis manos— adquiere para mí una significación inesperada, propia de las lecturas que dejan un sabor grato (sin importar cómo llegaron a uno).

En otra historia desabrida una escritora aguarda con maternal paciencia a que su hijo termine de revisar el libro que ha de enviar a un concurso. Sigo sin salir de mi asombro, pero empiezo a identificar los ingredientes ocultos, los nervios que, por debajo de la piel (a primera vista incolora), dotan de vida y dinamismo a una carne insípida (en apariencias, solo en apariencias). Puede que en eso consista la literatura: en conseguir que el relato trivial se nos convierta —obra de su ropaje narrativo— en una aventura inquietante. Arribar a una conclusión de esa índole me arranca una sonrisa irónica.

Acto seguido planto cara a la hipótesis contraria: dos mujeres ocupan asientos contiguos a bordo de un tren nocturno. La primera es una religiosa (que apenas rebasa los cuarenta) y la segunda es una joven de diecisiete años que marcha al encuentro de su novio. Sostienen diálogos lacónicos e intensos, de profunda fuerza expresiva. La trama avanza, afincada en resúmenes de estructura sencillísima (minimalista casi), en escenas que traslucen un ambiente erótico-grotesco-alucinante (¡cuidado, también de vívido realismo!), y entre las viajeras se produce un escarceo homosexual descrito, al tiempo que con morbo, con minuciosidad hiperrealista. Impactante como un uppercut a la mandíbula (y no en apariencias). Una historia de amor lésbico protagonizada por una monja y una adolescente en la oscuridad de un vagón lleno de pasajeros… Puede que en eso consista la literatura: en conseguir que el relato trascendental se nos convierta —obra de su propia eficacia— en una aventura inquietante. Arribar a una conclusión de esa índole me arranca otra vez una sonrisa irónica.

¿Y cómo pasar por alto la ingeniosa narración que da inicio al libro? Una suerte de viñeta lúdica en la que se reflexiona sobre la originalidad del texto literario y los plagios presumibles, a partir de esa circunstancia (nada rara) según la cual varios individuos se arrogan, ¿de manera inconsciente?, la paternidad sobre una idea semejante; como si las ideas en materia de arte no estuvieran signadas desde su nacimiento mismo por un cierto principio de “concatenación universal” que las convierte en el pariente más o menos remoto de una idea anterior, ¿o posterior?, en el frágil universo de la creación humana.

“La mirada del siervo” (único título que me atrevo a señalar de memoria) revela una faceta todavía más sorprendente: la cualidad alegórica. El personaje (¿el siervo?) no emprende una travesía exótica para deambular a gusto por cuanto paraje evoca en el interior de su apartamento. Encuentra pretextos sucesivos para obtener de sus amistades decenas de vistosos afiches, con los que va cubriendo, paso a paso, los muros y habitaciones… El exquisito simbolismo de “La mirada del siervo” y la evolución del obcecado coleccionista de imágenes, son hilos que se cruzan con maestría para conformar un tejido narrativo cuya textura revela, ante todo, oficio. Buen oficio. El que se adquiere sin renunciar a la sinceridad y a la capacidad intuitiva.

La mirada del siervo es un cuaderno que no rebasa las cien páginas; en ellas conviven cuentos breves (algunos muy breves) que se burlan olímpicamente de la llamada “unidad temática” y de los que cabe esperar casi cualquier cosa: desde la anécdota fútil hasta la historia abrumadora. Para Lourdes González, todas son material condensable en cien o ciento cincuenta líneas de texto. Tal vez doscientas. Ni una más. Ni una menos. El número de líneas exacto para definir qué se quiere contar y cómo se quiere contar. Sin ínfulas estilísticas. Sin devaneos experimentales. Prosa limpia y efectiva, apacible y lúcida (en una autora que cultiva con acierto la poesía). No todos los días uno se encuentra un libro así sobre el escritorio de un directivo de Cultura.

A estas alturas, con tantos años leyendo lo que me llega por diferentes vías, las lecturas no planificadas (como dije) siguen siendo las mejores. Tanto mejores si, como el siervo del relato, uno asume la realidad no como la realidad en sí, sino como su representación más burda. Y decide no creérsela.

Leopoldo Luis. La Habana, 1961.

Periodista, fotógrafo y narrador. Licenciado en Derecho por la Universidad Central de Las Villas y Diplomado en Periodismo por el Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Ha publicado los libros de cuentos Adiós, Habana (Ediciones Holguín, 2009), con el que obtuvo el Premio de la Ciudad un año antes, y Extraño bajo un paraguas (Editorial Capiro, 2013). Poemas suyos aparecen en el volumen El ojo de la luz. Antología de poetas y artistas cubanos (Diana Edizioni, Italia, 2009). Sus relatos han sido incluidos en las antologías El martillo y la hoz y otros cuentos (Reina del Mar Editores, 2013) e Isla en negro. Cuentos de crimen y enigma (Casa Editora Abril, 2014). Fue editor y administrador del sitio web de la revista cultural El Caimán Barbudo. Actualmente trabaja como periodista de la televisión hispana en Estados Unidos.