Ensayo

Guillermo Arriaga y Pedro Juan Gutiérrez

A dos tintas: El origen de la creación

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PJG: Supongo que hablar de patologías puede generar un diálogo infinito que podríamos continuar en nuestras próximas vidas. Así que propongo concentrarnos en nuestras patologías personales, propias, aplicadas a la creatividad, usadas en la creación.

Creo que “patología” es, para muchos, sinónimo de infierno. Para mí no. Pienso que es como el Ying y el Yang de mi vida. No puedo vivir ni escribir sin mis patologías. I love you, pathologies!!! Yo sé que vas a hacer lo que te dé la gana, como buen mexicano, al fin y al cabo, pero yo me ceñiré rigurosamente, como un suizo-alemán, a esa frontera que me impongo.

Recuerdo que el primer libro que me proporcionó un pánico patológico, miedo y angustia, fue La metamorfosis de Kafka. Siempre he leído ad libitum. Nunca tuve, en mi infancia y adolescencia, quien me guiara, así que con trece años leía a Kafka, Sartre, Engels, Wright Mills, Arnold Hauser, Marcuse y un largo etcétera que incluye a Capote, Hemingway, Faulkner, y Caldwell. Puede sonar pedante que a esa edad leyera todo eso y más. No es así. Era sólo ignorancia, inocencia, ingenuidad y una ansiedad permanente por alejarme, por la vía intelectual, del pequeño pueblo provinciano donde nací, Matanzas, que, aunque era llamada la Atenas de Cuba, era un lugar aldeano más. En esa locura de lecturas disparatadas cae en mis manos el libro de Kafka. Cuando leí las dos primeras líneas: “Gregorio Samsa despertó en su cama convertido en un cucarachón”, me aterré tanto que escondí el libro para no verlo más. Sólo me recuperé veinte años después y entonces me atreví a cogerlo de nuevo y leí desesperado hasta el final. Y seguí leyendo todo el resto de su obra hasta la muy traumática Carta al padre. Adoro a Kafka y a Cortázar (pero el cronopio argentino es otra historia). Kafka es uno de los escritores más patológicos del mundo, título difícil de obtener porque creo que en nuestro gremio todos estamos medio quimbaos o quimbaos completos. Basta recordar que es el oficio que más finales atroces genera. Una buena parte de los escritores terminan sus días con el suicidio, o con cirrosis hepática o locos como una cabra. Es el oficio más destructivo que se ha inventado. Y es que todos utilizamos nuestras pesadillas, fobias, miedos, aversiones y terrores para producir nuestra obra. Lo cual es masoquista e hipermachacante. Al menos en mi obra están presentes de manera continua. A veces los disfrazo y pongo a los personajes a templar entre ellos, para que se diviertan un poquito y no se me agoten demasiado en medio de mi obsesión patológica fundamental que es el miedo a la pobreza total.

Estoy marcado desde la infancia por el fracaso económico de mi familia (y mi país). Y ese miedo a ser pobre, a no tener comida, a no tener nada, a tener que aguantar humillaciones de todo tipo, a vender el cuerpo de la mujer que vive conmigo para poder sobrevivir y yo tener que ser el chulo, simplemente. Esa huida constante de la pobreza me marca y se expresa en tantos caminos dentro de mis libros que a veces hasta yo me pierdo en el laberinto. Me joden mucho los lectores que sólo ven sexo en mis libros porque no entienden ni cojones. Leen lo que quieren leer y no lo que yo quiero que lean, los muy cabrones. Les estoy hablando del horror de la pobreza, de lo humillante que es la miseria total, y los muy cabrones se regodean solo con los personajes quimbando y bebiendo ron y no comprenden nada más.

Y peor son los otros, los que sólo ven política y creen que yo estoy contra fulanito y menganito. No estoy en contra de nadie ni a favor de nadie. Estoy contra el proceso civilizatorio depredador de la humanidad, que es una mierda. Nos hemos convertido en nuestros propios depredadores desde que salimos de la cadena ecológica. Ya nadie nos come pero nosotros nos comemos a todo el resto de los seres vivos. Nada se salva cuando llegamos nosotros.

Así que por ahí van los tiros de mis patologías, asociadas a toda el hambre que he pasado en mi vida, que ha sido mucha. Ya algún día lo contaré en unas memorias si tengo tiempo para escribirlas.

GA: Si algo me ha sorprendido de tu literatura, Pedro Juan, es la inmensa humanidad que desparrama por todos lados. A la mayor parte de los escritores contemporáneos no les creo. Falta algo en sus páginas que a ti te sobra: dolor, solidaridad, amor, sexo, semen, vaginas, odios. Repito: humanidad.

Yo agradezco mis patologías. La primera, la que de verdad me permitió escribir, es lo que ahora llaman “trastorno del déficit de atención”. Una incapacidad total de niño para entender procesos lógicos, mi constante eran saltos mentales de un lugar a otro sin orden ni secuencia, una impulsividad a veces fuera de control, lo que ocasionaba que no tuviera medida del peligro y hacía lo que no debía. Resultado de ese caos fue la pérdida casi total del olfato a los trece años. Demasiadas peleas contra más grandes o varios. También reprobé diversas materias en la primaria, sobre todo aquellas donde había que aplicar reglas: matemáticas, gramática. Mis maestros me daban por caso perdido y consideraban mi coeficiente intelectual como definitivamente bajo. La consecuencia más terrible del déficit de atención no es la incapacidad de entender procesos lógicos, sino una autoestima mutilada y difícil de rehacer. Es tal la frustración, son tales las humillaciones, sobre todo en esa época donde un trastorno como el que me afectaba no era entendido en lo más mínimo, que la conciencia de ti mismo queda estallada en pedazos que luego es imposible volver a pegar. Pero tuve suerte. Varias personas me ayudaron a reconquistar la autoestima, entre ellos reconozco a mi hermana Patricia y a Fernando Alarid, mi profesor de deportes en primero de secundaria. Ambos me ayudaron a descubrir qué fortalezas había detrás de mis debilidades.

Y lo bueno de este famoso trastorno es que, si bien no entiendes la lógica de nada, puedes resolverlo por intuición. La lógica se resuelve por pasos. La intuición por saltos. Y así, a saltos mentales, es como he llegado a escribir y construir todo lo que he hecho.

PJG: Por cierto, hablando de patologías compulsivas y de depredadores, supongo, Guillermo, que tienes mucho que contar porque tú eres un cazador compulsivo. Supongo que tienes tus patologías más o menos identificadas en relación con la pulsión de matar. Hace poco me decías que la última onda es lanzarte contra un jabalí sólo con un puñal en la mano y que los chorros de adrenalina te inundan el cerebro y te vuelven loco en ese momento en que te lo juegas todo. Yo pensé: Guillermo es tremendo mentiroso o tremendo cojonú. Una de dos. Seguramente fuiste un tigre de Bengala en una vida anterior, digo yo. Supongo que también tendrás vicios patológicos como el de tocar el cadáver caliente o abrirlo con un puñal para sacarle las entrañas y lanzarlas a los zopilotes que se acercan nerviosos y dando saltos sobre la yerba mientras tú te alejas en la camioneta, con la pieza dando tumbos atrás, satisfecho como un depredador astuto y superior…

GA: Coincido contigo: somos los grandes depredadores. No hay acto humano que no escurra sangre. Estamos sentados en un trono de sangre. Pero lejos de horrorizarme, lo asumo. Y la paradoja en ello es que me ha hecho respetar más la vida. Cazar es una actividad terrible, quitas la vida a animales hermosos que nada te han hecho. Pero entiendes también que la naturaleza es terrible. Y cazando se aprende una lección honda: también los seres humanos somos naturaleza. Cuando cazas entras al territorio profundo de las contradicciones: muerte-vida, belleza-crueldad, civilización-naturaleza. Al cazar descubres tu identidad en el mundo, reconoces que perteneces a un orden natural de las cosas. Para mí cazar es mi antídoto contra la alienación que te impide cerrar círculos. El cazador va a la tierra, busca al animal, lo persigue durante días, lo halla, trata de acercarse, le apunta, le dispara, le hiere, el animal huye, sigues el rastro de sangre, lo hallas, lo rematas, lo abres en canal, lo limpias, lo pones al fuego y te lo comes. He conocido decenas de personas que comen res y nunca en su vida han tocado una. No saben a lo que huele un animal de cerca, no ven sus cicatrices, los parásitos que corren por su piel. No saben lo que son los estertores, el viscoso olor de la sangre, la carne caliente que se enfría con la muerte. No saben del dolor que los seres humanos causamos a otros seres. Un cazador sí lo sabe. Uno de verdad, porque también hay quienes asesinan animales, no los cazan. Los masacran a mansalva sin darles oportunidad de nada. Un cazador respeta la vida porque sabe de dónde viene, sabe que duele quitarla, sabe que ha creado una herida en el mundo.

Yo no podría escribir si no cazara. Mis personajes, todos, en novelas, cuentos o películas, actúan como cazadores. Están llenos de paradojas, acechan, atacan. Y caminan sobre el borde de la vida y la muerte.

Sólo cazo con arco y flecha. Me tardé en hacerlo y hoy me parece inconcebible volver a cazar con un rifle. Cazar con arco requiere paciencia, conocer a fondo al animal que persigues. Requiere que a veces te arriesgues de verdad. Es tal la cercanía con la presa que en cualquier momento puede volverse a ti y arremeter con su justificable furia. He llegado a estar rodeado de marranos alzados, esa fiera combinación de jabalíes europeos y puercos que escaparon hace siglos, a menos de cinco metros de distancia. Un error y la piara descarga en unísono contra ti. No puedes cometer estupideces.

PJG: Yo de niño me escapaba en casa de mis abuelos en el campo, cuando mataban un cerdo. Era terrible. Veía cómo le metían el puñal hasta el corazón y cómo se desangraba entre berridos espeluznantes, y después lo abrían y lo limpiaban y sacaban sus mondongos. Uf. Después no podía ni comer un pedacito de aquella carne porque me caía mal y agarraba una indigestión. Es una de mis fobias patológicas: la muerte violenta. No sé si te has fijado que en mis libros casi no hay muertes violentas. Para escribir el final de El rey de La Habana estuve cuatro días escribiendo y llorando como un bebé por lo que estaba pasando y ya no podía remediarlo. Fue tan terrible escribir eso que jamás he podido leer el libro de nuevo.

GA: No hay historia tuya, Pedro Juan, que no me haya conmovido. Has dicho que el hambre, la pobreza, la desesperación, han marcado tu vida y por tanto tu literatura. Sólo leer esas líneas tuyas me han conmovido. Y lo que más sorprende es que lejos de ser un nihilista, dotas a la vida de infinitas posibilidades. Tus personajes no se derrotan. En cambio van al lado más profundo de la naturaleza: el sexo, el encuentro con el otro, el amor, la amistad. Tus personajes no se aíslan, no son autistas sociales. Al contrario, buscan al otro. Encuentro que el sexo para ti es el conductor más poderoso hacia la ternura y la solidaridad. Sexo, amor, muerte y poder son los únicos temas de la literatura, según Faulkner. De esos cuatro, el poder es el que menos creo que a ti y a mí nos interesa.

Y dije que te creo. No es fácil creerle a un autor. Puedes admirar lo que escribe, pero no creerle. Escribes no sólo desde la experiencia personal, sino desde el matiz único de tu mundo interior. Tu obra tiene tus huellas digitales por doquier. Se sabe que es tuya y únicamente tuya. Cuántos autores leo ahora que carecen de identidad. Sus libros pueden haberlos escrito uno o el otro. No los tuyos.

PJG: Sí, Guillermo, como dijo alguien: “La infancia es la única patria que tenemos”. Para continuar con el striptease: yo fui gordito y tímido hasta los trece años. A esa edad lo único que hacía en cuanto a sexo era masturbarme cuatro o cinco veces al día mirando a la vecina. Una mujer alta y delgada, con dos niños pequeños, un marido que nunca estaba en casa, y abundante vello negro en las axilas y el pubis. Teníamos los patios aledaños y una verja muy baja. Ella, todo el día con una bata blanca casi transparente. Tenía que lavar muchos pañales. Y yo, entre las plantas de mi casa, mirándola con sus grandes pechos chorreando leche y masturbándome como un loco, deseando oler sus axilas sudadas y peludas.

A esa edad, a los trece, un amigo me invitó a remar en un kayak doble, en el río San Juan, a unos pasos de la escuela secundaria. Y esa fue mi salvación porque pude haber acabado loco. Todas las tardes, después de clases, nos íbamos a la casa de botes, en el río, y remábamos, hacíamos ejercicios y nos cansábamos. De ese modo dejé mi timidez. En seis meses me puse atlético, fuerte y atractivo. Las muchachitas de la secundaria empezaron a salir conmigo, y me liberé de la timidez y del gordito poco atractivo. Me puse tan macho y arrogante que siempre tenía varias novias al mismo tiempo.

Claro que esos años marcan también mi literatura, creo yo: el deseo de seguir siendo atractivo, de tener una capacidad sexual desmesurada, de sentir alegría por la vida, impregna a buena parte de mis personajes.

En cambio, algo muy diferente es lo que me intriga en tus libros y películas. Por un lado la violencia extrema e implacable. Por ejemplo en Amores perros y 21 gramos. Y, por otro, el laberinto perfecto en que a veces caemos los seres humanos, con un destino de tragedia griega, es decir, inapelable, como en El búfalo de la noche, y sobre todo en tu última película: Lejos de la tierra quemada. Es una historia tan implacable como la vida. Con la ruptura del hilo narrativo lineal das una visión de conjunto desde muchos ángulos diferentes que permite expresar totalmente a cada personaje dentro del todo.

GA: Pues mi querido Pedro Juan, yo también tengo alguien enterrado. Yo no fui gordito, pero sí de una timidez tremenda. Te digo que el mayor riesgo de los que tenemos trastorno del déficit de atención es la manera desmesurada en que se erosiona la confianza en uno mismo. Llegas a creer que de verdad eres retrasado mental. No entiendes nada, mientras tus compañeros de clase todo lo resuelven con exactitud y rapidez. Así que poco a poco me fui enconchando. Además resulté muy malo para los golpes, con una torpeza tal que terminé perdiendo el olfato. Para colmo a los trece años medía lo que mido ahora, 1,86, así que llegaban los grandes a ponerme tales golpizas. Y si a ti te salvó el canotaje, a mí me salvó el basquetbol. Fui expulsado de la primaria después de haber reprobado casi todas las materias, incluida deportes. El maestro de educación física me hizo marchar toda la primaria y me hizo creer que yo no serviría nunca para el basquetbol, el futbol o nada. Todo cambió en la escuela secundaria a la que llegué. Fernando Alarid, tío lejano —porque todo Alarid del mundo es pariente mío—, se pasó varias clases enseñándome lo que el otro imbécil no me enseñó y terminó por convertirme en un muy buen basquetbolista. Y como había torneos y competencias, las niñas se sentaban alrededor de la cancha y los que jugábamos disfrutamos de nuestros quince minutos de fama. Y con el tiempo aprendí a pelear. Y a pelear bien también. Y a no tener miedo. Como a los dieciocho descubrí el valor que tiene la rapidez de puños. Con mi tamaño, mi peso y mi rapidez me convertí en un muy buen peleador. Y cometí la estupidez mayor: empecé a disfrutarlo. No importaba cuántos eran los rivales, yo me aventaba a pelear y ganaba. Ya nunca más volví a perder. Adicción a la adrenalina del pleito: patología imbécil, pero que de alguna manera reivindicaba los abusos a los que fui sometido. La entrada directa al mundo de los Alfas.

Y en esta época entran mis otras patologías. Una: la rebeldía continua. Dos: un incansable y absurdo deseo de competir. La rebeldía la traigo desde chico. No me gusta que me digan qué hacer. No lo soporto. Esa es la razón por la que no bebo, no fumo y nunca jamás me he metido una droga. No por moralista, sino por rebeldía a la moral del cliché y el lugar común. Que si para ser hombre había que tomar, pues en adelante demostraría ser hombre sin una gota de alcohol. Y me negué a ir a antros. Le rehúyo a todo lo que apesta a lugar común, a diversión programada, a hombría acartonada. Que los demás se metan heroína, alcohol, lo que sea, me tiene sin cuidado. Es más, defiendo el libre derecho de cada individuo por introducir a su cuerpo lo que desee. Pero no me interesa a mí alterar mi estado mental sólo para demostrar que estoy en la corriente de los demás. No soporto que me impongan nada.

Y lo de competitivo raya en lo ridículo, pero no lo puedo evitar. No soporto perder. Cuando subo a un avión tengo que ser el primero en hacerlo. El primero en bajar. El primero en la fila. Hasta con mi hijo Santiago, con todo el inmenso amor que le tengo, nunca le permití ganar. Nunca. Lo peor del caso: lo hice tan competitivo como yo. La última vez que jugamos luchitas casi me mata. Me hizo una llave que por poco me rompe la tráquea y que me dejó sin poder hablar y sin poder tragar varios días. Cuando se le pasó el susto de verme sin respirar, se paró desafiante y me dijo: “ahora si me la pelas cabrón”. A sus dieciséis años se vengó de todas las veces en que le gané.

PJG: Los dos sabemos que es mejor no tratar de entender lo que hacemos, lo que escribimos. Pero cuando se llega a cierta edad (acabo de cumplir 60 el 27 de enero), es inevitable comprender parte de lo que hacemos. Porque escribir es un proceso continuo de pensamiento y reflexión sobre nosotros mismos y quienes nos rodean. La literatura es conflicto y antagonismo. Yo al menos estoy en ese punto: quiero entender mejor mis antagonismos y conflictos porque estoy entrando en una etapa de mi vida donde necesitaré más sosiego, serenidad, paciencia y ecuanimidad. De joven, lo que predominó fue el impulso, la energía física ciega, la locura hasta el abismo, el ansia de vivir en el infierno como único modo de romper todos los límites, todas las fronteras, todas las amarras. Una locura patológica por alejarme de aquel muchachito gordo, tímido, educado y amable que aprendía arqueología de los indios caribes, en La Habana, con un tío millonario y profundamente culto. Me he pasado la vida jugando con muchos naipes, menos con ese. El naipe del niñito tímido lo escondí en la manga y me alejé de la mesa de póquer para que no me descubrieran el truco y me dediqué a jugar sólo a la ruleta americana. Creo que todos ocultamos nuestras patologías más oscuras. Del mismo modo que ocultamos nuestras fantasías eróticas, que son síntomas de esas patologías. Nos avergüenza reconocer los abismos negros en que nos escondemos.

A veces los periodistas me preguntan si escribir funciona como una catarsis curativa. Les digo que no. Todo lo contrario. Creo que es masoquista escribir sobre esas oscuridades que debíamos olvidar y ocultar. Pero al final parece que viene bien sacar la basura a la calle y no seguir escondiéndola en el patio trasero. Iluminar de ese modo la oscuridad. Después de todo aquel niño gordito y educado era un muchacho inteligente y maravilloso, que se escondió asustado ante aquel tipo fuerte y musculoso, de 1,80 de estatura, que apareció y los suplantó en pocos meses. Y que además lo trató despreciativamente y en algún momento aprovechó que yo no estaba presente y lo amenazó: “¡Piérdete de aquí y que no te vea jamás, mira a ver dónde te metes porque te voy a rebanar el pescuezo!”. Así que nadie sabe. Quizás ahora, al cumplir los 60 años, emprendo una excursión lenta, sin prisas, para encontrar y rescatar al gordito. Y sobre todo protegerlo del grandulón abusador. Los tres tenemos derecho a irnos juntos para la playa y nadar por las tardes cuando el agua está tibia.

GA: Hay escritores que derivan su literatura de otros libros, de la experiencia de la palabra escrita por otros. Nosotros no. Creo que no podemos evitar colar entre nuestras líneas quiénes somos y porqué, qué queremos y qué deseamos.

Escribir es un acto de arrogancia. Es creer que lo que expresas vale tanto que merece serla pena ser leído por otros. Pero no nos fustiguemos aún. Hay una gran variedad de arrogancias en la especie humana. El maestro que cree que sabe demasiado y puede enseñar a otros. El policía que cree estar del lado de la rectitud y el decoro. El actor, convencido de que su rostro y sus gesticulaciones nos interesan. El político, que cree poseer la autoridad para gobernar. Y así podemos seguir y seguir. Pero la arrogancia del escritor es derrotada por dos hechos demoledores (y esto lo dijo un brillante crítico francés cuyo nombre en este momento se me escapa): en el arte no hay voluntad y en el arte no hay progreso. Si hubiera voluntad cualquiera se apartaría un momento para escribir una obra maestra. Si hubiera progreso, el último libro publicado sería mejor que El Quijote o Hamlet. Así, nuestra arrogancia queda a merced de fuerzas inexplicables. No hay lógica en la creación, no es un acto racional. Se nos escapa a ti y a mí y a cualquier filósofo que ha intentado explicarla. Y como bien dijo Marguerite Duras: nada nos prepara para la hoja en blanco, ni siquiera nuestras obras previas. Todo acto de creación empieza bajo cero, no importa si antes has ganado un Premio Nobel. Hemingway lo supo mejor que nadie. Rulfo lo supo. William Faulkner lo padeció de manera terrible: sus mejores obras las realizó en el breve periodo comprendido entre los 30 y los 40 años.

PJG: El escritor es un explorador que va delante y debe abrir nuevos caminos. Sólo el cobarde o el mediocre no se atreve y se queda en las ramas. Dicho de otro modo: toda persona está construida con luz y oscuridad. Tú has tenido la suerte —por terquedad y rebeldía— de no beber, no fumar, no consumir drogas. Tu camino oscuro va por otro lado. Pero has sido afortunado. Yo, en cambio, escribí la Trilogía sucia de La Habana a lo largo de tres años, de 1994 a 1997, borracho siempre, por las noches y madrugadas. Igual El rey de La Habana y los otros libros que siguieron, al extremo de que muchas veces me parece que no fui yo quien escribió sino alguien que me utilizaba. Sobre todo en esos dos y en Animal tropical. Estoy convencido, pero no quiero hablar de ese tema aquí ni en este momento. Ahora he logrado controlar bastante el alcohol y de paso la furia y agresividad asociada. No quiero dejar esta vida tan pronto. Así que lo estoy logrando. Me tomo una cerveza, un poco de vino. Y nada más. Creo que me quedan muchas historias que contar. He vivido tan intensamente que mis sesenta años a veces me parece que son ciento veinte o doscientos. La vida es tan maravillosa que la agradezco infinitamente día a día.

Después de hablar un poco de nuestras patologías particulares y cómo se erigen en la base de la creación, hay una pregunta que me ha inquietado siempre: ¿Es necesario alimentar al demonio para poder crear? Y, sobre todo: los lectores o los espectadores, ¿necesitan realmente de esos libros o películas violentos, agresivos, escritos desde la furia? Hace poco encontré la respuesta, que es simple: sí, son necesarios. Hay que bajar al infierno como parte del aprendizaje. Hay que transitar entre el fuego como parte de este camino mágico y misterioso que es la vida. Si uno es escritor está en la obligación de descender al infierno, enfrentar a los monstruos y después escribir y arrastrar a los lectores. Eso fue en esencia lo que hizo Homero en La Ilíada. A partir de ese libro toda la literatura es un remake continuo. Después, cada uno decidirá si debe quedarse para siempre en el infierno o si, en cambio, necesita una recuperación espiritual a través de la religión o “con medios propios” sean los que sean y que habitualmente consisten en crear una religión particular para uso privado. Creo que todo ser humano es un místico. Lo que sucede es que es más fácil y divertido —y necesario cuando se es joven— dejarse caer hasta el infierno a gozar de todo lo prohibido, que es muy sabroso.

Sólo después que pasan los años y comienzan los achaques físicos y mentales algunos se deciden a hacer un esfuerzo espiritual y ascender desde la bestialidad hasta la luz, la compasión, el amor, el Buda, o como se llame esa fase superior de nuestra Naturaleza. Hace años leí en un libro de Deepak Chopra que el alcoholismo es una búsqueda espiritual por un camino equivocado. Ese concepto me ayudó mucho. Esa búsqueda mística, poética, misteriosa, inexplicable, es lo que ha guiado siempre a los seres humanos. De un modo u otro. Por una u otra vía. Muchos lo hacen inconscientemente, otros sin comprender a fondo por qué intentan ser mejores personas. Y hay otros muchos que jamás descubren esa veta mística en su interior y continúan por su estrecho camino infernal hasta tener una muerte atroz. Ejemplos de esto último hay miles en el mundo del arte y la literatura, pero siempre recuerdo con especial amor y compasión a la extraordinaria fotógrafa neoyorquina Diane Arbus. Como todos los artistas de verdad, se hizo a sí misma, pero se obsesionó de un modo tan feroz con su arte que hacía lo que fuera necesario para obtener una foto tremenda de la oscuridad de un ser humano. No abundo en el tema porque hay buenas biografías sobre ella. Llegó un momento en que estaba tan decepcionada y asqueada que no pudo más y se cortó las venas dentro de una bañera. Y es que el escritor verdadero, el artista verdadero, lo menos que pretende es entretener a su público. No quiere entretener a nadie. Para entretener están los artesanos, es decir, los fabricantes de novelitas falsas de amor o de misterio o de suspense. Yo al menos sólo quiero coger al lector por el pescuezo y sumergirlo en la mierda social, en los basureros de la ciudad: “¡Ven, ten valor, ven conmigo! Para que veas los límites últimos a los que puede descender un ser humano. Y después sí hay camino de regreso. Tú sólo te fortalecerás y llenarás tu corazón de amor y compasión, fuerza y coraje y piedad. Porque entonces sabrás que no merece la pena vivir como una bestia si podemos hacer algo mejor. Tú eliges, tú decides. Y lo tienes que hacer tú solo porque lamento decirte que no hay nada fuera de ti. Todo está en tu interior. La luz y la oscuridad, el infierno y el Buda”.

GA: Tienes razón, Pedro Juan, el escritor tiene que ir a donde nadie va. Un amigo mío lo describía como un explorador que se interna en lo más profundo del bosque, adonde nadie ha ido y regresa con una cubeta llena de algo que nadie ha visto antes. La creación es un misterio incluso para quien crea. No sé si necesariamente escribir sea lidiar con tus demonios. A veces es de las circunstancias más felices de donde surgen las obras.

La oscuridad entonces no siempre viene de los mismos infiernos, ni de los mismos abismos o túneles. Cada quien entra a lo más oscuro de su propio bosque y está en tu decisión saber cuánto arriesgas. Alguna vez llevé a mis hijos, cuando eran pequeños, a peregrinar a la casa de William Faulkner en Oxford. La legendaria Rowan Oak. Como se hallaba en reparación, el acceso a la casa se encontraba cerrado. No nos importó. Nos brincamos la cerca y fuimos a tocar a su puerta. Es una sensación extraña estar parado frente al mismo pórtico donde mi tocayo contemplaba el mundo de linchamientos, asesinatos, incestos, degradación humana. Miramos a nuestro alrededor: un bosque no muy amenazante circundaba la casa. En el camino trasero del jardín varios estudiantes pasaban caminando o trotando.

Al terminar fuimos al centro de Oxford. En una librería compré un raro volumen: las memorias de John Faulkner, el hermano de William. Leí con asombro. Para John el mundo desgarrado de William era un producto más de su imaginación que de la realidad. Los negros y los blancos eran amigos, no había gran violencia. Quizá fue una lectura apresurada, pero así lo recuerdo.

¿Qué había en los ojos de William Faulkner que veía un territorio de sangre y muerte y hombres desesperados, confundidos por la raza y la religión y el peso de la historia diferente a los ojos de su hermano John que veía amistad, buenos muchachos, gentileza sureña, negros alegres y blancos compasivos? ¿La patología de William Faulkner? Si es así, bendita patología.

Se dice que todo escritor cuenta sólo con un galón de tinta. Y varios vivimos con la angustia de que algún día se nos acabe. De que alguien descubra que en realidad somos un fraude y termine por desenmascararnos. ¿Se puede rellenar ese galón de tinta? Hemingway decía que sí, que las experiencias vitales le inyectan del preciado líquido con el que escribimos. Mentira. Sentado en la sala de su casa en Idaho apenas amaneció, el buen Ernest supo que nada le devolvería la tinta desparramada en tantas y tantas páginas. Esa mañana tomó su escopeta de dos cañones para poner el punto final.

No sé tú, querido Pedro Juan. Pero a mí las historias se me agolpan en la garganta y si no las escribo se me oxidan en la garganta y entonces me atenaza una mano envenenada que no me deja vivir en paz. Las historias están ahí adentro, furiosas, añejándose por años hasta que por fin dejas que salgan. Todas mis historias son profundamente personales. Las que escribo en forma de novelas, las que escribo en forma de películas. Eso es algo que nunca entendió González Iñárritu.

En algún momento alguien descalificó la novela como un entretenimiento burgués. Si así fuera hace rato que yo —y tú, seguramente— hubiera dejado de escribir. La vida me ha demostrado que los lectores aparecen en los lugares más alejados del cliché del lector. He recibido cartas de reos en remotas cárceles de la selva brasileña. De niñas francesas que no deberían leer mis libros y que descubren con terror el mundo al que quizá vayan a pertenecer, viejos que han visto en mis libros espejos donde la muerte se distingue de manera más nítida y cierran los ojos para imaginarse como náufragos próximos en el inmenso mar de la nada. Nunca jamás he recibido una carta que cumpla con el dogma del lector burgués que imaginan los críticos de la novela. Nunca. Les haré a esos lectores la pregunta que formulas: ¿necesitan realmente de esos libros, de esas películas?

Yo, como tu lector, te voy a contestar a ti, escritor: tus libros me son necesarios. Todos. Cada uno de ellos. Y aún me sacude la hermosa imagen del pasaje de una novela tuya que parafraseo desde la memoria: las hormigas entraban al condón lleno de semen y devoraban con sus tenazas a los pequeños seres humanos (sé que no la escribiste así, sólo la recuerdo así). Ese breve pasaje tuyo lo he repetido decenas de veces. Dentro de mí cabeza y en conversaciones y en cenas y en momentos en que no sé cómo explicar qué es la naturaleza y cómo pertenecemos a ella. Seguiremos escribiendo libros, mi hermano cubano. Creo que no nos queda de otra.

Guillermo Arriaga. Ciudad de México, 1958. Narrador y cineasta.

Estudió Ciencias de la Comunicación y obtuvo una maestría en Historia en la Universidad Iberoamericana. Como escritor ha publicado: Escuadrón guillotina (1991); Un dulce olor a muerte (1994); El búfalo de la noche (1999) y Retorno 201 (2003). Es autor del libreto cinematográfico de la trilogía conformada por Amores perros (Gran Premio de la Semana Internacional de la Crítica, Cannes, 2000); 21 Gramos (British Awards al Mejor Guión, 2003) y Babel (2006), así como de la versión cinematográfica de Un dulce olor a muerte (Palma de Oro al Mejor Guión, 2005). Además de documentales y cortometrajes, ha dirigido el largometraje Lejos de la tierra quemada (2008) y es productor de programas radiofónicos y televisivos.

Pedro Juan Gutiérrez. Matanzas, 1950. Narrador y poeta

Licenciado en Periodismo en 1978, ejerció este oficio por veintiséis años. Entre 1998 y 2003 publicó a través de Anagrama los cinco libros del “Ciclo de Centro Habana” (Trilogía sucia de La Habana, El Rey de La Habana, Animal tropical, El insaciable hombre araña y Carne de perro). Luego escribió la noveleta policial Nuestro GG en La Habana y el libro de viajes Corazón mestizo. Fue laureado con el Premio Alfonso García-Ramos de Novela 2000, España; y con el Premio Narrativa Sur del Mundo 2003, Italia. Tiene publicados varios libros de poesía en el extranjero (Espléndidos peces plateados, La realidad rugiendo, Fuego contra los herejes, Morir en París, Yo y una lujuriosa negra vieja y Lulú la pérdida y otros poemas de John Snake). Próximamente aparecerá en Cuba, por primera vez, una selección de su obra poética. El relato “Algunas cosas perduran” pertenece a la Trilogía sucia de La Habana, Editorial Anagrama, España, 2008.