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Agustín de Rojas o la paradoja de una anticipación

Casi nunca tenemos el privilegio o la posibilidad de poder acercarnos lo suficiente a un creador como para atrevernos a especular sobre qué esconde tras su obra. Casi nunca podemos fisgonear lo suficiente, invadir su casa, que invada la nuestra, enfrentar con frecuencia su insoportable ego al desnudo, sus desvaríos, tener privilegiado acceso a todo su trabajo édito y a la mayoría del inédito también, a las opiniones de toda clase de sus contemporáneos. Aún así, quizás nunca sea suficiente para que alguien se sienta tentado a aventurarse en opinar sobre las intenciones últimas que persigue un autor en su trabajo. Con Agustín de Rojas puede que estemos ante uno de los peores casos posibles para hacerlo, pero igual me atrevo por la gran suerte de nuestras cercanías, la geográfica y la de los intereses comunes que nos unen, y por la cara amistad que durante más de dos décadas hemos mantenido contra viento y marea.

Hace veintidós años conversamos por primera vez. Su obra futurista estaba por alcanzar el clímax que le aportaría su última novela de anticipación y, sin embargo, no había leído nada de él. Recuerdo con claridad la sencillez, la humildad con que en aquella tarde de 1989, después de una lectura de poetas jóvenes en la sede villaclareña de la Asociación Hermanos Saíz (AHS), soportó estoicamente mis alardes sobre temas de cinología con c, ciencia relacionada con los perros de raza, cuya existencia él desconocía, al rectificarle yo sobre las diferencias entre aquella y la sinología con s, estudiosa de la China. No faltaba mucho para que, recién horneada de la imprenta, estuviera en mis manos El año 200, gracias a la entusiasta recomendación de un compañero universitario. Me estremecí. Desde muy joven leía ciencia ficción y la decepción que siempre causaba en mí la nuestra pesaba mucho, no sólo el subgénero prácticamente inexistente, sino lo fantástico en general. Prejuiciado me lancé sobre aquellas páginas y, de un asombro a otro, en menos de dos meses su trilogía completa era algo que no dejaba de reciclar en mi cabeza divirtiéndome. A esta altura lo que era una amistad ingenua se convirtió en mucho más: Agustín dispuesto y yo agradecido. No podía ser de otra manera. La evolución de los años agregaría mucha complicidad e información entre los dos como para que intente opinar ahora.

Partamos de un hecho: la ciencia ficción y el subdesarrollo no son muy compatibles, ni para crearla ni para ser leída, porque, se acepte o no, el subdesarrollo económico es, en buena medida, consecuencia del desarrollo cultural de una región o país, sobre todo la que tributa al desarrollo histórico de las ciencias y la industria. (Solo basta con mirar la lista de grandes nombres que el Tercer Mundo —América Latina, África y el Sudeste Asiático— aportan a la literatura en general y la inexistencia de autores de igual talla que tributan a este subgénero).

Si el progreso científico cultural de un país es pobre, en él a la Ciencia Ficción dura le será muy difícil crecer: primero por lo exigente que es con quienes la cultivan, por la formación científica que les demanda para especular y, segundo, porque también es exigente en cuanto a conocimientos previos de los que la consumen; por tanto franquear las distancias entre el emisor-artista y el receptor-lector-público lleva una necesaria y peculiar complicidad. Entonces ¿cómo y por qué Agustín y la ciencia ficción?

Agustín es un verdadero científico. Nunca ha dejado ni dejará de serlo. Sin embargo, por encima de esa dedicación —que, entre otras, tempranamente lo convirtió en un hombre capaz de escribir Espiral— está el afán por ser maestro. Desde su adolescencia, por necesidades de la Revolución, se enfrentó a la docencia, y la chispa, la pasión por enseñar quedó en él: para cumplir con esos dos propósitos se gradúa como licenciado en Biología en La Habana en 1972. ¿Podríamos imaginar entonces el tremendo choque que debió sufrir su talento al caer de golpe en un aula, frente a futuros maestros del músculo, es decir, de la Educación Física? Estoy seguro que se hubiera asfixiado si el furibundo lector que sin duda era no hubiera tenido a mano el imaginario ajeno y a través de él llegar al propio, inflamarlo catárticamente hasta convertirlo en el escritor que siempre debió ser.

No existe referencia alguna de escrito suyo anterior a su primera novela. Sin duda ese dato es muy curioso. No creo que pensara convertirse en novelista. Sospecho que la frustración temprana que de a poco le provocó la enseñanza por medios ortodoxos, en las circunstancias que le tocaron, lo llevó a buscar un modo diferente y más abarcador para intentarlo desde la sugerencia y así aspirar a verter hacia la sociedad todo el cúmulo de experiencia científica y docente como necesitaba hacerlo. Así llega al arte el maestro, el científico; y sobre él se lanzó con todos sus pertrechos teóricos, con todos sus sueños, ahora apostando por enmascarar su mensaje didáctico a través del imaginario colectivo. Si bien su obra está abierta a cualquier público, con los diferentes niveles de lectura que cada cual sea capaz de hacer en ella, su primera etapa, la futurista, está llena de un complejo derroche imaginativo, con mil y un ganchos narrativos fincados sobre la especulación científica más refinada. Presumo que con tales premios para el lector potencial, utópicamente Agustín intentaba captar la atención de la masa creciente de científicos e intelectuales de la isla, para de algún modo influir en los rumbos de la misma. Así llegaron los frutos que nos permitieron conocerlo. Pero, ¿cómo demostrarlo?

No existe obra alguna de este autor en la cual no aparezcan los conflictos éticos y morales en primer plano, o, por complicadas que sean las soluciones, la balanza se incline a favor del mal. Por compleja que sea la forma, por disimulado que ocurra, el bien siempre queda como vencedor, así sea de modo místico, como ocurre al morir Zakkay en El Publicano para que aun sin quererlo, por su sacrificio recibir la redención. Pero, perdón, me he adelantado mucho.

Aún era joven Agustín cuando empezó a novelar y aunque sin duda en él ya existía una temprana sabiduría, esta no era suficiente para salvarlo de cierta ingenuidad, ingenuidad por demás reclamada por Aristóteles para que tal suma de conocimiento exista, pues sin ella es imposible que un espíritu se mantenga lo suficientemente fresco, abierto, no anquilosado, para poder amasar el conocimiento de siglos de forma consumada y consciente. Ingenuo porque a pesar de que se estaba llegando al final de una época histórica convulsa, él apostaba a “luchar” literariamente por lo mejor de sus valores, arriesgándose a crear una obra sólida sobre baluartes político­-sociales que, como mínimo, pasarían de moda, cuando no desaparecerían para siempre.

Estaba por caer el campo socialista y esa caída pondría fin a la guerra fría, al tiempo que en lo científico despegaba la nanotecnología hasta espacios que la ciencia ficción no podía anticipar: nacía el microprocesador; se desarrollaban las comunicaciones satelitales para fines pacíficos, aparecían los retrovirales, llegaría Internet, la telefonía celular etc. A pesar de ello, el trabajo de anticipación de Agustín creció, se fue complejizando en ese mismo período de cambios en la medida en que sus novelas aparecían. Si bien en la primera —Espiral, 1980— la épica nos lleva de la mano intentando redescubrir un planeta y una humanidad post-holocausto nuclear, ya la segunda —Una leyenda del futuro, 1985— nos muestra un drama altruista, psicológico, en un espacio cerrado, profundizando sobre lo estrictamente grupal, libro que atrevidamente comienza y termina en lo onírico; con la tercera —El año 200, 1990— llega la apoteosis de sus mundos novelados a la síntesis de todo lo anterior que escribiera; obra donde la complejidad psicológica a que ya nos acostumbraba eleva sus presupuestos y por primera vez francamente se enfrentan los buenos y los malos, con todos los matices posibles, con todos los intereses probables, retomándose la historia de personaje en personaje, para al final diluirse el protagonismo de la pieza mientras se desborda la fábula.

A pesar de lo que había crecido Agustín como intelectual y creador por este camino, el mismo estaba por cerrarse. Llevó al extremo la lucha de clases, el enfrentamiento del bien y el mal, contra el Imperio, palabra que aunque también hoy la retoman los agredidos contra diversos agresores —y no sólo contra los Estados Unidos de Norteamérica, como se acostumbraba—, por aquella época sabía demasiado a guerra fría, sostén y motivo impulsor, temático, de gran parte de la Ciencia Ficción dura del siglo XX, pero a su vez sinónimo de una época que terminaba, precisamente, sin futuro. El muro de Berlín era historia y la URSS estaba por desaparecer.

Como consecuencia del derrumbe de la última utopía, la del socialismo ortodoxo del siglo pasado, nuestro medio sufrió un cataclismo tan complejo que aún hoy no hemos sido capaces de describir a plenitud, pues hasta ahora el intento de hacerlo ha quedado mayoritariamente convertido en un realismo sucio que más que expresar pretende vender desvergonzadamente un escándalo y no encontrar la raíz humana de tanta tragedia, de tanto absurdo, de tanto dolor, de tanta desesperación, de tanta vergüenza. Con la desaparición del bloque socialista europeo Cuba sufriría la peor crisis económica de todos sus tiempos, eufemísticamente llamada Período Especial. No hace falta detallarlo. El eco de esa calamidad aún no se apaga.

Si tecnológicamente se hace difícil anticipar, si no hay guerra fría que apoye la búsqueda holocáustica a la que tanto nos acostumbró la Ciencia Ficción del siglo XX y el propio Agustín, si los valores éticos y morales por los que tanto luchamos menguan con la miseria material, la que al final, marxistas como somos, tenemos que admitir nos influye —el hombre piensa como vive—, si buena parte de los mejores científicos e intelectuales de la isla tomarían parte de un exilio económico masivo e indetenible, entonces, ¿podía seguir siendo este género el mejor vehículo, el mejor pretexto para que Agustín evolucionara, para que siguiera con su labor de enseñar, de entregar un mensaje panhumano? Como ha ocurrido a la mayoría de nuestros grandes intelectuales, en la raíz martiana, siempre doctrinal, encontraría las respuestas, las sugerencias para hacerlo; pues al buscar en su esencia inevitablemente llegaremos a su profundo y original evangelismo. Allí —como bien Agustín le apuntara a Yoss en una entrevista de 2009— están las enseñanzas cristianas, tan consustanciales al ideario más importante sobre el que se erige la cubanía. Y allí encontró Agustín su salvación. Pero para dar ese salto, tendría que prepararse como nunca.

La última novela impresa de este autor —El Publicano, 1997—, lo alejaría en 180 grados de sus acostumbrados espacios: del futuro al pasado, de la ciencia al mito, de la fantasía a lo histórico. Esos eran los retos que debía enfrentar el Agustín novelista y maestro, y el científico vino en ayuda de ambos. Si alguna obra le llevaría estudio sería esta, pues además del rigor necesario para aventurarse en estos predios, recordemos que el tema elegido nada tenía que ver con su formación profesional, a la que tanto debía su literatura futurista. En esta ocasión se lanzaba a recrear parte de los últimos días del ministerio de Jesús de Nazaret, el personaje más difundido y vilipendiado de la historia de occidente, tema central de los escritos de los evangelistas, tratado en cuanta razón religiosa lo precedió, y que en los últimos cien años ha sido protagonista en la literatura de escritores de la talla de Bulgákov, Nikos Kazantzakis, Roa Bastos, J.J. Benítez, por recordar mis preferidos.

Agustín lo intentó y lo logró. Pero a qué precio. Transcurrían los años 1993 y 1994, el Periodo Especial en su apogeo, él perdiendo literalmente sus dientes por desnutrición. Para sobrevivir, sobre todo su espíritu, en vez de plegarse a vender lo “sucio” del momento, como hicieron gran parte de los escritores de la isla —primero para comer, después para lucrar—, lo único que podía hacer era ufanarse por escribir sin descanso una obra monumental, una obra sobre el amor, una obra sobre la fe, la que tanto habíamos perdido, la que tanto necesitábamos reencontrar. Por lo menos fracasó una vez antes de lograrlo y prueba de ello fue el primer manuscrito que envió hasta la Editorial Letras Cubanas. Aún recuerdo a Amir Valle —quién lo tuvo en sus manos y lo leyó— confesándome lo disparatada e inservible que era aquella versión. Pero insistió y llegó el fruto.

Con esta novela Agustín se consagra como el gran antropólogo y escritor que es, mientras se estrena en el rol de un historiador bíblico de talla mundial. Desde que Yoshua bar Maryam se nos presenta, la magia de sus trenzas largas y rojas nos seduce de un modo tan convincente que por primera vez uno siente —creyente o no— que tiene en frente a un personaje de carne y hueso que de a poco se convierte en Jesús, pero un Jesús al final salvado de saber a estampilla y a adoración. Sin embargo, no por lograr eso, no por humanizar el mito, el autor agota su misterio, sino que lo reafirma por el recurso de su verosímil ingenuidad, mientras que el peso de lo real recae sobre el protagonista formal, el mundano Zakkay, personaje menor en las sagradas escrituras que sirve para pretextarnos la historia mostrada y gracias al cual se nos entregará el gran mensaje de la misma: de cualquier modo la redención es posible. ¿Acaso, al asegurar eso, Agustín no se está atreviendo a la mayor de las anticipaciones posibles, a la mística? Con esa gran paradoja cierra su obra.

Mucho se ha especulado sobre el destino literario de Agustín, mucho se le ha increpado. Primero los seguidores de la Ciencia Ficción, por abandonarla; después los seguidores de su legado cristiano, por dejar inconclusa la supuesta segunda parte de su trabajo sobre Jesús, La llegada del reino o Kindong, como aparece nombrada digitalmente en sus borradores. Que si en este último caso temió llegar al lugar común del viacrucis, que si se agotó, que si se le adelantó Roa Bastos en usar un final parecido para su Hijo del hombre al que él preparaba para esta pieza. En fin, mil y una posibilidad y quizás todas con algo de cierto. Sin embargo, por encima de todo ello, creo que este autor todavía era un hombre lo suficientemente lúcido como para saber que provocar tantas especulaciones, el no responderlas, puede ser colofón para cerrar una obra con broche de oro, tal como hizo Rulfo, tal como recomendaba Monterroso en su fábula del zorro.

Injustos, cuando juzgamos a Agustín de Rojas, nadie se detiene a pensar en el increíble trabajo que este hombre desarrolló en sólo quince años, si atendemos a la datación de la última novela y a su confesión verbal de que sólo demoró alrededor de un año en escribir Espiral, la primera, única no fechada. Por cuestionar se le cuestiona hasta la cordura —que poco importa con el respaldo de su obra.

Para hacer un estudio abarcador de esta, al lado de escritores y especialistas en literatura, debieran estar bioquímicos, fisiólogos, sicólogos, sociólogos, lingüistas, politólogos, teólogos, historiadores bíblicos, ocultistas, mitólogos, filósofos, estetas —con los que tanto difiere—, por sólo nombrar los más cercanos campos especializados sobre los que ha fincado una labor que no se ha limitado a la novelística, sino que ocupa la narrativa breve, —aunque escasa contribuye con un cuento de lujo: “Aire”—, la ensayística, donde aporta un curioso libro—Catarsis y sociedad, 1994—, y muchos otros textos de crítica literaria, sobre temas religiosos, magia negra, estudios teatrales; trabajos desperdigados a lo largo de los últimos años en revistas, folletos y publicaciones digitales.

Si reconociéramos tamaña labor, tan versátil, profunda y extensa, su autenticidad, su excelencia, de seguro este autor tendría un buen puesto en el parnaso de los grandes de los últimas décadas, uno de los pocos cubanos vivos1 con capacidad y poder para escribir genuinos bestsellers, a pesar de los defectos comunes de su escritura, defectos que sin duda no serían notables en la mayoría de sus trabajos si hubieran tenido la suerte que corrió Espiral, editada nada más y nada menos que a manos de Miguel Barnet.

Cabría pensar que el azar ha sido adverso al final de esta obra, opacada por la escasa tirada de su última y más importante novela —apenas dos mil ejemplares—, por sus problemas de edición —desde el primer párrafo hay momentos en que la puntación se hace terrible—, por ver la luz en medio de un editorialismo inmenso y efímero que hace parecer a los títulos simples olas en medio de una verdadera tormenta editorial en la que es difícil detenerse a mirar, a tomar en cuenta, a leer y por tanto juzgar lo que debe ser juzgado. Quizás más allá de ello, El Publicano no ha encontrado el gran lector que necesita, al Cortázar que convirtió a Paradiso en mito a pesar de los numerosos correligionarios de Lezama que, como Carpentier, no dejaban de criticarlo; tampoco se ha encontrado con el crítico capaz de vindicarlo como se merece hasta que sea ubicado en el sitial de las obras imprescindibles por y para el bien de todos.

Ojalá toda su obra sea algún día validada —reeditada también— con todo el rigor que amerita en bien de esta patria grande que es Cuba, grande precisamente por contar en su esencia con hombres que se han anticipado al decir de todos los demás, hombres como Poey, como Varela, como Martí, como Lezama e incluso también —¿por qué no?— como Agustín de Rojas, que en un momento crítico de la nación inventó un auténtico evangelio, paradójicamente ateo, para que al final, con Dios, nunca nos falte la esperanza.

En Santa Clara, 21 de Julio de 2011

NOTA

1. Agustín de Rojas fallecería apenas dos meses más tarde (Nota del Editor)

Rubén Artiles.