Narrativa

Fragmento de la novela publicada por Editorial Ancoras en 2017…

Algo de sangre

Libro Algo de sangre, de Liany Vento García

1

Ayer el último cliente me preguntó si podía regalarme una rosa. «No lo creo», le dije, y vi que intentaría preguntarme por qué, así que me adelanté: «Mejor se va y no vuelve». El hombre se alarmó: «¿No te da miedo que por tratarme así pueda hacerte algo?». Yo le dije que sí solo para complacerlo, pero en realidad no le tenía miedo alguno. No era un hombre peligroso. Era un hombre solo y ya. «¿Entonces puedo traerte una rosa un día de estos?». Le dije que sí para parecer amenazada. Entonces se fue. Creo que no va a regresar. Quizás necesitaba eso, amenazar o creer que puede regalar a alguien una flor cuando lo necesite.

Terminar los días de esa forma hace que despierte sin ganas y recoja mi pelo como si apilara la basura de una calle, que solo enjuague mi boca y no la cepille. No tuve fuerzas ni siquiera para ver una película. Yo siempre veo una película o leo algo, pero ayer no. Ese tipo me quitó las ganas de vivir mi vida. Era un tipo bastante asqueroso, con la cara manchada por el acné de juventud. Era mayor. No viejo, pero mayor. Y se tocó entre las piernas mientras hablaba conmigo. Ojalá no regrese. ¿Y si le da por regresar con una flor solo para verme y tocarse un poco?

En algún momento de la madrugada me desperté porque creí escuchar al tipo dentro de mi cuarto con su voz clara. Sí, tenía una voz muy agradable. Qué raro. En mi cuarto escuché que el tipo decía: «¿No te da miedo que por tratarme así pueda hacerte algo?» Desperté, pero no asustada, y me puse a pensar en por qué habría una necesidad en ese hombre de amenazar. Un pobre tonto. Salí de la cama y escribí las palabras del hombre. No quería que se me olvidaran: todos los días no le dicen eso a una. En la hoja había otras cosas escritas. Ideas que a Ve se le ocurren y que no quiere olvidar. Veo la palabra asesino escrita con su letra de apuro, la palabra unida a otras que conforman sus locas ideas que prefiero no recordar. Cuando regrese, le contaré lo que me pasó con el hombre y hablaremos. Ella intentará convencerme de que ese hombre es un posible criminal, que debo tener cuidado, y pensará que ha sufrido un bochorno muy grande con las mujeres y que de ahí parte su necesidad de amenazar y sentirse superior a ellas. Dirá que seguro el bochorno estuvo relacionado con una flor. Ella es una persona con una capacidad de fabulación increíble. Y anota todo lo que se le ocurre. Por eso su bolso verde está lleno de papeles que solo ella comprende. Yo también fingiré es tarde acuerdo. Pero no lo estaré en realidad. Debo fingir que siempre estoy de acuerdo porque ella se enfada fácilmente y no quiero verla de ese modo.

2

Mi pelo está horrible con este aire. Pienso que sería bueno no encontrarme con nadie para no tener que hablar y que se dé cuenta de que no me cepillé los dientes. Con Ve no me importaría, pero no regresa de La Habana hasta mañana. Tengo deseos de verla para contarle lo del hombre y escucharla inventar. Ve no sabe qué es un criminal. Cree saberlo. Pasa horas leyendo libros, consumiendo todo lo que tiene que ver con el tema y segura de que eso basta. Trato de convencerla de que nada de eso le servirá, que seguramente ha tenido enfrente verdaderos asesinos y ni cuenta se hadado. Cuando le digo eso se pone pensativa y entonces me arrepiento, es capaz de andar mirando a todos detenidamente por si aparece alguno que no se le escape y entonces aplicar lo que hace llamar su fórmula. Pero no quiero pensar en eso ahora. Solo quiero que regrese, la misma de siempre, con sus locuras y sus obsesiones.

3

La escoba ya está vieja. Me molesta ver que se dobla y le pasa por arriba a la churre. Algo muy extraño. Es bueno, porque no sube tanto polvo a los libros y, más que ver la librería sucia, me molesta sacudir todos los días. Compré una brocha para sacudir. El polvo se levanta y ya siento picazón en los ojos. Yo nunca había sentido picazón en los ojos. Es molesto. Tengo buena visión y me preocupa que por el polvo comience a perderla. Ve tiene miopía. Muy leve, pero la tiene. Usa espejuelos cuando oscurece. Le quedan muy bien pero ella no quiere ponérselos todo el tiempo. Dice que le dan un aire de polilla que no le gusta. A ella le gusta parecer inteligente, pero también hermosa, y dice que los espejuelos le restan belleza a su rostro. Yo no creo quesea así pero no la contradigo. Nunca. La extraño.

—Buenos días.

—Buenos días. Puede pasar. Termino de barrer y enseguida lo atiendo.

Ya Ve me hubiera quitado la escoba de las manos y dicho: «Atiende al cliente. Deja de barrer». Y hubiera tirado la escoba a un rincón. Pero yo no tengo tanta prisa. Que el hombre se familiarice y luego pregunte lo que quiera.

—Me dice si lo puedo ayudar.

«Míralo a los ojos». Siento la voz de Ve en mi oído. A ella le gusta que yo mire a los ojos de los clientes. Da confianza. El cliente se siente priorizado. «No vendes más porque no miras a los ojos de la gente». Pero no me gusta mirar a los ojos de nadie. La gente se ve en los ojos muy claramente. Pero como extraño a Ve quiero hacer las cosas como ella me dice y miro al hombre a los ojos, tan profundo que el susto me golpea.

—¿Le pasa algo?

Me esquivo. El hombre quiere ayudarme. Extiende su mano.

—No. No es nada. ¿Qué desea?

—Vengo por algo que oí en la radio sobre un club de lectores. ¿Es correcto?

—Sí. Mire. Son estos libros. Usted se afilia, paga una cuota de veinte pesos mensuales y puede sacar uno a uno los libros que desee en el mes. Aquí tiene un catálogo con los títulos y una breve sinopsis para que decida si le interesa.

—Sí, ya veo. ¿Apurada?

—No.

—Es que la siento con prisa.

—Es mi modo.

El hombre me habla pero no desvía la vista del catálogo. Es mejor. No quiero sus ojos sobre mí.

—Voy a afiliarme. ¿Qué necesita?

—Su carné de identidad.

Fermín Galdón. Primera vez que veo ese apellido. Igual me pasó con el nombre Verena, que es el nombre de Ve. A ella le gustaba, pero desde que pusieron una telenovela donde la protagonista, una actriz que no le gustaba, tenía ese mismo nombre, ella hizo que todos le llamaran Ve. Y a los nuevos amigos les dice que se llama así y ya. Claro, a mí me contó la verdad porque somos las mejores amigas del mundo y no tenemos secretos.

—También necesito un número de teléfono donde localizarlo en caso de demora.

—¿De demora?

—Sí, que se quede con un libro más tiempo del que debe.

—¿Qué tiempo tengo?

—Una semana.

—Para mí es suficiente. Leo muy rápido. Así como usted habla de rápido, así leo yo. 298743.

—¿Dónde trabaja?

—¿También lo necesita?

—Claro. Todos los lugares donde podamos localizarlo.

—Trabajo lejos.

—No importa. Dígamelo.

—No voy a quedarme con ningún libro. Uno de los beneficios de esto es que puedo leer sin acumular. No soporto acumular.

—¿Dónde trabaja?

—Empresa eléctrica. El teléfono que le di es de ahí, el directo para hablar conmigo. Soy quien único responde. Si sale alguien que no soy yo es que algo está mal.

—Está bien. ¿Va a pagar el mes ahora?

—¿Puedo pagar en otro momento?

—En realidad si lleva un libro tiene que pagar.

—¿Y si no me llevo un libro, para qué me afilié?

—Hay quien se afilia, paga y no quiere llevarse ningún libro en ese momento. Podría ser su caso.

—No. No es mi caso. Voy a llevar un libro. Ahora.

—Bueno, siéntase libre de escoger.

—¿Por qué no me ayuda? Recomiéndeme algo.

4

Descubro en la calle manchas que son como las nubes, adoptan diferentes formas. Las manchas demoran más en definirse pero de tanto pie y tanto carro pasándoles encima termina por formarse una rosa o un animal que puede ser una estrella de mar, el rostro de un perro o una rana en el peor de los casos. Siento un pánico horrible por las ranas. Todo es culpa de mi madre, que cuando una aparecía en la casa me trancaba en el cuarto, luego de ponerme encima de la cama y de poner un trapo en la rendija entre el piso y la puerta. Ella y yo sobre cama y papi cazando al animal como si cazara a un asesino. Ve no. A Ve le pasó lo mismo pero ella es una mujer fuerte y se sobrepuso al miedo. Dice que fue en el preuniversitario. En uno de esos juegos en que ponen castigos a la gente. O cogía la rana que vivía en una de las macetas del pasillo o le daba un beso a un tal Yunier que era muy bonito pero un completo inútil. Gracias a eso perdió el miedo, incluso dice que encuentra en ese roce con la rana una especie de éxtasis. «No te comprendo», le dije la primera vez que me lo contó, y ella me dijo que ella tampoco comprendía, pero que así era. «Deberías probar», me dice lo mismo cada vez que en nuestro cuarto se cuela alguna rana. «Ahora es el momento, piensa que es una piedra, no tengas miedo». A veces me he acercado lo suficiente para verles los ojos y cierta manera de respirar que tienen, pero no puedo hacerlo. «Si no puedes enfrentarte a una rana, ¿cómo piensas enfrentar a un criminal en caso de que alguno quiera hacernos daño un día?».

Siempre la misma pregunta. El reproche. Siempre voy y me acuesto sin hablar. Ella tiene razón. ¿Cómo voy a defenderla si alguien, un día, quiere hacerle daño?

Me acuesto temprano. Hoy tampoco leo ni veo película alguna. Mañana regresa Ve. Quiero que llegue mañana. Ayer pensaba que no hacer las cosas que me gustan tenía que ver con aquel tipo desagradable que quería regalarme una rosa y extorsionarme, pero no. La realidad es que sin Ve aquí no es igual. Quiero dormir y amanecer de un tirón. Quiero que me despierte como siempre con su beso en mi frente.

5

«¿Cómo vas a salvarme?». Una rana enorme. Un hombre y una rosa. Todo rodeándola. No hay lágrimas. No gritos de terror, solo la pregunta: «¿Cómo vas a salvarme?». Ve con el pelo suelto que le llega hasta los hombros. El pelo lacio que algún viento le empuja hacia la cara. «¿Cómo vas a salvarme?». El tren pita. Se acaba el tiempo. Todo sigue igual: la rana, el hombre y la rosa. Ve y su voz de reina de algún país con rey. Ve y su piel tan blanca que alumbra.

La luz del sol por la única ventana del cuarto da en una flor de cristal sobre el escaparate y el reflejo me despierta. También el olor del café. No hay beso en la frente, pero sí el olor del café. Quiero levantarme, pero me quedo en la cama. Voy a esperar. Será mejor si espero y me hago la sorprendida. Estoy feliz. Esto es la felicidad. Este pequeño pero permanente dolor. Siento los pasos. Se acerca y no quiero reírme y desbaratarle la sorpresa de llevarme el café a la cama. De besarme. Pero no aguanto y sonrío. También siento su risa. Abro los ojos: en la bandeja una taza de café y al lado una rosa. Es Ve. Ve que regresó. «¿Puedo regalarte una flor un día de estos?». Ve con la voz del hombre asqueroso y pobre. El hombre que sonríe a través de Ve. «¿No te da miedo que pueda hacerte algo por tratarme así?».

No dormiré más. No quiero. No por temor a los sueños, sino por esa molestia de despertar con cada nueva pesadilla y luego dar vueltas en la cama hasta que vuelva el sueño. Voy a ver la televisión. Esperaré la mañana y a Ve, que siempre llega muy temprano pues viaja de noche. Son las tres y cincuenta y cinco. Falta poco. Falta menos que ayer. Estas horas son un segundo. Pronto entrará por esa diminuta puerta con el sol entre las manos, contando sobre la conferencia de literatura negra y criminal que dio el profesor Michel Ena en la Universidad de La Habana. Quería que la acompañara. Insistió.

—Ven conmigo. Cierras la librería y nos vamos a dormir en el muro del malecón.

Pero no quería. Las ventas habían sido pocas y, si cerraba, los clientes desaparecerían por un buen tiempo.

—Ven conmigo. Caminaremos por la Plaza Vieja y veremos a los turistas tomar cerveza negra y nos reiremos de ellos. Cantaremos con algún trovador de malecón, le pagaremos para que nos acompañe toda la noche.

—No quiero. Lo hago por nosotras.

—¿Por nosotras? ¿Qué tiene que ver? Ven conmigo.

—No puedo. Tú sola la pasarás mejor y podrás quedarte en casa de algún amigo y no en el malecón.

—¿Esto tiene que ver con el viaje a Bayamo?

—No. Solo que no quiero cerrar la librería.

Y arregló su mochila y salió sin despedirse. Pero yo sabía que regresaría tan alegre como siempre. Ella era una persona feliz a pesar de las cosas raras de su vida.

6

La vi por primera vez en el tren, sentada junto a la ventanilla. La miré como se mira a cualquiera pero un poco más curiosa: “Otra muchacha que viaja sola”. Yo estaba unos asientos más atrás, pero la mujer a mi lado me pidió cambiar para estar cerca de su esposo. El otro asiento resultó estar al lado de Ve.

Traía una mochila. Grande. Una mochila azul y negra, muy larga. Como su pelo. El pelo lacio como me gustaría tenerlo algún día. Era muy bonita, al menos al primer pase de ojos. Y moderna. El tipo de chiquitas que aparentan tener mucho dinero, y tenía un libro entre las manos que leía gracias a que la luz del tren aún estaba encendida. Era de noche y, aunque se me olvidaba por momentos, sentía miedo. Uno no puede evadir las historias macabras que algunos han protagonizado en los trenes.

En el preciso instante en que arrancó la máquina y las luces se apagaron, cuando todo quedó en silencio, el miedo volvió. Tan fuerte que pensé gritar y pedir que quería bajarme. Fue la voz de Ve la que me sacó de aquella sensación.

—¿Tú también tienes miedo?

He querido que ella me vuelva a preguntar lo mismo de aquel modo tan cálido. Pero ya nunca más.

Otras maneras iguales de perfectas salen de su voz pero nunca como aquella.

No respondí. No sabía si debía hacerlo. En la oscuridad a la que mis ojos se iban acostumbrando, noté que ella había cerrado el libro sobre sus muslos y que me habló sin mirarme.

—Yo me estoy muriendo. Es la primera vez que me subo a un tren sola, en mitad de la noche.

—Este tren nunca ha tenido un accidente.

Hablé suponiendo que aquel era el más evidente de los miedos que podía tener una muchacha que viajaba de noche en un tren de mala muerte.

—¿Y cómo lo sabes? ¿Has viajado otras veces?

—No. Pregunté.

—¿Entonces tú también sientes miedo?

Es increíble cómo Ve dejó de ser esa muchacha temerosa, y como yo, que en aquella primera conversación aparenté ser la más fuerte, no lo era. No sé qué explicación tiene ese comportamiento con el que jugamos a ser otros. Pero así fue, hasta que todo tomó su curso y ella se convirtió en la cueva y yo en el animalito que corre a resguardarse.

Me recosté en el asiento. Quería dejar claro que intentaría dormir. Ella insistió.

—¿Tú vas para Bayamo?

—¿Para qué quieres saberlo?

—Por nada. Es solo curiosidad. Yo voy para allá.

—Sí. Voy para Bayamo.

—¿Y tienes dónde quedarte?

—Sí. En casa de una tía, pero no puedo llevar a nadie más.

—¡Dios mío! ¡Qué directa! No lo pregunté por eso.

Llevo dinero para pagar un alquiler por varios días. Pensé… ¿Qué tiempo vas a quedarte?

—No lo sé. Tres, cuatro días.

—¿Y tienes pasaje de regreso?

—No.

—Yo tampoco. Creo que pasaremos trabajo para regresar.

—Supongo.

Y esa vez me viré hacia ella y pude ver que en verdad era hermosa. Perfecta. Ella también me veía, pero no pude adivinar qué pensó.

7

No supe cuándo volví a dormirme. Pero sí que la serie, sobre unos alienígenas que invadían la ciudad de Nueva York, era malísima. Como en todas las series de ese tipo, los extraterrestres adoptan forma humana y no puede reconocérseles. Las actuaciones eran horribles, y pensé que si Ve las veía me obligaría a cambiar el canal o a apagar el televisor de inmediato. Pero Ve no estaba.

Me despierta la música del noticiero matutino. Son las seis y media. Ve no ha venido y me tiro de la cama con el susto más grande de mi vida. ¿Qué habrá pasado? Cinco y media, seis menos cuarto, casi siempre llega a esa hora cuando vuelve de La Habana. Siempre. Apago el televisor, pero enseguida lo enciendo. Si fue un accidente lo anunciarán en el noticiero. Únicamente por eso dejo que el cuarto se llene de la voz de ese locutor infame, tembloroso.

La cocina está limpia. Ayer la limpié con todas mis fuerzas, para que Ve preparara nuestro desayuno a gusto. Le gusta lo limpio. A mí también, pero a ella le gusta más. No es obsesiva pero sí muy limpia. Nunca deja de bañarse, ni aunque haya un frío horrible. Yo a veces no me baño. Me cuesta quitarme la ropa y duermo con la misma con que fui a trabajar. Pero siempre me lavo los pies. No puedo dormir si siento en mis pies polvo o sudor. Ve no se molesta conmigo. Ella comprende, sabe que al otro día me bañaré cuando amanezca. Nunca le he dicho, pero a veces dejo de bañarme apropósito porque casi siempre es ella quien me friega los pies. Yo caliento el agua y luego la vierto en la palangana azul. Mezclo gel de baño y me pongo una toalla mediana en los muslos. El agua caliente es perfecta. Me recuesto en la silla de espaldar alto que trajo Vede la casa de su madre, no pasan cinco segundos y ella está limpiándome los pies, las pantorrillas, frotándome el calcañal. También me hace cosquillas. Y mis movimientos para esquivarla hacen que el agua le moje su cutis de niña. Nos reímos mucho y somos felices de esa manera, aunque salimos y la vecina de al lado nos mira con cara de asco porque cree que somos pareja; aunque alguna vez nos tiren papeles por debajo de la puerta: «¡Váyanse, tortilleras!». En el barrio en el que vivimos hay gente de muy mal carácter; gente muy anticuada que no comprende que dos amigas pueden vivir juntas. Cuando esas cosas pasan ella me mira y sonríe. Me da un beso en la frente y dice: «No le hagas caso». Ella piensa que yo me preocupo, pero en realidad no. Nada me importa si estoy con Ve.

El café cuela más lento que de costumbre. Creo que es mi propia gana de que se demore para si Ve llega lo tome caliente. Tengo la impresión de que no va a llegar. Al menos no hoy. Debió haberme llamado. Ella sabe que me preocupo. Si decidió quedarse porque el tal Michel Ena iba a dar otra conferencia debió avisarme, pero el teléfono está tan pasivo como si en esta casa no viviera nadie.

Esto ya lo he vivido: no cepillarme los dientes; recogerme el pelo como recojo la basura. Caminar y flotar al mismo tiempo. Abrir la librería, barrer y sacudir los libros como si mi nombre fuera Desgano.

8

El tren se detuvo y el pitazo me despertó. Me dio por preguntar dónde estábamos, como si ella supiera. No se veía mucho. La luz de una Terminal apareció, pero no había cartel que indicara el nombre del pueblo.

—No sé. Ni idea. Pero ya salimos de Villa Clara, eso te lo aseguro.

Busqué en mi bolso de mano un pomo con agua. Tenía la boca pegajosa.

—¿Quieres?

—No. Gracias. Yo también traigo, pero aún no tengo sed. Casi siempre tengo sed pero no sé si es el frío de la noche… ahora no tengo. ¿Qué hora es?

Miré el reloj y me incliné hacia ella para pegarme a la ventanilla y aprovechar la luz de la Terminal. Sentí su perfume.

—Las tres y cuarenta y dos.

—No he podido dormir nada. Tú hasta roncaste.

—¿Yo? Yo no ronco. Nunca.

—Pues hoy roncaste. Pero no importa. Es tan normal como dormir.

—Pero es que no lo creo. Jamás he roncado.

Jamás es una palabra muy grande. Todo tiene una primera vez.

Resoplé, profundamente molesta. Me acomodé en el asiento y le di la espalda. Sentí cómo se inclinó para acercarse.

—Es mentira, muchacha, solo estaba jugando contigo. Eres tan seria. Mira, por qué no me dices a qué vasa Bayamo.

Pensé quedarme quieta, pero algo en su voz me contagió y me hizo reírme para mis adentros de su ocurrencia.

Me reacomodé frente a ella. Alguna vez había visto una foto igual: dos mujeres de frente, mirándose. Una foto o una postal. Un dibujo. Algo.

—Bayamo, porque es la cuna de la nacionalidad cubana. Es un viaje que tenía pendiente.

—Tú no debes ser real. Déjame tocarte.

Me apretó el antebrazo. Un toque descuidado, sin suavidad. Pero tan real como mi temblor.

—Ir a Bayamo porque es la cuna… eso nunca lo había visto. ¿Y quién hace ese viaje sola? Tú y nadie más.

—Y tú. ¿O es que no estás viajando sola como yo?

La expresión de su rostro me hizo arrepentirme de mi osadía. Regresó la vista a la ventana, a lo oscuro.

—Sí, es verdad, pero mis razones son menos honorables y más urgentes.

Y se recostó al asiento y creo que se durmió porque no dijo más hasta que amaneció.

9

No me gusta vender mucho cuando Ve no está. Es como si mi buena suerte en el negocio dependiera de que ella me falte, y no estoy dispuesta a aceptar eso. Creo que prefiero morir de hambre pero con ella a mi lado contándome sus historias y proyectos. Sin embargo, he vendido casi cien pesos y también me alegra. Podremos ir al lugarcito que a Ve le gusta. Podrá comerse la crema de queso y tomar una sangría, que allí la hacen muy sabrosa. Es un lugar diferente, limpio y despejado que está al final de un pasillo con paredes adornadas por una hiedra espesa. Casi nadie lo conoce. Es muy bueno. Los empleados saben lo que uno va a pedir. No ponen música para no tener que ir en contra del gusto de nadie. Solo se oye el murmullo de las conversaciones que todos tratan de mantener a buen tono. Es increíble.

Lo encontramos una noche que llovía. Veníamos de la iglesia y justo allí empezó a llover. Entramos a guarecernos en el pasillo y descubrimos al final las mesitas de madera.

—Vamos a ver.

Ve me haló por el brazo y en menos de diez segundos ya estábamos sentadas y con la carta en la mano.

Fue delicioso.

—Esto, no quiero más. Y a ti, por supuesto.

Así me habló y yo no pude decir nada. Llovía. Hoy iremos a ese lugarcito al que le dicen El Patio porque los propios clientes lo determinaron, pues es eso exactamente lo que parece, un patio en el que se pone la mesa para comer en familia. Un lugar sin adornos, solo lo natural, la hiedra.

Hoy iremos si Ve llega. Si no… Bueno, ya llegará, debe haberse entretenido con algo. Ella es muy curiosa y samaritana, y si en el viaje, por ejemplo, vio a alguna viejita sola, seguramente la acompañó a su casa, o si compartió viaje con alguien que le habló de algún libro que le interesó, sigue con la persona para ver el libro, hojearlo y leer algunas páginas que le interesen. Ella es así. Le he dicho que debe tener cuidado, que en la confianza está el peligro, pero ella viene y meda un abrazo y con eso logra que yo desista de regañarla. Dice: «Es bonito que te preocupes por mí, pero nada va a pasarme». Y es posible que nada le suceda. Sin embargo, yo que soy más tranquila, que no salgo de esta ciudad ni me arriesgo a relaciones nuevas, soy más propensa a los problemas. No es que tenga una lista enorme, pero me pasan pequeñas cosas a las que Ve nunca se enfrenta.

—¡Lo que tengo que contarte!

Ve entra a la librería y se abalanza sobre mí con un abrazo. Me besa mucho por los cachetes. No trae la mochila, seguro ya estuvo en la casa, descansando o escribiendo eso que va a contarme. Siempre tiene algo que contar cuando llega de un viaje. Se tira en uno de los bancos.

—Es increíble lo que puede pasar. Yo no… ¿Todo está bien? Tienes una cara de susto…

Se levanta y frente a mí repite la pregunta.

—¿Te pasa algo? Dime qué pasó.

Ella adopta una actitud de ataque siempre que piensa que me pasa algo.

—Dime.

Me sacude. Pero a mí no me pasa nada. Y siento vergüenza de hacerla enojar por gusto.

—Nada. Yo… Estaba preocupada, nunca llegas a esta hora.

Sonríe y vuelve a abrazarme.

—Bobita. Llegué tarde porque… Tengo que contarte algo increíble.

—¿Cómo estuvo la conferencia?

—Muy bien. Pero lo mejor fue después. Cuando llegué a la Terminal. La guagua llegó más temprano que de costumbre y tuve que esperar a que hubiera más movimiento en la calle para venir para la casa. Entonces se sentó un hombre al lado mío.

Me siento a su lado en el banco. Ella gira y se pone a horcajadas. Me arregla el arete. Siempre me arregla el arete.

—No te preocupes, no hizo nada. Yo estaba medio dormida. Entonces me espabiló su voz: «¿Vienes o vas?».

Liany Vento García. Santa Clara, 1982.

Narradora y poeta. Sus textos han aparecido en numerosas revistas de Cuba y varios países; y en antologías como Todo un cortejo caprichoso (2011), L@s nuev@s caníbales. Microcuento del caribe hispano (2015), Sombras nada más. 36 escritoras cubanas contra la violencia hacia la mujer (2017), Isla en rosa. Historias cubanas del amor y sus desdichas” (2017), Tres Toques Mágicos. Antología de la minificción cubana (2017). Ha publicado los libros de cuentos Close up (2010), El olor de los fulanos (2012) y Nubes (2014), y la novela breve Algo de sangre (2018). Galardonada con los premios de cuento Pinos Nuevos (2012) y Celestino (2013) y el Ciudad del Che de Poesía (2011). Reside en Chile, donde se hizo Doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Concepción y se desempeña como editora en varias editoriales independientes y ofrece talleres de creación literaria. En 2021 recibió el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara con los cuentos de Lo que ocultan las rocas de la orilla.