Narrativa

Alguien tiene que quererte

No dejes nada detrás
No sea que tengas que regresar.
Charles Bukowsky

La vida puede cambiar, pero no
los recuerdos.
Manuel Cofiño

UNO

Con el dedo índice y la mano extendida en el aire hago varios garabatos y digo mentalmente: para no verte más, para no verte nunca más. Con el mismo dedo señalo un objetivo determinado: una piedra que esta en medio del camino. Me concentro y repito: para no verte más, para no verte nunca más. Luego apunto el dedo hacia mí y reitero las palabras. Pero tampoco funciona, nunca consigo desaparecer nada ni a nadie, y es que muchas personas se encargan de hacerlo por sus propios medios. Así ha sucedido con casi todos mis amigos: los que no se los ha comido el bicho se suicidaron, otros vivían y viven con la obsesión de irse para evadir los problemas de aquí y pensando que allá no los tendrán.

Robert me dijo: Cuando yo llegue allá, a ti no te va a faltar nada, te lo juro por la Virgencita del Cobre.

Ese nunca creyó en nadie, hace diez años no sé nada de él. Sé que esta vivo porque de vez en cuando voy de pasada por La Habana del Este y visito a su madre. Robertico está de lo mejor, vive en Mallorca y trabaja como showman en un hotel.

—¿Y tú qué esperas para irte? —decía.

Para no verte más, para no verte nunca más.

Cada vez que me hacen esa pregunta ironizo con la misma frase en mi cabeza.

La madre, toda ternura, saca fotos recién llegadas: Robert con un aspecto envidiable, vestido de lino blanco y una pose magnifica; otra de Robert con los nuevos amigos en un bar; Robert en una playa donde no hay arena como en las de aquí, sino un montón de piedritas lisas; Robert con abrigo de peluche y bajo la nieve, con cara de oso polar; Robert en la montaña rusa de un parque de diversiones, sentado junto al novio cara de bebé compota, ambos con sus bocas abiertas congeladas en la instantánea. Miles de fotos con Robert alegre, en festines donde abundan las confituras y dulces que parecen virtuales. Robert en coches, en boutiques H & M. Robert en Londres disfrutando del último concierto de Madonna, jump, jump, saltando con ella, desgarrándose la garganta, cantando La isla bonita, agarrado del cuello de la diva. Robert con una camiseta blanca que con letras en rosado fosforescente anuncia: SOMOS GAY, SOMOS LOS MEJORES AMIGOS DEL HOMBRE.

Esa foto me la llevé a casa, su madre no puso objeción cuando se la pedí.

—Puedes llevarte otras si quieres —dijo.

—No, yo nada mas quiero esta —respondí.

DOS

Carlos llamó a mi trabajo, escuchar su voz me trasmitió una sensación extraña, algo así como un mariposeo en el estómago. Desde hacía cinco meses no supe cómo la estaba pasando en su nueva casa en La Habana Vieja.

Llamó para decirme que se iba y que quería verme, pues aquí solo le quedaban dos días.

—Voy para Colombia —dijo.

—Ah, ¿sí?

—No le había dicho nada a nadie para que se me diera. Tú sabes, probablemente no venga más, pienso casarme con una amiga de la mujer de mi hermano.

—¿Entonces no vas a regresar?

—Ni muerto. Esto ya no hay quien lo soporte, además, lo vendí todo. Mañana paso por tu casa para dejarte algunas boberías. Ah… necesito un favor tuyo.
—¿Un favor?

—¡Sí! Mañana te cuento.

Carlos era mi amigo más antiguo, con él comencé a hacer vida social. Me llevaba a Coppelia cuando el lugar se llenaba de rockeros y toda esa clase de gente que la sociedad detesta. Me ayudaba a buscar novios para una noche y muchas veces nos lo compartíamos. Siempre rechazó mi amaneramiento. Cuando salíamos del barrio me decía: ve tú delante que yo te sigo. Era un estúpido, aún lo es, el tiempo no ha servido para enmendarlo. Todo el mundo conocía de sus gustos. No había ninguna diferencia, éramos iguales, solo que él guardaba la forma. Tenía miedo de la madre: una mujer de baja estatura, muy parecida a la vieja histérica que aparece en la película de Almodóvar: Mujeres al borde de un ataque de nervios; una vieja histérica con peluquín y todo. Lo perseguía a todas partes y aprovechaba para acusarme de ser el promotor principal de que su Carlitos se interesase por cosas supuestamente anormales en un varón.

Los padres, junto al hermano menor de Carlos, fueron los primeros en irse. Para mí todavía es un misterio por qué Carlos no se largó con ellos y se quedó con su abuela, una vieja católica y racista. Por esa fecha, mi familia encontró permuta y nos fuimos del barrio. Un par de años después Carlos fue a prisión por acoger en su casa a un menor de edad que se encontró viviendo en las arenas de las Playas del Este y que se dedicaba a venderse. La policía se le coló en la casa y los cogieron durmiendo juntitos y abrazados. Carlos tuvo miedo y confesó todo. El muchachito era fuego vivo, pero eso no fue considerado por la justicia.

Desde la cárcel me escribió un par de cartas y la madre se vio forzada a regresar. Estando en La Habana me pidió que ayudase a su hijo: quería que le llevara una jaba con comida cada quince días, y el aseo, para que el pobrecito no adquiriese ninguna bacteria de las que tanto abundan en el trópico. Ella se encargaría de poner el dinero.

Comencé a visitarlo. Cuando yo salga te voy a ayudar en lo que sea, tú sí has probado ser mi amigo, decía. En cuatro años y medio que estuvo guardado no se cansaba de repetirlo. En ese trance su abuela murió. Ya en la calle, volvimos a distanciarnos, se mudó, solo me llamaba por teléfono cada cinco o seis meses.

Nunca vino a hacerme la visita, ni siquiera se interesó en saber cómo vivía. Cuando tocó a la puerta tuve el cuidado de asomarme a la ventana que da al portal —estaba entreabierta—; lo primero que vi fueron sus pies, en una de sus manos cargaba una jaba a cuadros, en la otra una correa sujetaba a un cachorro sato, de unos tres meses. Después de oírlo tocar varias veces abrí la puerta. Sonrió. Nos besamos en las mejillas.

—Maricón, llegar aquí no es fácil —dijo, tenía cara de cansancio, y miré como quien lo hace a un extraño. Estaba más delgado y no como la última vez. Ya estaba montado en los treinta y cinco años.

—Si no vengo no te veo antes de irme. Te traje unas cosas, lo he vendido todo para poder llevarme un poco de dinero, porque no sé cómo esté la situación por allá.

—¿Y ese perrito? —pregunté sabiendo por dónde venía la cosa.

—Este perro lo tengo desde hace un par de meses, necesito que lo cuides, nadie puede quedarse con él y no quiero botarlo. Continuó hablándome del animal, que se lanzó a lamerme los pies, mientras Carlos vaciaba el contenido del jabuco en el piso.

—Te traje una sábana, no está nueva pero va a servir para algo. Estas dos toallas y las fundas están sucias. Mira, dos bermudas: una está rota pero con una costurera la arreglas. Estas dos camisas están buenas para trabajar, y esta otra la recortas un poco y sirve para salir, no puedo dejarte la jaba. Allá en la casa dejé un ventilador que puedes ir a buscar mañana y me llevas ese que tienes ahí, que por lo que veo no sirve, sí, porque yo me voy pero dejo la casa alquilada, un amigo mío se va a encargar de hacerme llegar el dinero. ¿Y tú, todavía no has puesto esto a tu nombre? Bueno, si tienes necesidad de dinero yo te lo doy, tú solo dime más o menos cuánto te hace falta. ¿Y no tienes televisor? Quién lo hubiera sabido, vendí el mío. Si tienes un correo apúntalo y te escribo enseguida que llegue, todavía no sé si pueda quedarme, por el momento solo pienso estar once meses y después pido una prórroga. La verdad es que no quisiera volver, tú sabes lo que es tener que seguir cobrando cinco dólares quincenales, ¿para cómprame qué? ¿Viste qué lindo está el perro?, por lo menos te servirá de compañía, después en unos días puedes encontrar a alguien que le guste, te lo dejo con la correa que me costó sesenta pesos. Yo me hacía la idea de que tu casa era mucho más chiquita, pero tienes portal y siempre te gustaron los perros, yo enseguida pensé en ti. Mañana voy a hacer una fiesta con mis amigos, no quería hacer nada pero me embullaron, aprovecha y lleva el ventilador roto para que traigas el otro que está mejor, y ahora para el calor que se va a zumbar en julio y agosto, bueno, un beso, todavía tengo que ver a un chiquito que conocí y me gusta cantidad, no puedo dejar de verlo para darle un dinerito. Mañana te espero con el ventilador, no dejes de ir.

Para no verte más, para no verte nunca más, pensé, y con el dedo índice lo señalé e hice garabatos invisibles en su nuca. No fui a la despedida, me quedé con el ventilador roto.

Hoy hace tres meses que se fue Carlos. No me ha escrito y hace un calor del carajo.

TRES

Alina no es igual, ella si envía noticias. Nos conocimos en el grupo de baile que Robert dirigía. Recuerdo que bailaba meneando el culo al ritmo de la conga: Micaela se fue pa’ otras tierras buscando caminos…

Para la variedad yo hacía mi número de transformismo, fascinaba al público. Lucía tan profesional y me emperifollaba tan bien que daba la impresión de ser una mujer de carne y hueso, la perdición de cualquier hombre; fácilmente podía pasar por una modelo francesa o italiana, una de esas que aparecen en las portadas de Vogue o Glamour.

Pero este país mío no solo está rodeado de agua, sino también de gente incompetente e incapacitada para comprender el significado que encierran las palabras: arte y cultura. Lo que yo ejecutaba pocos lo apreciaban como divertimento serio y artístico, para muchos aquello era catalogado como algo vulgar e insano.

En la mayoría de los centros turísticos que visitamos los encargados culturales afirmaban que mi representación era innecesaria. Un tipo que se creía mujer no era bien visto ni comprendido por los gerentes de hoteles. ¿A dónde iría a parar el prestigio de tal empresa? Más que entretenimiento, un tipo en tales condiciones agredía al público y servía de provocación, de diversionismo ideológico y al auge de travestis faranduleros.

Alina nunca me defraudó, estuvo de mi parte, y Robert intentó mantenerme trabajando el mayor tiempo posible. Por esos días Robert se enteró de una audición que convocaba la EGREM. De ser aceptados nos serviría para irnos por tres meses a Varadero. Allí pagaban mucho mejor y tendríamos la posibilidad de recibir propinas. Yo estaba muy contento, pero enseguida mis ansias de conocer Varadero se desmoronaron cuando la gorda piel canela que nos hizo la audición dijo:

—Todo está perfecto, pero lo del travesti no va, a no ser que el compañero haga la variedad vestido de varón.

¿Compañero? ¿Cómo se le pudo ocurrir decirme compañero y que imitase a alguien, que baila como mujer, con voz de mujer? Y además salir a escena con un esmoquin y mi cara con los cañones a flor de piel. Decidí no prestarle atención a sus palabras. Estuve en silencio, deseando no recordar su voz inquisidora ni nada de ella.

Ya en la calle no quise hablar con nadie, estuve callado durante mucho tiempo. Al llegar a casa lloré y nadie lo supo; así estaba mejor. Más tarde, Robert y Alina pasaron a verme, confabulados, dispuestos a llevarme al convencimiento.
—Muchacho, le decimos que lo vas a hacer vestido de hombre y allá te pones las pullas y el moño, esa gorda no se va a enterar.

En poco tiempo nos avisaron que el contrato ya estaba listo. Armamos las maletas y nos fuimos con la alegría a cuestas. Para sorpresa de todos, nos hospedaron en un contingente que está ubicado a un kilómetro de la entrada principal de Varadero. Era una construcción alargada con varios ventanales en sus laterales, un albergue ordinario que utilizaban para hospedar a los artistas de segunda. Según comentarios, teníamos que portar un documento que nos identificara como artistas contratados para el turismo. Y por ningún motivo ese documento podía perderse, nosotros solo contábamos con el contrato de trabajo. Ya dentro del albergue, el encargado cultural —con cara de albañil— nos informó cuál era el territorio que nos pertenecía: seis literas con sus respectivas colchonetas y una sábana por cabeza.

Era un sitio colectivo, con baño colectivo, donde a la hora del aseo lo mismo podías ver bajo las duchas a hombres desnudos que a mujeres. Llegué a creer que para ellos todo funcionaba como algo colectivo: los jabones, las máquinas de afeitar, los cepillos de dientes, los desodorantes, el perfume, la ropa y hasta el aire que se respiraba. Había diez hombres y ocho mujeres, la mayoría eran negros y mulatos. De las mujeres había solo dos blancas de culos africanos y una de ellas estaba embarazada, las demás eran negritas como carboncillos de pintor. Mirándolos a todos mezclados imaginé que estaba en presencia de una familia de refugiados.

Las sábanas que me tocaron tenían un olor a amoníaco y en el centro unos manchones que para alguien con ojo clínico en esas cosas los efluvios eran fácilmente reconocibles.

Los refugiados parecían contentos, eran del tipo de personas que se alejan del mundo que los rodea para crearse otra realidad.

Esa tarde, una de las muchachas me comentó que de noche era imposible conciliar el sueño por la mosquitera. La madrugada era destinada al trabajo duro, había que mover mucho el cuerpo para conseguir un poco de fulas. Los yumas se dan así —exclamó chasqueando los dedos frente a mi cara—, facilito, y pagan bien, tú vas a tener suerte, y con esa cara de puta aquí hay una igual a ti, se llama Francisquita, tiene tremendo público y todas las noches sale embolsada de money.

Por la noche ni bailamos ni pudimos dormir. En lo de los mosquitos la negrita no se equivocó. Estábamos cansados e incómodos, las bailarinas decían horrores y casi todas compartían el deseo de regresar a La Habana; Varadero era mucho más linda en postales.

Llegó el sábado, era obligatorio comenzar a entrenarse en los ensayos para la función de la noche; como era de esperar, mi estampa no pasaba inadvertida y dondequiera que iba era el comentario de los constructores, que no podían dejar de echarme miraditas e intercambiar chistes y comentarios.

Hicimos el primer show, especialmente para los trabajadores del contingente de constructores. Al público le gustó el cuerpo de baile, pero yo no fui tan aplaudido como en otras ocasiones. La tal Francisquita era la anfitriona del espectáculo y en su puño ya tenía a una buena parte de los asiduos, que la vitoreaban con fanatismo.

En mi número no conseguía ser tan melancólico ni histérico; Francisquita se pasaba la mayor parte del tiempo convulsionando o estremeciéndose de rabia. En su aspecto e interpretación había una mezcla de la Lupe con Rosita Fornés, muy bien matizada con el carácter y fuerza de Moraima Secada y Rocío Jurado; en fin, la Francisquita no pasaba de ser un híbrido con mucho carácter e ínfulas de vedette.

—Ay, querida, me ha gustado mucho tu número. Y qué pelo más lindo tienes. ¿Viste, nene? El pelo de ella es de verdad —dijo, me acarició algunas hebras que se enredaron entre sus dedos; miraba al tipo que tenía al lado, que parecía ser su amore.

Le regalé una sonrisa y dejé las palabras en la punta de mi lengua, pues la Francisquita solo quería la paz, y quedó tan prendida de mi actuación que esa misma noche me invitó a trabajar por cincuenta dólares en un modesto cabaret a la orilla del mar al que llamaban La Patana.

—Tú también tienes el pelo lindo —respondí, y a mi respuesta agregué otra sonrisa muy similar a la anterior.

—Te equivocas, belleza, parece mío, pero es sintético —sonrió. Salió tomada del brazo de su amore, apresurada, gritándome, con voz de papagayo: Te espero allá, no puedes tardar más de quince minutos, ¿está bien?

Las muchachas del grupo ya estaban libres para hacer lo que quisieran. Robert y yo teníamos que agenciárnosla para llegar a tiempo al famoso cabaret La Patana. Eran cincuenta dólares y no podíamos darnos el lujo de perderlos.

No contaba con tiempo para cambiarme de ropa. La misma Francisquita me recomendó aprovechar la imagen para llegar más pronto, así que decidimos lanzarnos a la carretera. Tan pronto hice la primera seña, un carro se detuvo y lo abordamos. En menos de tres minutos ya estábamos conociendo la entrada de Varadero.

Llevaba un neceser donde cargaba con parte de los cosméticos y algunos discos de música. Mi ropa: un vestido a medio muslo con lentejuelas relucientes de color tornasolado, unas botas de caña que me hacían lucir más esbelta. Mi pelo, lacio hasta los hombros, tal vez demasiado provocativo para la Policía, que no tardó en interceptarnos.

—Déjame esto a mí —susurró Robert y agarró el neceser—. Tú no hables, ¿ok? —volvió a susurrarme, haciendo evidente su nerviosismo.

Eran dos; más que responsables del orden daban la apariencia de ser propietarios de los contornos.

Robert se esforzó en explicarles que el contrato se quedó olvidado en el albergue. Pero los buenos modales y la comunicación no surtieron efecto, porque los policías no entendieron.

—¿Tienen sus carnés de identidad?

—¡Sí! —respondió Robert, y del bolsillo de la guarachera sacó el suyo.
—¿Y tu novia? —dijo el otro, y me miraba de pies a cabeza. Preferí negarme con un gesto, poniendo cara de muchachita incrédula. En un momento creí que era lo correcto: doblegarme ante ellos, ser sumiso, hacerles caso en todo lo que dijeran para así extender el proceso. Llegarían a un entendimiento sin tener que delatarme. Robert, con su labia, insistió en que se nos hacía tarde para el show y éramos figuras imprescindibles para el espectáculo.

—¡Me importan un carajo tus cincuenta dólares! A nosotros lo que nos interesa es hacer nuestro trabajo, saber qué hacen aquí en Varadero a estas horas de la noche, y lo peor es que son de La Habana y no tienen ningún papel que diga que son un par de artistas. Y ella ni habla ni tiene carné.

Hubo silencio. Parecía que ya estábamos en problemas y creí prudente identificarme. Pero no lo hice, empeoraría las cosas. Uno comenzó a llamar por el walkie talkie.

Apareció el patrullero. Nos hicieron montar y nos llevaron a una estación cercana donde ya no cabían más mujeres. A los hombres, que eran menos, los llevaron a un cuarto contiguo. Las mujeres comenzaron a chismorrear y a querer enterarse de las razones por las que estaban allí. Un grupo aseguraba que todo era por gusto, un mal entendido, una injusticia, porque era sábado y solo querían pasar un buen rato en la playa, que para eso este es un país que proclama a los cuatro vientos ser libre y socialista; otro grupo prefirió no decir mucho y mantenerse a la expectativa. Lo cierto es que entre todas formaron un sal pa’ fuera que poco faltó para que me entrase uno de esos ataques de pánico que de vez en cuando me llevan al delirio y a la desesperación, con ganas de gritar todo el tiempo y de querer morir por cualquier nimiedad.
Transcurrieron alrededor de tres horas y seguía postrado en aquel pasillo con aspecto de hospital militar, hambriento; tenía el culo adolorido —por haber estado demasiado tiempo sentado en un banco— y un sueño persistente que era lo único que me mantenía con calma. Me cagué en la madre de Francisquita, hasta llegué a sospechar que todo lo ocurrido era obra suya y de su malsana envidia.

Fui el último en entrar a la oficina. Allí estaba Robert. Uno de los guardias no dejaba de increparme con la mirada.

—Dice él que tú eres un hombre —dijo con sarcasmo, y señaló a Robert mientras soltaba una risita.

Lo miré de frente, arqueé una ceja y lo único que hice fue congratularlo con una sonrisa. Él prosiguió:

—La semana pasada por aquí pasó una como tú y la metimos dos semanas en el calabozo, después la deportamos para La Habana. ¿Sabes lo que representa estar sin identificación aquí?

—Yo tengo mi carné —dije y miré a Robert para que sacara del neceser mi documento.
—¡Ah, porque te negaste a mostrar tus documentos! ¿Tú sabes que eso es un delito? Chica, ¿y qué haces tú en Varadero?

—¿Él no le explicó? Ya lo ha dicho más de diez veces: estamos contratados por una empresa, así que podemos trabajar aquí.

—¿Y dónde está el contrato?

—Ya le expliqué… —interrumpió Robert.

—¡Déjala, déjala que hable ella, o él, como sea! —bromeó con aspereza.

—Todo lo que él le dijo es lo que es —afirmé.

De una de las gavetas del buró sacó un talonario de multas, tomó mi identificación y sonriendo comenzó a leer en voz alta y a rellenarlo. Otro de los policías llegó con la noticia de que habían venido a buscarnos, gracias a que uno de los detenidos nos identificó y al salir se encontró con el grupo de bailarinas que nos buscaban con el contrato. Para entonces ya me habían multado con cincuenta pesos y nadie me los quitaría de encima.

Eran las seis de la mañana. Ese mismo domingo recogí mis pertenencias y no paré hasta llegar a La Habana.

En cinco meses Robert consiguió un contrato de trabajo con un empresario español y todos se fueron a Madrid. Para no verte más, para no verte nunca más.

CUATRO

Alina me hizo llegar cincuenta francos suizos hace un par de días. Los fraccionó en billetes de a diez. Los billetes son pequeños, de una tonalidad naranja, y cada uno tiene una fina tirita plateada; nada que ver con los billetes de aquí, tan manoseados. No tengo idea de lo que podría adquirirse allá con cincuenta francos, a lo mejor no mucho, quizás un DVD o un simple café con leche y galletas.

En el correo que recibí antes que el dinero, Alina dice que lo utilice para comprar un pedazo de carne de res o de caballo, pero ni muerto lo haré. Ya me acostumbré a los vegetales. Prefiero ir de tiendas y buscar un par de tenis, que buena falta me hacen, porque con mi sueldo es imposible pagarlos. Quiero darme un gustazo: una tableta de chocolate y un paquete de caramelos mentolados, de los de verdad, y no uno de esos que venden en la calle y que saben a pasta dental.

Alina dice que para el año entrante tal vez pueda mandarme otros treinta, esta vez no es mucho pues hace seis meses que depende del novio. Para una latina conseguir un buen trabajo no es cosa de juego. El poco tiempo que estuvo de mesera no le fue bien, el propietario quiso meter las manos donde no debía y ella le dejó claro que su cuerpo no era manjar disponible.

Aquí las cosas no son como las pintan —escribió— tuve que irme de Madrid por problemas de papeleo. Según ella era una resingueta conseguir un jodido trabajo y si lo conseguía querían joderla.

Ahora estoy en Suiza gracias a que mi hermana me ayudó —escribió—. Esto es una mierda igual, sí, es verdad que trabajas y tienes de todo, pero todo no siempre lo es todo, ni yo misma entiendo el trabalenguas, la verdad es que aquí la gente es del carajo, nadie te mira a los ojos, son pocos los que se acercan a hablar contigo, no les importa que te estés muriendo, así sea delante de ellos. Estoy embarcada con el idioma, soy una burra, empecé a estudiar alemán y es lo más espantoso de la tierra. Ya aprendí algo de inglés, sé decir: buenos días, buenas noches y buenas tardes, ¿cómo está usted?, ¿me invita a comer?, necesito trabajo, ¿cuánto cuesta ese blúmer? Aquí hace un frío de pinga, tengo que estar forrada como un butacón todo el puñetero día, pero bueno, fue lo que yo quise, de todos modos aquí se resuelve más que allá, por algo la gente quiere irse, ¿no? A ti sí te vendría bien esto, he visto cada uno, les llaman drak kuin. Pero son feas, feísimas, tú aquí eres una reina. Pero yo no tengo un kilo para sacarte, y con Robert ya sabes que no se puede contar, ese se tomó un tanque de la Coca Cola del olvido, ni siquiera a mí me escribe. Yo ando recordándote todo el tiempo, lo que les pasó en Varadero, y ahora me da tremenda risa. La Policía aquí no se mete con los gay, no les importa, lo que se persigue es la droga, que hay cantidad. Además, aquí los pájaros tienen un poder del carajo. A ustedes lo que les hace falta es unirse, como en Voltus V y ya tu verás como todo tiene que cambiar. ¿Y tú? Cuéntame de tu vida, ¿todavía no tienes pareja?, ¿sigues escribiendo? Quiero adelantarte que no pienso pasarme toda la vida en esta nevera, voy a luchar mi dinerito y en cuanto tenga un chance arranco para La Habana, me compro una casa en el Vedado, un carro, y ya veré después si consigo poder entrar y salir del país con facilidad, porque yo tampoco puedo vivir de las seis libras de arroz que dan por la libreta. Allá no se comerá como uno quisiera, pero nadie se muere de hambre.

CINCO

Le respondí contándole que cambié los francos. En el Banco Metropolitano me dieron treinta y cinco pesos convertibles. Le di la información que me pedía, pero no fui profundo. Seguía estando solo y de vez en cuando escribía algún que otro cuento que terminaba tirando en la basura o metido en una gaveta; también le comenté de la salida de Carlos y del perro sato que a la fuerza dejó conmigo.
El animal ni siquiera tenía un nombre. De ninguna manera quería encariñarme con él, pero lo llamé Comején, porque es lo que parece el muy condenado. Desde que está en mi casa se comió una de las patas del butacón de la sala, la malanguita que tenía como recuerdo sagrado de un ex novio. Una esquina de la puerta que da a la calle, de tantos arañazos ya tiene un hueco, me destruyó tres pares de medias, hizo trizas mis únicas chancletas de playa. Les he dicho a mis tías que es buen perro, y les hablo con el único propósito de que se conduelan y se lo lleven. Pero quién va a querer a un perro que es un cruce con piraña y que para rematar se pasa todo el tiempo con el creyón afuera, meándose, y de madrugada en sus ensayos operáticos: auuuuuuu, auuuuuuuu, auuuuuuuu, que ni un hombre-lobo podría superar esos alaridos que meten miedo y que, según me dijeron algunos vecinos creyentes y brujos, convocan a la muerte y a los malos espíritus.

De la peor manera he llegado a ofender a ese perro. De memoria ya reconoce el vergajo con el que le pego cada vez que empieza a joder. Se escabulle debajo de la cama. No logro llenarme de coraje para tirarlo a la calle, aunque ganas no me han faltado. Pero cada vez que lo miro a la cara pone ojitos de lástima. Me parte el corazón. Y enseguida pienso en Carlos y en lo que podría decirme: No lo botes, a ti siempre te gustaron los perros, además, este el único recuerdo que te he dejado.

SEIS

Fui a consultarme con una cartomántica. Desde muy joven he sentido una especial atracción por los horóscopos, conocer como tengo el biorritmo o hacerme el I Ching. Era la primera vez que acudía a una tiradora de cartas, de solo pensar que alguien podría descifrarme el pasado, el presente y el futuro, me hacía sentir un poco de temor y desconfianza.

Desde que llegué al lugar, la mulata, de unos cincuenta años, me recibió con una mirada misteriosa que inmediatamente hizo que sintiera un fuerte dolor de estómago y unos deseos de cagar que, gracias al autocontrol, no demoraron en aplacarse.

Ya en el interior del cuartucho donde tenía sus pertenencias, me hizo sentar en un sofá frente a una mesita de madera donde estaban muy bien colocadas unas cartas españolas. Antes de sentarme, dijo:

—Aquí tú no vas a ser feliz. Este no es tu lugar —cuando me senté, las gotas de sudor corrían por mis nalgas—. Parte en tres.

Volví a escuchar su voz y me alcanzó papel y un bolígrafo transparente al que ya le escaseaba la tinta. Supuse que aquel pedazo de hoja en blanco me serviría para apuntar lo que me interesara. Al partir las barajas, la mulata tomó la batuta y no parecía tener freno en sus adivinaciones. Entre remedios con agua de coco, paño blanco en la cabeza y romper huevos en las cuatro esquinas, también dijo:

—Tienes que tener cuidado con tu estómago y los riñones. Tu muerto es un gitano que te protege de todo lo malo. Escúchame bien, aquí sale un hombre de pelo corto y ojos claros, ¿ves? Aquí sale también. Tú te vas de este país, para España o México. Mira, te esperan muchos triunfos, dinero, mucho dinero, y eso está ahí mismito, no falta mucho. Tus amigos casi todos se han ido, ¿no es así? Vas a tener problemas con la Policía o ya los has tenido, de vez en cuando préndele una vela a la Caridad del Cobre y ponle una cerveza, ella está contigo, también Obatalá. Tienes que acabar de poner los papeles de tu casa en regla, tu papá murió, ¿eh? Sí, porque aquí sale clarito, él te dejó la casa. Tu mamá vive con cuatro personas en un lugar donde hay playas, a ver… ¿en Alamar? Si vas a vender el techo, acuérdate de los papeles de la casa, aquí sale clarito ese negocio. ¿Por qué lloras tanto de noche? Tú no tienes que llorar por gusto. Estás limpio, tienes aché y cosas que te protegen, no tienes que hacer ninguna brujería, las cosas se te van a dar solas, lo vas a ver y te acordarás de mí. Ah, no te cortes el pelo, ve al Rincón y pide para ti y tu gente todo lo bueno que quieras y ten fe en que todo se te va a dar como tú quieres…

SIETE

Enfilé por la avenida Línea. La parada de la guagua estaba repleta de gente. Decidí emprender el camino a pie, realmente no quería perder tiempo en la inútil espera; a pesar del sol y el calor excesivo preferí caminar.

Este no es un lugar para ti, recodé una y otra vez las palabras de la pitonisa, te vas a ir de aquí, vas a hacerlo y para siempre. Pero nunca te vas a olvidar de tu tierra. Fue la primera vez en treinta y cuatro años que experimenté un temor verdadero, miedo de dejar lo poco que tenía, miedo de dejar a mi madre y a mis amigos, miedo de tantas cosas, y no solo eran sus palabras revoloteando dentro de mi cabeza, sino también las mías, entretejiéndose. Para no verte más, para no verte nunca más…

Nonardo Perea. Michel Perea Enríquez, La Habana, 1973. Narrador y artista plástico

Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido, entre otros, los siguientes premios: Camello Rojo de Cuento 2002; Ada Elba Pérez de Cuento 2004; Premio de Cuento en el XXV Encuentro Debate Nacional de Talleres Literarios (2003-2004); Premio El Heraldo Negro de Cuento 2008; Mención del Premio Alfredo Torroella de Cuento 2003; Mención del Premio Farraluque de Literatura Erótica (Cuento) 2005; Mención del Concurso Francisco Mir 2009 (Isla de la Juventud) con el cuaderno de relatos Alguien tiene que quererte. Además, ha publicado el libro de cuentos Vivir sin Dios (Ediciones Extramuros, 2009).