Narrativa

(Selección de minicuentos)

Algunas formas de suicidio

Tras intentar seducir a su musa, alguien fusila su pluma, gui­llotina sus cuartillas y se declara culpable ante un tribunal de estética.

Después de ser absorbido por sus imágenes, esfumado por sus pensamientos, aplastado por las páginas de un libro, ape­nas si alcanza para poner un punto, un punto y aparte que nos salve del olvido.

Después de jugar con su destino a la ruleta rusa, en vano pretende dormir bajo el agua —los sueños, por lo regular, no saben nadar y se ahogan—, borrarse el nombre para conver­tirse en nada, enterrarse en vida para resucitar en la otra.

Después de ser quemado como parte de una mala historia, ansía que lo declaren héroe, o por lo menos que lo incluyan en un catálogo de incomprendidos, y le pongan su nombre a la calle que desemboca en el pulguero.

Y mientras eso ocurre, alguien escribe, creyendo que es él quien me piensa.

Después, alguien me lee, y se equivoca al pensar que el que me escribe es un tonto si cree que puede anular su pasado po­niéndolo en un cuaderno —enterrar el pasado, aunque sea en un cuaderno, es otra forma de suicidio—, del cuaderno a los ojos, de los ojos al cerebro, del cerebro a unos labios, que bos­tezando dirán: “Tal vez no sea una mala historia, pero con un tiro hubiera bastado”.

UTOPÍA

Nosotros, los casi muertos, permanecemos fieles a los sueños, engendros de la noche, el cansancio y los recuerdos.

La víspera sucumbimos en la búsqueda de un azar ajeno. Tal vez mañana volvamos a intentarlo, tal vez entonces lo logremos. Y de no conseguirlo, nos queda la noche y algún que otro sueño heredado de nuestros antepasados. “Locos de mierda” sería un buen término, pero no nos atrevemos. Nos pesan demasiado las miradas de esos rostros que cuelgan de las paredes: semblantes de aventureros, hombres de linaje perdido, prófugos, sobre­vivientes de la plebe que crucificó al que cargaba sus cadenas como amuleto. Ellos creían en el azar y la buenaventura com­prada a toda carrera en un puerto con vistas al Nuevo Mundo. Oyeron lo que querían y eso les bastó. Vinieron en busca de gigantes, de pigmeos, de monstruos de siete cabezas y corazo­nes de oro, de la Fuente de la Juventud, del Árbol de la Vida, de la mansión del Rey Blanco, de las Siete Ciudades Encantadas, de la Sierra de La Plata, de la Laguna de El Dorado, del imperio del gran Paitití, del país de las Amazonas, de Trapalanda, de la Ciudad Errante de los Césares, de la ciudadela situada en los confines alcanzados, donde se encuentra la capital de Utopía. Todos vagaron, caminaron penosamente de un lugar a otro, engendraron hijos, forjaron recuerdos que no nos abandonan en esta travesía que es y será tan solo eso: una invención.

DESMEMORIA

Hemos perdido la memoria: eso es un hecho. Y no es que la memoria importe tanto, pero cuesta trabajo vivir sin ella.

Cuando nos percatamos del hecho, decidimos escribir nues­tras historias en grandes libros que llevamos a todos lados. Eso enlenteció la vida, pues al hablar, trabajar o tener sexo, debías interrumpir cada acción, para anotarla.

Poco a poco las cosas siguieron empeorando hasta olvidarnos del significado de lo escrito. Llegó el momento en que la única forma de mantener unidas a las familias era encerrándolas juntas. Y aun así se hacía difícil, pues por las mañanas nadie recor­daba el parentesco y no quedaba otro remedio que inventarlo a cuentas del parecido y de los años. El mayor inconveniente era reconocer a los parientes políticos sin descendencia, a los que no se les hallaba ninguna semejanza física. Entonces podía suceder que alguien pasara el día con una esposa que en realidad era su cuñada.

Lo peor sobrevino cuando dejamos de acordarnos por qué estábamos encerrados y cada uno tomó por su rumbo. En­tonces, vagando por la ciudad, alguien fingía encontrarte, y te obligaba a entrar en su casa a vivir una vida impropia, que a cada rato olvidabas, y debías reinventarla después.

Pero eso ocurrió solo en una época, mucho antes de que adoptáramos la costumbre de salir cada mañana en busca de otra mujer, otra familia o de un trabajo que ni siquiera sabíamos que existía. Y no es que sea una locura, es que ya apenas si nos queda me­moria para jugar a vivir otras vidas.

HAY AMORES QUE MATAN

Una cuartilla fue en busca de un escriba. Quería que le im­primiera su declaración de amor a una pluma.

El escriba hizo resbalar la pluma sobre el dorso de la hoja. Con amplia letra acarició su nuca. Después cruzó sobre la es­palda, le arrancó gemidos, la tinta iba dejando su impronta. De izquierda a derecha midió su cintura; sintió cómo se es­trechaba mientras descendía, cómo se ensanchaba cuando le alcanzaba las caderas. La hoja se volteó, pero el escriba, ab­sorto en la caligrafía, no se percató del movimiento hecho por ella. No se dio cuenta tampoco de las vibraciones que acome­tían a la hoja ni de lo rápido que volaba su pluma al recorrer el cuello, los hombros, los pechos y el abdomen… La pluma se le escapó de entre las manos, la hoja se plegó, y la pluma se hundió para terminar perdida en la envoltura que formó la cuartilla alrededor de su anatomía. Una serie de movimientos convulsos hizo que hoja y pluma rodaran sobre el buró donde se ganaba la vida el escriba. Este, escandalizado, se sacó una chancleta y la emprendió contra la pareja.

Una mancha renegrida ha quedado como constancia de la escena.

AUTOFAGIA

“No desembarazarse de sí mismo,
sino devorarse a sí mismo”.
Franz Kafka

Abrir la puerta de la calle y recibir en pleno rostro una ava­lancha de globos en colores. Intentar defenderse pinchándo­los con el alfiler de la corbata; pero no son más que pompas de jabón, y sobre la dura superficie del piso converge la espuma e invade la casa. Escapar por la ventana. Correr a pedir ayuda al espantapájaros, recién confeccionado con una muda de ropa vieja, para resguardar el jardín de los gorriones, congre­gados hoy a su alrededor. Aguantar sus burlas: las del espan­tapájaros y los gorriones, esas avecillas tímidas y escurridizas, quietas mientras el espantapájaros te escupe la cara.

Blasfemar, y no poder moverte por miedo a herir las flores que los gorriones desayunaban cuando llegaste. La espuma aún crece dentro de la casa. Alguien en tu nombre sigue pin­chando las pompas. Más allá hay otras casas, y en sus ventanas los inquilinos de otras vidas husmean, pero de nada valdría pedir ayuda.

Protruir la mandíbula, bajar el labio superior y pasarlo por dentro de ella. Lentamente tragar nariz, ojos, pelo, nuca. Des­cender a través del esófago, ser digerido por tus jugos, absorbido por tus tejidos y, por último, defecado. Y entonces, tan solo en­tonces, escuchar la consabida pregunta: “¿Cómo te sientes?”, y lo que es peor, oírte decir: “¡Bien!”, momento antes de que la espuma te diluya, te barra, y los inquilinos de otras vidas vuel­van a sus faenas sin recordar por qué salieron a la ventana.

LA IRREVERENCIA

Una mosca pasea sobre la desnuda carne de un héroe pero a nadie se le ocurre matarla. No en ese instante en que su irreverencia es notoria. ¿Acaso quien primero descubre que los héroes apestan no merece una disculpa? ¿La del héroe o la nuestra?

La mosca cree que pensamos que el héroe lo sabe y se afana una y otra vez en su irreverencia, a sabiendas de que nadie osará levantar la mano en su contra. Se equivoca. El héroe, como personaje literario, tiene licencia para espantarla. Pero si rompe las amarras de su estoica muerte dejaría de ser un héroe. La mosca lo sabe. Y se aprovecha.

Un lector, conmovido ante la escena, cierra el libro de golpe. La mosca queda atrapada. Vencido el impulso de venganza, vuelve a la página, comprueba la inmovilidad de la mosca, pasea, con total irreverencia, un dedo sobre la carne de la heroína. Pero a nadie se le ocurre matarlo. No en ese instante en que su irreverencia es notoria. ¿Acaso quién primero descubre que fabricar un héroe es tan fácil, no merece una disculpa?

El lector cree que pensamos que la mosca lo sabe y se afana en su irreverencia, a sabiendas de que nadie osará levantar la mano en su contra. Se equivoca. La mosca, como personaje literario, tiene licencia para levantar el vuelo. Pero si rompe las amarras de su estoica muerte dejaría de ser una heroína. El lector lo sabe. Y se aprovecha.

Quien escribe, conmovido por la escena, interrumpe el relato y cierra el libro de golpe. El lector queda atrapado. El escritor, vencido el impulso de venganza, vuelve la página, comprueba la inmovilidad del lector y pasea, con total irreverencia, su dedo sobre la carne del nuevo héroe.

La escena se repite. Sobre la hoja se amontonan los cadáveres.

Vladimir Bermúdez. La Habana, 1962. Médico cirujano y narrador

Obtuvo el Premio Pinos Nuevos en 1998 con el libro de cuentos El perdón o la agonía de la vida, publicado por la Editorial Letras Cubanas. Ganador del Concurso Nacional de mini­cuentos El Dinosaurio 2004. Ediciones Vigía publicó su libro El suicidio de lo ab­surdo en el 2009 y la Casa Editora Abril publicó su volumen de minicuentos Autofagia en 2011. Sus narraciones han apa­recido en diversas publicaciones periódicas y en antologías del cuento cubano actual.