Narrativa

Boleto para soñar

Foto de aboodi vesakaran en Unsplash

Aún no amanece. Rubén limpia con una manguera la entrada de la gasolinera. La presión de agua se lleva toda la porquería incrustada en el suelo. Una vez que termine la fregadera debe vaciar los tanques de basura, empaquetar las bolsas de hielo en la nevera, y acomodar los paquetes de galletas y caramelos en los estantes, antes de que el primer cliente llegue. “Un negocio limpio y ordenado —decía su padre Andrés— es el lugar al que todos quieren volver”. Pasa un paño humedecido sobre el mostrador y sacude con un plumero la alacena pegada a la pared que resguarda las cajetillas de cigarros. Desempolva el retrato grande de su abuelo Evaristo, que muestra la barbilla levantada como si estuviese aún orgulloso de haber abierto la única gasolinera del pueblo.

El cencerro de la entrada repica y ya el dependiente sabe quién es el visitante. ¿Cuántos años hace que el viejo Vicente aparece cada mañana con su boina de color marrón? Rubén ha perdido la cuenta. Desde que tiene memoria lo ve sonar involuntariamente el cencerro que cuelga de la puerta de cristal y arreglarse, sin prisa, el viso de la boina para cumplir con la rutina de siempre. Repite los mismos gestos de tal manera que a Rubén le parece que el tiempo se ha detenido, que no existe un antes ni un después. De niño, Rubén, parado de puntillas tras el mostrador, otea a Vicente buscando en la nevera una botella de leche; años más tarde, cuando el mostrador ya no es un obstáculo, le observa separar una bolsa pequeña de galletas. El hombre sigue un orden preciso. Comienza por la nevera; sigue con el estante y, finalmente, la caja.

—¿Eso es todo? —le pregunta.

Ahora que Vicente se ha jubilado, confunde, a veces, el itinerario y al llegar a la caja regresa al estante o a la nevera.

—¿Eso es todo? —cae de nuevo la pregunta sobre el mostrador.

El anciano le comenta a Rubén, señalando el retrato del abuelo, el parecido que tiene con Evaristo. La frente es el cuño de familia. Es ancha, alta, despejada, igual a la de Andrés, como si alguien les hubiese tirado el cabello desde las cejas hacia la nuca. El joven sonríe y compara la piel cubierta de lunares de color café del comprador con la de su abuelo Evaristo, a quien le gustaba rememorar el día de apertura de la gasolinera, cuando Vicente compró el primer billete de lotería.

—¿Eso es todo? —insiste.

—Y un boleto de lotería, por favor —responde mientras busca el dinero en la billetera.

Rubén lo ve dirigirse a la puerta. Pese a sus años se mantiene erguido y camina con pasos seguros. Sus canas están resguardadas bajo la boina ya fuera de moda, pero que le sienta muy bien. Quizás si otra persona la llevase —piensa— se notaría esa diferencia entre una prenda de vestir y un disfraz. ¡Qué de risas se arma! Pero nadie se burlaría de Vicente. ¿Quién hubiera podido hacerlo? Sólo Evaristo. Su padre le contaba que el abuelo bromeaba sobre Vicente a la hora de la cena. Le imitaba su andar. Simulaba arreglarse la boina, abrir la supuesta nevera, buscar en un estante imaginario y decir:

—El boleto de la lotería, ¡por favor!

Rubén percibe aún tras el mostrador a Evaristo mofándose de Vicente, con una voz carrasposa, que se perdía en la lejanía. ¡Cómo se los cuento! —les decía a la esposa y su hijo Andrés— No falla. Después de varios meses de comprar el boleto, le pregunté si nunca los iba a cambiar. ¿Qué creen ustedes que respondió? Se alisó la boina y dijo que no tenía prisa, que cualquier día los cambiaría. Le di un empujoncito en el hombro. ¿Y qué tal si ya eres millonario? Entonces sonrió. Guardó el boleto en la billetera, abrió la puerta y dejó un silencio impenetrable tras el ruido del cencerro. ¡Qué de locos hay!, gritó en la distancia el abuelo Evaristo.

Todavía el grito resuena en los oídos de Rubén cuando ve que Vicente cierra la puerta. El silencio que molestó tanto a su abuelo, tras el repicar del cencerro, lo inquieta. Tiene la intención de salirse del mostrador y preguntarle cuándo va a cambiar los boletos, pero no tiene caso. Le daría la misma respuesta que le ganó el mote de Vicente Loto.

La primera vez que escuchó el apodo fue en la escuela, cuando la profesora de la preparatoria preguntó si alguien conocía una leyenda viva. “Hay un nombre —apuntó— que corre de boca en boca entre los habitantes del pueblo, que identifica a una persona extraordinaria. ¿Alguien lo conoce? ¿Saben quién es Vicente Loto?”. Rubén cree que es el único privilegiado, que nadie tiene la respuesta. Podría lucirse y contar muchas anécdotas que asombrarían a sus compañeros de clase, pero el sorprendido es él. La abuelita de Marcela lo conocía muy bien.

¡Marcela! ¡Marcela! La dibuja, ahora, con los ojos cerrados mientras permanece inmóvil en la esquina del mostrador. ¡Qué encanto el de aquella pelirroja! Cuando hablaba tenía un dejo al final de las palabras que lo embobecía a más no poder. Todavía la recuerda, altanera, conduciendo a su abuela Margarita para que se sentara en una butaca. Cuando la invitada se acomodó en el asiento, los adolescentes se sentaron en el suelo. Desde esa posición a Rubén le parece que la anciana es más grande, sobre todo cuando ella descubre a un Vicente desconocido para todos; un Vicente nuevo, incluso para él.

No obstante, Rubén está molesto. Evaristo se fue de este mundo; no podría llamarlo como testigo para que contase de primera mano la tozudez de Vicente, al no querer cambiar los billetes de lotería. Su padre Andrés tampoco podía venir a la escuela a dar fe de su testimonio. ¿Quién atendería la gasolinera? ¡No es justo! Su malhumor se va disipando cuando la señora pelirroja les cuenta, con el mismo dejo de la nieta, que ella estuvo casada con Vicente. Todos los chicos miran a Marcela. Un aire de misterio une a todos de repente.

—¡No! ¡No! —se apresura Margarita— Marcela no es la nieta de Vicente.

Una brisa entra por la ventana y sacude el cabello de la profesora, que le pregunta cuándo se casó. La anciana, con una mirada casi pícara, le dice que hacía mucho tiempo. No recuerda el año. Fue por la época en que los boletos ganadores de la lotería sólo se anunciaban por la radio. ¿Y la televisión? —Rubén la interrumpió sin darse cuenta— ¿La televisión? No existía.

—¿Cómo es posible?

—Por eso digo que fue hace mucho, mucho tiempo —subrayó la anciana.

La mirada de Margarita resplandece y las arrugas se difuminan lentamente cuando comienza a hablar de Vicente. “Lo conocí en la iglesia. Era por entonces un siervo de Dios. Los domingos pasaba por la parroquia con mi familia cuando él era monaguillo. Lo veía sostener el libro sagrado mientras el cura leía versículos. Después de la misa le esperaba para que me diera alguna hostia sobrante. Lo que más me gustaba era la cruz que trazaba en mi frente mientras recitaba en latín a la manera de una suave melodía”.

“Aunque Vicente me juraba que no iba a tomar los hábitos, un día me dijo de repente: voy a ser sacerdote”. La voz de la anciana cae, por un instante, en un agujero silencioso. “No tenía otra alternativa que amarlo de lejos. Allí lo vería sermoneando con pasión. Cada gesto suyo me elevaba, y cuando se persignaba sentía que tocaba mi cabeza, mis hombros y mi pecho… Ya resignada a la pérdida del amado, algo inaudito sucedió. En la misa de los fieles difuntos cuando Vicente aleccionaba “abraza al Dios del amor”, se produjo un milagro: descubrí que me miraba con una intención que no era casta”.

“Al principio pensé que eran ideas mías, pero sermón tras sermón nos aproximamos cada vez más hasta encontrarnos, inesperadamente, en el patio trasero de la parroquia, donde nos dejamos llevar por los besos y los abrazos. Vicente quería a Dios y también me amaba”. Las palabras revoloteaban alrededor del rostro de la anciana que rejuvenecía por segundos. Estaba a punto de convertirse en la enamorada que una vez fue cuando un surco agrietó su entrecejo presagiando mal tiempo.

“Vicente se flagelaba. Me decía que un juramento era un juramento. ¿Cómo iba a dejar los hábitos? Era un pastor en el que todos confiaban. Tanto los enfermos como los sanos acudían a él para que los aliviara el dolor. Se decía en el pueblo que su mano era pura, que curaba, que cuando la ponía sobre una cabeza abatida por la angustia, la aliviaba. Temía que ese poder curativo menguara al rendirse a los deseos terrenales. Sobre todo no quería defraudar a los pacientes del hospital. A veces ninguna medicina los mejoraba y Vicente lograba con sus manos celestiales lo inesperado. Dejarlos sería un crimen, y no atender a los llamados de su corazón, otro. Entonces lo vi tan desesperado que le propuse ocultar nuestra pasión a los ojos de los demás”.

“Por un tiempo las cosas marcharon bien. Después que Vicente liberaba a los pecadores, nos escondíamos casi todos los días cerca del confesionario en un cuartito donde él guardaba la cofia, la Biblia, la copa bendita y otros objetos sagrados. Éramos tan jóvenes que no advertíamos que nuestros suspiros podían delatarnos. Una tarde de ajetreo amoroso los gemidos se deslizaron suavemente por debajo de la puerta y tropezaron con los pies del hermano mayor”.

Rubén ve a la profesora acercarse con un vaso de agua. Realmente Margarita lo necesita. Su rostro ha enrojecido. Después de beber un sorbo, continúa su relato. “Lo expulsaron de la iglesia un día extremadamente caluroso. El pueblo casi se derretía. Sólo lo refrescaban las aspas de los ventiladores. Un silencio estirado y pegajoso cubría sus calles como si la gente esperase que la excomunión saliera por una hendija de la parroquia. Y así ocurrió. Se escuchó tras los ventanales la voz de trueno del superior amonestando al descarriado: “¿Qué amor ni ocho cuartos? ¡Pamplinas! Sólo hay un amor. ¡El de Dios!”

“A Vicente no le dolió tanto que le quitaran los hábitos. Lo que no pudo soportar fue las miradas desilusionadas de sus feligreses. Aunque siguió asistiendo al hospital, ya los enfermos no mostraban la misma disposición ante el contacto de sus manos curativas. Un día se arrodilló ante la cama de un paciente que deliraba por la fiebre. Le pidió a Dios que mitigara su agonía. Sin embargo, la familia del agonizante le empujó para que se alejase; y en medio de la refriega, el dolido despertó y le dijo que le dejara morir en paz, que ya no necesitaba de su oración”.

Margarita vuelve a refrescar sus labios. Toma aliento. Retira los hombros hacia atrás como si estuviera decidida a no quedarse con ninguna reminiscencia dentro de ella. “En el hospital —les dice— atendía sólo a pacientes desmemoriados. Era a los únicos que podía aliviar. Ellos no se interesaban por la ausencia de sotana de su protector ni tenían curiosidad por el revuelo de los boletos de la lotería. Eran agradecidos en ese espacio de tiempo en que habitaban. Los tocaba con sus manos, las mismas de antes, las del sacerdote, y se aliviaban de las dolencias; sin embargo, las utilizaba con los demás pacientes, con los avisados para quienes el recuerdo pesaba más que la cura, y no conseguía nada. Estos le miraban con ojos suspicaces y le culpaban”.

“Una mañana, mientras yo preparaba el café, me preguntó qué era más importante, si la memoria o la ilusión. La cafetera comenzó a pitar. El sonido fue la excusa para ganar tiempo antes de responder. En aquel momento, titubeando, le susurré que la memoria. Mientras servía el café pensé que debía apoyar mi respuesta con una buena razón. Lo que más teme el hombre —anuncié— no es la muerte, sino ser olvidado. Fue una sentencia que deslicé sobre la mesa mientras servía el desayuno. No me miraba y me animé a decirle que muchas personas dedicaban toda su vida a dejar un legado para que les recordaran sus descendientes. Vicente me miró con ojos silenciosos; bebió el café, me dio un beso y se marchó sin hacer ningún comentario. Tras su partida el café se hizo más amargo, como si su silencio le hubiese quitado todo vestigio de dulzor”.

La abuela de Marcela hace una pausa. Respira. Se ve agotada. Rubén cree que no puede seguir hilvanando más recuerdos, pero Margarita retoma el hilo de su historia: “Después de la expulsión, la estación de radio dedicó horas y horas a criticar al traidor de Dios. Vicente se sentía un Judas y no sucumbió a la tristeza porque nunca lo dejé solo en su calvario. Después del vendaval de sinsabores nos casamos y, por supuesto, otro brote de habladurías recorrió el pueblo, pero ya Vicente estaba resignado a ser un pecador público. Compramos una casa pequeña de dos cuartos y mi esposo colgó la cruz en la sala. Me dijo que Dios no nos abandonaría. Fuimos felices —la voz de Margarita casi se apaga— hasta que apareció la lotería en el pueblo”.

Rubén conocía esta parte del relato por boca de su abuelo Evaristo. Muchas veces él había sido eco de lo que se comentaba en el pueblo. Todos decían que el ex sacerdote recibió un castigo divino. Dios lo condenó a comprar boletos de la lotería. “Al inicio —continúa Margarita— no le di crédito a los chismes. Estaba segura que mi Vicente no era un maldito. Lo convencería para que cambiase los boletos y de esa manera se acabarían todos los rumores”.

“Cuando compró el primer billete lo guardó dentro de una Biblia. Me pareció que eso le daría suerte, sin embargo cambié de parecer con los días al ver que el segundo, el tercero y muchos más fueron engordando el libro sagrado. Una zozobra comenzó a quitarme el sueño. Presentía que algo marchaba mal, sobre todo en la noche en la que Vicente decidió acomodar los boletos, que ya no cabían en el volumen, dentro de una caja de zapatos. Luego, ante la llegada de más boletos, quise detenerlo, mas colocó los sobrantes en un baúl de madera en el que guardaba los viejos hábitos. Los boletos siguieron apilándose en el baúl, después fueron a dar a un armario que estaba en una de las habitaciones. Las puertas del armario llegaron a no cerrarse y una decisión inaudita hizo que me invadiera el pánico. Vicente sacó el armario y los otros muebles del cuarto y fue acumulando fajos de boletos sobre el suelo. Llegaron a ser tantos que ya no podía entrar a limpiar la habitación. Estaba desesperada”.

“Incluso pensé —suspiró Margarita— que la gente tenía razón. Mi esposo estaba loco. Quise salvarlo. Tomé varios boletos y fui a la estación de gasolina”.

—Finalmente —abrió los brazos el dependiente con una sonrisa amable—. ¿Vicente ha decido cambiarlos?

Yo no quise comentar nada. El hombre pasó los boletos por la máquina registradora y ninguno tenía el número ganador. Entonces comencé a llorar.

—No te preocupes. Traerás más.

—No puedo hacerlo otra vez.

—¿Por qué?

—¿Y si los demás boletos tampoco tienen el número ganador?

—¡Imposible! Vicente debe tener el número gordo varias veces repetido”.

Rubén recuerda que su padre comentó que el abuelo Evaristo llegaba contento una tarde a la casa con una tremenda noticia. La mujer de Vicente estaba dispuesta a traerle poco a poco los boletos que ella pudiera sacar a escondidas de la habitación. Después los devolvería para que el marido no notase la ausencia.

Margarita comienza a llorar enfrente de la clase, y su nieta Marcela la abraza.

“Fui sacando los boletos a hurtadillas y después que cientos fueron rescatados… de nada valió. ¡Tal vez nunca encontraría el número ganador! Renuncié a seguir llevándolos y la desilusión se apoderó de mí. Ya no podría mirar a Vicente de frente. Era, sin dudas, una traidora”.

“Una noche le confesé todo. Él me abrazó y me dijo que no llorase, que todavía quedaban muchos boletos. Le rogué que los cambiara para que los chismes del pueblo terminaran. Entonces me apretó suavemente los hombros y murmuró: ¿Qué tal si no hay un boleto ganador?”

Hay silencio en el aula. Nadie se atreve a comentar nada, ni siquiera a preguntar cuántos boletos tiene Vicente en su casa. Dice la gente que después que su esposa lo abandonó, se fue a dormir a la sala para seguir acumulando boletos en otra habitación.

El cencerro de la puerta sonó anunciando la entrada de un cliente y Rubén regresa de un golpe a la realidad de la gasolinera.

—¿Ya sabes la última? —le dijo el recién llegado.

Rubén se encoge de hombros.

—Cuando Vicente salió de la gasolinera, se desplomó a un par de cuadras de aquí. Se quedó tieso como si fuera parte del pedazo de acera.

—¡Pobre viejo! —exclamó Rubén mirando con pesar la puerta por donde hacía unos minutos partió la leyenda del pueblo.

—Todavía no se ha enfriado —añadió el hombre— y ya en el pueblo crearon una comisión para ir a su casa y sacar todos los boletos. Así que prepárate. Vas a tener muchísimo trabajo.

—¡No! —Rubén da un manotazo sobre el mostrador— No voy a cambiarlos.

—¿Estás loco? Ya prepararon un camión con cientos de cajas de cartones vacías. Es probable que estén aquí en una hora.

—No voy hacerlo.

—¿Por qué?

—No quiero contrariar el deseo del viejo.

—Pero, ya estiró la pata. ¿No?

De repente el cencerro de la entrada retumba. Un fuerte golpe de aire abre la puerta violentamente y las bolsas de papas fritas, galletas, caramelos, botellas de refrescos y pomos de agua salen de sus estantes y se arremolinan hasta subir al techo que se levanta como si fuera de papel. Rubén se agacha tras el mostrador. Un ruido de locomotora fuera de control bate todo lo que está alrededor. El joven, arrastrándose, alcanza la puerta trasera de la gasolinera y corre varias cuadras hasta llegar a la esquina donde unos enfermeros cargan a Vicente en una camilla.

Después que la luz roja de la ambulancia se pierde tras el puente, que une al pueblo con los campos de la vecindad, Rubén mira hacia atrás y la gasolinera ya no está, sólo escombros por doquier como si una podadora gigante la triturase sin compasión y la descuartizara en medio del camino. Pedazos de techo, paredes quebradas, neveras aplastadas se revuelcan con la registradora de la lotería completamente destripada.

Rubén mira al cielo, donde miles de boletos forman un remolino de papel amarillento. El tornado partió en dos la casa de Vicente, y los billetes vuelan enloquecidos. Algunas personas corren, otras ensillan sus caballos y otras suben a sus autos para perseguirlos. Pese a los esfuerzos, nadie puede capturarlos. Rubén los ve alejarse mientras sus pies tropiezan con la boina de color marrón abandonada en una esquina de la calle, a punto de desaparecer en la oscuridad de una alcantarilla. Le sacude el polvo y se cubre con ella la frente ancha. Le sienta como si siempre hubiese estado en su cabeza. Sonríe y dirige sus pasos al puente.

Jorge Luis Llópiz Cudel. La Habana, 1960. Narrador y profesor de Literatura.

Licenciado en Filología por la Universidad de La Habana. Obtuvo el Premio Pinos Nuevos en 1993 por el libro de ensayo La región olvidada de José Lezama Lima (1994). Ha publicado las novelas Tarareando (2011) y De La Habana a Hialeah (2014), así como los volúmenes de cuentos Juego de intenciones (2000); Los papeles de Ventura (2010) y El domador de ilusiones (2013). Reside en los Estados Unidos desde 1995.