Ciencia Ficción

Castigo y crimen

“los rusos… son vastos,
vastos como la tierra en que viven,
y sumamente proclives a lo fantástico y lo desordenado”.
F. Dostoievski

El inspector Iliá Petróvich encendió la luz y Raskólnikov se cubrió los ojos con las manos. La habitación era pequeña, estaba compuesta por una mesa y dos sillas, del techo colgaba un foco blanco, las paredes estaban cubiertas de cristales, sobre el picaporte de la puerta resaltaban los botones rojos de un intercomunicador, que conectaba la Sala de Interrogatorios con el Departamento de Análisis y a espaldas del inspector, en el extremo derecho de la pared, una cámara encerraba el rostro de Raskólnikov, intentando registrar cada una de sus expresiones.

Petróvich miró la hora en su reloj de pulsera y dijo:

—Durante varios años, San Petersburgo ha sido la ciudad más violenta de Europa: robos, asaltos, violaciones, atentados, homicidios, secuestros. La pobreza se agolpaba en las calles, como ese polvo arremolinado en las esquinas cuando está a punto de llover. Pero gracias a los esfuerzos del Gobierno y al interés de la Comisaría Central, la situación ha cambiado.

Se acercó a los cristales como si quisiera inspeccionar la limpieza, volvió a mirar la hora en su reloj y tomó asiento frente a Raskólnikov:

—Usted estudiaba leyes.

—Estudio leyes —respondió Raskólnikov.

—Hace dos semanas que no asiste a las clases en la Universidad.

—Hace dos semanas que estoy enfermo.

—¿Ha tomado medicinas?

—Para la fiebre no las necesito. Me basta la sopa de coles que prepara Nastacia y el té amargo. Dentro de poco estaré recuperado y volveré a la Universidad. ¿Por qué me han traído hasta aquí?, a nadie lo interrogan por faltar a clases.

—Esto no es un interrogatorio —dijo Petróvich—, esos son métodos arcaicos, digamos que las acciones de interrogar, descubrir o investigar, han pasado de moda. ¿Ha oído usted hablar de la psicología conductista?

—No, nunca. Me está haciendo perder el tiempo, no tengo motivos para estar aquí. Ustedes deberían encargarse de tareas útiles, atrapar a ladrones y criminales.

—Eso hacemos, eso hacemos —el inspector se recostó al espaldar de la silla, se acarició suavemente las cejas con la punta de los dedos y luego cruzó las manos sobre el pecho. Raskólnikov, sin dudas, comenzaba a perder la paciencia.

—La señora Nastacia es muy buena con usted —dijo Petróvich—, vela por su salud como si fuera su madre…

—¡¿Qué importa eso ahora?! —gritó Raskólnikov— Exijo que explique por qué me tiene encadenado a esta silla de mierda.

—No se altere joven. En la psicología conductista hay dos cosas fundamentales: los motivos y las reacciones. Usted coincide plenamente con el patrón de pruebas para las monomanías de tipo A, o sea, las más comunes. Está hundido en la miseria, no posee nada a su favor, debe dos meses de alquiler, solo se alimenta con lo que le prepara la buena de Nastacia y para colmo, le ha vendido sus libros de leyes al estudiante Razumijin, para pagar sus deudas de juego. Usted está, sencillamente, acabado.

—Eso no es cierto —respondió Raskólnikov—, dentro de poco recibiré veinte rublos, voy a empeñar el reloj plateado de mi padre. Pagaré el alquiler, recuperaré los libros y volveré a las clases en la Universidad.

—Pero se quedará sin el reloj. Es el único recuerdo que posee de su padre, ¿qué pensarían su madre y su hermana si se enteraran que lo ha empeñado? No le quedan salidas, ya lo indica la psicología conductista: usted cometerá un crimen.

—Eso es absurdo —dijo Raskólnikov y tuvo deseos incluso de echarse a reír, pero no lo hizo. La risa, generalmente, es un símbolo de debilidad—. ¿Cómo puede dar por sentado que me convertiré en un criminal? Podría ofrecer lecciones para chicos retrasados en Aritmética, en Derecho Civil, incluso en Biología. Ganaría diez rublos por semana. Razumijin me podría ofrecer algún trabajo de traducción, conozco el alemán y el francés…

—No se esmere —interrumpió el inspector—, el conductismo es infalible. ¿Sabe qué es esto?

Extrajo un pequeño aparato de su bolsillo y lo colocó encima de la mesa.

—¿Un teléfono móvil?

-No, mírelo bien.

—¿Un IPod?

—¡No! ¡Por Dios! —gritó Petróvich— Este es el resultado de años de psicología conductista. Nuestro Gobierno invirtió medio millón de rublos en su construcción. Este aparato, pequeño, sencillo, es capaz de captar y trasmitir con una semana de antelación, los actos criminales que sucederán en cincuenta millas a la redonda.

—¿Cómo en la película de Spielberg?

—¡Por Dios! —gritó de nuevo Petróvich—, pero qué dice, mejor que en la película de Spielberg. Esto no posee margen de error, es portátil, viene acompañado por un Manual de Instrucciones, un estuche de puro caucho con el logotipo del producto en líneas doradas y por si fuera poco, tiene una garantía de seis meses.

Raskólnikov quedó impresionado, la cámara pudo captar con precisión sus gestos y el repentino cambio de semblante. Su expresión de asombro se trocó por miedo y confusión. ¿Cómo es posible?, pensó, ¿dentro de una semana seré un criminal?

El inspector encendió con orgullo el aparato y disfrutó cada segundo el gesto estupefacto del joven. Se puso de pie y dando paseítos de una pared de cristal a la otra, dijo:

—El próximo lunes con la caída de la tarde comenzará a llover. Por la avenida del río Neva, una muchacha completamente ebria será seguida de cerca por un hombre que intentará aprovecharse de la situación, pero usted aparecerá en una de las esquinas, descubrirá lo que sucede, armará un escándalo, el hombre correrá asustado y usted, haciendo gala de gentileza y buenos sentimientos, le entregará los únicos tres kopeks de su bolsillo a la muchacha, para que tome un coche hasta su casa —Raskólnikov respiró aliviado y la cámara captó una media sonrisa—, luego caminará en dirección contraria hasta llegar al apartamento de la usurera Aliona Ivánova, a quien le había entregado el día anterior el reloj plateado de su padre. Entrará al recibidor y la matará con un hacha; y no solo a ella, sino además a la sobrina Lizabeta, que tendrá la mala suerte de llegar a casa en ese justo instante.

—¿Con un hacha?—preguntó Raskólnikov.

—Sí, con un hacha.

—Pero es que yo no tengo hacha.

—Veamos —dijo Petróvich y presionó algunos botones—. El aparato no lo señala. Sería pedir demasiado. A fin de cuentas eso es lo de menos, en todas las tiendas de herramientas de San Petersburgo las venden, además es probable que en la planta baja de su edifico, cerca de la cocina, encuentre una pequeña.

Se acercó al intercomunicador, pidió que le alcanzaran un modelo oficial y un lapicero, le puso pausa al aparato y dijo:

—Tomemos declaración.

Raskólnikov intentó protestar, decir algo, pero las palabras no le salían, estaba pálido, le faltaba el aire y mientras el inspector le sostenía con dureza la mirada, solo pudo balbucear y repetir en una letanía constante:

—Yo no soy un criminal, yo no soy un criminal, yo no soy un criminal…

Media hora después, completamente exhausto, aceptó su condición y se declaró culpable.

Petróvich tomó la primera hoja del formulario y dijo:

—Veamos, Rodión Románovich Raskólnikov. ¿Cuál es su edad?

—23 años

—Móvil de los crímenes.

Raskólnikov se quedó un rato en silencio. No sabía con precisión por qué habría de matar a las dos mujeres con el hacha.

—Espera un segundo —dijo Petróvich— revisemos la memoria. Deslizó su pulgar por la superficie táctil. —Era de suponer, cuando las mujeres caen al suelo revisas todas las gavetas buscando el reloj de tu padre y de paso, te echas las joyas en los bolsillos.

Apuntó la información y cuando se disponía a realizar la pregunta siguiente, la imagen en la pantalla del aparato comenzó a parpadear.

—¿Y a esto qué le pasa? —dijo— quizás sea la cobertura, enseguida regreso. Abrió la puerta y fue corriendo al Departamento de Análisis.

Raskólnikov quedó solo en la habitación, recostó su frente sobre la mesa y no dejó ni un instante de pensar: un criminal, me he convertido en un criminal.

Al rato entró Petróvich a la habitación, tomó a Raskólnikov por el cuello de la camisa y comenzó a gritar:

—¡Todos los estudiantes son iguales, tanto caldo de coles y té amargo solo produce debilidad! ¿Acaso no puedes golpear más fuerte? ¿Acaso no sabes que Aliona Ivánova y su sobrina tienen prótesis craneales de acero? Con tal chapucería no hay quien trabaje. El aparato acaba de trasmitir las últimas imágenes de esa noche. Mientras abarrotas tus bolsillos, las mujeres se levantan, toman el hacha y te abren la cabeza a la mitad —Petróvich miró su reloj de pulsera—, ya es casi la hora de salida y tengo que comenzar todo de nuevo.

Luego de la conmoción el joven se dejó caer sobre la silla, recobró el aliento y dijo:

—Entonces no mueren. No soy un asesino.

Petróvich presionó los botones rojos del intercomunicador:

—Traigan a Aliona Ivánova y a Lizabeta.

—¿Bajo qué cargos? —le preguntaron.

—Homicidio.

Guardó el aparato en su bolsillo. Salió por la puerta, apagó la luz y Raskólnikov quedó nuevamente sumido en la oscuridad.

Yonnier Torres. Placetas, 1981. Sociólogo y narrador.

Egresado del XI Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Tiene en proceso de edición los libros de cuentos Delicados procesos (Premio Luis Rogelio Nogueras de Ciencia Ficción, por Editorial Extramuros); Elementos comunes (Premio Félix Pita Rodríguez de Narrativa, por Editorial Unicornio); Esto funciona como una caja cerrada (Premio Calendario 2011, por Casa Editora Abril); y la novela Clavar los ojos al cielo (Premio de Novela Fernandina de Jagua 2011, por Editorial Mecenas).