Policial

Cementerio de elefantes

Arrodillarse. Hincarse de rodillas luego de caminar centenares de kilómetros bajo el sol o soportando la lluvia y el duro invierno. Desbasta, desbasta el paso del tiempo. ¿Desbasta? Daría las gracias a Dios si al menos tengo la sospecha de que no he enloquecido. Tampoco estoy ebrio. ¿Solo desvarío? Tal vez es cierto y estoy loco. Quizá debería darme un electroshock, quizá debería ponerme como plan visitas regulares a uno de los tantos locales de Alcohólicos Anónimos. Quizá. Con la borrachera y la locura pierdo el sentido del ridículo, en esos días soy capaz de decirle a cualquiera: “La personalidad se esculpe con el paso del tiempo y según lo que en vida nos haya tocado tragar y cagar. Los días de lluvia, también el invierno, desbastan…” Supongo que a este desatino lo llaman metáfora. ¿Cómo recordar entonces a Mónica, Mónica Sanders Samsonov o Gunila? ¿Cómo evocarla?

En El Albatros, un profesor de literatura venido a menos nos habló de Hemingway, Carver, Miller y de otros viejos zorros. Dijo algo acerca de la elipsis, icebergs y sabe Dios qué más. También nos habló de lo que se debía sugerir y nunca decir en un cuento o una novela. T-Rex, Bob Esponja, El Mexicano, el pintorcillo y yo lo mirábamos boquiabiertos. Es curiosa la bohemia que se reúne en ese bar del puerto.

El profesor tenía los ojos encendidos, barbudo el rostro. Su índice era largo, afilado. La forma de su nariz tenía el trazo de las esculturas romanas. Más que hablar de literatura aquel profesor parecía tramar un golpe de estado o una revolución destinada al fracaso.

Bob, T-Rex, Lionel y yo nos habíamos ido a El Albatros luego de haber estado trabajando todo el día para El Mexicano. En una de las mesas estaba el profesor con el pintorcillo, el hombre lo había invitado a su mesa y conversaban sobre un tal Andy Warhol.

El pintorcillo nos vio tan pronto entramos al salón y nos convidó a que lo acompañáramos. Nos presentó. Tan pronto acabó el intercambio de saludos, el profesor le siguió hablando al pintorcillo sobre la vez que se atrevió a ver Las muchachas de Chelsea. El profesor hablaba de improvisación, de diálogos como arroyos crecidos y caballos espantados, de sexo con trama e intensidad en siete horas de delirio sin trama. Sus ojos eran dos teas, enarcaba las cejas y se mesaba la barba. El índice afilado y largo era la batuta. Los golpes de puño sobre la mesa y el sonido de la uña al chocar el índice contra la madera completaban una actuación que no solo mantenía encandilado al pintorcillo. A la hora y media se nos unió El Mexicano, y a la hora y media aquel hombre dejó de hablar de sus experiencias con Warhol para saltar entonces a los terrenos de la literatura y la vida. Al parecer estaba en su mejor noche. Decidimos comprar más cerveza y ginebra.

—Solo Dios puede permitirse escribir con renglones torcidos —dijo el profesor—. Solo Dios.

—Déjeme hacer una pequeña precisión: Dios escribe derecho, pero con renglones torcidos —dijo El Mexicano—. Usted me disculpa, profesor, pero tengo de sobra con la Biblia. Si quiere una historia bonita vaya a la Biblia, si desea leer una historia de rajados allí la hay. Si desea dolor y soledad, o plagas, si lo que necesita es una historia de amor o un cuento de ángeles y demonios váyase a la Biblia.

—Es un gran libro, el personaje principal de la historia trasciende sus páginas, es un libro coral donde te desmenuzan y ensalzan la vida y el devenir de un hombre, pero no es una buena novela —dijo el profesor—. Ese libro te toma peligrosamente de la mano y te aconseja nunca soltarte.

El Mexicano sonrió. El profesor se dio un trago.

—Profesor, no hay que temerle al Señor si te brinda su mano. Solo hay que temer alejarse de Él. Así se resume el temor a Dios… Cuando te alejas estás a nada de volverte un caballo desbocado.

Un golpe de puño sobre la mesa interrumpió a El Mexicano:

—Avispas, enfermedades y plagas… castigos para domar al caballo.

La mano regordeta de El Mexicano acarició el crucifijo de 24 quilates colgado de su cuello. Tosió y lo miró al rostro:

—La letra se aprende con sangre, profesor. Eso decía mi abuela.

El profesor de literatura asintió. Nos miraba a todos.

Me serví un poco de cerveza en un vaso del que apenas había bebido. De reojo miré a T-Rex —se había vuelto hacia la barra—, Lionel tamborileaba el estribillo de una canción que desgranaba la jukebox, el pintorcillo estaba cabizbajo, El Mexicano todavía acariciaba el crucifijo y Bob, con la punta del índice, hacía trazos descabellados en la mesa usando el anillo de agua que dejó su botella de cerveza sobre la madera.

—Doc, ¿usted ha escrito alguna novela? —dijo Bob.

—¿Por qué haces preguntas tan estúpidas, tú? —con sus manazas T Rex se rascó la calva.

El pintorcillo, en voz baja, dijo: “Ismael, ¿has leído a Henry Miller? Te gustará. Me aprendí de memoria un par de líneas que escribió ese tipo. Más o menos dicen: “La época exige violencia, pero solo obtenemos explosiones abortivas… La pasión se consume en el escape, no nos proponemos nada que pueda durar más de veinticuatro horas.”

Lionel Ritchie se dio un trago:

—Déjenlo hablar, por favor. Dejen que Bob suelte lo que tiene dentro.

Miré al profesor. Me esquivó. Y vi que miraba sus antebrazos. Para ser más exacto: el profesor miraba sus muñecas. En cada muñeca tenía varias cicatrices.

¿Acaso era cierto que nuestra pasión se consumía en el escape?

Durante toda la noche el profesor mezcló cerveza y ginebra. Era un verdadero alambique. Bebería hasta caer rendido.

Pegar las rodillas en el suelo. Arrodillarse sin que te importe el polvo, o sin prestarle atención a las colillas de cigarro, a los escupitajos que resuman años de alcohol y nicotina y sabe Dios qué más. O sin que te importe el charco de orine, el asfalto húmedo por la fina llovizna, las verduras podridas, las bolsas de desperdicios, los grumos de vómitos sucesivos junto a los contenedores de basura en un callejón oscuro. O sin prestarle atención a una mancha de sangre. Una mancha de sangre en el bordillo de la acera —cerca del basurero—. No es una metáfora decir: “Ella estaba en un callejón sin salida”. ¿Sin dar ningún rodeo Hemingway o Carver hubieran dicho sin utilizar ninguna metáfora que la sangre era de una chica? Cómo evocar a Mónica, Mónica Sanders Samsonov o simplemente Gunila sin que la muerte sea parte de la historia. Cada vez que lo intento a mi memoria llega un ruido, se siente lejano y tal parece acercarse. Es el aullido de las sirenas. Estábamos en El Albatros sentados a la mesa del profesor de literatura, bebiendo historias, bromas y litros de cerveza con ginebra cuando escuchamos la sirena. Fue T-Rex quien dijo: “Alguien olvidó el pavo en el horno”. Así es el ex soldado T Thomas Washington Rex: alta dosis de colesterol y músculos en sus casi dos metros de estatura, también esteroides, dulzura, ingenuidad, platino y varias esquirlas de una mina que estalló cerca de él.

No eran los bomberos sino los autos de la policía y los paramédicos. Lo supimos luego de que uno de los músicos que conocemos entró al bar y llegó a nuestra mesa. Era casi la medianoche y el profesor estaba ya cuesta abajo. El músico se acercó a El Mexicano. Le habló al oído. Lo vi tocarse el crucifijo, decir algo en voz baja y luego dar un puñetazo en la mesa. Alguien había hecho una llamada, dio una dirección, pero La Caballería casi siempre aparece demasiado tarde.

En El Albatros, el profesor de literatura mencionó un cuento de Hemingway y otro del tal Carver: Un gato bajo la lluvia y ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

¿De qué hablo cuando hablo de Gunila? Gunila, mi Gunila bajo la lluvia. ¿Por qué no podemos proponernos nada que dure más de veinticuatro horas? ¿Acaso es cierto que nos consumimos en el escape?

—Oiga, Doc, ¿por qué no ha escrito una novela? Si cree que no tiene nada bueno que decir piense en este bar y escriba algo, o puede escribir un libro sobre nosotros o de su vida —dijo Bob Esponja.

—¿Usted le ha visto la cara a la muerte? —dijo T-Rex—. Es bien fea esa perra, pregúntele a Bob. Escriba sobre la muerte.

El profesor se encogió de hombros.

—Hijos de la Gran Chingada, se dan un trago y se rajan como puras mujercitas —dijo El Mexicano; miraba fijamente a Bob.

Me volví hacia El Mexicano. Lo vi hacer un gesto de negación. Se alisó el cabello.

—Es un decir —dijo Bob.

El profesor se dio un trago. Lo miré y me esquivó. Ocultó las manos bajo la mesa.

Lionel Ritchie se levantó. Fue hasta la jukebox para cambiar de disco. El ex soldado Lionel se las arreglaba muy bien con su prótesis en la pierna.

—¿Tina Turner…? ¿No te has enterado de que ya pasaron los 80´s? —dijo el pintorcillo cuando Lionel llegó a la mesa.

Lionel Ritchie sonrió:

—Era una época de grandes mitos. Eran de verdad, duros como el concreto. No como ahora que son puro vapor y neón.

Inclinarse, apoyar las manos en el suelo. Arañar la tierra. Hurgar allí y encontrar un montón de huesos. Como si fuéramos elefantes. Rastros y huesos, los huesos de todos nuestros muertos…

Definitivamente no soy uno de esos viejos zorros de los que habló el profesor de literatura antes de irse cuesta abajo cuando no pudo mantener el equilibrio en el borde de su vaso. Si lo mío fuera el hip hop, el performance, el graffiti o cualquier otra locura urbana tal vez todo fuera más sencillo y bello, no daría rodeos para hablar de Gunila, Gunila o Mónica Sanders Samsonov, no daría ningún rodeo para hablar de aquella terrible noche.

Gunila… ¿De qué hablo cuando hablo de esta mujer que trabajaba para El Mexicano? Mi gata y el Johnnie Walker eran lo mejor que podía ofrecerme El Mexicano. Y además pagaba bien cada trabajo que le hacía; no le temía a este tipo, temía alejarme de este tipo. Me brindó su mano, y la tomé. Un toma y daca. Pero puedes recibir un duro castigo si traicionas su confianza. Es un pecado, y pecar es una obra de muerte. Eso dice El Mexicano. La letra se aprende con sangre.

Yo, un ex soldado con un solo ojo, vestido con un viejo impermeable y con más de un litro de alcohol en las venas, solo puedo armar metáforas de muy baja estofa y dar demasiados rodeos para hablar del último día de Gunila o Mónica, Mónica Sanders Samsonov. Su último día en este paraíso y su primero en el infierno. Al menos ese sería su itinerario si nos guiamos por la tesis de El Mexicano.

Arrodillarse aunque estés muy fatigado. Alzar esos huesos. Olerlos. Mirarlos muy de cerca. Palparlos en silencio tal como hacen los elefantes cuando llegan a ese sitio donde reposan los restos de otros elefantes —la otra manada, o la verdadera sombra de la manada— aunque estén fatigados, hambrientos. Gracias, Mónica Sanders Samsonov, o simplemente gracias, Gunila, gracias por revelarme que hay todo un saber acumulado en esos documentales del Animal Planet y el National Geographic.

Tocar en silencio los huesos sin saber por qué lo hacemos. Como los elefantes. En un documental del Animal Planet —lo vimos Gunila y yo de principio a fin en mi apartamento— la voz en off dijo que los científicos no saben por qué los elefantes tienen esta rara costumbre para con sus muertos. Según El Mexicano, Dios escribe derecho pero con renglones torcidos. Si así escribe Él, ¿qué quedará para mí?

Aquella noche, en medio de su charla sobre literatura, el profesor dijo: “Deberíamos prestarle más atención a los animales, ellos tienen la respuesta”.

El pintorcillo enarcó las cejas:

—Creo que está borracho.

El profesor había pasado buena parte de la noche en silencio. Nos escuchaba, a veces reía. Pero cerca de la 11:00 p.m. volvió a tomar la batuta. Tragó otro vaso de ginebra con cerveza. Tenía los ojos inyectados de sangre, su rostro barbudo pareció incendiarse —según El Mexicano el profesor renació de sus cenizas.

Aquel dedo índice afilado y largo, el tabique como el de las esculturas romanas y la barba me resultaban familiares. Incluso los golpes en la mesa. Esos rasgos me recordaban a alguien, pero no lograba recordar quién podía ser. Quizá era un personaje de algún drama histórico, porque estaba convencido de haberlo visto en la TV. Le pregunté a Lionel, Bob y a El Mexicano si el profesor les resultaba familiar —incluso le pregunté al pintorcillo a pesar de su juventud—. Casi al unísono respondieron que no.

Verdaderamente el profesor había renacido de sus cenizas, intentaba hablarnos de literatura y de la vida, pero tal parecía referirse a un golpe de estado o a una revolución destinada al fracaso. A pesar de todo, aquella parecía ser su noche y le presté atención.

—La muerte… Me preguntaron si le vi la cara a la muerte. Es cierto que duele perder a alguien. ¿Pero qué pasa en la selva o en el desierto con los animales más débiles? Son devorados y nadie sufre —dijo.

Lo miré, pero esta vez no me esquivó, tampoco escondió las cicatrices de sus muñecas ocultando los brazos debajo de la mesa. Me señaló con el índice:

—La Naturaleza corta por lo sano, así de sencillo, como mear y sacudir.

Limpió la comisura de los labios.

—Disculpen… Creo que eché a perder una buena metáfora. Era una metáfora médica —el profesor volvió a sonreír—. O no… no todos los animalejos sirven como ejemplo, tal vez haya que excluir del grupo a los elefantes, creo que están muy jodidos, tan jodidos como nosotros. ¿Alguna vez escucharon algo sobre los cementerios de elefantes?

—Este buey enloqueció del todo —me dijo al oído El Mexicano.

T-Rex y Bob Esponja se miraron, Lionel se cruzó de brazos.

—Cabrones, en la Biblia no hay nada de esta historia de los elefantes, al menos que yo recuerde —dijo el profesor.

—¿Entonces no tiene sentido llorar por alguien? —dijo T-Rex.

—Llorar es una buena válvula de escape, además de la risa el llanto nos separa de las bestias, créanme y cáguense en mi metáfora médica.

Lo miramos. Terminó otro vaso de ginebra y cerveza. Era un duro bebedor el profesor de literatura.

Como viejos zorros, el tal Carver y Hemingway hubieran dado una pista para que supiéramos de quién era la mancha de sangre en el bordillo de la acera. Se las hubieran ingeniado, con mucho estilo, para contar que a pesar del tamaño de la herida en el cuello de Gunila había muy poca sangre en el piso, le habían rasgado la falda y tenía moretones en los brazos y muslos. ¿La habían dejado tirada en el callejón? El ruido, cómo hablar del ruido. Sirenas, el zumbido del motor de los autos de la policía y la ambulancia, códigos y órdenes que una voz metálica dictaba desde las radios de los autos, trazas de una conversación entre los policías y los paramédicos. Cómo olvidarlo.

Uno de los músicos que conocemos se acercó a El Mexicano, le habló al oído. Y El Mexicano dio un puñetazo en la mesa.

Le preguntamos qué había pasado. T-Rex, Bob, el pintorcillo, Lionel y yo vimos cómo bajó la cabeza.

El músico le dio unas palmadas en el hombro a El Mexicano, entonces miramos a su rostro queriendo encontrar una respuesta.

Fue Bob quien se levantó y tomó del brazo al músico:

—¿Qué cojones pasó?

Cómo hablar de aquel episodio, cómo contarlo. Era casi la media noche cuando El Mexicano se levantó de la silla:

—Gunila está en el callejón.

El Mexicano dijo “Está muerta, buey” cuando le pedí que fuera más claro.

Dejamos en la mesa las cervezas, la ginebra y al profesor; nuestros vasos a medio beber, el profesor de literatura dormido —un hilo de baba y alcohol salían de su boca; le corrían por la barba y se despeñaba sobre la camisa.

Fue El Mexicano quien pagó la cuenta.

En el callejón estaba la policía y los paramédicos. Sabían que era muy tarde, pero La Caballería debía hacer lo suyo.

Alzar esos huesos para olerlos, mirarlos muy de cerca. Palpar los huesos tal como hacen los elefantes: sin que importe el paso del tiempo. Aunque estemos fatigados, o borrachos, hambrientos y solos, aunque de antemano nos creamos derrotados.

Querida Gunila:

Un tuerto vestido con un viejo impermeable y más de un litro de alcohol hirviendo en las venas no puede hacer más —si cuando cierra el ojo sano ve un cuerpo blanquísimo en un callejón, abandonado entre bolsas de basura y enormes ratas.

Querida Mónica:

No puedo hacer más, solo recordar estúpidas metáforas y el nombre de escritores alcohólicos y suicidas, tomar un baño caliente, luego un vaso de agua y varios calmantes.

Querida Gunila o Mónica Sanders Samsonov:

No volvimos a ver al profesor. No volvimos a escuchar ningún comentario sobre él en El Albatros.

Ahmel Echevarría. La Habana, 1974. Narrador. Ingeniero Mecánico

Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Obtuvo el Premio David 2004 en el género cuento con el libro Inventario (Ediciones UNION, 2007); el Premio Pinos Nuevos 2005 con la noveleta Esquirlas (Editorial Letras Cubanas, 2006); la Beca Fronesis de Creación Novelística 2007; Mención en el Premio UNEAC Cirilo Villaverde de Novela 2008 y Premio Franz Kafka de Novelas de Gaveta 2011 por la obra Días de entrenamiento; la Beca de creación Razón de Ser 2008 por el proyecto de libro de cuentos Las espirales del tiempo. En el 2010 obtuvo el accésit en el Premio de Cuento convocado por la revista La Gaceta de Cuba y la Beca Dador por la obra Pastel para pit bulls. En el 2011 obtuvo el accésit en el Premio de Cuento convocado por la revista La Gaceta de Cuba. En el 2012 obtuvo el Premio José Soler Puig de Novela con el libro Búfalos camino al matadero y el Premio de Novela Italo Calvino con la obra La noria. Sus cuentos aparecen publicados en las antologías Historia soñadas y otros minicuentos (Ediciones Luminaria, 2003); Los que cuentan. Una antología (Editorial Cajachina, 2007); La ínsula fabulante. El cuento cubano en la Revolución (1959-2008) (Editorial Letras Cubanas, 2008); La fiamma in bocca. Giovanni narratori cubani (Voland, 2009); Todo un cortejo caprichoso. Cien narradores cubanos (Ediciones La Luz, 2011); Ni + ni – gordas (Editorial Extramuros, 2011) y El martillo y la hoz y otros cuentos (Isliada Editores, 2011). Miembro del staff del e-zine de escritura irregular The Revolution Evening Post y del proyecto Rizoma(s). Columnista de la sección “Diálogos” del sitio web de la Asociación Hermanos Saíz (AHS). Actualmente trabaja como editor de los sitios web Centronelio y Vercuba. Textos suyos, tanto literarios como de opinión, han sido publicados en diversos periódicos y revistas.