Ciencia Ficción

Fragmento de la novela fantástica publicada por Editorial Gente Nueva

Cerrar los puños

Humo. óleo/tela, 120x100 cms

CAPÍTULO 3

El campismo (o de cómo organizar la guerra usando cual manual de instrucciones un libro de Historia)

Intento armar una versión de contingencias para la segunda cuadra: Si Claudia decide comer mandarinas, si los pregoneros hacen bien su trabajo, podríamos sentarnos en el contén y le hablaré del mago, le diré que a simple vista parece un bandido, un cuatrero, un delincuente, un tipo muy raro, pero en cuanto hablas un rato con él, se vuelve todo lo contrario. Le diré que no he conocido a nadie tan comprometido con su gente, tan feliz de hacer el bien, e incluso le diré que si el mago no viviera en Azgor y viviera en Cuba, llegaría a ser alguien grande, un ministro, un empresario, un gerente o un delegado a la Asamblea Nacional del Poder Popular. Si Claudia no sucumbe ante la buena cara de las mandarinas, no me quedará otro remedio que acudir a la versión corta. Ofrecerle solo las líneas generales, excluir el sueño, los tamales en cazuela e incluso la carrera de caballos, bajo el peligro de que en la tercera cuadra (un poco más corta que la segunda) le cuente cosas que no comprenda por no tener un conocimiento previo, sería como leer páginas salteadas de una novela, un desastre.

Decido establecer una línea argumental bien rígida. Le confieso a mi rinoceronte que esto de construir historias no suele resultar nada fácil y señalo con plecas aquellas partes que bajo ningún concepto debo olvidar:

Al día siguiente reuní a mis amigos y les hablé del mago, o más bien del consejero. Ellos se burlaron, dijeron que sin dudas el ron con refresco de la fiesta del tal Javier me había sentado mal, pero después de tanto insistir abandonaron las risas y cerraron los puños.

—Necesito que me cubran durante quince días. En casa diré que nos vamos para un campismo.

—¿Qué vas a hacer? —me preguntaron

—Ayudar al tipo. Me prometió un montón de oro. Esa oportunidad no la puedo perder. —Estamos hablando en serio —aclaró uno de los chicos—, ¿qué vas a hacer en estos quince días? Con tal de que no te dé por llevar a cabo una locura, como raptar a Claudia o matar a su marido. Tienes que olvidarte ya, además, ¿qué esperas de una mujer a quien solo le interesa el dinero?

—No se preocupen —les dije—, ustedes tan solo permanezcan fuera del área de visión de mis padres, así creerán que estamos todos para el campismo.

—En ese caso debemos ponernos de acuerdo en qué va a llevar cada cual, o sea, que el simulacro parezca verosímil —dijo uno de los chicos.

Estuve totalmente de acuerdo y establecimos un plan detallado. De las tres bases de campismo cercanas la más creíble era La Hormiga, la tía de uno de mis amigos trabajaba allí como carpetera y no le sería difícil hacerse de una reservación. El sitio contaba con un río, una cascada, varias piscinas naturales e incluso un puente colgante. En la cafetería, de modo invariable, vendían a un precio irrisorio panes con croquetas, pizzas de queso y refresco instantáneo. Durante las noches, en la pista de baile, se celebraban juegos de participación, concursos de canto y hasta improvisados desfiles de moda en traje de baño.

Repartimos a partes iguales quién llevaría el paquete de galletas y las barras de guayaba; los mosquiteros y el ventilador; las linternas y la reproductora; el calentador eléctrico y las cinco libras de azúcar prieta; los casetes de Metallica y los condones, aunque estos últimos, le confieso a mi rinoceronte, casi siempre regresaban intactos.

Fue tan perfecto y motivador el plan, que los chicos decidieron abandonar el simulacro, llamar a la carpetera y decirle que nos reservara una cabaña durante quince días. A la mujer de seguro le pareció algo exagerado, pero igual de comprensible. Pasar quince días en un campismo es mucho más divertido que asistir cada noche a las carreras de caballos, o esperar a que otra persona se vaya para la yuma y haga una fiesta.

Cada cual se fue a preparar el equipaje. Agarré mi mochila y eché dentro dos mudas de ropa. Mis padres se veían contentos, al parecer disfrutaban tanto como yo esa cuestión de la nueva libertad. Mi madre preparó una panetela y mi padre resolvió dos pomos de refresco de cola, que debió haber desviado de algún pedido para fiestas de quince. Me daba un poco de pena mentirles, llegué a pensar incluso en dejar al consejero plantado e irme con mis amigos para La Hormiga.

El rinoceronte me mira como desconfiando de mis palabras.

—Es cierto —le digo—, dudé un par de veces, pero al final le había hecho una promesa al consejero, por otra parte, lo que me daría a cambio era lo suficientemente atractivo como para probar suerte en el reino de Azgor. Dicen que los cubanos somos muy creativos, y yo, en el fondo, quería poner a prueba mi creatividad.

Desde el aula, en la acera de enfrente, llega la voz de una estudiante en una letanía constante. Dice todo el tiempo: My name is Lisandra. I’m from Cuba. ¿How are you? I’m happy. This is a great country y otras tonterías por el estilo. La profesora rectifica la pronunciación. Dice que una herramienta infalible es la sonrisa. Imagino a Claudia y su sonrisa: My name is Claudia. Sonrisa. I’m from Cuba. Sonrisa. ¿How are you? Sonrisa. I’m happy. Sonrisa. Rictus enrevesado. Una especie de mueca.

Retiro la vista del aula. La farmacia en la calle del frente está a punto de cerrar, ya no puedo fingir que hago la cola, que compro medicamentos. Me agacho un poco más al amparo de la mata de almendras y reviso mi libreta de apuntes. Calculo la distancia, lo que debo contar durante la tercera cuadra, durante el tercer capítulo de esta novela que me invento.

El tipo llegó a la hora señalada. Apareció en su caballo blanco sin ojos, traía en la grupa un baúl de madera para guardar mi equipaje. Le dije que de momento solo llevaría dos mudas de ropa, un par de chancletas, el cepillo de dientes y el desodorante.

El hombre asintió, aunque es probable que no entendiera lo que significa, ni para qué sirve, un desodorante. De seguro esperaba verme partir con más cosas, no sé, cosas que serían útiles para una guerra. Aunque si de algo estoy seguro es que no hay nada más útil para una guerra que un tubo de desodorante. Al menos mis padres me enseñaron, desde que entré a la pubertad, que a cualquier lugar a donde vaya debo llevar conmigo los productos básicos del aseo: o sea, el cepillo de dientes y el tubo de desodorante.

—¿Podemos regresar si necesitamos otra cosa, cierto?

—Cierto —dijo el hombre y la cicatriz sobre su ceja derecha se movió casi de modo imperceptible.

Subí al caballo. Me acomodé entre el baúl y la espalda del consejero. Cincuenta metros después atravesamos algo que me pareció una delgada capa de gelatina. Saltamos a las puertas de una muralla, cuyas láminas plegadizas se comenzaban a abrir. Me parecía estar en el set de filmación de una de esas aventuras que trasmiten en el horario de la tarde. Dentro había una barahúnda de gente. Comerciantes, campesinos y soldados se entremezclaban en un área reducida de vendutas donde se compraba de todo, desde calcetines de seda hasta ojos de lagarto. Las gallinas corrían sobre el polvo para escapar entre las patas de los caballos y algo muy parecido a una oca, pero con alas enormes y el cuello de un azul pálido, se subía al techo de una pequeña casucha y levantaba el vuelo.

El consejero me tomó del brazo y me trasladó diestramente entre el flujo y el reflujo de personas. Desembocamos en los portales de lo que debería ser una cantina. Entramos, y todos los clientes, como ante una clara señal, se voltearon para vernos.

—Este es el chico —dijo el consejero.

Más de uno levantó su jarra de vino, pero la mayoría hizo un mohín de desprecio, o al menos de desesperanza. Yo quise saludarlos pero no supe cuál sería el modo correcto de hacerlo.

—Nos vamos para el castillo —dijo el consejero, me volvió a tomar del brazo y regresamos a la grupa del caballo blanco sin ojos.

Solo entonces me contó la leyenda. Todo el pueblo confiaba en que un joven forastero los ayudaría a ganar la guerra. Un joven forastero con grandes poderes, alguien capaz de matar a diez hombres de un solo golpe, capaz de derribar una bestia con el puño o matar un dragón de un solo flechazo.

—Pero yo no puedo hacer nada de eso —le dije.

—Solo debes confiar en ti. Todos hemos oído la leyenda, la conocemos de memoria. La profecía se cumplirá, esta guerra la vamos a ganar con tu ayuda.

Me mantuve un rato en silencio. Dejábamos atrás los mercados y enfilábamos por un camino de tierra que conducía al castillo. Por primera vez le sentí mucho miedo al fracaso, tenía la mirada de aquellos hombres colgada de mi mente.

La fe de otros en ti es algo que suele pesar demasiado.

El rinoceronte se pone de pie, quizás para desentumecerse un poco, da unos pasos a la derecha, otros a la izquierda. Regreso la vista al aula, e imagino lo aburrido de pasar cuatro o cinco horas al día tomando notas en inglés, mejorando la pronunciación, aprendiendo frases nuevas.

La tercera cuadra, en el trayecto desde la Escuela de Idiomas hasta el nuevo hogar de Claudia, es la más corta y tal vez la más difícil, pues se interrumpen los portales, se trastocan por los muros de una antigua fundición que no proyectan ni una gota de sombra.

La tercera es una cuadra sin amparo, una que se debe cruzar a saltos.

Decido pues prescindir de alguna que otra descripción. De todos modos los castillos, por muy lejano o distante que sea el reino al cual pertenecen, suelen ser semejantes. Digamos que tienen tres torres. En una se conservan las campanas o las señales de aviso; en otra duermen los prisioneros antes de ser ejecutados en la plaza pública; y una tercera, ubicada en el centro, quizás, ostenta un arco gigante para cazar dragones. Un arco que solo podrá tensar el forastero de la profecía.

De más está decir que en todos los castillos hay un libro muy antiguo, bajo una cúpula de cristal y custodiado por un grupo de soldados. En dicho libro aparece reflejada la profecía, que probablemente haya escrito el primer consejero hace cientos de años atrás. Por lo general las profecías son difíciles de entender pues se describen a través de metáforas y mensajes encriptados. Por ejemplo, para expresar que una puerta se debe abrir durante la noche, usando ocho llaves, se habla de «un manto negro que se tiende sobre la morada de todos los hombres, cuando las llamas de las chimeneas devoran la madera cortada en el Bosque de las Sombras y la luna cubre sus ocho fases, desde el nacimiento hasta la muerte de la luz templada, de un círculo de cal que cuelga del cielo».

¿Acaso no es más sencillo decir: Amigo mío, espera a que se haga de noche y después de comer, a eso de las nueve más o menos y justo cuando empieza la telenovela, que es cuando los guardias están más entretenidos, agarra las ocho llaves, introdúcelas en las ocho cerraduras y comienza a descorrer los cerrojos de abajo hacia arriba?

Pero no, las profecías poseen esa magia de lo indescifrable, de lo abstracto. De tal modo, según cuenta la leyenda, tanto puedo ser yo el héroe, como lo podría ser cualquiera de mis amigos. Me describe, en síntesis, como un forastero de lejanos parajes, que viste raros atuendos y, sentado frente a un terreno baldío, intenta reconquistar el corazón de una mujer. O sea, lo que hacemos la mayoría de los adolescentes que vivimos en el campo, cuando salimos del servicio militar.

En la tercera cuadra también debo prescindir de las descripciones del interior del castillo, aunque esos elementos sean fundamentales para otorgarle veracidad a mi historia, para que Claudia crea en mí. No le diré, por ejemplo, que los salones eran lujosos, los pasillos larguísimos, los jardines estaban cubiertos de claveles, begonias y príncipes negros. No le diré que al fondo del castillo había un estanque muy grande donde se bañaban las ocas de cuellos azules y que si lanzabas una piedra al centro podrías verlas levantar el vuelo y planear en círculos hasta que las aguas recuperaran su paz. No le contaré de los establos, de los gritos que llegaban cada noche desde la torre donde eran interrogados los prisioneros, o de esa extraña manía que tenían los soldados de arrodillarse ante mí cada vez que nos cruzáramos, ya fuera de día o de noche. Solo le hablaré de la sala de armas, el salón de reuniones y mi cuarto.

El consejero, sin soltarme del brazo, me llevó por pasillos y escaleras, me indicó la habitación y le ordenó a dos soldados que revisaran el suelo, en busca de alguna serpiente que me pudiera asaltar a mitad de la noche, como al parecer, solían hacer las serpientes en ese reino. Al rato regresaron los soldados con dos serpientes de casi un metro de largo en cada mano, diciendo que ya podía descansar tranquilo. Les habían cortado las cabezas y la sangre, de un violeta pálido, manchaba el suelo.

El hombre les ordenó que custodiaran la puerta y dijo que pasaría a buscarme dentro de media hora para comenzar el consejo de guerra. El cuarto que me otorgaron en el castillo, por una parte era demasiado ostentoso, y por otra carecía de algunos servicios básicos. La cama era ancha, el colchón inmenso, una de las ventanas daba al patio, desde el cual se podía ver el vuelo de las ocas. Del techo colgaba un candelabro que podría tener cuanto menos, cincuenta velas. El cuarto poseía además una especie de escritorio con algunos papeles enrollado y viejos, una vasija con algo que parecía tinta y una pluma de ganso (o de oca) muy afilada, con la que de seguro podría arrancarle la cabeza a una serpiente. Traté de darme un baño antes de que llegara el consejero y me volviera a tomar del brazo. Para esos menesteres solo encontré una palangana metálica sobre una mesita de madera, una jarra con agua y una toalla de seda con la que apenas podía secarme el rostro. La habitación también carecía de servicio sanitario. Por un momento creí que el único modo de aliviar mi vejiga sería asomándome por la ventana para orinar hacia el estanque; pero después de una búsqueda exhaustiva, encontré bajo la cama una escupidera y otra vasija de porcelana un poco más ancha, algo a lo que comúnmente, en mi pueblo de campo, le llamamos «tibor».

Media hora después el consejero me volvió a tomar del brazo, me condujo por otros pasillos, otras escaleras y terminamos el recorrido en una sala de losetas pulidas que él llamó «el salón de reuniones».

Al centro, seis hombres ocupaban una mesa. Al vernos llegar se pusieron de pie. El consejero me presentó como el chico de la profecía. Todos se golpearon el pecho con la mano derecha y bajaron la mirada. Yo hice lo mismo, aunque no sabía exactamente cuál era el significado de aquel gesto. Luego ocupamos las sillas vacías y habló alguien, que luego supe, era el rey.

—Ya está confirmado —dijo—, las tropas de kruggers salieron al anochecer. Son miles, y por si fuera poco, traerán dos dragones de respaldo. Dentro de quince días solo seremos cenizas y recuerdos.

Todos miraron al rey, luego me miraron, buscando quizás un comentario esperanzador. Yo no sabía qué decir y solté lo primero que me vino a la mente:

—Confíen en la profecía.

Asintieron, pero aún perduraba un brillo de desconfianza en los ojos. Les pedí que me ofrecieran algunos detalles. El consejero tomó la palabra. Sus ancestros tuvieron la capacidad de leer el futuro y construyeron terribles predicciones que incluían azotes del clima, mutaciones animales y una guerra de expansión que llevarían a cabo los kruggers, cuando la sed en sus tierras desérticas les embotara el sentido común y los convirtiera en simples bestias.

—Hace un par de años comenzaron a llegar las señales, una detrás de la otra —dijo el consejero—. Primero fueron los doce días de lluvia. Hubo cuarenta derrumbes totales en el reino, ochenta y seis parciales, murieron más de cincuenta personas. El agua nos llegaba a los tobillos y las enfermedades comenzaron a expandirse como se expande la noche. Se inundaron las cosechas, se ahogaron los animales de corral, las serpientes aprendieron a cruzar las corrientes y devoraron todo a su paso. Nos quedamos prácticamente varados en un estanque gigante —pensé que si tuvieran un centro de pronósticos como el de mi país, o al menos un noticiero de televisión, hubieran podido tomar medidas a tiempo, evacuar a las personas en peligro, poner en alto a cerdos y gallinas, tatuar con cruces de scotch-tape las puertas y ventanas. Drenar lagunas, construir diques—, luego llegaron seis meses de sequía. El polvo y la tierra se arremolinaban en cada esquina del reino. Los bueyes caían al suelo, muertos de cansancio y de sed, después de arar rocas donde antes se extendían terrenos de tierra fértil. El calor enviciaba la voluntad, se elevó el número de robos, violaciones y asesinatos. Hasta los soldados pusieron en peligro la vida del rey, la vida de todos, cuando salieron a las calles e irrumpieron en las casas buscando algo que llevarse a la boca. Yo trabajé más de doce horas diarias, multiplicando los panes y los peces, pero aun así la gente se moría de hambre y ya no quedaba una sola jarra de agua que se pudiera convertir en vino. Las serpientes aprendieron a andar bajo la tierra y devoraron todo a su paso. A las ocas les crecieron alas enormes, se les tiñó el cuello de azul y solo regresaron cuando las nubes negras surcaron nuevamente el cielo —pensé por un momento que de poseer un ferrocarril como el de mi país, podrían importar el agua desde el Occidente o podrían alquilar pipas que se parquearan en las cuatro esquinas y repartieran cubos y cubos para todo el barrio—, luego fue la desidia del resto de los animales. La mayoría de las especies se marcharon a otras tierras. Solo quedaron aquellas que históricamente se han mantenido a nuestro lado: los caballos, las gallinas, los cerdos, las reses, los rinocerontes, las ocas, una barahúnda de insectos, algunos peces de río y por supuesto, las serpientes, las malditas serpientes— pensé que de tener unos muros de mar, como los de mi país, al menos los animales terrestres no podrían haber ido muy lejos.

—También están los cangaceiros —dijo un tipo, que luego supe, era el comandante de la guardia personal del rey.

—Los malditos cangaceiros —repitió el consejero—. La última señal fue el apareamiento entre mi caballo y los rinocerontes. Ya estos han aprendido a saltar en el espacio, ya son capaces de atravesar dimensiones. El consejero hizo silencio. Yo me detuve unos minutos a pensar, o al menos simulé una profunda cavilación. Me llevé las manos a la barbilla, miré las figuras que dibujaban las losetas en el suelo, luego me apreté las sienes, incluso tuve la intención de pararme y dar algunos paseítos por la sala, pero eso ya sería simular demasiado. No me llegaba a la mente la más remota idea. Mi nivel de creatividad estaba por el suelo.

—Lo mejor que podemos hacer es retirarnos —dijo un hombre, que luego supe, era el líder de la caballería—. Yo saldría hoy mismo con las mujeres, los ancianos y los niños. Los kruggers son miles y nosotros, cuanto más, llegamos a la cifra de doscientos.

El rey le pidió al consejero que le ofreciera datos acerca del estado de su ejército.

—Entre los soldados se respira el desaliento. Pero con el chico de la profecía de nuestro lado, las cosas pueden cambiar. Contamos con cincuenta arqueros, treinta jinetes para la caballería, veinte operadores de catapultas, sesenta soldados de infantería y cuatro unidades de exploración, cada una con diez hombres. Somos exactamente doscientos.

—Doscientos hombres contra miles de kruggers. Es absurdo pensar en la posibilidad de una victoria —dijo el líder de la caballería.

—Háblame de los animales —le pidió el rey al consejero.

—Tenemos treinta caballos, diez bueyes para las catapultas y cuarenta rinocerontes en las unidades de exploración.

—¿Quieren saber cuántas bestias tienen los kruggers?— preguntó el líder de la caballería.—Como mínimo quinientas, y no son caballos, ni rinocerontes, son yagunzos, de esos que tienen seis patas, de esos que no le temen a nada.

Miré al consejero como preguntándole qué cosa eran los yagunzos. Él me extendió algunas láminas. En una aparecían los caballos inmortales, en otra los rinocerontes, en una tercera una bestia enorme, mezcla de oso y jabalí.

—Eso es un cangaceiro —me dijo el comandante de la guardia personal del rey—.Viven en el Bosque de los Gritos, son peores que las serpientes —sostuve la cuarta lámina—. Eso es un yagunzo —explicó el hombre—, parece un lobo, pero mide y pesa el cuádruple y en vez de cuatro patas, tiene seis.

Todos bajamos durante unos segundos la cabeza. El rey se puso de pie y comenzó a sacar armas y a colocarlas encima de la mesa.

—¿Sabes qué es esto?— me preguntó:

—Un cuchillo— le dije.

—¿Y esto?

—Un hacha.

—¿Esto?

—Una espada.

—¿Y esto otro?

Sacó un arma afilada de forma semicircular que se me antojó muy parecida a una de las fases de la luna.

—Una hoz —respondí.

—Acá le decimos guadaña.

—Guadaña es cuando lleva un palo —riposté.

—De estas armas, ¿cuál sabes usar?

Me hubiera gustado decirle que todas, pero mi rostro atónito y el sudor que me corría por la frente, eran como perros delatando la mentira.

—De dónde yo vengo, usamos otras armas —le dije— más eficaces, quizás.

El rey tomó las armas y las volvió a guardar, una por una, con parsimonia, desgano y una dosis de orgullo.

—¿Has oído hablar alguna vez de una guerra como esta? —me preguntó un tipo, que luego supe, era el líder de la infantería.

—No.

—¿Cuántas guerras hubo en tu reino?

—Tres o cuatro —y pensé que de haber prestado mayor atención a las clases de Historia en el preuniversitario, hubiera podido contestar con exactitud, solo dije —: la Guerra de los Diez Años, la Guerra de 1895, la Guerra de Guerrillas y otra más que no me acuerdo.

Solo entonces; mientras el rey retiraba sus armas, el líder de la caballería hacía el intento de marcharse, el comandante de la guardia personal se ponía de pie, el líder de la infantería miraba hacia afuera a través de la ventana y el consejero buscaba en mis ojos una señal esperanzadora; tuve una idea brillante, o al menos lo que en mi corta escala de creatividad suelo etiquetar como una idea brillante.

—Yo tengo la solución —dije de repente— y todos me miraron con dureza, como me habían mirado aquellos tipos en la cantina—. No podemos sentarnos a esperar que lleguen esos miles de kruggers, hay que atacarlos ahora mientras se acercan.

—Es la idea más tonta que he escuchado jamás —dijo el líder de la infantería.

—¿Acaso no han oído hablar de la Guerra de Guerrillas?

Todos negaron con la cabeza. Estuve más de dos horas contándoles como era que un grupo de rebeldes, muertos de hambre, con pocas armas, mal abrigados, peor vestidos, durmiendo en hamacas y desandando el monte, pero con una convicción de hierro, habían logrado aplastar a todo un ejército, a fuerza de perspicacia, organización y lucidez.

Al término del Consejo de Guerra todos volvieron a creer en la profecía. El consejero me acompañó de vuelta a la habitación, esta vez sin agarrarme del brazo. Le dije que nos debíamos reunir en la mañana, después del desayuno, para trazar la estrategia sobre un mapa, que luego necesitaba ver el oro del cual me había hablado para tener claras las cuentas y que con la caída de la noche debíamos saltar, para conseguir algunas de esas armas de las que tanto les había hablado.

—¿Cinco rinocerontes serán suficientes? —me preguntó.

—Creo que sí —le dije—, al menos por el momento.

Nos despedimos. Cuando entré al cuarto encontré a dos chicas en la cama, cubiertas con una sábana blanca.

—Somos el regalo del rey —me dijeron y acto seguido se colocaron a ambos lados del colchón, haciéndome un hueco en el centro.

—Tienes razón —le digo a mi rinoceronte—, mejor no le cuento esta última parte a Claudia. De todos modos la tercera cuadra es bien corta, no deja tiempo para más.

Yonnier Torres. Placetas, 1981. Sociólogo y narrador.

Egresado del XI Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Tiene en proceso de edición los libros de cuentos Delicados procesos (Premio Luis Rogelio Nogueras de Ciencia Ficción, por Editorial Extramuros); Elementos comunes (Premio Félix Pita Rodríguez de Narrativa, por Editorial Unicornio); Esto funciona como una caja cerrada (Premio Calendario 2011, por Casa Editora Abril); y la novela Clavar los ojos al cielo (Premio de Novela Fernandina de Jagua 2011, por Editorial Mecenas).