Ciencia Ficción

En candela con Ochosi

Primero fue el dolor de muelas. Y luego. Y luego también. El dolor de muelas persiste en todo momento y carece de posición de alivio. Los calmantes casi nunca funcionan y siempre la cura es mucho más dolorosa. No existe sentencia ni castigo en el mundo que supere a un dolor de muelas.

Después vinieron los aseres y me golpearon. Unos tipos de casi dos metros de alto con caras de cinta negra en varias artes marciales. Eran tipos de la calle, sin estilo, con ropas de colores chillones. De los que suelen contratar los maridos celosos para dar una golpiza, o las putas de esquina para sentirse importantes con un guardaespaldas.

Me golpearon con los puños, con el canto de la mano, con los pies y el mango de las pistolas. El dolor de muelas era peor. Cuando creyeron que habían acabado conmigo, me arrastraron afuera. Rodé tres pisos de escalera hasta llegar a la calle. Tres pisos de escalera maloliente y estropeada.

Hago notar que nadie en el solar intervino o acudió en mi ayuda. Como nadie ayudó al jefe de la FULHA y al Machuca, mi socio en aquellos largos entrenamientos de la Siberia, cuando los acuchillaron en la azotea del Focsa. Esta gente no cree en nadie. Ah, los barrios decentes… Eso dijo el que me alquiló el cuarto. Nadie se mete donde no lo llaman. Un lugar sin héroes. Sin demonios. Típico de Centro Habana. El sitio ideal para esconderse de Ellos. Cuanto necesitaba era dejar pasar el tiempo hasta que se aburrieran de buscarme.

Y pasara el dolor de muelas.

Todo fue por culpa de Diana. Había hecho más de quince llamadas a mi número, a pesar de mi pedido expreso para que no lo hiciera. Estaba en problemas con los Santeros, la línea no era segura y ella se ocupó de violar los veinte mil protocolos de seguridad que habíamos acordado.

No es que Diana sea una mala mujer, sólo está algo perturbada. Venir clandestina desde Miami fue traumático para ella. Hubo mal tiempo y la balsa se volcó. Los tiburones se despacharon. A ella la salvó una de las patrullas que custodian las plataformas petroleras de los Testigos de Jehová. La rescataron y le permitieron llegar a La Habana sin informar a inmigración. Pasarse más de veinticuatro horas en una plataforma de extracción rodeado de Testigos de Jehová puede ser traumático para cualquiera. Incluso si los tiburones no se hubiesen comido a tus compañeros de viaje. Sé cómo es, yo también llegué en balsa a La Habana. Pero mi historia es diferente. He visto cosas más peligrosas que el estrecho de la Florida.

En la calle me estaba esperando Daniel, Sacerdote Iworo y brazo ejecutor del clan de Ochosi: blanco, caucásico y grande, aunque no tanto como los aseres. Uno de los tipos que más dinero había hecho con el hackeo de sistemas en la Red Global.

—Te fuiste sin terminar el trabajo, Pablito. Dejaste vivo al punto.

—Era un niño —y el dolor de muelas que no se iba—, yo no mato niños.

—Tiene 15 años. Estoy seguro de que ha tenido más jevas que tú y ya debe haber matado a alguien por ahí. Además, se atrevió a desafiar a los clanes de la Regla de Ocha. Debe morir.

—No es mi estilo —intenté levantarme, pero el dolor era enorme—. Me dijiste que un novato entró en tus servidores y se llevó una mierda sagrada de esas. No me dijiste que era un niño. Yo tengo mi ética, Daniel, igual que ustedes, los santeros tienen la suya allá adentro, en la Red Global. No mato embarazadas. Tampoco a niños. Si quieres un psicópata contrata los servicios de la fundación Charles Manson.

—Pablo, Pablo, nunca vas a aprender. El clan llegó a sentir respeto por ti, por tu profesionalismo. Pensamos que tú eras el indicado para el trabajo. La ofrenda virtual que le robaron al altar de Ochosi no es cosa de juego. El Oricha aún lo está reclamando pero el muchacho sigue sin conectarse. Hasta ahora eso le ha salvado la vida. En cambio la tuya no vale nada.

Me incorporé y puse las manos en la espalda, para estirarme. Mi pistola no estaba allí. La busqué con disimulo haciendo un medio giro lentamente, como al azar. Entonces la encontré: en la cintura del asere1 que estaba detrás de mí.

Tengo buenos recuerdos de esa pistola, la copia china de beretta 9 mm. Se la quité a un infante de la marina mexicana. Estábamos en Old Texas cuando Mexicocalifornia atacó. Las defensas tejanas nunca fueron más allá de una milicia armada con viejos M-16 del extinto Army Force. Y claro, la brigada de pacificación rusa. Pero teníamos órdenes de no intervenir a menos que nos atacaran. Para cuando pudimos entrar en acción ya no estábamos en condiciones de ayudar a nadie. Las últimas órdenes del alto mando fueron resistir hasta la muerte. Al día siguiente deserté y me fui a Miami.

—¿Qué hiciste con el dinero?

—Lo gasté —el dolor de muelas persistía—. Tengo muchas deudas y el revendedor de municiones no me hace rebajas.

—Ay, Pablo. ¿Qué voy a hacer contigo? Cuando empezaba a confiar en ti, te comportas como un pata e’ puerco. Ahora debo ordenar a estos tipos, que no te llegan ni a los tobillos, que te maten.

Daniel hizo un gesto con la mano y los aseres asintieron.

Por alguna razón que desconozco recordé los campos de entrenamiento spetznaz, en Siberia.

El dolor de muelas, milagrosamente, se detuvo.

Tres de los tipos estaban en mi campo visual, uno a cada lado y otro al lado de Daniel, el cuarto asere estaba tras de mí. Escuché el rastrillar cuando sacó su pistola, o mejor dicho, la mía. Me volteé a toda velocidad mientras apartaba la cabeza de la línea de tiro y le torcí la muñeca en el segundo movimiento. Soltó el arma pero no la dejé que tocara el suelo. Acto seguido disparé contra el que estaba a la izquierda de Daniel. Los otros dos, también hicieron fuego.

Sin dejar de torcer el brazo del asere, lo coloqué delante de mí a modo de escudo. Las balas se detuvieron en su cuerpo. Siempre usan chalecos rusos, pesados y gruesos. Le pegué un tiro a cada uno y otro extra para Daniel. Siempre que se choca con un santero hay que dejarlo bien muerto o el Oricha que lo protege te matará desde la Red. O hackeará la mente de alguien que lo haga, lo cual es peor.

Para concluir, e imprimirle algo de estilo a la función, terminé de torcerle el brazo al asere que me quedaba hasta que se arrodilló delante de mí. Le puse el cañón en la espalda, bien pegado al chaleco antibalas, y el proyectil le atravesó el pulmón. La presión de los gases contra la armadura rígida hizo que el arma culateara más de lo normal.

Me acerqué a Daniel y vi que aún respiraba. Le apunté justo entre los ojos y me dispuse a apretar de nuevo el gatillo. Hasta me daba gusto.

Todos ellos son iguales. Entran en la hermandad para vestirse de blanco, tener prendas de oro, relojes rusos y pasearse por Centro Habana en ladas blindados a altas horas de la noche. Todos se creen tipos duros cuando en realidad eran niñitos nerds de una escuelita en el barrio de Los Sitios. Terminaron de hackers, pobres y sin jeva. Entregan cada día más neuronas a los Orichas, no por fe, sino para ser importantes. Tienen protección divina desde la red y caminan seguros por los barrios sin ley. Ahora los tipos grandes y fuertes que les quitaban la merienda en la primaria trabajan para ellos, son sus guardaespaldas.

No hay fe en estos tipos.

Solo son unos descarados.

Y aquí, fuera de la red, lejos del Oricha, son unos cobardes.

—No me mates, Pablo, por tu madre, no hay ninguna necesidad… te vas meter en candela por gusto… mira, ¿sabes quién tiene la culpa? Diana, tu mujer… ella te chivateó. Le ofrecimos que se quedara con la casa cuando murieras y lo dijo todo. El resto del Clan sabe que vine por ti, si me matas la Regla de Ocha va a estar detrás de tu cabeza.

En eso volvió el dolor y le disparé.

No valía la pena contestarle.

Yo todo lo que hice fue por ella. El muchacho era sobrino suyo. Quería dinero para montar una red neural y ponerse a quemar con un juego de esos de inmersión total. Diana habló algo de un premio que se daba al que ganara. El chama hizo lo único que sabía hacer, hackear. Y lo hizo con la gente equivocada. Porque es verdad que los santeros tienen mucho billete. Pero también es cierto que la mayoría de las cosas que poseen, o no son de ellos, o son sagradas. No debe ser fácil ganarse la vida dejando que un dios africano, residente en una red cibernética, posea tu mente para atravesar cortafuegos inteligentes.

El sobrino de Diana terminó robando algo que no podía vender a nadie sin que le metieran un tiro en la cabeza. Y tampoco podía conectarse y devolverla. Los Orichas no entienden de esas cosas. Te robas algo sacro y te castigan con un electroshock por el puerto de conexión en la nuca.

Para cuando le pusieron precio a su cabeza estaba tan desesperado que acudió a su tía Diana. Ella me convenció de protegerlo pero se puso fatal y la Regla de Ocha terminó por contratarme a mí para matarlo. Entonces le dije que se escondiera por un tiempo y me inventé lo de la ética del asesino profesional. En un final, ninguno de esos aseres ha saltado de helicópteros en medio de la ventisca o se ha tirado en rapel para atravesar paneles de vidrio y caer en una habitación llena de chechenios. Y la gente se cree que nosotros, los entrenados por los rusos tenemos normas éticas para matar. ¡Ni que fuésemos samuráis!

Lo único que me faltaba para terminar el día, era ir por la perra chivatona de Diana. Porque fue ella la que me metió en este problema para que venga a echarme palante de esa manera. No es ético, vaya.

Pero no me apuro… para el asesinato siempre hay tiempo y necesito ir cuanto antes a un dentista.

No existe sentencia ni castigo en el mundo que supere a un dolor de muelas.

NOTA

1. Saludo en dialecto bricamo que mezcla varias lenguas carabalíes, el efik y el ibibiú. Dentro de Cuba la palabra se usa (en jerga) como vocativo: Asere, atiéndeme que te estoy hablando.

Erick J. Mota. La Habana, 1975. Licenciado en Física

Egresado del Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido los premios Juventud Técnica 2004, La Edad de Oro de Ciencia Ficción para jóvenes, 2007, TauZero de Novela Corta de Fantasía y Ciencia Ficción, Chile, 2008 y Calendario de Ciencia Ficción, 2009. Además de relatos en diversas antologías, ha publicado los libros Bajo Presión (noveleta, Editorial Gente Nueva, 2008); Algunos recuerdos que valen la pena (cuentos, Casa Editora Abril, 2010); La Habana Underguater, los cuentos (Editorial Atom Press, 2010) y La Habana Underguater, la novela (Editorial Atom Press, 2010).