Poesía

Consideraciones prácticas sobre lo ideal

REFLEXIONAR A SOLAS

Detrás de los hierbazales ocres dispuestos a arder
a consecuencia de una reseques muy antigua,
absorbiendo el agua que emana de la tierra
me dejo hundir por los vericuetos del fango.

Pocas veces recorro el borde seco de mi boca
que no tiene a quien decir
en toda esta tierra
cuyos aromas estallan
al paso de los silvestres animales
que nadie ha intentado domesticar.

Miraba hacia atrás buscando complicidad en las aves
que no dejaron de volar, consumiendo el eterno tiempo
de los frágiles animales.
Por mucho que intenté imitar sus sonidos
ninguna respondió.
Con sus eléctricos cuerpos traspasaron
las puertas de un cielo inmóvil
y quedé aún más solo, hundiéndome en el fango
como cadáver que a nada se resiste.

CAMINO A CASA

El paisaje es mucho más veloz que mis pasos,
apenas puedo retener las sensaciones que producen.
En corta travesía desde los ojos
al centro de mi corazón las olvido.
En las tardes y por los raíles
con que el sol se afianza al pavimento
los pájaros descienden solo para mostrar la rigidez
con que la muerte se apodera de sus diminutos cuerpos.
Escucho el áspero sonido de su agonía, el desamparo
de sus patas adormecidas
que no encuentran superficie a la que aferrarse.
Caen lentamente, sin fuerzas para flotar
sobre el pequeño espacio de sombra
que proyecto a mi paso.
No hago otra cosa que intentar avanzar
entre personas que desconozco y me saludan afables
como si contaran con mis sensaciones
para comprender los disímiles paisajes
que se muestran camino a casa.
De espaldas al imponente Palacio de Justicia,
altísimas columnas de grisáceo mármol
o polvo de hueso humano,
que muestran sus grietas como vísceras.
No podrán seguir sosteniendo la estatua
de José Miguel Gómez.
Bajo este vigoroso sol su hierática pose parece tan falsa
como la mirada que esculpieron
en el hondo vacío de sus ojos.
Hay un árbol, en alguna de esas escasas imágenes
que conservo,
cuyas hojas secas persisten en permanecer
delante de la luz
tal y como si fuesen la contención
entre el paisaje y ese otro paisaje
que distorsiona el horizonte.
Todos sabemos qué ha de ocurrir
cuando el áurea de luz,
cruzando como ejército victorioso,
se apodere de la fragilidad de las hojas
destinadas a caer y conservar las huellas de aves
que escogieron la sombra del árbol para morir.

EL DÍA DE HOY

Yo creí me pertenecía la ciudad,
su falta de espacios para acoger un cielo tan vasto
que se desplaza dando tumbos
como un recién despierto
que bien conoce los pasillos de su casa.
Quedar así, mirándolo sin intentar interpretar nada,
sin hacerme cargo de imagen alguna
para luego sustituir las flores de la jarra
que por manifestarse eleva su fragancia
hasta lo más alto de un techo colmado de agujeros.
Girando en torno mío grazna el humo
que se desprende del carbón
en que hierve el agua del endeble caldo.
Me siento cerca de su vapor
aún mirando el cielo en que nada aparecerá.
Dibujo con el pie una estrella
que luego intento desaparecer,
con el movimiento cansado de mis manos.
La abertura se esboza como una sombra en la pared
por la que se percibe un árbol
tan alto que puede desviar el cauce original del cielo.
Entre paredes inseguras,
los ruidos reciben la recompensa del eco,
sonidos que se enfrentan tan solo para disfrutar
de su resonancia.
Apenas me escucho si es que alguna vez me dije algo.
No es que mienta, es incapacidad a revelar la emoción,
imposibilidad de poseer alguna verdad.
Mis ojos no encuentran otro atractivo
y siguen fijos al bello relieve del cielo
en espera de la puesta del sol.

EL DÍA DE MAÑANA

Conservo aún vida en mis ojos
que me ayuda en la oscuridad a trazar una estrategia,
conducta que impide permanecer paralizado
cuando es obvio que nada podrá inquietarme.
Igual que en la niñez me dejo sorprender
por los sitios sin límites
que muestra el agujero en la pared.
Llegan hasta mí las voces de los que avanzan
hacia ese otro lugar que desconozco
y solo veo a través de la abertura.
No puedo apartar los ojos, no estoy dispuesto
a una pérdida más.
Sigo el curso de las voces, a veces tan débiles
que parecen proyectadas desde mi boca inhábil
hasta ese espacio que por momentos se hace inexistente.
Alguno de los dos está en lado equivocado,
escribes en una carta que a ratos leo.
Aún no la he podido responder.
Aún no sé cuál de los dos conserva la cabeza,
no puedo saberlo si la oscuridad sigue aferrada a mí.
Estado perfecto el de no habitar ningún sitio real,
escuchar voces y poderse acercar a la abertura
de la pared en que escribo con dolor
algunos razonamientos de tu carta.
En el lado equivocado, escucho repetir
desde el impreciso espacio que existe
en esa otra dirección de la abertura.

ANTICIPÁNDOME AL AMANECER

Despierto intranquilo, dudoso
de permanecer bajo el húmedo techo de siempre.
No es mi culpa ser adivino, es mi ventaja.
Saber que existe un cordón a ras del suelo
trasmitiendo mensajes entre mi cabeza y esa otra
de mi anterior vida.
No todos los sueños predicen,
ni tienen en cuenta los días más esplendorosos.
Vi llevar en mis brazos el desvanecido cuerpo,
con su herida fresca,
ojos abiertos como los de un guerrero,
dispuesto a defender a toda costa la pasión
que intentaron arrebatarle.
Prefiero la vigilia, escuchar el tenaz sonido de los trenes
que se enfrentan a la noche.
Peculiar rugido estremece mi casa.
Me acompañan las sombras
que provoca el movimiento de la noche,
los ojos aún cerrados de mi amada
como si tuvieran pudor
de poseer la luz que ahora falta.
Probablemente ningún ave recorra el cielo
bajo el que estoy dormido
desconociendo que pronto amanecerá.
Prefiero la vigilia, el cielo que desciende
sobre mi pecho dispuesto a dialogar
con el impreciso ritmo de mi respiración.
Amo a la mujer que está a mi lado,
es mi asidero en este instante en que la madrugada
me hace creer que soy el único testigo de su esplendor.

EL (GRAN) APAGÓN

La oscuridad me ata al silencio
soy parte de su inercia, sin amarras
a un mundo que no logro comprender
con la nitidez de una secuencia real.
Nada me será posible
si no fuese porque la memoria es testigo
de lo que no alcanzo percibir.
Por mis escasos recuerdos cuán difíciles será retornar.
Veo cómo la oscuridad desciende
en territorios desconocidos
justo cuando intentaba enmendar mi vida.
Disfruto de ese instante
en que todo permanece a ras de mi cabeza
guillotinada tantas veces que apenas siento su peso.
No debo dejarme atrapar, tampoco exponerme.
Cierro los ojos y puedo imaginar lo que sucede
en la otra dimensión.
Lo que parecería imposible rodeado de aguas
por cuyos flujos se han marchado
los que ahora definen la nostalgia
con incomprensibles palabras.
A la mitad de mi vida sigo entusiasmado
en descifrar todo cuanto se ha sumergido
junto a la aniquilada luz.

AQUELLOS AÑOS

Alumbro el patio en la madrugada
para ver los ojos de los animales que llegan a comer
de mis residuos.
Sus entrenados dientes hacen traquear los huesos
con un sonido que asocio al hambre
de estos animales que no gimen, ni ladran,
no pelean entre ellos.
Se alimentan en silencio sobre la sombra de la escasa luz,
como lo hicimos en aquellos años
en que llegué a tener la suficiente experiencia
para llegar al tuétano
de los huesos que mi hija le había despojado la carne.
También sobre la sombra, bajo el vaivén de una lámpara de keroseno,
en silencio, como esos animales que ahora contemplo.

ENCANTO DE LA COTIDIANIDAD

Me place el pan, la gracia de saberlo fragmentar
con equidad.
Raro instante en que uno cree poseer sentido de la justicia.
Con los ojos fijos puedo detener cualquier cielo.
Aún cuando me proteja de la crueldad de tanta luz
diluida por toda la casa, me aferro a la mesa tambaleante
como el horizonte triplicado
por la vocación de orfebre de esa luz
que recorre los límites impuestos a sí misma
hasta ocupar el vacío espacio de su propia sombra.
Fluye el tiempo, el que ya me pertenecía,
con su poder voraz y su roce imperceptible,
pero demoledor de cualquier idea contraria a lo efímero.
Miro a mi alrededor, hacia lo que está signado
a depender de mí,
hacia lo que supuse poseer de antaño­;
accesorios y objetos aparentemente insignificantes
para una vida en común.
Si me dejo llevar por el arraigo, por la advertencia
de un linaje, en anterior vida, me convertiré en deudor.

VERSIONES DE UN RITUAL

I
En la difícil hora de juntarnos alrededor de la mesa,
los dedos reconociéndose pequeños para tantear
el borde que nos limita a estrecharnos las manos.
La rugosa textura cubierta por un paño reciclado
que cubre las coloraciones
con que el tiempo deja constancia de un lento paso.

Sujetos al milenario calor
y la conversación de apenas dos o tres palabras
que pronto se olvidarán.
Advertidos de la guerra, entre canción y canción
que escapa de los orificios de la radio
que nadie ha tenido el valor de silenciar.
No hay un sitio mejor para atender la duda del hijo,
simular que no es mi duda.

Al retirar el mantel, de un gesto,
flota la vajilla sobre lo inexistente.
Acerco el oído a la mesa,
consciente del temor que provoca
el gruñido del hacha en la madera húmeda.
Estoy llorando y nadie lo sabe,
ni siquiera que me entreno para lanzar una maldición
por no poder disfrutar nunca más de la belleza
de una vajilla tan antigua
que todos olvidamos cómo llegó a esta mesa.

II
Se derrama la sal en común descuido.
Con superstición vivo la escena.
Sobre la madera y bajo el vacío que crea la luz
la sal retiene un especial brillo
que ni el golpe de mi puño dispersaría.
Por sobre ella, intento suprimir el temor
del que se sabe despojado de la suerte,
conversamos sobre lo que sabemos merecer.
La codicia se refleja en mis ojos,
lo aprecio en los ojos de los que me acompañan.
Miro el techo húmedo de la casa
y puedo respirar el oxigeno del cielo.
Las paredes ya habían sido derribadas
y la sal, al centro de la mesa,
traza un círculo ilusorio, como todo límite,
con suficiente diámetro para que deposite la cabeza.
No es posible abandonar la creencia
de estar constantemente amenazado
por convertir todo suceso en una señal.

Arístides Vega Chapú. Santa Clara, 1962. Escritor y promotor cultural

Ha obtenido, entre otros, lo siguientes premios: Pinos Nuevos en 1993; Premio de Poesía 13 de Marzo de la Universidad de La Habana y Premio Literario Abel Santamaría de la Universidad Central de Las Villas en 1997; Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara, en los géneros de Poesía y Literatura Juvenil, en 2001; Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén en 2002; Premio de la Crítica Ser en el Tiempo, conferido por la Filial Provincial de la UNEAC en Villa Clara por su poemario Días a la deriva, en 2004 (reconocimiento que volvió a ganar en 2008 por su poemario Que el gesto de tus manos no alcance). En el año 2009 obtuvo, además, el Premio Memorias del Centro Pablo, con el libro de testimonio No hay que llorar. Ha publicado, entre otros, los siguientes poemarios: Breve estancia de Cristo en la ciudad de Matanzas (Ediciones Vigía, 1989); Finales de los años (Casa Editora Abril, 1993); Revelaciones en las postales del viajero (Editorial Universidad Central de Las Villas, 1993); Últimas revelaciones en las postales del viajero (Editorial Letras Cubanas, 1984); La Casa del Monte de los Olivos (Ediciones UNIÓN, La Rueda Dentada, 1986); Retorno de Selím (Editorial Sed de Belleza, 1998); El riesgo de la sabiduría (Ediciones Capiro, 2000); El signo del azar (Editorial Capiro, 2002); De lo que se supone (Editorial Nave de Papel, México, 2002); Días a la deriva (Reina del Mar Editores, 2002); Mensajes del pan (Ediciones Orto, Manzanillo, 2003); Sagradas Pasiones (Editorial Letras Cubanas, 2005); Dibujo de Salma (en tercera reedición por Editorial La Hoguera, Bolivia, 2010) y Que el gesto de mis manos no alcance: Antología personal con prólogo de Lina de Feria (Ediciones UNIÓN, 2008). Entre sus novelas: Un día más allá (Bluebird Editions, Miami, 2008 y Editorial Letras Cubanas, 2010); Soñar el mar (Editorial Capiro, 2002 y Letras Cubanas, 2009). Mantiene la tertulia literaria La Hora de la Verdad, en el Café Literario de Santa Clara, desde su inauguración hace ya cuatro años. Textos suyos han aparecido en varias antologías de Cuba, los Estados Unidos, Canadá, Costa Rica, Puerto Rico, Venezuela, Panamá, España, Brasil, México y Suecia.