Narrativa

Cruz

Cruz
Cruz

1.

El apellido es una enfermedad hereditaria.

De mi viejo no solo ligamos los ojos marrones y el pelo negro.

Sus problemas también.

Me llevó mucho tiempo darme cuenta de que las herencias más jodidas no pueden ni están guardadas en cajas. Tampoco en cajones.

El padre de un amigo se había volado la cabeza con una recortada. La mancha de sangre regó media pared. Pasó de roja a bordó, hasta quedar negra. No sabía qué hacer con ella. Tardó un mes en decidirse a borrarla. Sacó lo que pudo. Los perdigones habían enterrado cachos de cerebro y hueso en el cemento agujereado. Limpió y limpió. Escarbó. Los ladrillos le complicaban saber dónde empezaba y terminaba su viejo. Al final tiró la pared abajo y levantó una nueva. Así y todo, una vez por semana sigue yendo con el balde y el trapo a limpiar. Y raspa y raspa, hasta que son sus dedos los que sangran sobre los ladrillos.

Yo tampoco supe qué hacer con las cosas que me dejó mi viejo. Ni cómo sacármelas de encima.

La mayoría estuvieron guardadas casi quince años en una pieza en la casa que una vez fue suya y en la que vivo desde hace un verano. Desde el primer día que me mudé me acuesto diciéndome que tengo que tirar a la mierda sus cosas. La respuesta es siempre la misma: un día de estos.

Saco una caja con los restos de la familia y la acomodo junto a las otras cinco que la esperan en la vereda. Un perro gris se acerca y la olfatea. Me ladra reclamándome algo. No todos los esqueletos están hechos de huesos, le diría si me entendiese. Levanta la pata, las mea y se va moviendo la cola.

El último zarpazo de sol ilumina el polvo que flota en el living y se me pega a la piel transpirada. Me descuelgo la remera de la cintura y la uso de toalla. Resoplo viendo todo el laburo que me queda.

En la pieza de mi viejo, una lamparita con más cagadas de moscas que watts ilumina un tetris de cajas apiladas. El tufo me da lleno cuando me meto. Con la gamba despego una caja de la pared. Varios bichos salen corriendo y se esconden más atrás. Acomodo la que está arriba y las cargo juntas. Los dedos se hunden en el cartón blando por la humedad. Antes de que se me terminen de desarmar, las apoyo con el resto.

Tendría que haber prendido fuego todo.

Arriba de la mesa, el vaso con agua fría y cubitos hace rato que se transformó en caldo. Lo tiro en un helecho que más que una buena regada necesita un milagro para volver a estar verde. Me sirvo otro y aprovecho para hundir la cabeza abajo de la canilla antes de volver al living.

Parece que hubiera un espejo en el medio de las dos piezas con las puertas abiertas. En la mía, cajas que llevan juntando polvo desde que llegué de Buenos Aires y que un día de estos voy a desempacar. Siempre pensando que no voy a durar mucho acá, que alguien va a sacar el cartel que dice se vende en el frente de la casa.

Remato el vaso. Me pongo operativo. Saco otras cuatro cajas, pero la pieza sigue igual de llena. Unas casas más allá, un juego de luces de navidad se enciende iluminando el frente como si fuera un shopping. A lo lejos, dos más se prenden y pintan a una piba de vestido y mochila que pasa andando en bici. El ojo de gato parpadea con los faros del Regatta que entra al garaje de la casa de la izquierda. Un flaco de bigotes se baja y saluda al vecino del otro lado que riega el jardincito. Tiene todo tipo de plantas. Rojas. Amarillas. Violetas. Tendría que preguntarle si puedo hacer algo por mi helecho. O directamente tirarlo y apoyarlo arriba de la otra basura como si fuera la frutilla del postre. Charlan dos o tres cosas y se despiden con una sonrisa. El de bigotes pasa por adelante mío y me saluda con la mano. Ni siquiera me dice algo del tiempo. Ni Qué calor ni Ojalá que llueva. No sé ni siquiera cómo se llama.

En la pieza todavía queda bastante más de lo que esperaba. Al lado de la entrada, una caja solitaria. La última del día, me digo, como si me conformara con cantar línea. Es más pesada que las demás. La baranda a podrido sale por el hueco del medio y me respira en la jeta con cada zancada. El cartón se desarma como arena. La dejo junto con las demás. Tres pasos después piso mierda. Me masajeo las cejas. Lleno los pulmones. Los vacío. El teléfono suena. Una vez. Dos. Que se vaya a cagar. Tres. Puede ser mi hermano. Cuatro. Me saco las zapatillas y las dejo en la entrada. Para cuando llego, el contestador atiende: Viviana, mi cuñada. Levanto el tubo.

—¿Sabés algo de tu hermano? —es su tercera pregunta.

—Lo mismo que vos.

—Ayer me llamó y me dijo que capaz pasaba antes por ahí. Quería verte.

—Ni idea. Hace un par de días que no hablo con Seba.

Silencio.

—Acá tu sobrina me pregunta si te vamos a ver antes de Nochebuena. —Decile que venga, ma, se escucha la voz chillona de Violeta de fondo—. Venite y pedimos algo.

¿Para? Vamos a quedar mirándonos, haciendo un enroque de silencios en los que escondemos las preguntas que tenemos miedo de hacernos. Violeta sigue hablando.

—Pará, Lelé —dice mi cuñada—. A ver…te paso con esta hinchacocos…

—Estoy apurado. Dejé colgado un laburo por la mitad y lo quiero terminar.

—¿Qué laburo?

—Sacar la basura.

Viviana bufa.

—¿Abriste la pieza? —dice—. Las vacaciones son para descansar, querido. Aparte, Seba te liberó del bar para que vayas a Buenos Aires, no para que juegues al arqueólogo.

Más silencio. Me cambio el teléfono de oreja. El contestador me marca seis mensajes sin escuchar, aunque estuve ahí cuando fueron usando cinta. Todos hablan más o menos de lo mismo.

—El otro día me llamó —dice mi cuñada—. Está preocupada. Dice que te llama y no la atendés. Le dije que viniera para las fiestas, porque si es por vos…

—Dejá que de mis cosas me ocupo yo.

Un bicho se arrastra por el brazo y lo mando a volar de un tincazo. Por la ventana, dos pibes en cuero relojean las casas. Uno arrastra un carrito y ficha para donde están mis zapatillas.

—Tomás… —me dice Viviana.

—¿Qué pasa?

—No seas pelotudo y llamá a Alina.

—Si me entero algo de Seba, te aviso —le digo y corto antes de que el sermón me infle los huevos y además me quede sin zapatillas.

Cuando salgo, las llantas siguen ahí. Los pibes carroñean las cajas. Unas fotos se escapan entre los hierros del carrito y caen sobre la tierra roja. Les van a dar dos monedas por toda esa pila de papel.

Es la primera vez en muchos años que los recuerdos de mi viejo valen algo.

Me ven. Uno le pega un toque en el hombro al otro y dejan de revisar.

—Llévenselo todo —digo, pero salen picando.

Agarro una foto sin mirarla y la uso para limpiar la mierda de la zapatilla. La tiro de vuelta. El viento que se levanta la hace coletear. Un par de nubes grises mordisquean a la luna sobre un cielo rosado. La noche llega antes.

Me siento en una de las reposeras que rodean a la mesa del living. El número seis rojo titilando es mi única iluminación, lo más parecido a una luz navideña en la casa, lo más parecido a una compañía.

Un día de estos voy a llamar a Alina.

Busco una birra. En la heladera, un paquete de mostaza, una lechuga arrugada y un pan en estado fósil. Me sirvo otro vaso de agua y bajo la mitad de un saque. El helecho sigue igual. Me acerco y lo vuelvo a regar. El camión de la basura pasa por la puerta y se lleva las cajas. Me siento mejor.

La ducha me saca la transpiración y el mal humor. Por un rato nomás. A la media hora estoy tirado en la cama todo chivado de vuelta. Trato de engancharme con alguna película, pero los ojos se escapan hacia la pieza de enfrente y la pila de cajas. Ni siquiera cuando encuentro Volver al Futuro me engancho. Empiezo a cabecear. La vieja de Marty quiere pispearle el bulto. Cajas. Parpadeo. George McFly encuentra los huevos y lo pone al matón. Más cajas. Parpadeo. El Doc se encuentra consigo mismo. ¿Qué fue de la vida de ese chabón? Qué cagada debe ser encontrarse con uno mismo. No llego a ver las cajas.

Vuelvo a abrir los ojos. Una serpiente turquea a Salma Hayek en un putero de mala muerte. Las dos y cuarto en el reloj. En el contestador de la pieza el mismo seis rojo. ¿Dónde se metió Seba? ¿Qué quería decirme?

Cierro los ojos. No puedo volver a dormirme. Me pongo de espaldas a la puerta, de frente a mis cajas. Con estas qué hago.

Ojalá tuviera que limpiar una mancha en la pared.

El número seis rojo sigue bombardeándome, un número que capaz no llegue a siete si no hago algo. Estiro el brazo y descuelgo el inalámbrico. Marco 011. El pulso del teléfono espera. 4957. Inspiro. La sábana pegada a la piel. Corto. Desinflo el pecho.

No sé qué mierda hacer con un par de cajas, mucho menos qué hacer con ella y sus preguntas.

Un día de estos… Un día de estos es otra forma de decir nunca.

Me quedo viendo un mapa de humedad en el cielo raso. Un pedazo de revoque cuelga de una telaraña. Un mosquito me zumba la oreja. Un auto estaciona afuera. No conozco el motor. No es el de la camioneta de mi hermano. Tampoco el de Mondeo de mi cuñada. Podría ser un remís. Un refucilo de luz azul pinta el techo y me dice que no. Golpean la puerta. Cuando abro, un rati canoso da un paso para atrás y deja ver el escudo de la Policía de Misiones en el patrullero. Su compañero está apoyado contra el capó con la derecha sobre la reglamentaria.

—Tomás Cruz —dice el canoso. Barrios, leo en la insignia.

—Sea lo que sea que haya hecho ese viejo de mierda, no me interesa. Esta vez guárdenlo bien y denle perpetua.

—Tranquilo, pibe —y me dedica una sonrisa—. Esta vez no venimos por tu viejo.

2.

El patrullero avanza en dirección al centro. Barrios va manejando y me mira por el espejito. La sonrisa le aprieta una cicatriz abajo del ojo y la mezcla con las arrugas. Parece mucho más viejo cuando sonríe. Y también más garca.

—¿Qué hizo? —pregunto.

—Seguir la tradición familiar —dice, y después le habla a su compañero, un cabo que no llegué a leerle el apellido—. Vos todavía tomabas la teta la primera vez que tuve a un Cruz en el asiento trasero. El padre de estos dos. El viejo y querido Samuel. Un neneco bárbaro. Y con bocho aparte. Era capaz de venderles guantes a los mancos. Y mirá que conocía muchos mancos. Para Samuel había dos tipos de personas: a los que les estrechaba la mano y a los que se las cortaba.

Me mira una vez más esperando un comentario. Al ver que no se lo doy, sigue:

—Esa noche lo trajimos porque había fajado a un tal Leiva, un testigo en un juicio en contra de unos chamigos de Samuel. A Leiva lo encontramos tirado en el piso del garaje. Las muñecas atadas con alambre, el ojo izquierdo reventado y toda la carne arrancada a alrededor. Cuando abrió la boca para pedir ayuda… No me olvido más, nene…. Los tres dientes que le quedaban le colgaban de las encías. En el piso había una botella de cerveza. La chapita tenía el borde mordisqueado y lleno de cachos de piel. Cuando le preguntamos a Samuel, lo único que nos dijo fue: La próxima vez va a comprarse un destapador. O aprender que es mejor no abrir la boca y jugarla de yurú palangana. 

El cabo se agarra los dientes como si rayaran un pizarrón. Escuché historias peores y mejores acerca de mi viejo. Hace rato que dejaron de importarme. Trato de pensar qué, de toda la tradición familiar, puede haber hecho Seba. Al minuto freno. Hay mucho que descartar. 

—Tenías que ver cómo quedó el porrón de cerveza —dice Barrios—. Todo chorreado de sangre. Mirá que vi varios santuarios del Gauchito y San La Muerte, pero esa cheva parecía una vela para invocar a alguien mucho más embromado. —Barrios frena y se persigna—. Y yo no sé si el gauchito o el guadaña cumplen pero Cruz seguro. 

»Leiva más que nadie puede dar fe. Me acuerdo que le limpié la cara, pero del ojo seguía sangrando a baldazo. No sabés el charco que tenía a los pies. 

Nos agarra el semáforo. La única iluminación de la cuadra.

—¿Cuánto le dieron? —pregunta el cabo.

—Cinco horas. —Cuando la luz amarilla nos empapa las sombras, la patrulla arranca nuevamente—. Al otro día cayó el Leiva todo enmomiado de vendas y dijo que Cruz había actuado en defensa propia. —Larga una risa—. Aparte de la cara, también le había dejado la memoria media averiada. En el juicio ni abrió la boca y los chamigos de Samuel quedaron libres. 

A medida que vamos llegando al centro, Posadas se vuelve más luminosa. La gente en cuero y sentada en las puertas de las casas es reemplazada por la que estira la noche en los bares. Todo lo que está al otro lado de la ventanilla parece irreal y lejano.

—Todavía me acuerdo… —dice Barrios. Hace una pausa y niega con la cabeza—. Samuel no tenía documentos, pero fama sí. Decían que lo habían fichado en varias provincias. Esa noche le llevé el pianito para tomarle las huellas y le dije Tócala otra vez, Sam. Me miró, se rio y me dijo No te gastes en traer la tinta, y marcó los diez dedos con la sangre que le quedaba de Leiva. Con esas mismas manos crió a la gurisada. ¿Viste? ¿Cómo esperabas que salieran?

Yo también me había hecho esa pregunta. Hace años que había dejado de tratar de responderla. Cuando supe que no iba a encontrar nada bueno. 

—¿Me podés decir qué hizo? —digo, y sé que en esa pregunta tampoco hay algo bueno para encontrar.

—Ganarse un viaje para conocer el lugar donde tu viejo se pasó trece años. Va a tener un largo rato para recorrerlo. ¿Vos cuánto decís? —pregunta a su compañero.

—Y…yo diría, fácil, de unos cinco a diez inviernos.

—Tiempo de sobra para aprenderse la celda de memoria. Tal vez le pueda pedir consejos al viejo Samuel. ¿Qué decís, Tomás?

No respondo. 

—Tenés razón —sigue—. Tendría que habérselos pedido antes. Tu viejo no hubiera caído por una zoncera. Él era capaz de tajearle un ojo a un policía y seguir afuera. Sus chamigos también le hacían favores.

—Terminó preso.

—Tendría que haber terminado muerto.

—No es un mundo justo —digo.

—Ve y dile a tu hermano —dice Barrios y estaciona frente a la comisaria. 

El cabo es el primero en bajarse y me abre la puerta.

—Por acá —dice.

Pasamos un par de habitaciones y pasillos hasta llegar a donde están los cubículos. Una habitación toda azul. Los uniformes. Las paredes. Hasta los árboles bonsái de navidad tienen guirnaldas azules. Olor a encierro y a cigarrillo. Barrios sigue de largo y me quedo con el pibe. Luján, leo en la insignia. Debería creer. En algo. En lo que sea. 

Pero para un ciego de fe, un rosario solo es braille. 

Luján se sienta en su escritorio. Adelante suyo, un monitor con el protector de pantalla levantado en el que alcanzo a ver los datos de mi hermano. No llego a ver qué hizo.

—¿Me podés decir algo?

Barrios se asoma y le hace señas para que me lleve. Llegamos a un cuartito. Carteles de buscados y de recompensas sacan panza inflados por un ventilador. Algunos ya amarillentos de tanto tiempo que llevan colgados. Barrios completa un papel y me lo pasa. Visitas, alcanzo a leer. La mano me tiembla cuando firmo.

—¿Querés saber qué hizo? —dice. Asiento con la cabeza—. Mirá allá. Eso no se le cayó a Papá Noel del trineo. 

Sobre dos mesas pegadas una al lado de la otra, bolsas arpilleras de las que escapan panes y panes de marihuana.

—Ya podés verlo —dice Barrios y abre la puerta que da al calabozo.

Nicolás Ferraro. Buenos Aires, 1986.

Descubrió la literatura negra y criminal gracias al videojuego Max Payne, y desde ese momento pasó a formar parte del podio junto con las hamburguesas y la NBA. Es hincha de Independiente, Utah Jazz y de demasiados autores como para nombrarlos a todos. Mientras se recibía de Diseñador Gráfico en la UBA se ganaba la vida jugando al póker. En la actualidad trabaja en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno en el Centro de Narrativa Policial H. Bustos Domecq. Dogo (2016, Del Nuevo Extremo, Argentina), su primera novela, fue finalista del concurso Extremo Negro. En 2018, Cruz (2017, Editorial Revólver, Argentina; 2019, Nitro/Press, México; 2019, Delito Libros, España) fue finalista del premio Dashiell Hammett a la mejor novela negra que otorga la Semana Negra de Gijón. Su última novela es El cielo que nos queda (2019, Editorial Revólver).