Narrativa

Desde la pared

The painter Basil Hallward and the aristocrat Lord Henry Wotton observe the picture of Dorian Gray
The painter Basil Hallward and the aristocrat Lord Henry Wotton observe the picture of Dorian Gray

A Oscar Wilde.
A Elaine, quien lo inspiró.

Aldo compró el retrato cuando regresaba de sus vacaciones en Londres. La venta de jardín en la calle Rowland atrajo su atención. La señora Morelli lo tenía apartado de los demás artículos. Es que nunca se vende, nadie quiere algo tan feo. Además mi hijo… ya no puede verlo más, le dijo cuando él preguntó por el cuadro. En verdad que era feo, o mejor dicho: morboso. ¿A quién se le ocurriría pintar a un muerto posando? Pensó. Pero a Aldo ese tipo de cosas le gustaban y, como aún no había comprado ningún recuerdo de Inglaterra, pagó el bajo precio que le pidieron por él y se lo llevó. 

Luego de desempacar, ya en casa, colgó la pintura en su estudio. Estuvo tentado a colocarla en la sala, pero no todo el mundo disfrutaría de ver el retrato de un muerto. Se sentó frente a la obra comprada, quería mirarla con detenimiento. El cuadro era raro. Aldo, en sus cincuenta años, nunca había visto uno como aquel. Además del extraño dibujo de su lienzo, también tenía un marco de hierro viejo y su peso era enorme. Pero por muy rara que fuera la pintura, a Aldo le gustó cada vez más. Siempre le pareció relajante disfrutar de una buena obra como aquella. Se acercó al pie del retrato para ver de quien era: BM eran las iniciales. BM… En todos sus años como crítico de arte, no recordaba haber escuchado de algún pintor que tuviera esa firma. Aunque eso no era importante, lo que realmente lo hacía era la obra delante de él. Desde su llegada, Aldo estuvo varias horas a diario observando el cuadro, detallándolo. Al cabo de los días, llegó a parecerle que los rasgos del difunto eran extraordinariamente parecidos a los suyos. Incluso, los ojos que creyó eran azules, no lo eran. El sujeto del lienzo los tenía casi pardos, igual que él.

En su cumpleaños, Aldo invitó a sus amistades y colegas del trabajo, para un pequeño festejo en su casa. Sus amigos lo alabaron con frases como “el clima de Londres te asentó muy bien” “¿estás seguro que son 51 y no menos?” “estás rejuvenecido, ese país hace maravillas” junto a otras frases halagadoras parecidas. Y es que él se sentía así. Realmente hasta se notaba con más vitalidad y vigor. 

Esa noche bebió de más. Luego de despedir a sus amistades se sentó frente al que llamó “su retrato”. En menos de dos horas el malestar de la bebida desapareció por completo. Se maravilló de lo bien que se sentía cada vez que se paraba delante de la pintura. 

Con el tiempo comenzó a obsesionarse con aquella obra. No se la quiso enseñar a nadie o alejarse de ella. Pero tampoco llevársela al trabajo. A las horas de estar sentado en su puesto en el periódico, le comenzaron a aparecer diversos problemas de salud que él describió como un malestar general en todo cuerpo. Eso les decía a sus compañeros de oficina. La verdad era como si el lienzo lo llamara y su cuerpo le respondiera. 

Tal fue su obsesión que, para que no se lo robaran, un día luego de llegar del trabajo comenzó a romper en la pared de su casa y empotró el cuadro en ella. Tomó todas las medidas de seguridad que su paranoia le indicó eran necesarias. Tal fue el esmero que, al terminar los arreglos, era imposible sacar el retrato de sin destrozar toda la pared o a la misma pintura. Para no alejarse de ella, comenzó a dormir en el estudio e ir al estrecho baño que había en él. Tan pequeño que ni espejo tenía. Construyó una improvisada cocina y la colocó al lado del refrigerador. Ambos, en un rincón. Bien alejados del cuadro.

Todas las preocupaciones y malestares de Aldo desaparecían cuando se paraba delante del lienzo, el que incluso vio cada vez más cercano y parecido a él. Decidió entonces dejar de ir a su trabajo, y enviar las críticas desde su casa por correo. Así no tendría que abandonar a “su retrato”.

 Las semanas pasaron. Todos los días, como si fuera un médico forense, reconoció detenidamente cada aspecto de la pintura. En cada jornada encontraba detalles nuevos y que le habían parecido diferentes en la anterior. Aquella era una obra maestra y él se sentía orgulloso de haberla descubierto. La misma imagen del cadáver fue realizada de tal manera que parecía estar vivo. Cuando Aldo lo miraba, era cómo si también él fuera observado. Era una sensación de paz y a la misma vez un poco extraña. Comenzó a sentir que era seguido con la mirada incluso mientras se disponía a dormir en la pequeña cama del estudio. Esto dio lugar a que iniciara conversaciones, con el cuadro, sobre el clima, las noticias o arte. A veces sobre detalles y curiosidades de Londres, para que el muerto se mantuviera al tanto de lo que ocurría en su tierra natal. En ocasiones le relataba anécdotas que le venían a la mente, pero que dejaba a medias al no recordar bien si fue algo que hizo él o alguien se lo contó. Como no era seguro, dejó de relatarlas. Pero no dejó de hablarle; siempre en espera que en cualquier momento el dibujado en el lienzo le respondiera.

Solo detenía la plática, momentáneamente, para preparar las comidas o atender por teléfono a sus compañeros de trabajo. Uno de ellos, Paul, que llegó de Suiza luego de siete años de trabajo; se ofreció en llevarle la correspondencia personal que Aldo dejó en la oficina.

Paul se demoró en encontrar la dirección. Hacía años que no visitaba a Aldo y en ese barrio todas las viviendas eran parecidas. Luego de tocar la puerta, no reconoció la persona que atendió a su llamado. Le abrió un muchacho nunca antes visto por sus ojos. Los rasgos eran parecidos a los de Aldo, pero más joven. Pensó al inicio en un hijo o familiar, pero recordó que su amigo no tenía ninguno de ellos.

—Buenos días, ¿la casa de Aldo?

—¿Qué pasa, Paul, ya no te acuerdas de mí?

—¿Quién es usted? —preguntó Paul al desconocido.

—Deja ya el juego. Pasa, que solo has estado fuera siete años. ¿De verdad no me recuerdas? ¿Tanto he cambiado?

—Oiga, señor, no sé quién es usted. Por favor, puede decirle al señor de la casa que pasé por aquí. Dígale que si quiere su correspondencia, puede encontrarme en este hotel —le dice y entrega una tarjeta con la dirección—. Voy a estar ahí hasta el fin de semana.

De nada valió que Aldo insistiera en que finalizara la broma y le diera la correspondencia, porque Paul no cedió. Todo lo contrario, se despidió de forma cortés y salió a buscar un taxi. Decidió seguirlo y mostrarle las fotos en que aparecían juntos. Cerró la puerta y se fue al estudio, donde las tenía guardadas. Ya en la calle cogió un taxi y se dirigió al hotel. Este quedaba a varios kilómetros de su casa, así que el viaje duró algunos minutos, los que empleó en organizar las fotos por orden cronológico. Una vez en el hotel preguntó por su amigo pero le dijeron que no había regresado, y lo invitaron a esperarlo en el lobby. 

Accedió de buena gana debido a que aquel hotel le resultaba increíblemente familiar. Tuvo la sensación de haber estado hospedado alguna vez ahí. Pero no era así. Compartió sus pensamientos con la recepcionista y esta le dijo que el diseño del edificio era idéntico al de otro hotel en Londres. Solo entonces Aldo recordó vagamente haber estado allí. Los recuerdos de su estancia eran bastantes difusos. Como si no fueran de él. Se sentó a esperar en uno de los sillones, hasta que, al mirar una de las pinturas del hotel, recordó su cuadro. Aquello fue suficiente para que regresara a casa. Se justificó diciendo que Paul estaría alojado hasta el sábado.

En el viaje de vuelta comenzaron los malestares. Ya estoy muy viejo para estar saliendo tanto tiempo de casa, pensaba al entrar. Dejó las fotos en la sala y fue directo a su estudio en busca del lienzo. Ahí estaba él. En su pared. Tan muerto y tan vivo al mismo tiempo. Él lo miró cansado. Aldo sentía a veces como si se estuviera viendo él mismo desde el retrato. Se tiró en el sillón a relajarse y se durmió. Al rato despertó más fresco y sin los dolores que le daban siempre que se alejaba de su casa y que él le atribuyó a la vejez. 

Nada que una ducha caliente no arreglara, sobre todo ese día tan frío. Pero este deseo solo era realizable en el baño del segundo piso. En el del estudio no había gas para calentar el agua. Subió las escaleras hasta su cuarto, para recoger una toalla y ropa limpia antes de dirigirse a tomar esa ducha tan necesaria.  Pero ¡Dios, ¿qué es esto?! Se dijo Aldo cuando pasó frente al espejo y se vio. No pudo comprender lo visto. Por más que se tocaba no creía que era él mismo el reflejado en el espejo. No reconoció su rostro. El desaparecido largo de su pelo, y sus ojos. Lo más impresionante era aquel color azul que tanto le gustaba en el pasado, pero en aquel momento solo le provocó terror. Tiró todo en el suelo y bajó corriendo desesperado a su estudio. Revisó viejas fotos para cerciorarse que el rostro de sus memorias no era aquel del espejo. 

Como en efecto comprobó. 

Toda su paz mental se alteró. Aun cuando una parte de su ser no sentía estarlo, sobre todo al ver la imagen del retrato. En ese momento entendió por qué continuaba viéndose él mismo en el cadáver. Aldo comenzó a preocuparse de nuevo al observar la penetrante mirada del muerto en la pintura. Lo más inmediato para él era averiguar que sucedía. De una manera muy clara le vino a la mente el teléfono de la señora Morelli junto a otros recuerdos de allá en Londres. Tenía que hablar con ella, que era, si no la única, al menos alguien que supiera lo que le sucedía. Cogió el teléfono y llamó varias veces pero nadie respondió la llamada.  Marcó otro número, aparentemente desconocido, de los que recordaba de Londres y volvió a llamar.

—Hola —se escuchó al otro lado.

—Hola, estoy tratando de localizar a la señora Morelli.

—Basil, hijo mío ¿eres tú? Qué bueno escuchar tu voz de nuevo.

—¿Basil? No, mamá, disculpe… señora, es Aldo Montenegro, el que le compró el lienzo en su venta de jardín, ¿recuerda?

Lo siguiente que escuchó fue el tono de fin de la llamada.

Por más que intentó varias veces, nadie volvió a contestarle. Marcó entonces a cuantos teléfonos le vinieron a la mente, sin saber cuáles eran sus dueños, pero extrañamente le resultaban muy familiares. Ya no sabía cuáles eran de amistades suyas y cuáles no. Se percató que no podía fiarse de sus memorias.

Una lluvia de recuerdos prestados comenzaron a inundarle su mente. Colgó el teléfono y se giró hacia el cuadro. El cadáver del retrato lo miraba retador y él se sintió provocado. 

En contra de muchos de sus instintos, agarró una cuchilla de su escritorio y se dirigió hacia la pintura para sacarla de su marco. Cortó y cortó a todo lo largo de la tela, pero antes que terminara de cortar por un lado, los hilos comenzaron a entrelazarse y unir al lienzo nuevamente. Ya Aldo se encontraba colérico, y el muerto lo miró de la misma forma. Eso lo ponía más bravo todavía. Comenzó a lanzar con toda su fuerza cortes tras cortes sobre el rostro y cuerpo del retrato, haciendo saltar chispazos al chocar la cuchilla contra el fondo metálico del marco. Tras media hora, extenuado por el esfuerzo de la lucha desigual, se dejó caer en el suelo. Se convenció a sí mismo de descansar un rato. Observó como la pintura se recomponía nuevamente de los tajos practicados en el lienzo,  haciendo reaparecer al dibujo del hombre muerto. 

Aldo se durmió.

Despertó con el sonido de los toques en la puerta. Se puso en pie y se ajustó la ropa. Procuró no mirar al cuadro otra vez y se fue a atender el llamado. 

—Señor, dejaron una carta para el señor Aldo Montenegro —Le dijo Martha, la joven vecina de al lado, mientras le sonreía.

—Gracias, yo se la doy. Buenos días.

Cogió las cartas y se dirigió al estudio a buscar con qué abrirlas.

Aldo, sin poder hacer nada, miraba desde la pared cómo aquel muchacho de ojos azules abría su correspondencia en el escritorio.

Abel Guelmes Roblejo. La Habana, 1986. Estudia Contabilidad y Finanzas en la Universidad de La Habana.

Miembro del Taller Literario Espacio Abierto. Graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Finalista del I Certamen Internacional de Relatos Pecaminosos (Estados Unidos, 2013) y del concurso internacional Mi mundo fantástico (España, 2013). Mención del concurso Oscar Hurtado 2014 en Ensayo y en 2015 en la modalidad de cuento fantástico. Su cuento Últimos Servicios fue traducido al francés por la Universidad de Poitiers (Francia) y se recoge en un volumen sobre autores cubanos.