Narrativa

Dios en el parqueo

Soñando con la realeza, dibujo de Rafael Villares

Jesús Loves You. Leí en un pequeño letrero pintado sobre  la madera de la pared. Había estacionado mi camión, en aquel antiguo Days Inn, un montón de veces durante el trayecto Orlando-Austin; me senté otro recojonal en la misma mesa del Burger King y jamás vi la capilla, o la iglesia o lo que fuera aquella especie de conteiner con cruz encima. Mientras abría la puerta de una sola hoja, volvía a arrepentirme de dejar a medio comer mi sempiterna hamburguesa, para cruzar todo el parqueo hasta allí.

Dentro parecía aun más pequeña. Un camionero, como un cosmonauta, está acostumbrado a moverse en espacios estrechos. Pero una cosa es la cabina de un camión y otra bien distinta una iglesia.

En el fondo, apenas unos centímetros por sobre el suelo, se veía una especie de tarima sobre la que se alzaba un podio, también angosto. Un equipo de aire acondicionado zumbaba muy pegado a mi oreja derecha. Empecé a sentirme estrechamente solo, más incluso que lo que solía estar en mi cabina, cuando un negro vestido con overol azul se levantó de detrás de lo que parecía un piano demasiado vertical. Concluí que el tipo lucía enorme, por lo apretado del recinto.

—Dios te ama. —para enfatizar la consigna cansina, elevó los brazos hacia el enchapado del techo.

Pensé que el ermitaño del overol no se atrevería a sermonearle a un solo feligrés —considerando que yo lo fuera. Me aferré con todas mis dudas, a la idea de que no estaría tan loco como para pasarse el día dentro de aquella caja de fósforos, en medio de la nada, a la espera de que un camionero furtivo, soñoliento —y de seguro pecador— se animara a abrir la puerta. Traté sin éxito de recordar si la iglesia-conteiner estaba montada sobre ruedas o se afincaba en pilotes.

Vi como el predicador se sentaba en el borde de la plataforma y deduje que se trataba de una estrategia, porque en definitiva no lo creía cansado, no se podía caminar mucho allí adentro ¿Le pesarían a él también mis pecados? De todas maneras pareció sacudirse de golpe toda la modorra y engurruñando los ojos, me realizó un escaneo a profundidad.

—No importa lo que hallas hecho, Él te ama.

Cuando me entró el culillo de irme de Cuba, los socios —refiriéndose a esta realidad, a este país— me decían: Una cosa es en películas man y otra en estrai. No cerré los ojos. Aun mirando aquel angosto entarimado con hombre encima, volví a ver el agua chorreando por el parabrisas, traslúcida, hecha hebras escurridas y luminosas; campos de trigo como incendios subiendo las colinas; y a mí mismo dormido en la cama de un motel con peste a viejas humedades, el televisor prendido, la ropa puesta y el teléfono sobre el pecho, sin tener a quien llamar. Mis socios no lo saben —ni van a entenderlo nunca— pero la vida sí es como una película, aquí, allá, en cualquier parte. Solo que le va a faltar siempre la edición.

A pesar de que corría el riesgo de machacarme y hasta de ponerme triste, rebobiné la cinta de mi vida, con tal de rastrear algún gran pecado cometido –allá y acá— a pesar del cual sería amado. Pero solo hallaba pequeñas canalladas y esbozos, tibios ensayos de orgías y masacres.

—Todos somos pecadores —dijo el pastor de carreteras y entonces pareció haber recuperado su condición de engrasador, de amontonador de cajas. Pero no podía haberse rendido tan pronto ante mi expectante incredulidad.

—¿No me crees…? —hizo una breve pausa y de inmediato soltó: —Maté a un hombre en Michigan.

No pude abrir tanto los ojos, pues ni estaba seguro si daban pena de muerte o cadena perpetua en Michigan, o si podían haberle metido ocho años como en Cuba. No obstante se sintió en la obligación de aclarar:

—Jamás la policía lo supo. Luego caí en la cárcel por robo con violencia. Dentro machaqué a unos cuantos. Terminé volviéndome un yonky y un sodomita. Hasta que vi su luz.

El hombrón volvió a alzar los brazos al techo, pero ya —suficientemente preocupado por mi integridad toda— no fui capaz de desentrañar alguna exaltación mística en su confesión.

Recordé a Nancy, el travesti que me templé en la TX-84. Hacía autostop para probar fortuna en un show de California y se había agenciado un par de tetas —lo suficientemente buenas— como para no remorderme demasiado la conciencia. Luego de venirme, no me sentí ni mejor ni peor que cuando lo hacía con las muchachas de los Barrelhouse o los Honky tonks. Todavía recuerdo los griticos y las crispaciones que le arranqué mientras se la metía. Si algo me dejó aquella experiencia, fue un aprecio inestimable por la virginidad de mi trasero.

Di dos pasos hacia atrás, la puerta quedaba al menos a cuatro, por lo que calculé que, en caso de emergencia, no tendría problemas en alcanzar el picaporte. Pero nunca antes conocí a un pastor ex asesino, ex convicto, ex yonki y ex bugarrón; quizás lo apabullante de esa certeza, hizo que ni siquiera intentara adelantar un dedo hacia la salida. Terminé agradeciendo el zumbido del aire tan cercano, pues sudaba a chorros.

La alarma que creía haber entrevisto en la expresión del pastor se me hizo ahora mucho más evidente. Sin apartar sus ojos de los míos se puso de pie.

—¿Sabes que no estás solo?

Aunque me hablaba a mí, su entonación parecía también destinada a otro oyente, más alejado, quizás menos dispuesto a escuchar.

—Yo también solía traerlo pegado como una lapa. Él era mi amo… —no moví un pelo.

—Ahora mismo está contigo. Puedo oler su repugnante y fétida presencia.

Instintivamente olfateé a mi alrededor y no sé cómo reprimí la tentación de olisquearme un sobaco.

—¿Sabes tú cuál es el mejor truco del Diablo?

Y sí, me lo sabía. Recordaba que lo habían dicho en CSI. No fue un parlamento de Grissom, sino que lo escuché de boca de un pastor —¡también negro!—, un exorcista al que los sabuesos de Las Vegas tenían como sospechoso de asesinar a la mujer que pretendía salvar.

—Hacernos creer que no existe —dije, sin evitar una media sonrisa de fan, pero al momento me arrepentí. Debí marcharme, meterme en el Burger King, terminar mi hamburguesa, comprarme un café, arrancar el camión, coger carretera.

Sin dejar de mirarme el predicador metió la mano en el cuello entreabierto del overol. El miedo que acababa de ganarle la partida a mi curiosidad, me hizo pensar que sacaría una navaja o un revolver. Por muy pastor que fuera, si pensaba que pretendíamos caerle en pandilla —el diablo y yo— era muy probable que echara mano a sus antiguas y carcelarias habilidades. Pero con alivio vi que apretaba un crucifijo.

No musitó siquiera una plegaria, ni una blasfemia exorcista, no torció los ojos. Aun mirándome, avanzó de espaldas hasta chocar de nalgas con la pared del fondo. Tanteando, con la mano torcida, abrió una especie de escotilla y desapareció.

El equipo de aire seguía zumbando con material ronroneo. De golpe todo se me hizo inaguantablemente estrecho en ausencia del pastor. Salí al parqueo. De vuelta en el Burger King no me terminé la hamburguesa, compré un café extra largo y subí al camión.

Ya en medio de la autopista recordé que el pasado verano, mientras manejaba por la Florida’s Turnpike, atropellé a un cervatillo, un venado con unos tarritos de nada. Y fue como si volviera a sentir el golpe seco, y al tiempo tierno, contra el parachoques. Los ojos se me aguaron y entonces —como el rey de los comemierdas que soy— miré al asiento de al lado.

Daneris Fernández Fonseca. Santa Clara, 1970. Historiador y Narrador

Licenciado en Ciencias Sociales. Miembro de la UNHIC y  de la UNEAC. Ha obtenido el Premio Nacional de Investigación Cultural Juan Marinello 2009, el Premio Nacional de la Crítica Histórica José Luciano Franco 2009 y el de cuento de la revista Cauce, 2003. Ha publicado: Música de fondo (cuento), Ediciones  Aldabón, 2003; Historia del Teatro Sauto. 1863-1899, Ediciones Matanzas, 2008; Katiuska Molotov o el arsenal Ruso (cuento), Ediciones Matanzas, 2009; Mauricio en Peñaparda, cuentos policiales para niños, Ediciones Matanzas, 2013. Cuentos suyos han aparecido en diversas antologías: El Cuerpo Inmortal. Revisitado, Editorial Letras Cubanas, 2004. La Hora 0, Ediciones Aldabón, 2005; Confesiones. Nuevos cuentos policiales cubanos, Editorial Unión, 2011 y L@s nuev@s caníbales. Antología del microcuento del Caribe hispano (Editorial Isla Negra, Puerto Rico, 2015).