Narrativa

El callejón de los muertos

El callejón de los muertos
El callejón de los muertos

Tres años después de que el Dr. Alfredo Zayas y Alfonso asumiera la silla presidencial de la República de Cuba, la niña Esther Ramos Feitó pudo presenciar el primer entierro en su vida. Lo que nunca hubiera imaginado la infanta era que escenas fúnebres como aquella iba a tener que presenciar por más de 97 años, y que sobreviviría a 26 presidentes en la isla. 

La carroza fúnebre venía despacio, halada por dos caballejos que chorreaban sudor del mismo viso de las olas sucias de la bolsa de mar, que rodea el asentamiento de Piñón cuando el tiempo desmejoraba. El cadáver, según lo había escuchado de su papá, pertenecía a un veterano, que había luchado junto a las fuerzas insurrectas del hermano del presidente de la república. Sobre la carroza una corona de laurel y olivo enviada especialmente a nombre del propio gobernante. Detrás, a paso lento, una larga muchedumbre vestida de oscuro. Fuerzas del ejército escoltaban el coche funerario. 

La niña Esther había nacido el mismo día en que Alfredo Zayas y Alfonso alcanzara la sala más importante del palacio de gobernación, encerrada siempre en su cuarto de juegos, rara vez asomaba a la puerta que daba acceso al caserón de la familia Ramos Feitó. Solo los domingos bien temprano su nana la llevaba de paseo al parque de los sorbetes. Entonces lucía un bellísimo vestido de encajes, cortado a la moda parisina de los años. Fueron días aquellos en los que a nadie se le ocurrió morirse para bien del alma sensible y llorona de la pequeña. Bajaban tomadas de la mano y, alargando el paso, atravesaban los doscientos metros aproximados del callejón que, subiendo del río, desembocaba en la entrada misma del cementerio, antes de que ellas tomaran el cruce de caminos hasta el parque de los helados y otras confituras. 

Por suerte para la niña, el veterano había expirado el lunes de una semana cualquiera de 1924. Al notar tanto silencio, se subió sobre el banquito de la coqueta para alcanzar la ventana abierta. Al enfilar la mirada al callejón del río vio venir la carroza toda revestida de negro con la enorme corona presidencial sobre el techo. La niña Esther sintió temblores por cada recoveco de su cuerpo. Quiso tirarse del banco, pero no pudo. Se había quedado clavada al mueble y, por mucho que lo intentó, no pudo despegar los ojos de la marcha mortuoria.  

Cuando la partida dobló la esquina en dirección al Huerto del Señor, sintió una conmoción de miedo atroz y se juró no salir más al pórtico ni fijar su vista en el maldito callejón por donde los muertos tomaban su último camino para el encuentro con Dios. El callejón de los muertos, pensó la niña y sufrió un estremecimiento sobrecogedor.

Eran los tiempos en que aún el servicio eléctrico no había llegado al caserón y, por tanto, pasaban las noches, alumbrados por una bujía tenue, una lámpara de carburo y el ya tradicional quinqué. Cuando el sueño demoraba en llegar, la niña imaginaba ver desfiles de fantasmas cruzando las paredes del cuarto, animados por los reflejos caprichosos de la luz. Entonces, se cubría la cabeza con la manta mientras sentía el sudor deslizándose mejillas abajo, más en aquellos estíos que duraban hasta bien entrado noviembre. Fuera de esa rutina, solo se animaba cuando los hombres hablaban de política. Gracias a las enconadas discusiones entre ellos en el caserón, supo que el tal Machado, presidente gruñón y de fácil gatillo, andaba prorrogando su estancia en la casa de gobierno del país y que los muchachos de la universidad de la capital andaban de revoltosos por sus calles. 

En el poblado también se había sentido el malestar con la arrogancia del veterano de las guerras mambisas y se habían armado algunas revueltas. La guardia rural las había calmado a guámparas y metralla. En esos días el callejón de los muertos se había convertido en alaridos, llantos apagados, maldiciones, gritos. La infanta los había escuchado detrás de las paredes de su cuarto. Algunas veces, atisbó por las rendijas y sufrió de calambres impertinentes. El pueblo lucía apagado, taciturno. La gente trabajaba, comía e iba a recogerse temprano. Pasos de caballo a trote largo, tiros como truenos secos, insultos a lo lejos, portazos de bares que se cerraban y algún chubasco eran los únicos ruidos en aquellas noches de miedo y de cadáveres. 

Del miedo a la burla fue lo que siguió después de la huelga del ’33. Los gobiernos parecían dirigidos como marionetas, apenas sin tiempo para calentar la silla presidencial se sucedían unos a otros; pero el más gracioso fue el de aquel que al salir del baño de palacio para recibir la toalla de su servidumbre, lo que le alcanzaron fue la orden del señor Batista de que abandonara Palacio, pues ya había cesado su gobierno. La mesa presidencial había quedado servida con la cena, que Sterling, el Presidente Fugaz, no pudo disfrutar. La joven Ester imaginó la cena del jefe de gobierno y comprendió que la boca se le había hecho agua. ¡Pobrecito, seguro se fue con hambre!, dijo desde su rincón. Los demás, después de haber escuchado la ocurrencia de la impúber, soltaron una larga y sonora carcajada.  

El callejón de los muertos no volvió a estar activo hasta la llegada al poder de Mendieta Montefur y Barnet y Vinajera, pues sus períodos presidenciales fueron de facto y por esa razón la caballería rural y las microondas desandaban el pueblo día y noche en busca de sediciosos para darle de comida a la familia funeraria y tranquilidad a los inquilinos del poder. Fue una etapa donde regresaría el llanto, las plegarias al Señor, la lluvia y las carrozas fúnebres atascadas en el paso del río. Los cadáveres con nombres, las sombras y los demonios asaltarían nuevamente el cuarto de la hija de los Ramos Feitó.

Por suerte, la impúber arribaría a su edad de oro con Miguel Mariano Gómez ganando la primera autoridad del país por el Partido Acción Republicana. En ese año, al menos, el callejón, aunque sombrío, no tuvo que sufrir de histerias ni de blasfemias. De cuando en cuando Ester, con sus piernas ya afeitadas y sus labios color carmesí, atisbaba en las noches oscuras el callejón maldito para ver cómo la farola, de alumbrar amarillento, dejaba caer una luz de luna en medio de la corriente. Las sombras salían de la floresta y se derramaban callejón arriba hasta los muros mismos del camposanto.

Cuando Batista comenzaba su primer mandato de gobierno, el callejón fue revestido de adoquines y las viejas carrozas tiradas por bestias dejaron de llevar a los muertos a su casa definitiva, pues un auto, comprado por la alcaldía en la agencia de Santa Clara, se encargaba ahora del traslado de los difuntos. Las nuevas farolas les daban un brillo especial a las losas pavimentadas: las noches dejaron de derramar tanta sombra sobre el callejón. Volvieron las verbenas, los circos, los músicos callejeros, las orquestas refinadas de la capital, los dramas de amor, de guerras, de pasiones mexicanas, de tiros contra los indios bandoleros del oeste norteamericano y las comedias de Cantinflas, de Tintan y del Gordo y el Flaco, así como las parrandas con sus carrozas, comparsas, luces artificiales y golosinas de todo tipo. El callejón de los muertos había perdido protagonismo en la vida de la señorita Ester.

El pueblo se modernizaba: las guaguas ranchueleras, los autos flamantes, la apertura del bazar de los turcos, el nuevo proyector de cine y las butacas aterciopeladas convertían la sala cinematográfica en un teatro de varietés. De seguro la vida del pueblo hubiera llegado a su máxima prosperidad si al general de los cuarteles no se le hubiera ocurrido dar un golpe de estado echando por la borda la democracia “casi perfecta” que gozaba el país, según la opinión de las fuerzas vivas de la República. El callejón de los muertos recuperaría su protagonismo en la vida de la señora Ester Ramos, y de Armas.

Fueron años de muchos contrastes en la percepción de la vida de la casona. Unido al movimiento constructivo, el pueblo se llenaba de rufianes, tahúres, casinos, mesas de billar, bares de juegos y pistoletazos; de pasquines y urnas resguardadas por armas de fuego largas, de Bacardí, Hatuey y madrugadas de sudor y sexo. Cada noche los correcorres y las tiradas ―por miles―, de proclamas. Los muertos llenaron los días del callejón. Llegaron a ser tantos que hubo que alquilar autos en los pueblos cercanos. A veces el callejón no era más que una larga fila de coches y gritos estremecedores. La necrópolis se extendió hasta las márgenes del río San Juan. Ester dormía bajo los mismos signos del miedo de antaño: la cercanía del callejón de los muertos, a solo un vistazo por las rendijas, la llenaba de zozobra. 

Una mañana, cuando ya los años ’50 iban de pasada, la radio anunció el fin de la guerra y de los muertos. La señora Ester, con sus dos hijos prendidos a la saya, le pareció advertir, en el cuerpo del callejón, una mueca de desagrado. 

Volvieron a sucederse los cambios rápidos de presidente, pero sin víctimas. Las renuncias y los actos populares terminaban con la desidia. Los barbudos de verde oliva cuidaban el pueblo; las noches se volvieron más apacibles. Al fin un presidente devenido comunista asumía la silla presidencial hasta 1976 en que el jefe de los entonces barbudos tomara las riendas irreversibles del poder. No sería hasta 32 años después que la abuelita Ester, con un racimo de nietos y bisnietos, no conocería a un nuevo presidente en la Isla; claro no había habido problemas: eran del mismo linaje oriental. Cuando ya todos en la familia De Armas Ramos no confiaban en que Ester pudiera vivir un nuevo mandato presidencial, se despertaron con la noticia de que a partir del 19 de abril de 2018 se contaría con un nuevo gobernante. Vivió la vieja Ester los meses suficientes para saber que el nombre del nuevo jefe del gobierno se llamaba Miguel Mario Díaz-Canel Bermúdez y que había nacido en un pueblecito villaclareño llamado Placetas. “Vaya, ya son nueve los villareños que han llegado a la silla más alta del gobierno en este país”, dijo, y sonrío como en sus años de infanta. 

Ciento noventa y siete días después que Díaz Canel había sido elegido Presidente de la República, Ester cerraba los ojos para marcharse al camposanto por el mismo callejón al que tanto le había temido en toda su vida.

Marzo de 2019

Amador Hernández. Encrucijada, 1960. Narrador y ensayista

Licenciado en Español y Literatura y Máster en Ciencias de la Educación. Miembro de la UNEAC. Ha obtenido, entre otros, los siguientes premios: Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2002, por el libro testimonial Yo también maldije a Dios; Beca de Creación Sigifredo Álvarez Conesa 2003 y 2004, en el género testimonio, por los proyectos Cuando los sauces lloran y Sombras nada más; Premio UNEAC 2004 por el libro de testimonio La medianoche del cordero; Luis Rogelio Nogueras 2007, convocado por el Centro Provincial del Libro de La Habana, por la novela juvenil Nuestros años felices y Primera Mención en el Concurso UNEAC 2011 en el género de literatura testimonial. Ha publicado los siguientes libros: Las eras del caminante (ensayo, en coautoría con Alberto Rodríguez Copa, 2001); Yo también maldije a Dios (Editorial Capiro, 2003); La medianoche del cordero (Ediciones UNIÓN, 2005; Editorial Oriente, 2011 y El Barco Ebrio, 2012); Cleopatra, la reina de la noche (Capiro, 2006); Nuestros años felices (Editorial Extramuros, 2008) y Desnuda estoy ante Dios (testimonio, Capiro, 2010). Actualmente funge como Profesor Auxiliar Adjunto en la Universidad de Ciencias Pedagógicas Félix Varela de Villa Clara.