Narrativa

El cordero aúlla

Cordero. Foto por Nick Cozier en Unsplash
Cordero. Foto por Nick Cozier en Unsplash

LA FORMA DE LA MUERTE

Lo único seguro es que nunca había matado a nadie, pero las pulsaciones, las imágenes, el cosquilleo y la ansiedad lo perseguían. Era una sensación burbujeante, que le obligaba a cerrar los ojos y abrirlos de nuevo en el momento que su padre salió al patio para matar a una gallina.

Tendría en ese entonces seis o siete años y su padre lo había tocado por un hombro para preguntarle cuál gallina deseaba para la comida de su cumpleaños. Él no tuvo otro remedio que señalar a la más obesa y de colores relucientes. La única que desafiaba a los gallos y a las otras gallinas con las alas abiertas en forma de amenaza.

El padre la tomó por el cuello y la hizo girar varias veces. La gallina, ya sin cabeza, saltó de un lado a otro con las alas separadas y el cuerpo sin albedrío. De momento parecía borracha, o perdida. Un ser animado sin dirección lógica.

El destino había escapado de ella y ahora solo le quedaba esperar.

Aquello era todo.

Un año, dos, picoteando la tierra, gusanos y arroz, imponiéndose a las demás gallinas, pavoneándose, y al final la sangre, los estertores, el aleteo hacia arriba, hacia el frenético  paraíso de las gallinas, tal vez sin dioses ni resurrección.

Un final grande y pequeño a la vez.

Quizás por eso su padre reía. Contemplaba la muerte de la gallina y reía.

El muchacho deseó ese poder. Lo ambicionó. Adueñarse del momento en que la vida se transforma en muerte. Poseerlo.

Se mantuvo ecuánime, conteniendo la emoción, hasta una tarde de fin de año. Su padre, el matarife del pueblo, había engordado a un cerdo y ahora se disponía a matarlo. El padre era el hombre a quien todos buscaban para degollar a un carnero o apuñalar un puerco. A veces le pagaban con dinero. Otras con pedazos de carne.

Había realizado ese trabajo durante toda su vida. Muchos lo consideraban un experto, un profesional en el arte de la muerte.

Se jactaba incluso de haber apuñalado a la mayoría de los animales conocidos. Si acaso me faltaría el Yeti, decía, o algún extraterrestre que aparezca de pronto, je,je. Explicaba con malicia el funcionamiento apropiado del cuchillo. Cómo hay que acercarse al animal y destrozarle el corazón de una sola estocada. Una puñalada, zack, y caen blanditos, jo,jo.

Aquella tarde de fin de año sería el vuelco. El hallazgo de un sentimiento indomable.

El padre ya tenía el cuchillo en la mano. Las personas reunidas en el patio bebían y conversaban. Una vez que el cerdo estuviese cocinado todos se sentarían alrededor de la hoguera. Comerían. Festejarían. Hablarían de proyectos futuros. Esperarían alegres el arribo del nuevo año.

Pero antes alguien debía matar al puerco.

El padre volvió a afilar el cuchillo, le sonrió al público expectante. Se incorporó con estilo y se lo entregó  a su hijo.

—Mátalo tú —le dijo.

El muchacho había asistido a las matanzas del padre. Las había contemplado con un sabor sangriento en la boca. Nunca, sin embargo, se ofreció a realizar alguna. Quería, lo deseaba, pero sus piernas se enfriaban de solo imaginarlo.

En sus sueños únicamente veía matanzas. En ellos, con la daga de su padre, iba caminando hacia un horizonte de vísceras y lamentos. Luego se detenía, sin saber por qué. Sus pies entre la sangre y los órganos de miles de cuerpos muertos. Entre buitres somnolientos. Moscas. Gusanos. Putrefacción. Detenido por el miedo, la angustia, o la seguridad exacta de que no habría retorno para él una vez que diera el primer paso.

Tomó el cuchillo, receloso, y avanzó hacia el puerco. No podía decir que no. Todos hubieran sospechado de su hombría. De la herencia depositada en sus venas. Se burlarían. Alguno lo llamaría cobarde. Penco de mierda.  Su padre se cruzaría de brazos. La vergüenza aparecería en el patio con una supercapa negra. Una supervergüenza. Se reiría de él. Junto a los circunstantes lo señalaría. Lo señalarían. No. No quería eso. No iba a permitir eso.

El cerdo, desde la mañana, se había despertado nervioso, mordiendo la soga que lo ataba a la reja. No dejó de chillar. De cabecear. Como si conociera que aquella sería su última tarde en la tierra.

Desde pequeño, el muchacho descubrió que los animales eran capaces de sentir el olor de la muerte. Pensaba, incluso, que la muerte poseía varios olores. Dulces. Agrios. Agridulces. Distintos olores que los animales paladeaban en el aire.

Dulce si la muerte se convertía en un elemento liberador. Agrio si se mostraba bajo la aureola del miedo. Agridulce si no había posibilidad de entender el contexto en el que aparecía y el estado emocional que creaba.

La muerte, dueña de formas infinitas, estaba en los gestos de una camarera, en los traspiés de un campesino, en el vuelo de un mosquito, en las sonrisas intermitentes de los presentadores de programas televisivos. Pero siempre o casi siempre (lo había descubierto) tomaba la forma de un vendedor de periódicos que camina sonriendo, seguro de haber recordado algo que ya no importa. O de una persona que se detiene de pronto en la acera y comienza a desandar su camino.

Esa mañana la muerte había tomado la forma de su padre, como otras tantas miles de veces, y el cerdo levantó el hocico y escrutó el olor.

Ahora la muerte tomaba la forma del muchacho, y era su responsabilidad hacerla existir frente a los hombres y mujeres que esperaban por el fin del año. Frente al rostro orgulloso de su padre.

Él, un chico de quince años, representaba a la muerte. Tenía el cuchillo en su mano, conocía las reglas de manual para matar a un cerdo.

Tienes que acercarte con naturalidad, normal, como si fueras a darle la comida. Después le acaricias la cabeza, le hablas con cariño. Qué lindo este cerdito. Cómo amaneció hoy. Papá te trae la comida. Esas cosas. Entonces, cuando esté relajado, con la panza para arriba igual a un perrito, le clavas el cuchillo aquí,  debajo de la pata izquierda.  Eso es todo. Persuasión y engaño. Nada más simple.

Pero el cerdo mordía la soga. Daba vueltas alrededor de sí mismo. Desconfiaba.

El hijo estiró la mano. Tocó la inmensa cabeza del cerdo. La acarició mientras escondía el cuchillo en la mano derecha. El cerdo no se movió por un rato. Luego hizo un gesto áspero y se apartó.

Estaba mordiendo la soga en el momento que el padre se acercó por detrás del hijo, le quitó el cuchillo y perforó el corazón del cerdo de un solo intento. Los  espectadores soltaron un OH de admiración. Brindaron con aguardiente. Algunos hasta aplaudieron.

El padre elevó los brazos, intentó prepararse para una de sus disertaciones sobre el arte de matar, pero entonces el cerdo se levantó de un salto, rompió la soga de un tirón y empezó a correr.

Los circunstantes quedaron tan asombrados que no les dio tiempo a reaccionar.  Petrificados, semejantes a las piedras de un ritual, observaron los retorcimientos, los chillidos y la emanación de sangre del cerdo. Luego, todavía más pasmados, descubrieron el cuerpo inerte del padre. Al parecer el cerdo lo había tumbado durante la carrera.

El hijo, a lo largo de sus quince años, había visto cientos de muertes de cerdos. También el final de muchos funerales. El cementerio estaba al final del pueblo, de modo que el carro fúnebre tenía que pasar justo frente a su casa.

Siempre le pareció increíble que alguien pudiese morir el último día del año. Un día de festejos y canciones en todas partes. No entendía. Era demasiado para él.

Al ver a su padre en el suelo, muerto y encima de la sangre del animal que había matado, sintió adentro el inicio verdadero del temor. La conversión de la vida en muerte no le resultó ya tan fascinante. Tan misteriosa. Sintió como si la muerte, bajo la forma de un Dios vestido de payaso, tratara de hacerle reír mientras hacía piruetas y jugaba con pelotas gastadas.

Ahora todo le parecía absurdo y absolutamente comprensible. Un rompecabezas sin figuras. Un laberinto con puertas. Un mar inmóvil.

Llegó al punto en que le pareció lógico que su padre muriera justo el día en que más cerdos mataba. En que la muerte, bajo la forma de un cerdo, decidiera regalarle un final perfecto.

Cerró los ojos y contuvo la rabia, la molestia, el ardor. Quería destrozar algo. Morder algo.

Ahora la muerte representaba una dicotomía insalvable.

Contención y desenfreno. Prisión y pradera. Lluvia y fuego.

Javier Rabeiro Fragela. Matanzas, 1978. Narrador

Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Premio Farraluque de Literatura Erótica 2006. Premio Alfredo Torroella 2006. Finalista en el Concurso Internacional de Minicuentos El Dinosaurio 2006. Tercer Premio de Ciencia Ficción de la revista Juventud Técnica 2007. Premio Ernest Hemingway 2007. Mención en el Concurso Internacional de Cuento Casa de Teatro 2009. Premio Luis Rogelio Nogueras de Novela 2011.