Ciencia Ficción

El disparo de Cronos

Nada nuevo surge sin la muerte
Herman Hess

Descendí del auto en una desolada calleja suburbana y caminé varias cuadras bajo la pertinaz llovizna ácida. Era el tercer taxi consecutivo que tomaba por si esos buitres del Consejo me habían puesto alguna cola. Pero no, estaban demasiado confiados como para molestarse en algo así. Creían tener todo bajo control pero les iba a preparar una pequeña sorpresa de despedida.

Estocolmo había cambiado demasiado. Lo había visto en los holos pero no era lo mismo que contemplarlo de cerca, palparlo. El mar, en su avance insidioso, le había robado un buen pedazo. La guerra, por otra parte, había aportado lo suyo para convertir la próspera urbe en un auténtico erial. Se veía poca gente en las calles, pues la gran mayoría de los sobrevivientes habían emigrado hacia el interior del país, donde todavía podrían vivir durante un tiempo a salvo del asedio de las aguas. Tampoco era tan fría como la recordaba, aunque en realidad el clima global se había tornado caótico. Pero yo no era ni un turista curioso ni un próspero industrial en viaje de negocios. Tampoco había venido a visitar a algún familiar.

Estaba aquí para destruir mi pasado.

De cierta forma me sentía ligado a Estocolmo con lazos indisolubles. Era como si nuestras respectivas historias corrieran sobre rieles paralelos que en algún momento estaban destinados a fusionarse. Aquí, hacía ya más de cuatro décadas, conocí a Irina. Aquí viví junto a ella el que quizás fuera el año más feliz de mi vida. Luego me fui y no regresé hasta ahora pero, en este medio siglo, ambos crecimos en gloria y esplendor para después colapsar, cada cual en su estilo, cada cual en su tiempo, más con una sorprendente semejanza que se me antojaba proyectada y manipulada por una voluntad superior.

No dejaba de ser una ironía que la guerra se hubiera ensañado de esa forma con esta ciudad de gente amante de la neutralidad y la paz. Claro que si se hurga en los recodos de la historia se encuentran detalles embarazosos. Hablar de paz y lucrar con instrumentos de muerte no parece haber sido una práctica muy consecuente por parte de los gobiernos suecos. Y al final la vida terminó por pasarles la cuenta.

En realidad nunca llegué a conocer del todo bien a los suecos. Aunque en general me parecían gente amable, tolerante y comprensiva —si bien demasiado sosos para mi temperamento latino—, detalles como ese de las armas se me antojaban reveladores de una marcada hipocresía. Pero en un final, ¿quién coño era yo para juzgarlos? Durante toda mi vida hice siempre lo necesario para lograr mis propósitos; no soy lo que se llama un devoto de la ética y la honestidad.

El vetusto edificio del Instituto Sueco para las Investigaciones en Física Avanzada se alzaba ante mí, tras los restos de una mohosa cerca perimetral. Abrí el portón de un enérgico tirón y penetré en el amplio espacio yermo que alguna vez debió ser un prolijo jardín.

Ya en el zaguán pude distinguir el reflejo de mi silueta en la bruñida superficie metálica de la puerta. Todo en mi persona era gris: el traje, el pelo y el impermeable que me protegía en esa tarde húmeda y sombría. ¡Si parecía salido de un holo de vampiros! Sonreí. Eso era, un enorme y viejo vampiro harto de sangre en busca de la estaca purificadora.

Me quité el sobretodo, lo escurrí y, tras doblarlo lo guardé en el maletín. Con un pañuelo sequé mi rostro y las lentes de mis gafas oscuras. Satisfecho, lo doblé, lo guardé junto al capote y entré.

Un hombre obeso, de pelo ralo, leía con desgano la pantalla de su ordenador, mientras descansaba su enorme humanidad sobre una silla giratoria de ditoplástico negro. Después de todo algo había de cierto en la propaganda sobre la encomiable resistencia de esa nueva maravilla de la química.

—¿El Espartano? —pregunté.

El gordo dio un salto en el asiento y me miró. Con gestos torpes se incorporó y farfulló una disculpa. Los restos del último sándwich se deslizaron por su vientre y aterrizaron en alud sobre el buró.

—¿El Espartano? —repetí impaciente.

Durante toda mi vida he despreciado a los tipos así, representantes de una humanidad blanda y parásita que se arrastraba en lugar de asumir el papel que la naturaleza les había dado. A causa de sujetos como este había llegado hasta aquí en esa tarde lluviosa en busca de un vendedor de muerte que podía muy bien ser un embaucador.

Mis ojos recorrieron el destartalado local y por un momento dudé de que en semejante antro fuese a encontrar lo que buscaba. Era una especie de antesala de dimensiones reducidas con el buró situado hacia un lateral y una anticuada casilla de correos donde apenas podían leerse los nombres de los investigadores del instituto. Un amontonamiento de latas de cerveza vacías adornaba una de las esquinas. Al final del recinto una puerta de cristal se abría en un amplio pasillo que divergía hacia ambos lados del edificio.

—¿Para qué lo busca? —preguntó con recelo el empleado.

—Dígale que estoy interesado en el disparo de Cronos —contesté—, y entréguele esto.

Le extendí un pedazo de cartulina ocre con unas palabras escritas. El gordo leyó el mensaje, asintió y, sin pronunciar una palabra, regresó a su trono y escribió con rapidez en un ordenador. Unos minutos después ya tenía su respuesta.

—Acompáñeme, ¿señor….?

—Puede llamarme Smith —precisé y seguí a mi corpulento guía, a través de la puerta de cristal y luego hacia la derecha. Al llegar a una escalera descendimos dos pisos para desembocar en otro pasillo. No vi a persona alguna durante el breve recorrido, aunque escuché ruidos espaciados indicadores de actividad humana. El gordo abrió una puerta con su llave magnética y me hizo pasar a un pequeño cuarto donde había un mueble con múltiples gavetas y varias taquillas. De una de las gavetas extrajo dos envoltorios de nylon sellados y me lanzó uno de ellos.

—Debe ponerse eso, es para evitar que entre polvo al laboratorio. Es necesario para proteger los equipos ya sabe, el más mínimo cambio los puede alterar.

Examiné extrañado el contenido del paquete pero decidí respetar el protocolo establecido. Así que me endosé un par de botas flexibles por encima de mis zapatos, un ridículo gorro plástico y una bata que me cubría el cuerpo hasta las rodillas.

El rollizo conserje se acercó a la puerta situada al otro lado de la habitación y marcó una combinación en la cerradura de seguridad. La puerta se abrió con un ligero chasquido mostrando una amplia habitación de paredes níveas.

—Usted primero —me indicó.

Atravesé sin dificultad la puerta y me encontré en una habitación circular, amplia y reluciente, muy diferente del resto del edificio. Dos tercios estaban cubiertos por ordenadores y equipamiento sofisticado y moderno. Calibré de un vistazo la calidad del mismo y luego centré mi atención sobre el hombre que se hallaba arrellanado en una butaca tras una de las terminales. Parecía absorto en lo que ocurría en la pantalla, mientras balanceaba el torso hacia delante y hacia atrás como una especie de oscilador perpetuo.

—El señor Smith —le espetó el gordinflón.

—Haz el favor de brindarle un asiento al cliente, Magnus —dijo sin apartar la vista del monitor—. En un minuto estoy con ustedes.

Magnus me ofreció una silla pero la ignoré. Permanecí de pie contemplando a mis anchas el local. Nadie en su sano juicio esperaría encontrar algo así en un instituto semidesértico de esta ciudad decadente.

El “Espartano” tecleó durante unos segundos más, soltó un par de imprecaciones en voz baja, y despegó por fin su atención del ordenador. El sujeto era punto menos que un enano y, si a eso se le sumaba su extrema delgadez, el resultado de la ecuación era muy lejano a la imagen histórica de un espartano.

—Perdone la demora señor Smith —dijo mientras se acercaba extendiendo una mano abierta—, he tenido problemas con el modelo de Lotham-Gratovsky y tenía un protocolo a medias cuando usted llegó —sus ojillos negros se movían vivaces tras los gruesos cristales—. En realidad aún no lo acabo de resolver y… Bueno, perdone, supongo que no estará usted interesado en física teórica, es que cuando estoy concentrado en un problema me cuesta trabajo “desconectar”. Me dijo Bucky que viene por El Disparo, ¿correcto?

—Así es —respondí con sequedad.

—Presumo que Smith no es su verdadero nombre, pero en este negocio valoramos mucho la discreción. La garantizamos y la exigimos de nuestros clientes. Usted viene bien recomendado, así que asumo que ese no será un problema. Pero siéntese, por favor.

Esta vez accedí a sentarme y mi anfitrión me imitó. La mole de Magnus desapareció con discreción y quedamos a solas con el sordo zumbido de los equipos.

—Concretemos, pues se nota que usted no es hombre de andar por las ramas ¿Qué sabe del disparo de Cronos? —preguntó el Espartano.

—Lo suficiente para que me interese, pero necesito conocer más detalles.

—Pues bien, aquí le va un resumen: Hace diez años investigaba junto a un colega la posibilidad del viaje en el tiempo. Nos interesaba sobre todo enviar materia al pasado. Durante cuatro años estuvimos al borde del éxito, pero siempre algo salía mal —asentí con la cabeza. Esa era una constante universal—. Para hacer la historia corta, un buen día tuvimos una idea genial. Ya que no conseguíamos proyectar la materia estándar al pasado, ¿por qué no probar con antimateria?

Así que antimateria, pensé. Otra maldita coincidencia. La antimateria se puso de moda después de que dejamos caer la primera bomba Anti-M por estos parajes. Según el reporte oficial los suecos estaban a punto de pasarles la bomba a los terroristas. Unas pocas personas, entre las que me cuento, sabemos que todo fue un gran invento, pura propaganda.

—Túneles de gusano —sentencié.

Los ojillos danzantes del Espartano reflejaron asombro.

—Parece que después de todo sí le interesa la física.

—Estar informado forma parte de mi negocio —siempre he aplicado una máxima: el conocimiento es poder, y esto me permitió construir mi pequeño imperio. “Armas Futuras Inc., ofrecemos lo mejor para descojonar el mundo”—. Continúe, por favor.

—Enviar un haz de antimateria en una curva temporal cerrada, a través de un microtúnel de gusano era mucho más factible y las ecuaciones ajustaban con una belleza celestial. Sólo debíamos enfrentar un problema práctico.

—¿Las consecuencias del lanzamiento?

—En efecto. En el punto del espacio-tiempo donde llegara ese haz se crearía un “vacío”, como consecuencia de la aniquilación del par materia-antimateria.

—¿No temía usted sufrir los mismos efectos del experimento de Mirzinsky?

—¿Quién es usted en realidad? —preguntó el Espartano, otra vez sorprendido.

—Alguien a quien le interesa asegurar su inversión —“y que ha pasado su vida haciéndolo”, acoté mentalmente.

El Espartano asintió con lentitud.

—Conozco muy bien los experimentos de ese loco, incluso colaboramos unos años atrás. Un teórico brillante pero demasiado temerario y chapucero al llevar a la práctica sus ideas; un verdadero desastre como experimentador.

—¿Y bien? —precisé.

—Comprendo su preocupación Sr… Smith. Pero puedo garantizarle que no habrá ese tipo de fallos. A diferencia de Mirzinsky utilizamos un haz lo más pequeño y controlable posible. Nuestras operaciones han tenido un éxito rotundo.

—¿Cómo sabe que en realidad viaja al pasado?

—No hay otra posibilidad. Y hemos comprobado los efectos. Claro, que usted como persona lúcida se percatará de la paradoja implicada. ¿Si enviamos el rayo diez minutos al pasado por qué no lo detectamos diez minutos antes? ¿Se violaría la causalidad? La respuesta es tan compleja que…

—Señor Espartano —lo interrumpí—, ahórrese el resto de los detalles científicos y vaya a los aspectos prácticos del asunto. No me interesa que me embrolle con toda la sarta de paradojas temporales, tan incomprensibles como inútiles, que está usted seguramente planeando lanzar sobre mí.

El Espartano alzó una ceja, pero continuó sin que se notara ni un ápice de tensión en voz. En otra época me hubiera interesado ese aplomo, esa seguridad en sí mismo… Pero esos tiempos ya habían desaparecido, se habían apagado como la fría y bella Estocolmo que conocí en mi juventud, como Irina. Dentro de unos días sería honrado con un estúpido título honorífico y despojado de los últimos vestigios de poder que aún atesoraba. ¡Cómo si algo me importaran honores y fama! En mi universo propio siempre existió un único dios: El Poder.

—El hecho concreto es que somos capaces de enviar un rayo de antimateria a cualquier punto del espacio-tiempo conocido, y que este rayo aniquilaría una cantidad correspondiente de materia.

—El disparo de Cronos —apunté.

—Que dirigido hacia cualquier forma de vida tiene un efecto supresor. La energía resultante de la aniquilación materia-antimateria es tan inmensa, que en términos prácticos podemos “suprimir” desde un protozoario hasta una ballena, pasando, claro está, por el ser humano.

—Puede ahorrarse sus eufemismos: usted lo que hace es asesinar gente en el pasado.

El hombrecillo sonrió mostrando sus dientes amarillos y plagados de caries.

—Visto de forma cruda… sí. Un crimen perfecto, aunque nos gusta llamarlo “supresión”.

—¿Y este asesinato garantiza que se anulen todos los eventos futuros relacionados con la víctima?

—Mire usted, eso es bastante complejo…

—Pues no me haría ninguna gracia pagar una millonada para enterarme luego que suprimió usted a un fulano en un condenado universo paralelo y que su alter ego sigue viviendo sano y campante en este.

—Se ha especulado mucho sobre la existencia de universos paralelos pero hemos comprobado que, la mayoría de las veces, la supresión de un elemento en el pasado si tiene un efecto directo sobre nuestra propia realidad, siempre que no se caiga en una paradoja extrema como la clásica del abuelo, por ejemplo.

—Sí, ya sé, abrevie, por favor.

—Mi nueva teoría —continuó el físico con un dejo de orgullo en la voz— admite la existencia de cambios paradójicos, que por fuerza deben trasladarse a otro universo y de cambios no paradójicos que son perfectamente asimilables en el nuestro. Estos últimos son los más frecuentes y hay que tratar de minimizarlos.

Me incliné hacia delante.

—¿Las limitantes?

—Tenemos tres reglas generales: La primera estipula que sólo son elegibles para supresión los sujetos situados veinte años o más en el pasado. La idea es darnos un margen de seguridad y una coartada perfecta, ya que en ese momento nadie podía siquiera barruntar que trabajaríamos en este proyecto. La regla número dos plantea que no son elegibles aquellos sujetos que tuvieron una trayectoria pública demasiado relevante. Ya sabe, Hitler, Lenin. Ese tipo de gente.

—Una pésima regla —mascullé.

—Pero importante señor Smith. ¿Ha oído usted hablar del efecto mariposa y la teoría del caos, supongo?

—Por supuesto.

—Pues bien, aquí no se trata precisamente de una mariposa lo que mueve las alas, sino más bien un pterodáctilo. Todo cambio en el pasado se traduce en una alteración del presente. Eliminar físicamente a un ser humano es una transformación considerable como se dará cuenta.

—Entiendo, mientras más repercusión tenga ese personaje más drásticos serán los cambios en el presente.

—Técnicamente podemos hasta hacer desaparecer la especie humana si no nos andamos con cuidado. Todos esos riesgos deberán ser calculados, sopesados y minimizados. Y algunos trabajos han de ser por fuerza rechazados por atractivos que sean desde el punto de vista financiero.

—Comprendo, continúe.

—La tercera regla es más bien un requisito sine qua non. Los clientes deben brindar información gráfica confiable que permita localizar con suficiente precisión al sujeto de la supresión en el marco espacio-temporal adecuado.

—¿También en el espacio?

—Vamos amigo, no me defraude. Hasta un lego en la materia se percata de que ambas variables son necesarias para calcular en retrospección el punto de destino. Se requiere considerar el desplazamiento de la Tierra junto al Sistema Solar, y el movimiento de la Vía Láctea como un todo. La exactitud de los datos primarios es clave, ya que un desvío infinitesimal puede significar muchos metros-días de diferencia.

—Por mi parte, no hay problemas —sentencié mientras extraía un Terachip y se lo lanzaba al físico—. Aquí tiene toda la información que necesita. Puede escoger el escenario que considere más apropiado, pero el asesinato debe ser cometido cuarenta y cinco años atrás. Nunca menos.

—Perfecto, le echaré un vistazo al material, ¿Y el sujeto de la supresión sería…?

—El nombre es Guillermo Gals.

—¿Hijos?

—Ninguno.

—Eso es bueno, ya que al suprimir a un sujeto suprimimos también, obviamente, a sus futuros descendientes. ¿Por qué lo quiere muerto?

—¿Es necesario que lo diga? —fruncí el ceño— Habíamos hablado antes de discreción.

—Perdone. Es una debilidad. Me ayudaría saber la clase de hijo de puta que era y lo mucho que merecía no haber vivido. Me hace sentir útil.

—Pensé que disfrutaba haciendo su “trabajo”.

—¿Acaso cree que soy un cabrón sádico? No disfruto haciendo esto, aunque admito que no me quita el sueño borrar a un puñado de hijos de puta de la historia de la humanidad.

—A ver qué puedo decirle de este Gals: ¿Oprimiría su tecla asesina con más deleite si le cuento que el tipo es egocéntrico, megalómano y egoísta? ¿Que despreció todo aquello de genuino valor que le ofreció la vida a cambio de obtener poder y más poder? ¿Que engañó, robó cuando tuvo que hacerlo? ¿Le haría sentir más útil en su papel de cirujano si le digo que extirpará usted a un parásito inútil, que jamás generó una idea nueva, pues no hizo otra cosa que robarlas a sus subordinados? ¿Acaso no le parece familiar el recuento? ¿No se ajusta a esta descripción el noventa por ciento de ese enjambre vil al que llamamos humanidad? ¿No le resultaría mejor apuntar con esa arma suya al mismísimo Adán y acabar, de una vez y por siempre, con esta absurda especie?

Sentía que mi voz reverberaba de tal modo en la medida en que argumentaba, que al terminar de hablar me sorprendí vociferando iracundo a mi interlocutor. Este se reclinó hacia atrás en la butaca, impresionado por la vehemencia de mi discurso.

Luego, al parecer algo de aquello le pareció muy extraño porque introdujo el Terachip en su ordenador. Durante un par de minutos escudriñó con avidez la información. Me recliné esperando pacientemente que cayera.

Y en efecto, no tardó en hacerlo.

Me miró como se mira a los locos.

—Pero este es…

—Así es, sólo dígame cuánto le debo pagar para que me “suprima”.

—Pues la verdad… no sé, jamás me habían pedido algo así —contestó todavía con la mirada extraviada—. Supongo que mucho.

—Ponga la cifra.

—Un millón de pandólares, cash.

—Le daré diez millones cuando todo esté listo. Ya que cuando desaparezca no podré pagarle, pero más le vale que no intente estafarme. Tengo medios para encontrarlo en cualquier rincón donde decida esconderse.

El Espartano dejó escapar un silbido.

—Una oferta generosa sin dudas, con clientes como usted me retiraré muy pronto. Pero en este caso debo tomar medidas adicionales. Como intenté explicarle antes, si usted desaparece toda realidad posterior asociada directamente con su existencia se esfumará. Esta entrevista por ejemplo nunca habrá tenido lugar y yo no podré disfrutar de mis honorarios.

“Usaré un símil para que entienda mejor: Imagine su vida como el tronco principal de un árbol frondoso. Al desaparecer el tronco todas las ramas primarias que se desgajan directamente de él se esfumarán también, así como muchos de los gajos secundarios. Otras ramas más alejadas pueden, sin embargo, sobrevivir a la caída del árbol si se quedan aferradas a los árboles vecinos.

“Además de pagarme por adelantado debe darme un tiempo para invertir todo ese dinero y fijar así el hecho. Apartarlo de su línea directa y hacerlo irreversible”.

—De acuerdo, pero le repito mi advertencia: no intente pasarse de listo. Un último detalle. Debe usted darse prisa. Puede que no viva demasiado tiempo.

—No lo entiendo. ¿Para qué gastarse una fortuna en suicidarse si está usted a punto de desaparecer de forma natural?

Me incorporé y dejé escapar una risa sarcástica.

—Vaya, ahora es usted quién me decepciona —dije, y continué muy despacio, pronunciando con énfasis cada una de las palabras—. Si sólo me interesara suicidarme no necesitaría su disparo de mierda. No, lo que quiero es borrar toda huella de mi paso por la vida en estos cuarenta y cinco años. Ahogar el monstruo antes de que despierte. Deshacer de un plumazo todo el daño que le hice a una persona. Esa es la posibilidad que sólo usted, y nadie más, puede darme.

Sin una palabra de despedida, giré y desanduve el camino. Me sentía liberado de un gran fardo que me aplastaba, dotado de una inusual ligereza de espíritu que no había experimentado en largo tiempo.

No temía que el Espartano indagara sobre mi persona. A los efectos públicos solo era un oscuro funcionario de Armas Futuras. El verdadero poder siempre reina en las sombras. Las figuras públicas son siempre puros fantoches.

Afuera, la llovizna chocaba aún contra el sucio pavimento, levantando un humo grisáceo. En la avenida principal tomé un taxi y le pedí al chofer que diera un amplio recorrido antes de llegar al hotel.

Durante el viaje traté de adivinar los sitios que conocí, las calles por las que caminé tantas veces, los cines, los restaurantes. No conseguí identificar ni un solo lugar, la ciudad me era dolorosamente ajena. Ni el famoso “Stadshuset”, unas tristes ruinas sepultadas bajo las aguas; ni el Palacio Real, ni la Catedral; ni las acogedoras callejas de piedra de “Gamla Stan” o los malecones junto al lago por donde acostumbraba a pasear con Irina mientras nos besábamos con urgencia de adictos; ni el apartamento de Slussen donde hicimos el amor por primera vez con maravillada extrañeza y luego lo repetimos cada vez que pudimos una y otra y otra vez. Todavía era capaz de recordar con nitidez como se cerraban los claros ojos de Irina en el instante del orgasmo mientras lloraba y gemía de placer entre mis brazos.

Y por último, evoqué una vez más la tarde de mis pesadillas. Era el disco naranja del sol que se hundía en el lago esparciendo destellos irisados e Irina que llegaba a abrazarme con expresión radiante. En su mano, un dispositivo plástico que exhibía dos bandas coloreadas en una ventanilla rectangular. Al principio yo no quise entender y luego entré en shock. Mi misión allí estaba por terminar. Me habían ordenado que regresara urgente esa misma noche con el material conseguido. N podía admitir ese tipo de complicaciones, bajo ningún concepto. Esa tarde de Estocolmo fue testigo de lo peor de mí. El egoísmo, la ambición y mis temores fueron mucho más fuertes que mis sentimientos por ella. La humillé, la negué y la dejé varada con un montón de ilusiones truncas y con mi hijo.

Siempre me he culpado por lo que vino después. Regresé con la información robada que sirvió para que una pequeña compañía insignificante creara el primer prototipo de la bomba Anti-M. Nuestras acciones se dispararon hasta el cielo. Al poco tiempo ya nadábamos en pandólares.

No me apresuré a buscarla. Lo hubiera hecho más tarde cuando se me pasara la euforia que produce el dinero. Pero jamás pensé que los cabrones del Pentágono fueran a soltar la primera bomba Anti-M precisamente en Estocolmo. Supuse que la lanzarían a los coreanos o en algún otro país de muertos de hambre; jamás a los suecos. Tampoco pensé que no sería capaz de amar a otra mujer como a ella.

Sí, la guerra se había llevado a la ciudad que conocí, a Irina y a mi hijo, pero no había podido quitarme los recuerdos. Durante muchos años logré ignorarlos, con la ayuda de mnemodrogas, en mi ciega carrera hacia la añorada euforia que ofrece el dinero y el poder, pero habían regresado para escupirme en el rostro mi estupidez.

El taxi se detuvo al fin frente al hotel terminando mi periplo a través de la nostalgia por una ciudad y un pasado perdidos. Al menos con mi muerte podría saldar en parte mi deuda con Irina y, a la vez, demostrarle a los “amigos” del Consejo que nadie se burla de Guillermo Gals, aunque esté decrépito y moribundo. Sin mí es muy probable que no hubieran logrado nunca la Anti-M. Sí, aún sería posible convertir mi propia muerte en un último grito triunfal.

El botones, con el típico olfato por las buenas propinas, abrió solícito la puerta del auto mientras me ofrecía refugio bajo un paraguas.

—Llega tarde para la cena, señor —comentó—, ¿trabajo o placer?

Le dediqué una amarga sonrisa:

—Placer, muchacho. Debo aprovechar mi tiempo, el dios Cronos jamás falta a la cita.

Carlos Duarte. La Habana, 1962. Narrador

Doctor en Ciencias Biológicas. Premio en el Primer Concurso Internacional Sinergia, Realidades Alteradas, 2008. Un relato suyo fue seleccionado para Fabricantes de Sueños 2008, de la AECFT. Primer Premio del Concurso de CF de la revista Juventud Técnica, 2008. Mención Especial en el Concurso Luis Rogelio Nogueras de Ciencia Ficción, 2010. Finalista en el III Certamen Internacional de Poesía Fantástica miNatura 2011. Es uno de los fundadores del Taller de Literatura Fantástica Espacio Abierto y uno de los editores de la revista digital Korad. Cuentos suyos han aparecido en antologías de Argentina y Cuba, en diferentes ezines.