Policial

(Fragmento)

El dolor de quererte

—¿Sabe usted si alguien tenía razones para matarla?

Santos hizo la pregunta mirando directamente a los ojos del muchacho. Sabía de la importancia que las expresiones tenían en estos casos de homicidio. Generalmente las personas dicen más con los ojos que con las palabras.

Santos se había hecho experto en ese tipo de preguntas. Había ensayado hasta la saciedad frente al espejo para alcanzar el matiz apropiado en la voz. ¿Sabe usted…? La misma frase, pero debía sonar distinta en cada caso, pues cada persona es un mundo, como decía su esposa Bertica. Y era cierto, y ya Santos B. lo había comprobado con el paso de los años y en los más de treinta casos de homicidio que tenía en su expediente. Casos resueltos. Casos que le atribuían el epíteto “Santos B. el que todo lo ve”. Cuando el caso parecía que no iba a solucionarse, llamaban a Santos y en un santiamén descubría el pollo del arroz con pollo, y muchas veces bastaba con preguntar lo indicado a la persona indicada.

—¿Sabe usted si alguien tenía razones para matarla?

Este muchacho es la persona indicada, pensó al pasar su vista por todo el salón funerario. Santos B. observa siempre que llega a una escena. Santos B. observa siempre que va a la funeraria y al entierro de la victima. Santos B. sabe que en observar está el triunfo. Por eso, después de conversar con los familiares de la muchacha, se acercó al joven que estaba sentado solo y apartado, en uno de los sillones.

—¿Amigo?

Así lo abordó y recibió un sí con un movimiento de cabeza.

—Esta es la vida, si permite que se lo diga.

Y le puso la mano sobre el hombro derecho. Sí, Santos también sabía de gestos conciliadores.

—Ya lo dijo —y el muchacho volvió a bajar la cabeza.

—Positivo. Tiene razón. Si me permite me presento, Soy Santos B. el detective a cargo.

El muchacho le extendió la mano desganada y le dijo:

—Yo soy Michel, si permite que se lo diga.

Aplicar la sabiduría, lo que tanto oye en Vale la pena, el programa con el psicólogo ese que parece alto, pero que en verdad es muy bajito. Aplicar la sabiduría. Este es bajo de autoestima. Se hace el chistoso y esconde en esa habilidad sus incapacidades, sus dolores.

—Positivo —y fingió una sonrisa para complacer a su principal ayudante. Nadie era más importante que ese muchacho en aquel salón. Santos lo sabía. No lo recordaba en alguna de las fotos de la muchacha, pero en él estaba todo lo que necesitaba. ¿Cómo se había dado cuenta? Difícil de explicar. Imposible de explicar. Santos B. el que todo lo ve, es el mejor detective de la fuerza policial de la ciudad y aunque estudiaba constantemente, la intuición era algo inexplicable…..

—¿Podemos hablar un rato allá afuera…? ¿Cómo es su nombre?

—Michel. Me llamo Michel.

—¿Usted también es escritor?

—Sí, si escritor te hacen tres libros.

—Positivo, Michel. ¿Podemos….?

—¿Me va a interrogar?

Dudó en responder solo unos segundos. Complejo de inferioridad. Necesita protagonismo. Pero no voy a engañarlo.

—No. Solo conversar.

Michel se levantó del sillón bruscamente. Santos detuvo el vaivén del asiento por esa manía que le había dejado su madre: los sillones meciéndose solos, indican muerte del más chiquito de la casa.

Ya el muchacho estaba caminando hacia afuera de la funeraria, hacia un parquecito que estaba al cruzar la calle.

El único banco útil del parquecito estaba húmedo. Era de madrugada y el rocío se asentaba en cualquier superficie. Santos B. esperó a que el joven se sentara.

—Con su permiso —y se ubicó al otro extremo del banco—. La madrugada está fresca.

En ese momento Santos hablaba consigo mismo. Sin embargo, Michel le respondió que sí, que casi todas las madrugadas lo eran a su parecer.

—¿Usted sabe una cosa?

Tratar de usted a este muchacho ayudaría a que confiara, que notara que Santos lo respetaba a pesar de los años y de la experiencia. Usted es la palabra clave. Solo que Santos no tenía que esforzarse mucho, habían palabras que nunca salían de su vocabulario. Palabras mágicas.

—¿Qué hay con las palabras mágicas?

Santos carraspeó. Otra vez le pasaba. Otra vez delataba alguno de sus pensamientos.

—Nada. Lo que quería contarle es que yo siempre quise ser escritor. Un escritor como Padura, Chevarría…

—Chavarría, Daniel Chavarría.

—Positivo, positivo. Como alguno de ellos, pero la vida me llevó por otro camino.

Michel se movió en el banco y miró a Santos que miraba al cielo sin estrellas.

—Otro camino, sí señor y ¡qué distinto! Pero la vida, la vida es sabia. Ahora…

—¿No iba a interrogarme? Es tarde y yo…

—Positivo. Solo pensé que usted… Está bien. Vamos a proceder.

Cuando Santos B. decía vamos a proceder era porque lo tenía todo. Y todo se refería a una caracterización del individuo a entrevistar, lo más fiel que su inteligencia de hombre común le permitía. Proceder era terminar. Proceder era alcanzar una meta, si no la final, una bien importante que lo llevaría a la conclusión feliz del caso. A encontrar el culpable.

—¿Sabe usted si alguien tenía razones para matarla?

Y lo miró a los ojos que no lo miraban, pero desde su posición podía notar los movimientos. En ese caso notó los no-movimientos, el estatismo, la indiferencia. No hubo expresiones. Nada. Pero eso también era una señal: este sabe mucho, muchísimo y me lo va a contar.

Santos B. siempre quiso ser escritor. Siempre. Guardaba miles de hojas mecanografiadas o escritas a mano con sus testimonios de guerra, cuentos de casos reales a los que se había enfrentado en su carrera y hasta una novela de amor. Quería ser escritor desde chiquito, pero no sabe explicarse por qué la vida lo llevó por el camino de la investigación criminal. Santos amaba su trabajo, pero siempre pensó que le llegaría la oportunidad de publicar un libro, de que lo reconocieran en el mundo intelectual como en la Policía.

En su caso del Dinosaurio, en el joven Sergio encontró un amigo literario. Fue a la primera persona que le enseñó algo de lo que escribía. Sergio le dio muy buenas sugerencias y Santos las acogía con su acostumbrado positivo. Pero el tiempo para escribir era bien poco. Quizás cuando se jubilara se dedicaría más. Por ahora aceptaba gustoso los casos donde los implicados eran escritores. La muchacha asesinada era escritora. El joven a su lado también. Y en la funeraria creyó reconocer a otros ya más afamados.

Este era el segundo caso en un año relacionado con escritores. El segundo en el año y el segundo en su vida. El primero, el caso Dinosaurio. Caso que no olvidaría; además de que le dejara un amigo como Sergio, fue un caso difícil. Varias muertes, el robo del Dinosaurio. Todo en un mismo paquete, y además de que su intuición lo ayudara, tuvo que investigar, perseguir, indagar. Los datos no salen de la nada. Un buen detective no cree en la nada. Un buen detective es intuitivo, pero también un perro olfateando.

No pensó nunca que los artistas estuvieran implicados en cosas tan horrendas. Pero cada persona es un mundo y él le agregaba: independientemente de su profesión. Los escritores también son seres humanos y se equivocan como todo el mundo. Pero a pesar de saberlo, guardaba la esperanza de que ningún escritor estuviera implicado en el asesinato de esa joven.

—¿Sabe usted si alguien tenía razones para matarla?

—No sé, no sé. Exactamente, ¿qué quiere que le diga?

Los nervios en ocasiones engañan. En otras, es el verdadero reflejo de un individuo. Hay que tener cuidado con los nervios. Un buen detective no puede equivocarse. Santos era un buen detective y no se equivocaba. Este muchacho se puso nervioso porque la pregunta es dura: ¿sabe usted si alguien tuvo razones para matarla? La pregunta es la confirmación del asesinato de su amiga. La pregunta lo hace pensar en lo que no había pensado. Este muchacho no es un asesino. (EQUIVOCARSE)

—Háblame de ella.

—Pero ¿qué quiere…?

—Todo lo que quieras, lo que puedas, lo que sepas.

A Santos le encantaban esas enumeraciones que sonaban bien, sonaban a poemas y le daban cierto aire de hombre inteligente, de hombre seguro.

—Ella era normal. Tan normal como cualquiera. Yo diría que más normal que cualquiera. Y no pregunte qué quiere decir normal porque ya me cansa que la gente pregunte, aún cuando también utilizan la palabra. Si hubiera sido muy bonita, le hubiera dicho era muy bonita, si hubiera sido muy inteligente se lo hubiera dicho y también si estaba loca, pero no. No era nada de esas cosas, era normal. Uno poco inteligente, un poco bonita, un poco loca. Como todos. Pero yo no sé que manera de que la gente tuviera problemas con ella. Y no eran problemas graves, ni visibles, pero eran problemas. No sé si ella se lo buscaba o si era culpa de los demás. Pero siempre había un problema latiendo en ella. Y yo era su amigo. Ella…

Santos B. escuchaba y a la vez se adormecía no por la madrugada, sino por la fluidez de las palabras del joven sentado a su izquierda. Parecía que las traía escritas, preparadas, pero no, era sincero. Santos lo sabía y debía concentrarse, guardaba la esperanza de que al final de la conversación sabría cómo actuar y al menos una idea del culpable.

—…confiaba, sí. Y yo confiaba en ella, también. Nos conocimos hace mucho tiempo, cuando éramos estudiantes del Pedagógico. Recuerdo que en una fiesta bailamos con una canción de Celia Cruz. Qué me iba a imaginar yo…

Michel tosió. Santos se dio cuenta de que la charla lo afectaba. A lo mejor los unía un lazo diferente al de la amistad. Un lazo que para él era la esencia de la vida. El amor. El amor que hace que uno se crezca y llegue muy alto…

—¿Muy alto qué?

—No, nada, yo que a veces hablo…

—Estaba feliz porque le habían regalado una casita. Ella siempre quiso una casa para ella. Pero esa pudo ser la razón por la que…

—¿La mataron?

—No sé, digo que pudo ser. Cuando son varias hermanas en una casa y solo complacen a una, a la menor, algo de envidia y odio se dispara. Algo se oculta.

—¿Ella te habló sobre eso?

—En algún momento. Se sentía mal porque no quería que eso fuera motivo de discordia. Pero es que las otras nunca mostraron tanto interés como ella en vivir sola.

Santos miró adentro de la funeraria. Las dos hermanas estaban sentadas una al lado de la otra. Se tomaban las manos, y sí, Santos pensó que esa era una fuerte razón. Y vio en la unión de manos una complicidad.

—¿Entonces, estaba feliz?

—Mucha gente le regaló cosas porque ella no tenía de nada. Eso le demostró que la gente la quería. Que a pesar de su carácter…

—¿Cómo era su carácter?

—Difícil. Era muy sensible y eso la disparaba o la enojaba fácilmente. No entendía que la gente no entendiera.

Pregunto o no pregunto. Santos no entendió la última frase, pero delatar que no entendía, lo ponía en desventaja. Pregunto o no pregunto. No podía olvidarse de que él era el interrogador y debía estar por encima de su interrogado. No, no pregunto. Ya pensaré en ello.

—Yo al principio tampoco la entendía, pero el tiempo pasa y uno aprende a conocer… ¿Puedo ir a tomar un poco de café?

Gratificante. El poder es gratificante. Claro, sin excesos. Me acuerdo de aquella película. El experimento…

—¿Qué experimento?

—No, nada. Y sí, puede ir. Lo espero.

—¿No quiere que le traiga?

—No. La gastritis…

El joven no esperó la explicación. Cruzó la calle y se adentró en la cafetería de la funeraria. Santos bostezó por primera vez en toda la noche.

La casita comienza con un estrecho y pequeño pasillo que conduce a la habitación principal. Santos agacha la cabeza y camina. Su pequeña agenda apretada bajo su brazo izquierdo. Al fin una habitación normal. Una habitación semivacía. Solo dos sillas, una cama, una mesa pequeña con un ventilador y algunos pomos de crema, perfumes; también en las paredes algunos cuadritos con fotos. Fotos de su familia, de amigos. Luego viene la cocina y luego la muerte.

La muchacha está sentada en una silla de hierro. Su cabeza se apoya en la meseta azulejada. Como si durmiera, piensa Santos y se acerca. Sus brazos como en los museos, atrás, entrecruzados. La mira. Los ojos cerrados. Sin expresión el rostro. Un hilo de sangre baja desde la cabeza hasta el cuello y ha ensuciado la blusa carmelita. Santos B. no dice nada pero piensa: aquí falta la rudeza, la crueldad. Aquí sobra esta escena suave. Santos se incorpora y abre su agenda. Anota la frase que su cerebro le dictó. La relee y por un segundo se siente orgulloso de sí mismo. Hermosa.

Camina por la cocina y no descubre nada. Camina hacia el baño y una cortina rajada lo recibe. Una cortina sobre el suelo y una mancha de sangre.

Siempre que encontraba este tipo de escenas, Santos recordaba a Sherlock Holmes. Qué tipo tan increíble. Y cuando decía increíble no lo decía de buena manera. Increíble porque no creía que mirando una escena o al hablar por primera vez con una persona, un detective pudiera saber todo lo que pasó, incluso descubrir al culpable. No basta con la intuición. Hay que investigar, llegar al fondo de las cosas y al fondo se llega después de recorrer el pozo, no asomándose a él. Otra vez su agenda. Otra vez anotar esas frases geniales que un día podían servirle para algo. Un libro quizás. Un libro de verdad. Con toda su verdad. No las deducciones increíbles de Sherlock Holmes y también del Hércules Poirot. Qué par de tontos. La realidad es más terrible.

—Sí, terrible —le habla un oficial a sus espaldas.

Santos asiente con la cabeza.

­—Parece una simple caída, pero eso no la hubiera matado. Ni hubiera sangrado. Aquí falta el arma homicida. Llévate dos hombres y da un recorrido a ver si encuentran algo. Recuerda que aquí cerca hay un río. Ahí también hay que buscar. No sean morosos, de eso depende que esta niña…

Regresa a la sala-cuarto y mira en la pared los cuadros con fotos. Esto se estila mucho, llenar una pared con fotos. Él, en su casa, también tenía ese rincón para no olvidar a sus seres más queridos. También había designado un lugar para los diplomas. Algunos los había superpuesto encima de otros, ya no cabían.

La muchacha apenas tenía siete cuadros con fotos: con mamá, con las hermanas, con un grupo de jóvenes vestidos de preuniversitario, otra con un hombre de espejuelos que Santos supuso era el padre; otra con tres muchachas de pelo largo y negro, ella sola con un diploma de graduación frente a la tarja del Pedagógico y una última con una viejita de ojos grises. Seguro la abuela. No hay ninguna con un novio. Qué raro. Era una muchacha atractiva, inteligente.

Santos reccorre la pared con la vista. Casi no se nota, pero en la pared color salmón estan vacías dos pequeñas puntillas. O aún no había colocado ningún cuadro o los había quitado para cambiar la foto, o alguien se los llevó para ocultar algo, para no hacerse notar. Quizás la foto contaba alguna historia que tiene que ver con este asesinato.

El detective dedica unos minutos a revisar las gavetas y el único closet que había en la habitación. Nada de cuadros. Nada de otras fotos. Vuelve a la cocina y también busca, aunque sabe improbable encontrar allí ese tipo de cosas, sobre todo por la organización que mostraba la casa. Nada de fotos, ni cuadros. Se asoma en el patio. Mira dentro de un cubo que tiene basura. Nada de fotos. El asesino se llevó dos cuadros. No puede haber otra explicación.

Liany Vento García. Santa Clara, 1982.

Narradora y poeta. Sus textos han aparecido en numerosas revistas de Cuba y varios países; y en antologías como Todo un cortejo caprichoso (2011), L@s nuev@s caníbales. Microcuento del caribe hispano (2015), Sombras nada más. 36 escritoras cubanas contra la violencia hacia la mujer (2017), Isla en rosa. Historias cubanas del amor y sus desdichas” (2017), Tres Toques Mágicos. Antología de la minificción cubana (2017). Ha publicado los libros de cuentos Close up (2010), El olor de los fulanos (2012) y Nubes (2014), y la novela breve Algo de sangre (2018). Galardonada con los premios de cuento Pinos Nuevos (2012) y Celestino (2013) y el Ciudad del Che de Poesía (2011). Reside en Chile, donde se hizo Doctora en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Concepción y se desempeña como editora en varias editoriales independientes y ofrece talleres de creación literaria. En 2021 recibió el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara con los cuentos de Lo que ocultan las rocas de la orilla.