Ciencia Ficción

El Escudo de Valnúss

El Escudo de Valnúss

CAPÍTULO IX

Aquella mañana, nada hacía presagiar los terribles acontecimientos que se avecinaban. Si bien, por un lado, la muerte de Reit Neprac provocó sinceras muestras de dolor en Zoria, en especial porque sabía cuánto estimaba su padre al que fuera su mentor, a la vez tenía grandes motivos para regocijarse. Pronto sería nombrada Regente. Te felicito, le había dicho Antor al saberlo. Y un gran orgullo, convertido en un estrecho y largo abrazo, fue la respuesta. Más otra rara sensación que esta vez, aunque lo conocía bien, la hija no pudo definir, y pasó como un velo húmedo por la mirada paterna.

La muchacha entraría por primera vez al Salón Octo. Sin embargo, alguna oscura premonición combatía en su interior con la alegría. Su progenitor le había advertido de que estuviera muy alerta durante toda la ceremonia. ¿Pero qué podría pasar en el mismísimo corazón del templo, donde estaban los Doce Magos más poderosos? Algo sabía Antor, mas, como siempre ocurría, solo se lo diría en el momento propicio. Si es que ella no lo descubría antes. De cualquier manera, no era ocioso estar atenta. De hecho, su padre llevaba varios días actuando de manera un poco extraña y hasta había hecho dos o tres salidas sin explicar destinos o motivos. Bueno, ya se enteraría.

A pesar de sus pensamientos, Zoria no pudo dejar de asombrarse ante la magnificencia arquitectónica, y a la vez, con la sencillez y humildad de los decorados y adornos que mostraba la edificación eje y alma del Adar.

El Salón Octo, en días como los de la ceremonia de esta mañana, podía repletarse. Pero a pesar de su gran tamaño y capacidad, siempre estaba muy silencioso. Cada visitante, como parte de un bien engrasado mecanismo, se deslizaba por el lugar cual si flotara y al entrar tenía muy claro su objetivo, ubicación y tiempo de estancia.

Las alas con los asientos para Regentes, capures y aleres, abarcaban toda una mitad del salón. Los asistentes se distribuían en sus puestos por orden de rangos, repartidos de tal modo que todos encaraban el centro. Del otro lado, en un arco convexo que miraba al norte y de frente a los puestos subalternos, estaban las sillas de los Doce Magos. Seis por cada lado, flanqueando el puesto del Tredecim, que rompía la curva y se adelantaba ligeramente al resto. De un tono azul muy claro, el lugar estaba alzado sobre un pequeño pedestal de lisa madera.

Cada uno de estos asientos era un simple bloque de piedra, tallado con diversos signos y leyendas y con un área pulida para sentarse. Ninguno tenía respaldar. Para recordar por siempre a sus ocupantes que el poder no era para acomodarse en él, sino para servir a los demás.

Zoria miraba fascinada cuanto alcanzaba su vista. Franqueó una puerta, custodiada por dos iniciados, y pasó a un pequeño patio circular. Había llegado al sitio mágico más importante del Adar. “Ni armas, ni hechizos, ni mujeres deben franquear esta entrada”, leyó la sagrada sentencia grabada en lengua antigua en un arco pétreo, sobre una ancha puerta de hojas dobles de sólida y pulida madera. La muchacha, hoy con el grueso capote azul de los Regentes cubriendo sus habituales ropas de varón y una callada burla en los ojos y la mente, al fin penetró encantada al Salón Octo.

Este debía su nombre a las ocho paredes, con una columna por cada vértice, que sostenían el enorme tragaluz del techo, de transparente y azul abovedado. Arcanas y poderosas fuerzas se concentraban y convocaban en el lugar. Cada columna llevaba escrita una de las Ocho Sentencias del Bien, con su respectivo Escudo. En cada punto cardinal, marcados por una rosa de los vientos dibujada en azul más oscuro en el techo translúcido, se guardaba uno de los cuatro elementos. Cuatro cazos, hechos de materiales diferentes y cada uno custodiado siempre por dos aleres, contenían fuego, tierra, agua y aire. En el centro, rodeado por las amplias salas con los puestos para los asistentes y por el arco de los asientos de los Doce Magos y su líder, estaba el Kentrom, el más sagrado espacio del templo.

Este era una pista de ocho lados, surcada por poderosos símbolos trazados en negro sobre el piso albo. El color blanco tenía un tono acerado, como de un metal divino. Un octágono, grabado con antiquísimas sentencias en olvidadas lenguas, marcaba su borde exterior y cada vértice se orientaba hacia una de las columnas. Cincelados sobre gruesas puntas, que representaban flechas y rumbos, cuatro grafos indicaban los puntos cardinales. Hacia adentro había otro octágono, como una gruesa banda, tallado con runas secretas que contaban ancestrales leyendas. Dentro de este, en un círculo, estaban los cuatro elementos, protegidos por las alas de una espiral eterna. Al centro, un misterioso dibujo. Dos llaves cruzadas sobre una panoplia encerraban una negra figura, que evocaba un espíritu maligno.

A este centro, y siempre tras invocar en voz baja arcanos permisos mágicos, solo podía entrarse con dos motivos. Uno, al ser nombrado Tredecim, cuando el mago elegido trascendía hasta el centro y, de pie frente a la concurrencia, juraba lealtad y entrega al Adar y a sus mandatos. El otro motivo, de tan inactivo, casi había sido olvidado durante largas eras.

Pero esta mañana, con maléficos objetivos y el más terrible de los desenlaces, sería recordado.

Antonio López Sánchez. La Habana, 1973. Licenciado en Comunicación Social en la Universidad de La Habana.

Periodista, poeta y narrador. Graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso en 2007. Tiene publicados los libros de fantasía heroica Las guerreras de la luz (Editorial de la Mujer, 2011; Premio La Rosa Blanca de Literatura para Niños y Jóvenes 2012) y El Escudo de Valnúss (Editorial de la Mujer, 2015). También La canción de la Nueva Trova (ensayos y entrevistas, Atril Ediciones Musicales, 2001), y Trovadoras (entrevistas,Editorial Oriente, 2008).