Policial

El olor de los autos en las tardes que duelen

Una sombra se acerca por detrás y le deja caer, escurridizamente, la mano sobre el hombro. No le parece una buena señal. No le gusta que lo sorprendan. Lo pone de mal humor. Aunque solo lo exprese de manera imperceptible o ni siquiera lo exprese, pues Nelson Bomarzo es, lo que se dice, un hombre parco, de poquísimas palabras. Lo saludan. Buenas, le espetan. Se saca la mano de encima. Conoce esa voz, se vira a buscarla. Es Gilbert, un viejo conocido. El hombre sonríe y vuelve a colocarle la mano sobre el hombro. Bomarzo se la quita de un golpe. ¿Volviste?, le dicen. ¿No me ves? Una maravilla que hayas vuelto. Es posible, dice. No, en serio, una maravilla. Sí, no lo dudo, es posible. Ambos se miran, pero ninguno de los dos mueve un músculo. No se permiten por ahora, quizás sospechosamente, el más mínimo gesto. ¿Puedes arreglarme esta Clipper?, dice Gilbert. Saca una fosforera blanca del bolsillo de su pantalón, también blanco y corte recto, un pantalón muy elegante, hecho a su medida. No puedo, ya cierro. Te pago el doble. ¿Cuánto es?, ¿veinte pesos? Ya es tarde, ven mañana temprano. La necesito ahora, dice Gilbert, acabo de comprar una caja de Hollywood. No manejo muy bien esas Clipper, se justifica Bomarzo, a las claras incómodo, me entiendo mejor con las desechables. ¿Dan negocio? Sí, dan negocio. ¿Entonces no sabes nada de Clippers ni de ninguna fosforera respetable? No, no sé nada de Clippers ni de ninguna fosforera respetable. ¿Solo sabes de fosforeras desechables? Bomarzo asiente con la cabeza y recoge los instrumentos de trabajo. Dobla la mesa, una mesa plegable de formica y algo, un objeto metálico, se cae al suelo. El lugar, o la apariencia del lugar, si se quiere, es bastante tranquila. Un parque de árboles deshojados y hojas amarillas dispersas por el suelo. Detrás una iglesia vacía o lo que se supone sea una iglesia, sin santos y sin curas y sin nada que se le parezca. En el campanario, desde hace años, dos tiñosas muy negras acechan algo, una llegada, cualquier cosa. Aunque lo más probable es que ya hayan muerto y por lo tanto no acechen nada y solo queden sus sombras o sus siluetas famélicas recortadas contra la distancia. Eso, por supuesto, hasta que alguien se percate de semejante farsa y las mande a bajar. Gilbert se agacha, busca. La luz disminuye, se desvanece sobre las calles del pueblo, como si alguien, en algún lugar, cerrara una llave con suavidad. Déjalo, dice Bomarzo, debe ser una moneda, poca cosa. No, dice Gilbert, es un destornillador. Un destornillador fino, punzante. Y también pequeño, del largo de una mano. Bomarzo lo toma, lo guarda y le agradece. Sin mucho ánimo dice hasta luego, o vuelve mañana, o llégate temprano con tu Clipper, o nos vemos, o cualquier otro tipo de formalidad. Cuánto llevas aquí, pregunta Gilbert sin hacerle caso, ¿veinte días? Un mes, llevo un mes. Suerte que Bomarzo aún no lo haya mandado al carajo o a cualquier otro sitio francamente inhóspito. Aunque Bomarzo nunca diría eso, nunca diría vete al carajo, Gilbert, sino que viraría la espalda y se iría, la cual, piensa, es una manera mucho más elegante de mandar al carajo sin que la gente lo note. Gilbert lo invita a una cerveza. Se descubre algo nervioso. Sabe que no se encuentra bien, que para colmo del infortunio lo está demostrando, y eso lo inquieta aún más. Lo desconcierta. Lo pone sobre aviso. Más nervioso que nervioso, piensa. Como si eso fuera posible, como si el nerviosismo no se resumiera en un parpadeo, en un simple desliz, y todo lo demás que uno hiciera o dejara de hacer fuera en vano, es decir, no pudiera cambiar en nada un descuido semejante. Se niega a la cerveza y luego accede. Una sola, objeta, Lucía me está esperando. Sí, todos los sabemos, lleva meses esperándote, dice Gilbert, pero Bomarzo entiende otra cosa. Llevamos meses esperándote, eso es lo que entiende. Caminan tres cuadras en línea recta y llegan a la gasolinera. Al frente queda el hotel Santiago-Habana, un hotel muy viejo y quizás, a primera vista, funesto, pero más bien un hotel inofensivo, incapaz de hacerle daño a nadie, ni siquiera a los huéspedes que no pagan determinado servicio o que en noches de borrachera destrozan algún espejo, alguna puerta de baño. De muchacho, Bomarzo robaba algunas ropas de la tienda. Nunca lo atraparon, al menos que recuerde. Cruzan la calle. En la puerta del bar, situado a la derecha y en la planta baja del hotel, una pareja conversa. No los conoce, nunca los ha visto. Si llegaron al pueblo, fue en los últimos meses, aunque lo más probable es que sean huéspedes, gente feliz de la vida. Les pregunta la hora. Las siete menos cuarto, dice la muchacha, que tiene, al igual que Gilbert, una boca pequeña y una nariz roma, solo que la muchacha tiene ojos verdes y los de Gilbert son amarillos, lo cual, piensa Bomarzo, echa por tierra cualquier parecido posible. Gilbert entra al bar y Bomarzo lo sigue. El viejo Bómar, dice el dependiente, a las claras contrariado, o sorprendido. Un sujeto, a pesar de todo, locuaz. Al fin apareciste, hermano. Trae dos cervezas, Ramiro, dice Gilbert. Ramiro va hasta la nevera y saca dos botellas. No están muy frías, las puse hace veinte minutos. Tráelas nada más, dice Bomarzo. Ramiro saca de debajo del mostrador dos vasos idénticos, largos y cuadrados, de un cristal grueso y opaco. Parece que va a decir algo, pero Gilbert, con un gesto de la mano, lo manda a callar. Son treinta y seis pesos, dice Ramiro sin hacer mucho caso. Bomarzo se apresura pero Gilbert le dice que descuide, o quizá no se lo dice, quizás solo es más ágil, o más astuto, pues mete la mano en el bolsillo de su pantalón, mano que Bomarzo persigue con la vista, saca el dinero y se adelanta. ¿Cuánto ganas con las fosforeras?, dice Gilbert. No mucho. ¿Como en la universidad? Por ahí. ¿Menos que en la carnicería? Mucho menos. Lógico. Sí, lógico. Quedan callados. Ambos aprovechan el silencio para beber. Gilbert saca la caja de Hollywood y le pide una fosforera. Bomarzo le dice que no tiene. Ramiro busca la suya, se registra la ropa. No la encuentra. Le ofrece una caja de fósforos. Yo no prendo con fósforos, dice Gilbert. La pareja de huéspedes sigue en la puerta. El bar está vacío y por tanto nada les impide ocupar asiento, pero sus gestos o sus rostros o sus respectivos modos de mirar a la calle no develan intención alguna de que quieran entrar. A falta de mejor sitio se han quedado ahí, recostados al umbral, de espaldas al bar, de frente a la gasolinera, como si fueran porteros. Bomarzo pretende preguntarles la hora, pero descubre un reloj de pared justo encima de la puerta. Las siete de la noche. ¿Es nuevo ese reloj, Ramiro? No, no es nuevo. Aquí lleva dos semanas, pero no es un reloj nuevo. Lo trajeron de la tienda, grita Ramiro, que se va a un rincón. A descansar un rato, explica, mientras cierra los ojos y recuesta la cabeza a la nevera. ¿De qué viviste en este tiempo?, dice Gilbert. Bomarzo duda en contestar. De arreglar fosforeras, dice. Adónde fuiste. Me fui, conténtate con eso. No, eso ya lo sé, quiero saber adónde fuiste. Te estaba esperando, a ti o a cualquiera, dice Bomarzo, evitando la pregunta. No, te estaba esperando yo a ti. Sí, claro, farfulla. ¿Cuánto dinero hiciste con el negocio? Unos miles, contesta, eso lo sabe todo el mundo. ¿Los gastaste? Una parte, dice. Gilbert se levanta de la silla, apoya los codos en el mostrador, se moja un dedo con la lengua y lo pasa por el borde de los zapatos. Bomarzo ha seguido, si así pudiéramos llamarle, el trayecto de la mano, ha visto el zapato, de dos tonos, ha entendido que el zapato nunca estuvo sucio pero lo que no ha entendido, finalmente, es el por qué de todo aquello. ¿Habrá sido una provocación? ¿Habrá significado una amenaza? ¿Las dos cosas? Una provocación y una amenaza. O ninguna de las dos. En cualquier caso, se dice, yo no me dejo provocar y tampoco me intimido. No me dejo provocar y no me intimido. Yo pienso y él no piensa. Yo sí y él no. Debes pensar, Bomarzo, debes pensar, se repite, como si en verdad no lo estuviera haciendo. De un buche largo termina la cerveza. Trae dos más, Ramiro, dice Gilbert. No, Ramiro, no traigas nada, me voy, que Lucía está esperándome. Sí, Ramiro, tráelas. No traigas nada, Ramiro. Ramiro se desconcierta. Bueno, qué hago, dice. Tráelas, vocifera Gilbert. La pareja del umbral se voltea. No sucede nada, les dice Bomarzo, no sucede nada, pero no hacen caso y se largan. Mejor que se fueran, dice Gilbert. Sí, mejor que se fueran, dice Ramiro, que parece estar al corriente. Bueno, trae las cervezas, dice Bomarzo, evidentemente por decir algo, porque las dos botellas ya están encima del mostrador y Ramiro las sirve en los vasos cuadrados y largos, en los vasos idénticos, de cristal grueso y opaco. ¿Te has fijado?, dice Bomarzo. ¿En qué tengo que fijarme?, dice Gilbert. En la cerveza, dice Bomarzo. ¿Qué tiene la cerveza?, dice Gilbert. No, nada, no tiene nada, ¿pero te has fijado tú en lo que pasa con la cerveza cuando se sirve? No, no me he fijado, dice Gilbert. Explícame. No hay nada que explicar, Gilbert, dice Bomarzo, sucede así y ya, es como es. Pero qué es lo que sucede, cojones. Primero hay mucha espuma, la cerveza es poca. Luego el líquido, un líquido, por demás, oscuro, empieza a subir. Anjá. Por el vaso. Anjá. La espuma es blanca. Anjá. Y poco a poco se va perdiendo. El líquido se va tragando la espuma. Anjá. Luego no queda espuma o si queda espuma, si en algún lugar del vaso queda espuma ya ha sido tragada por la cerveza y por tanto resulta imposible de ver. Te sigo. Luego nos tomamos la cerveza y entonces ya no queda ni espuma ni líquido ni ascensos ni descensos. Anjá. No queda nada, solo el vaso, húmedo, hasta que venga la otra. Anjá. Y la otra. Anjá. Y la otra. Anjá. Con cada cerveza se repite la misma operación. Anjá. El mismo ciclo. Anjá. Hasta que se acaba el dinero o hasta que terminamos borrachos. Anjá. Pues nada, que es así. Sí, es así, y qué. Ya te dije que nada, que es así, solo eso, que lamentablemente es así, agregaría yo, solo eso. Lamentablemente, es cierto, dice Gilbert. ¿Tú entiendes lo que te quiero decir? Sí, claro que entiendo. ¿Lo entiendes todo o te lo explico? No, no expliques nada, yo te entiendo, pero no me convences. No se trata de que te convenzas, Gilbert, se trata de que entiendas y que sepas lo que eso implica. Pon dos más, Ramiro, vocea Gilbert. Sí, Ramiro, dos más, dice Bomarzo. El cabrón piensa. Yo pienso, sí, es un hecho que pienso, pero el cabrón piensa, y piensa de verdad, lo tiene todo a su favor y además se da ese lujo. Vuelve a mirar el reloj. Las siete de la noche. Se paró esa mierda, Ramiro, advierte Bomarzo, y suelta una carcajada algo ridícula, fuera de circunstancia. Ahora es él quien deja caer la mano en el hombro de Gilbert. Gilbert lo mira fijo, lo taladra, Bomarzo hace que no lo ve, y sigue riendo, pero ya, digamos, en declive, cuesta abajo, poniéndole freno a la euforia, de manera pausada, tampoco de manera abrupta, de manera pausada, ya no sirve ese reloj de mierda, dice, y hace una pausa, ya no sirve ese reloj, y otra pausa, ya no sirve, oíste, y otra pausa aún más larga, siete de la noche, grita, dime tú, siete de la noche y todo es oscuridad. Son como las ocho, Ramiro, ¿no lo notas? ¿Y Lucía?, Bomarzo, dice Gilbert. Bastante bien, Lucía está bien. Pero hazme el favor, no la menciones. ¿Volviste por Lucía o por Pablo? Por ninguno de los dos, volví porque me dio la gana. ¿Sabes tú qué le pasó a Pablo?, dice Gilbert. También se fue, dice Bomarzo. Ya, ¿entonces se fue? Sí, se fue. ¿Seguro? Sí, seguro, miente Bomarzo con algo de temor. ¿Adónde? No caer en provocaciones ni amenazas. Ni provocaciones ni amenazas. Ni… Una verdadera lástima que se haya ido, dice Gilbert, nadie quiere hacer su trabajo. Tampoco hace falta, piensa Bomarzo, no es necesario enterrar a nadie, este pueblo es el cementerio de sí mismo. ¿Por qué no lo llevaste contigo? No pude, dice. Pero tú sabías que se iría y que no llegaría a ningún lugar. Bomarzo asiente. Se me acaba, piensa. No se puede acabar. Bajo ningún concepto. La espuma blanca, la espuma blanca. ¿Cuántas fueron?, Bomarzo. No responde. Bebe cerveza, el líquido oscuro que casi lo absorbe y que casi lo neutraliza, pero que a la larga no logra ninguna de las dos cosas. ¿Cuántas profanaron? Unas setenta, quizás menos. Yo te compraba carne. Sí, lo sé. Yo tengo dos hijos. Lo sé, también. Todo este pueblo horrible te compraba carne, ¿lo recuerdas? Claro, lo recuerdo. Qué bien, qué bien que recuerdes. ¿Sabes que Lucía se fue a mi casa? Me lo dijo, sí. ¿Que vivió allí? Pero no fue un favor lo que hiciste, sabes que no fue un favor. No, no fue un favor, dice Gilbert, la espuma y la cerveza, se trata de eso, la espuma y la cerveza, ¿entiendes? Luego llama a Ramiro y le dice que ponga otras dos. Bomarzo vuelve a mirar la hora. Ha echado a andar. Son las siete y cuarto. Milagrosamente ha echado a andar. Pero se lo calla. La pareja de huéspedes ha regresado, entran al bar. Ramiro se acerca con las cervezas. La pareja se sienta en una de las mesas, ubicada en una de las esquinas, bajo un cuadro de fondo blanco con un centro astillado y de color amarillo, quizás un sol, o una broma, o tal vez los mismísimos reversos del sol y de la broma, quién sabe. Gilbert se pone de pie y se acerca a los huéspedes. Les dice algo, una especie de confidencia. Los huéspedes se levantan y desaparecen. Las siete y diecisiete. Qué maravilla, ha echado a andar. Mira hacia afuera, hacia la gasolinera, y respira por primera vez el aroma creciente de la gasolina. Un aroma que se mezcla con las luces de la tienda, con el sabor de la cerveza. Todo perfecto, se dice. Gilbert regresa, dispuesto. Lo mira, examina su ropa, el pantalón blanco, la elegancia en el vestir. Qué triste, piensa. Las siete y dieciocho. Saca un cigarro, aunque tal vez no sea un cigarro, o tal vez solo sea un cigarro distinto. Le pide la Clipper a Gilbert. Para encender, dice. ¿Tú fumas? Sí, a veces fumo, no ando con fosforeras pero fumo. La Clipper no sirve. No, la Clipper sí sirve, dámela. El reloj es el que sirve, dice Gilbert, asombrado y caído en la cuenta. Nunca se detuvo, aclara Bomarzo, que le arrebata la fosforera y se la acerca a la boca y hace como que va a encender. Nunca se detuvo. Luego, sin demasiadas ganas, esboza una sonrisa, y casi por deber empieza a fumar.

Carlos Manuel Álvarez.

Estudiante de Periodismo y ex ladrón de libros.