Narrativa

El pie de Suanay Helen

Tumbas.
Foto por Sacre Bleu en Unsplash

Quizá la noche me pareció más espesa porque leía Berenice, pero igual no era un buen clima. No solo lo comprendí al sentir el viento de lluvia que entraba por la ventanilla, sino también al dejarme claro el taxista que no iba a meter su auto en aquel lodazal. Para mí el tipo estaba cagado de miedo, a fin de cuentas había dicho minutos antes que esos relámpagos en el horizonte eran similares al rollo que se forma en las películas de horror. Le pagué la carrera y no tuve más remedio que continuar a pie. Medio kilómetro de distancia. Entonces vi las luces de la escuela de Medicina.

Al instalarme en mi habitación, supe por un compañero de cuarto que la clase de anatomía iba a ser en media hora, porque el profesor tenía un asunto urgente en la mañana.

Así que apenas me había acomodado y ya el hombre extraía el hígado de un cadáver y nos lo mostraba en su mano sin guante. Tres o cuatro estudiantes inventaron escusas para largarse y, como él no se lo impidió, poco a poco se fueron los demás. Cuando el vagabundo que servía de modelo estuvo bien desarmado solo quedaba yo en el local, con mi cuaderno de notas y mi bolígrafo sobre él, llenando de notas el espacio. Mientras, el profesor detenía cada cierto tiempo su disertación, para darse un trago de ron de una botella que nunca se molestó en ocultar. En uno de esos intervalos, le pregunté quién había sido la persona que ocupaba la mesa de metal.

—Nunca averiguo quiénes son —dijo con la vista cansada—. Vagabundos generalmente.

Iba a preguntarle si alguna vez yo tendría que meter las manos en los mondongos, pero fuimos interrumpidos por una mujer obesa, armada de un trapeador. Me miró directo a los ojos.

—Súbete ahí con el muerto —me ordenó—, y levanta los pies que voy a dar una pasada al piso.

De ninguna manera me iba a sentar donde me señaló, y el profesor debió intuirlo, porque me dio permiso para abandonar el cuarto. Ya en el pasillo me pareció extraño aquello de limpiar a medianoche, por lo tanto, empujé despacio la puerta, solo un poco, y vi una imagen que sería la primera de asuntos relacionados con aquella escuela, que me quitarían el sueño por unos meses. La mujer tiró al suelo el cadáver, con sus restos, y se acostó sobre la superficie de metal, ensangrentada, y le dijo al tipo que la tomara. En un minuto se revolcaban de lo lindo en la sala de autopsias.

Caminé un rato por los pasillos, desconcertado y, como el resto de los estudiantes dormía, no vi otra opción que aprovechar el momento para familiarizarme con la facultad. Luego de algunas puertas cerradas, una cedió ante el empuje de mi mano, y el formol me aguó los ojos. Encendí la luz y pude ver unas nueve o diez tinas repletas de conservante, cada una con un muerto, oscuro al parecer por los años en conserva. Al final del local yacía una mujer sobre una camilla, estaba tan pálida como el bombillo que oscilaba más arriba gracias a los restos del viento que entraban por un hueco en uno de los cristales del ventanal. Ya junto a ella, supe que no había recibido aún la visita del escalpelo y supe, además, al ver su cara, que sería una noche terrible. Para colmo el mar, afuera, no me relajaba al chocar contra el arrecife y el bombillo junto a mi rostro brillaba demasiado.

—¿Le molesta la luz?

Suanay no le respondió y la enfermera se fue a mordisquear un turrón de maní a la terraza. El doctor no aparecía, según nos dijeron porque era el único en el hospital y la cantidad de pacientes excedía su capacidad. Tuvimos que esperar media hora hasta que un médico general, que aún debía ser virgen, apareció y al acercarse a Su, dejó claro cuánto le molestaba el mal olor que desprendía el cuerpo de mi compañera. Quiso al fin saber cuál era el asunto (miraba su reloj).

—Se desmayó en el cementerio —le aclaré—. Yo no soy familiar ni nada, la vi desplomarse y la traje aquí, además —le hice una señal para alejarnos de ella—, no está muy bien de la cabeza.

Su era una vagabunda. Podía notarlo cualquiera a la primera mirada. El doctor me dijo que se encargaría de examinarla, y si ningún familiar se presentaba, si en verdad nadie se hacía cargo de ella la enviarían a una institución de salud mental.

Eso de internarla me preocupó, no sé la razón, pero sentí deseos de quedarme un rato más con ella, al menos hasta que me aseguraran que estaría bien. 

Cuando salí a la calle, el sol empezaba a largarse por el horizonte, y la gente caminaba sin propósitos a ninguna parte, algunos solo preocupados en tragar trozos de churros

—¿Rellenos con qué?

—Con crema de maní o algo parecido —le dije a Laura y continué con la vista en el libro de historia. Teníamos un examen y a mí el cementerio para estudiar me encajaba suave en esos asuntos. Me gustaba terminar allí el día, a veces, y emborracharme junto a Betty, Margot o Sebastián, o cualquiera de los que por allí moraban. Echarle mi cuento de punta a punta con la agradable sensación de recibir la mirada de mis compañeros, la aceptación o el reproche, de mis compañeros muertos. Si bien eran personas que en vida no conocí, con solo cerrar los ojos podía verlos gatear, erguirse, el primer beso, el día de la boda y los chicos y un hermoso plato de porcelana volar. Incluso, a veces, yo mismo intervenía y le aclaraba a una que otra esposa que en verdad el problema de su hombre no era más que la resaca de la vida, y la calmaba. Respira, respira lentamente. Él te ama. Me encantaba conversar con mis compañeros muertos.

En cambio, Laura estaba viva. Se me había pegado después de saber del accidente de mi chica. Yo tuve una gran muchacha que hubiese sido presidente de no haber caído por la borda de un crucero. Nunca encontraron el cuerpo. Laura no paraba de decir que me ayudaría en lo que fuese; nos criamos juntos en el mismo barrio, pero todo coincidía con la muerte de su madre a manos de un chulo.

El vino empezó a rebotar en nuestra cabeza. El cielo comenzaba a pintarse de un violeta agradable. Laura veía un porno en su celular y yo intentaba descifrar los códigos del señor Marmeladov en Crimen y Castigo. Quería preguntarle qué diferencias podían existir entre los usureros de la Rusia zarista y los revendedores del Ten Cent, cuando sentí la mano de Laura apretando mis testículos como si fuesen pelotas de terapia. Siempre hacía eso al verme pestañear por el sueño. Me preguntó por qué iría a estudiar medicina a la escuela de Santa Cruz del Sur.

—Porque está alejada de todo —le respondí sin apartar la mirada del libro.

—¿No te asusta ir allí? Dicen que solo hay arrecifes y el agua del mar es oscura. Han ocurrido cosas extrañas en esa escuela.

—Puro cuento, chisme… —le aclaré—. En ese lugar lo que existe es mucha templeta y abortos como en cualquier beca. 

Mientras hablábamos, levanté poco a poco la mirada y vi a Su por vez primera. Arrastraba los pies, con un tono enfermizo en la cara. Corrí hasta ella y la sostuve en los brazos: estaba a punto de desplomarse. Luego se desmayó, y no vi más remedio que tomarla en mis brazos, ir a la salida, levantar la duda en los custodios porque, en verdad, Su parecía un cadáver. Eran días de profanaciones. Pero Laura se encargó de aclarar el tema, y también de dejarme solo en la avenida, al largarse con un extranjero que la invitó a una cerveza.

—No es por el trago —me dijo antes de darme un beso en la frente—, es que la nena está prendida (se refería al olor de Su).

En el hospital le pregunté a la propia Su por su familia; sin embargo, no habló ni pizca de eso, continuaba con la vista en el techo del pasillo, tiesa sobre una camilla, a la espera ambos de que nos atendieran. Pasó otra media hora antes de que me dijera su nombre y empezara a repetir: yo fui la mejor de todas, no es justo. Le pedí que se tranquilizara, sus tobillos estaban adornados con cicatrices, operaciones quizá; aunque el vestido no me dejaba verle la cintura, sí noté que tenía piernas musculosas.

La visité cada día a terapia intensiva, no sé por qué. Un enorme vidrio mediaba entre nosotros y en un par de ocasiones levantó la cabeza, nos miramos. Lo más incómodo para mí fue ver cómo variaban los pacientes en las camas contiguas a la suya; pareciera que la muerte disparaba desde una grieta en el acantilado. Finalmente, una mañana, después de clases, llegué al hospital con las manos en los bolsillos y el doctor, no sé por qué molesto de verme, me dijo rápido que Su había muerto. Me lo soltó así de gratis y ya se iba, cuando lo tomé del brazo.

—Cómo es eso —le pregunté.

—Bueno, se fue, partió. A usted puede parecerle raro pero aquí el asunto de ir y venir no para. Mi sala no es un lugar de cuidados intensivos, como dice ahí, es una jodida terminal.

—Pero usted me dijo que la infección…

—Yo soy optimista, pero no basta.

Continué con las visitas, aunque esta vez a la morgue. Habían pintado su exterior con tonos pasteles, qué linda, qué alegre, qué chiste. El camino de grava frente a ella tenía tantas piedrecillas que podía pasar dos horas pateándolas, escupiéndolas, haciendo un hoyo con la punta del zapato. El rollo tomó su tiempo y yo tomé alcohol, en casa, con Laura dando masajes a mi cuerpo, chismes a mi cerebro y quejas, muchas quejas. No paraba de decir que yo debía olvidar la tumba vacía de mi novia. Mi novia apenas llevaba dos meses bailando en el crucero, cuando una noche sin tormenta, bruma o galernas, rodó por barlovento y lo único que encontraron fue una botella de vodka Absolut en cubierta. ¿Tiburones, calamares gigantes, “el holandés errante”? Sabe Dios…

Días de lluvia. Los dedos de Laura se hundían despacio en mi espalda. Más allá de la ventana, los autos dejaban sus huellas en la nata negra sobre el asfalto. Pero salió el sol, y fui a la morgue para ponerme al tanto y me recibió un tipo con un delantal lleno de fluidos.

—El cuerpo ahora pertenece a la ciencia —dijo con la vista en las nalgas de una agente policial que pasó junto a nosotros—. Fin de la historia.

—¿Que pertenece a quién?

—A la ciencia. Fue donado, ya no está.

—¿Donado?

—La repartieron por cinco provincias, según las necesidades de cada institución, es todo.

Se me aflojaron las piernas, pero gracias a Dios mintió. Ahora estábamos juntos de nuevo, esta vez en otra morgue: la de la escuela de medicina de Santa Cruz del Sur, en medio de una quietud estresante, apenas suavizada por el murmullo de las olas al rodar en el arrecife. 

 Mi celular me dio un buen susto: era Laura. 

—¿Quieres escuchar algo estúpido? Un italiano acaba de ofrecerme quinientos euros porque trague su mierda. A mí me pasan las peores cosas. Lo que quisiera es ser tragada por el mar.

“El mar”, pensé.

Tuve que dejar a Laura y le eché un vistazo a la entrada principal de la escuela, desde una de las ventanas. El custodio parecía noqueado en una silla, con una botella de ron seca entre sus pies. El resto de la escuela era puro silencio. Intenté cargar a Su pero retrocedí; estaba muy fría. No muy lejos encontré una camilla y la coloqué justo encima. La cubrí con una cortina. Me dirigí al ascensor, despacio; las luces aún estaban encendidas en el aula de Anatomía. 

Afuera, por fin, me dio en la cara el viento del sur. Como el sendero a tomar era inestable tuve que sostener a Su en mis brazos y prescindir de la camilla. La llovizna empezó a enfriar mi piel, a familiarizarme con la temperatura de Su. Las aves nocturnas y pescadoras parecían tener cierto interés en mi carga. Con su presencia llegué a un muelle y allí, la miré por última vez, dije una oración, y antes de lanzarla al mar noté que le faltaba un pie. Justo a la altura del tobillo, donde una de las cicatrices más potentes lo cruzaba. Bastante aturdido la arrojé a la falda del océano y le dediqué un espacio de silencio, aunque mi mente continuaba en ese pie. Debía encontrarlo. Ahora la llovizna era más fuerte, sin luna. Con la visibilidad reducida la búsqueda presionaba hacia la suerte o el milagro, nunca hacia lo racional. Varias veces saqué un bulto de algas o un trozo de madera podrida al meter y sacar la mano, en uno de los tantos huecos que llenaban el arrecife. Regresé a la escuela empapado. Ni siquiera devolví la camilla a su lugar, tampoco había necesidad de quitar las huellas dactilares con tanta agua. Extrañamente, el custodio aún dormía; por un momento pensé que también estaba muerto, pero respiraba tranquilo como si la lluvia que mojaba sus zapatos lo relajara. 

Dormí a ratos. En uno de esos intervalos una embarcación, puro óxido, iba a la deriva asediada por sucesivos uppercuts lanzados por el mar de Barens. Yo trataba, reflector en mano, de encontrar el cuerpo de mi novia, mientras Laura me gritaba algo desde el puente de mando. Luego una gran ola atrapó la proa y me hundí unos segundos con la cubierta. Y abajo del mar había una playa, y palmeras, ranchos con múltiples bebidas y una rubia que solía ser mi chica antes de ser tragada por el océano, compraba culeros a dos niños que la acompañaban. Una vez que el barco recuperó su posición, abrí los ojos, no en cubierta, sino en mi cama, y volver a dormir me llevó un tiempo.

A las ocho de la mañana había un buen ajetreo en los pasillos, chisme por doquier. La ausencia se había expandido como un incendio en un bosque. Desde mi ventana pude ver los autos de la policía, los mismos que no tardaron en encontrar a Su, en la costura de una playita solitaria apostada al oeste. En realidad fue un pescador quien vio el cadáver. Al parecer, según escuché, todos parecían convencidos de que el pie fue desprendido por el mal tiempo, y buscarlo en las profundidades sería un abuso de recursos y de paciencia. Al final de la tarde los policías prometieron agarrar al ladrón de tumbas: así me llamaron, y nunca más se les vio de nuevo.

Al día siguiente dejé la escuela sin avisarle a ningún profesor. En cuanto subí a un taxi llamé a Laura y le propuse vernos en mi apartamento. Mis padres estarían haciendo sus cosas de médicos y no iban a regresar hasta el lunes. El cólera los mantenía ocupados. Mi única preocupación durante el viaje fue mi mochila, empezaba a oler mal y el chofer no debía enterarse. Ya en casa, metí el pie de Suanay dentro de una pecera repleta de agua con sal, al estilo de los grandes taxidermistas del imperio, los que albergaban tal olor que hasta las prostitutas rechazaban su presencia.

El timbre me sacó de mis pensamientos, era Laura. Traía una botella de vino y nos acomodamos en el sofá. Le conté mi primer día de clases y no hizo más que repetir:

—Te dije que esa escuela da mala suerte, tiene su historia.

Si bien le dije el asunto del pie no le conté que lo había traído al hogar. Apenas señalé la pecera dio un brinco en el sofá.

—¡Te volviste loco!

—Tranquila. Necesito que me acompañes a algo que debo hacer, es importante para mí.

—Primero un trago de ron —ordenó Laura—, el más fuerte que puedas conseguir.

Era plena madrugada cuando atravesamos el bosquecillo de Zapata y 8, rumbo al cementerio. Nos colamos por un hueco que llevaba años en el muro, y segundos después caminábamos directo a la tumba simbólica de mi novia. Durante el recorrido, Laura no paró de hablar acerca de un canadiense que le pagó porque comiera espaguetis sobre sus nalgas, las nalgas del tipo. La mayoría de sus historias me parecían apretadas, difíciles de digerir, pero en cuanto pensaba en mis últimas horas su catálogo de pervertidos no me sonaba tan aterrador.

No hizo falta mover la tapia de mi tumba familiar. Arrojé el pie al interior por un hueco al costado. Dije una oración y nos fuimos antes de ser vistos por los custodios. En el camino apenas hablé, Laura me pasaba la mano por la espalda, me tomaba el brazo, sonreía y hasta me dijo que Cuba es una isla hermosa. 

En casa nos dedicamos a ver la ciudad desde el balcón. Bebimos directo de una botella mientras observábamos los tejados vagamente iluminados por la luna. 

—Mañana regreso a la escuela —le dije—. Sabe Dios qué tipo de cosas aún me esperan por allá.

Laura se levantó la camiseta y me dijo que la observara: tenía los pezones azules.

Qué coño… 

Acerqué mis ojos a pocos centímetros de sus pechos.

—Tranquilo —me pidió—, pensaba enseñártelos antes, pero apareció Rebecca y te volviste loco por ella, y luego vino lo del crucero, y seguiste loco, en fin…

—¿Y tu vagina?

—Normal, no te ilusiones.

Le pedí que me pasara la botella y luego quedamos en silencio, hasta nosotros llegaba el olor del mar. De pronto quedé fascinado con el hongo multicolor que acababa de dejar un derrumbe a medio kilómetro de nuestro balcón. Los desmoronamientos en La Habana eran comunes, los hongos se elevaban aquí y allá, pero uno multicolor sucedía cada dos o tres años. Alguien me dijo que ese tipo de eventos solo pasan en una ciudad muerta, donde el ambiente está cargado de fuego fatuo y este, al interactuar con el polvo y una humedad bastante elevada, permite ese fenómeno. En tal análisis me encontraba cuando me atrapó una duda:

—¿Tú crees que estemos enfermos?

Laura escupió hacia la calle y agregó:

—Con esta cochinada, podría habérsenos pegado cualquier cosa.

Frank David Frías. La Habana, 1977. Narrador

Narrador. Ha publicado los libros de cuentos Una recta entre dos puntos negros (Extramuros, 2008), Rigor Mortis (Unicornio, 2009), La capital de los muertos (Atom-Press, 2010), Ellas quieren ser novias (Editora Abril, 2013) y Los malnacidos (Unicornio, 2017). Incluido en las antologías Isla en negro y La última colada. Ha obtenido los Premios Ernest Hemingway 2008, Alfredo Torroella 2009, Félix Pita Rodríguez 2009 y Calendario 2012. Colabora con el sitio digital Librínsula.