Ciencia Ficción

El polvo cósmico

Foto de Alexander Andrews en Unsplash

Los animales apestan, pero no les interesa. El hombre es el único que se ocupa en usar perfumes, desodorantes, jabones, talcos y cualquier sustancia para desaparecer sus pestes naturales. Al perro no le interesa su olor ni a las fieras, parecen vivir acostumbrados. Nosotros, en cambio, no pretendemos ir al trabajo sin echarnos desodorante como mínimo. Es eso que llaman ser un ser social, tener a los demás en cuenta. Mientras estamos vivos. Muertos no importa porque volvemos a apestar y a los muertos se les entierra o crema para no soportar la hediondez de los cuerpos putrefactos. Es la ley de la vida en general. Pero no la de él. Era, dicho de otra forma, diferente. Extraño. 

Vivía al final de la aldea, en el límite del bosque, como un ermitaño más. Nunca iba al pueblo, solo cuando necesitaba comida y lo hacía en horas que no había ningún lugareño que lo reconociera. Nadie sabía de dónde sacaba el dinero para sobrevivir. Tampoco se acercaban a su casita para averiguar, aunque hubieran querido: dos kilómetros antes la peste no lo permitía. Unos muchachos chismosos se amordazaron y lograron espiarlo, pero nadie les creyó. 

Es muy alto, dijeron. 

Habla con las estrellas de noche, afirmaron. 

Entierra algo, escondido para que no lo vean, susurraban. 

Tiene mucho dinero, repetían. 

Muy misterioso, murmuraban en voz baja. 

Yo creo que mata gente, hay mucha fetidez, tartamudeó el más joven. 

Ni la policía se atrevió a acercarse, no había denuncias, ni crimen sin resolver, Había, eso sí, una ola de extraños asesinatos en comarcas vecinas pero nadie imaginó la verdad. Hasta aquel día. 

Un muerto más condujo los hilos de la investigación a casa del ermitaño y al fin la policía revisó el lugar, sucio hasta la locura, pero no encontraron nada. “Ni lo van a encontrar, lo hago con cuidado y los pocos cuerpos que he dejado están limpios de huellas. El dinero de ellos me permite vivir y de las estrellas me mandan las órdenes”. Todo se precipitó. La gente notó que aumentaron las muertes y que toda la comarca estaba rodeada de una niebla espesa de un color indeterminado. Después fue el silencio. Un extraño pozo parecía atraer las fuerzas cósmicas, justo al lado de su covacha. Y la peste arreció. Todo estaba envuelto en aquel misterio casi cósmico, no humano. Pero el ermitaño seguía igual que siempre, en su rutina. 

Alrededor, el pozo se fue poniendo de un color gris, con la consistencia del polvo cósmico y extendiéndose a rostros, actitudes y gestos de animales, plantas, humanos. La gente empezó a huir porque, decían, los vecinos estaban muriendo con aquel matiz entre el gris de la tierra y los caprichosos tonos del cielo, pudriéndose en vida y cayéndose a pedazos. El ermitaño seguía desaparecido y los ruidos en el espacio cercano aumentaban junto a los colores que bajaban. Y una noche el cielo tronó más fuerte, se fundió con lo que quedaba vivo y desapareció la comarca entera, engullida por el cielo imperturbable y sus colores. 

13 feb 2022.

Yamilet García Zamora. La Habana, 1965. Narradora

Licenciada en Letras por la Universidad de La Habana. Maestra en Museos por la UIA de México, DF y Doctora en Teoría Literaria por la UAM de Iztapalapa, México. Trabaja como Profesora de Redacción y Literatura en la Universidad Panamericana, la UNITEC y el CAM, donde también imparte cátedra a la maestría en museos.