Narrativa

El ron de Amontillado

Ambrose Bierce

Yo soy Ambrose Bierce y aún tengo talento para escribir. Envié un cuaderno de cuentos al concurso Casa de las Américas el año pasado. Mi traspaso a través de la frontera mexicano-estadounidense respondió a las ansias de trascendencia que mantuve desde niño. Pero aquel viaje fue quizás una revelación demasiado realista sobre el significado de la vida y por ello vine desde México hasta este pueblo en el centro de Cuba.

Les cuento que mi participación en el Casa respondió a una carta que me enviara el verano pasado el poeta Pablo Armando Fernández. La misiva era una respuesta a otra que yo le mandara el año anterior, presentándome como quien soy, una de las voces perdidas de la literatura yanqui.

—Querido Viejo Amargo, me place que estés por Cuba y que decidas vivir en Remedios, por favor envíanos tu cuaderno de relatos. P.A.F.

Las siglas PAF sonaron onomatopéyicas en mi mente, como una burla, un gesto malo. Seguro pensó que yo era un tipo loco e intrascendente, alguien maniatado por la indigencia, la luz mortecina de los vagabundos.

Yo soy Ambrose Bierce y aún tengo talento para escribir. Me escapé de la guerra montado en una chalupa india. Le prendí fuego a un pueblo entero y me burlé del general Villa en su propio rostro.

De todas maneras participé en el concurso y perdí. El lauro fue para el escritor remediano Julio Santí Pérez Esquivel, un gay de cuarenta y dos años de edad y con vínculos evidentes con el jurado del Premio Casa.

La tarde en que tramé mi venganza, me visitó la Miniescritora de Minicuentos. Yo la llamo así, a veces también le digo La Dinosauria, por el famoso concurso sobre ese género que convoca el Chino Heras todos los años. Ella tenía las tetas blancas y grandes, le caían sobre el abdomen fláccido y caminaba por la sala, mientras sostenía conversaciones intrascendentes. Me hablaba de la cola del pan, de la amiga que se volvió tuerca y del socio de la universidad que lo mismo era pájaro que hetero, según amaneciera el día. Tocaba el piano, piezas de Chopin y de Lecuona.

—Bach, me gusta Bach.

Y luego de decirme eso hacíamos el amor. Ella tampoco creía que soy Ambrose Bierce, de hecho, ni siquiera se ha leído mi obra.

—Voy a vengarme del jurado del Casa. Escribiré una obra tan mala, que se enfermarán cuando la lean. Un libro capaz de matar fulminantemente.

—Eso es una locura.

Ella siempre desaprobaba mis ideas, luego sacó un minicuento y lo leyó. Era acerca de su propia vida, de las frustraciones infantiles, una historia de tres líneas sobre un piano que se come una niña y la vomita en pedazos.

—Voy a escribir.

Dije y le pedí a la Dinosauria que se fuera y ella hizo una pirueta de ballet desapareciendo detrás de un portazo. Era buena amiga, debutó en el concurso de minicuentos con un texto vacío que nadie podría recordar. Uno de los jurados, que padecía del Parkinson, se equivocó al tachar el nombre de los ganadores, desde entonces ella obtiene por tradición algún puesto en esos eventos de microescrituras. Este año piensa hacer una historia sobre cómo conoció a un famoso autor norteamericano y le hizo el amor, mientras un gato japonés con manchas azules los miraba.

(La Dinosauria vive aún en una casa enorme, porque no soporta las pequeñeces. De hecho su deseo mayor es escribir una novela de aprendizaje, una de esas mastodónticas moles libracos macutos recovecos de papel).

Escribir para mí era (es) algo diferente, como echar sal en la llaga de un rinoceronte y mandarse a correr. Mi afinidad hacia temas escabrosos, agresivos, me granjeó no pocos enemigos intra y extra literarios. La Dinosauria decía que lo peligroso de proceder como yo, estaba en el carácter impredecible de la mente del lector, en las reacciones del público. Cualquiera que consumiese obras así, tiene derecho a sentirse ofendido y agredir al autor o cualquier otro ente que actúe en su nombre.

Mi otro amigo en estos predios ha sido Pablito, un poeta decimista heterogay. Su voz de satín rosa se dejaba escuchar en los festivales de poesía de Santa Clara y en cualquier sitio donde hubiese espacio subutilizado. Una vez declamó en los baños públicos del Boulevard y hasta le dieron un premio en metálico por ello, porque el tipo tiene suerte y es (como se dice aquí) de jeta fácil, un dandi criollo, un templante taciturno.

Pablito usaba un sombrero negro y una camisa de hilo siempre pulcra, movía sus caderas mientras iba por los pasillos de la galería de arte del municipio, emitiendo juicios sobre los diferentes pintores locales. Apreciación que mezcló con alusiones a las excéntricas preferencias sexuales de Abad Cabrera, el artista más consagrado y mundial, autor de Las negras encueras.

Cuando Pablito supo de mi plan vengativo se acordó del cuento de Poe El barril de amontillado.

—Podemos hablar con Abad Cabrera para el montaje de una escenografía.

La idea se unió a mis ansias por mezclar siempre aspectos de la realidad con elementos literarios. De manera que un acto de venganza se convertía en un performance extraescritural con referencias textuales muy sólidas, las cuales además serían susceptibles de deconstrucción a partir de una relectura a nivel de correlato.

—Bien, la venganza como destrucción y reconstrucción de la literatura.

Dije y le di un golpe de acierto en un hombro (un ala) a Pablito. Un posgrado en lingüística que recibió en la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas y que luego comentáramos en privado, nos sirvió como sustento teórico ante la aventura práctica.

Abad Cabrera y el poeta Julio Santí Pérez Esquivel se pedían la cabeza. Se acusaban de plagios increíbles, como por ejemplo copiar La Divina Comedia y cambiarle sólo el nombre a la obra y los personajes.

—Por vengarme de ese singao hago lo que sea.

De esa manera tuvimos la adhesión de Cabrera, quien le guardaba el café a Esquivel desde aquella exposición en 1989 en el salón Carlos Enríquez de Remedios, cuando ambos se fajaron a los trompones y el escritor empezó a gritar auxilio que su marido lo golpeaba.

La redacción del telegrama con la invitación estuvo a cargo de La Dinosauria, especialista en textos cortos y vacíos. Necesitábamos una escritura tan vaga y lineal, que incitara a los miembros del jurado del Casa a venir a burlarse de nosotros, a impartirnos una lección de superioridad. También le mandamos un mensaje a Pérez Esquivel, para la difusión de una conferencia sobre una teoría suya bastante improbable: la sólida heterosexualidad de Virgilio Piñera, descubrimiento que el laureado autor local hiciera a través de la relectura de novelas y cartas, según la teoría de los poderes de Foucault.

Llamamos a la actividad literaria con el título de “El barril de amontillado”, partiríamos de la Casa de la Cultura en un recorrido hasta las cuevas de la colina del Tesico, a una milla del pueblo.

Según La Dinosauria, el performance extraliterario deconstruía el hecho narrativo a partir del engaño de un grupo de narradores y la muerte de estos en medio de la lectura de narraciones venenosas. Ello implicaba una innovación tajante en el campo categorial, equivalente o superior a la escritura misma de una gran novela de aprendizaje. De manera que su participación personal en el proyecto de venganza implicaba una plenitud profesional.

El jurado llegó como a las diez de la mañana, les teníamos una merienda lezamiana: pan neobarroco con pasta y refresco de sirope flamígero. La conferencia de Pérez Esquivel se hizo en el Teatro Madrid. En un discurso inaugural, referencié a cuando el público abucheó al músico Alejandro García Caturla, por sus acordes excéntricos.

—Hoy tenemos el honor y la oportunidad de aplaudir o abuchear una teoría literaria aún más excéntrica.

Tras mis palabras vino Esquivel, con sus gafas color café y un perrito llamado Antón. Habló de las creencias de Lezama sobre Piñera, el correlato spinoziano, las implicaciones de una literatura que al negar la virilidad la afirma. Terminó diciendo que si Lezama era gay, Piñera en oposición tendría que tomar el bando ajeno, al menos en el plano social, como una apariencia ante las lenguas viperinas de la calle Trocadero y de los bancos del Prado.

El jurado del Casa miró a Esquivel con atención y aplaudió la teoría sin un gesto de crítica. Obviamente, los vínculos personales, amatorios, los ponían en concordancia cualesquiera fuese la mierda que escribía el laureado poeta local con ínfulas de universalidad (e insularidad origenista).

—Es el momento.

Dijo la Dinosauria y nos montamos todos en la guagua Girón del Sectorial de Cultura. El chofer se sumó a cambio de una botella del ron Mulata y arrancamos a través del camino polvoriento hasta las cuevas.

—Hay que entrar allá adentro.

Dije y les di una antorcha< ellos, las víctimas irían primero, como invitados de honor que eran. Les hablé de una botella de ron añejo que había en lo profundo de las cavernas, recordé, como chiste literario, el barril de Amontillado que dos personajes de Poe (engañador y engañado) buscaron en lo frío de una cripta.

—¡El ron de Amontillado!

Entre carcajadas y jodedera bajamos, nosotros siempre detrás, para echarnos a correr. La señal la dio la Dinosauria, según el código acordado:

—Cuando despertó, el Dinosaurio todavía estaba allí.

Subimos a todo dar, como si fuésemos prófugos y artífices del Apocalipsis. La Dinosauria con la alegría de realizarse como escritora mayor, Abad Cabrera con una sonrisa vengativa de hombría recobrada, Pablito por la simple malicia de poner en práctica su posgrado en lingüística.

Allá abajo quedaron entonces, les rodamos una piedra encima y la oscuridad tapó sus gritos y los de Esquivel con su perro Antón.

—¡Montresor!

Creo que murmuré mientras recordaba el cuento de Poe.

—Nadie me machuca impune, ni me quita un premio impune, yo soy Ambrose Bierce.

En el fondo de la cueva, entre la mierda de murciélago, les dejé unos cuentos míos del mismo cuaderno que envié al Premio Casa, única lectura mientras les durara la vida, la antorcha y la sensatez.

El performance, la deconstrucción, la relectura, el correlato, la venganza, la gran obra, la polisemia creativa.

Aquello coincidió con un 24 de diciembre, día en que se hacen unas parrandas carnavalescas en Remedios. La gente andaba disfrazada de diferentes personajes históricos y literarios. Nos perdimos en esa multitud de doncellas, piratas, Napoleones. Fui a mi casa y me puse un traje de fines del siglo XIX, época en que publiqué grandes obras.

En la calle la gente se fijaba en mí.

—Se parece mucho a Ambrose Bierce.

Dijo un profesor de literatura de la universidad y al fin respiré tranquilo.

Mauricio Escuela. San Juan de los Remedios, Villa Clara, 1988

Licenciado en Periodismo por la Universidad Marta Abreu de Las Villas en el año 2012. Graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso de La Habana en 2009. Ha ejercido el periodismo a través de la radio, la televisión y la prensa impresa nacional. También es narrador, ensayista y poeta. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz, con textos publicados en diversas antologías en el interior de Cuba. Profesor de Filosofía de la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas, especializado en Historia de la Filosofía.