Ciencia Ficción

El secreto de la tumba vacía

Jean-Simon Berthélemy
Alejandro corta el nudo gordiano

“El primer día de la semana regresaron al sepulcro muy temprano; 
y entraron, pero no encontraron el cuerpo del Señor Jesús.”

Evangelio de Lucas

“¡Córtalo con la espada, campeón!” El Macedonio ladeó el torcido cuello y levantó la rubia cabeza intentando descubrir al autor del alarido. Sus ojos heterocromos se fijaron en los rostros morenos de sus aguerridas huestes. Era casi imposible ver más allá del follaje de sarisas1 que empuñaban sus falanges. Incapaz de identificar al gritón, devolvió su mirada al nudo que Gordias le había ofrecido a Zeus como señal de gratitud. 

Tenía que desatarlo. Su vidente personal había sido categórico. Seguir la campaña contra los persas sin desatar el nudo gordiano le traería mala suerte. Y allí estaba, en el centro de la acrópolis de Gordión, rodeado por sus falanges y una multitud de rostros incrédulos y hostiles. Había pasado dos horas bajo el sol despiadado de la media tarde y el jodido nudo no le revelaba sus secretos. Maldijo en voz baja y se limpió el sudor que le humedecía la frente. 

“Gordias, campesino de mierda, cómo se te ocurrió hacer un nudo con los cabos escondidos en sus entrañas”, murmuró. Recordó a Aristóteles, su mentor, que le había enseñado a enfrentar el porqué de las cosas con cuatro respuestas. El Estagirita también había sembrado en su alma juvenil un sereno amor por la ciencia. “Cierto que le entregué ochocientos talentos de plata para sus investigaciones. ¡Una fortuna! Con un solo talento podía pagar toda la tripulación de un trirreme durante un mes. Pero el muy sabihondo no me enseñó cómo desatar nudos complicados”.

“¡Córtalo con la espada, campeón!”, volvió a escuchar. La predicción del oráculo era ambigua. ¿Qué palabra empleó para describir lo que había que hacer con el nudo? Luein. Luein significaba soltar, desatar; pero también resolver, cortar y romper. Si hasta ese día todos habían interpretado que debían desatar el nudo, él tenía otra manera de enfrentar el reto.

Extrajo su espada y hendió el nudo de un tajo.

—Es lo mismo cortarlo que desatarlo —exclamó.

Las falanges golpearon el suelo con sus picas y aclamaron al príncipe barbilampiño con estentóreos alaridos. El estruendo ahogó los murmullos de desilusión de los gordianos. 

La tormenta de truenos y relámpagos que se desató esa noche sobre la ciudad fue interpretada por Alejandro como una señal de la complacencia de Zeus, y una buena excusa para guarecerse a disfrutar del excelente vino del país, que bebían mezclado con agua del Manantial de Midas. Pero el Macedonio se mostraba inquieto y, apenas cesó de relampaguear, pidió a sus lugartenientes que salieran a averiguar quién había gritado lo de la espada. 

No fue necesario abandonar la libación. Hefestión —su amigo de la infancia y condiscípulo en la escuela de Aristóteles— conocía la respuesta.

—Ilustre Alejandro, el que gritó era un sujeto muy extraño —se detuvo, buscando la mejor manera de describirlo—. Era de mediana estatura, cabellos negros y rizados, y piel oscura. No vestía clámide, ni himatión, sino pantalones largos y estrechos y una especie de túnica ligera que le cubría desde el cuello hasta las caderas.

—¿Un egipcio? —preguntó Cleitus, el comandante de la caballería.

—Su origen lo ignoro, noble Cleitus. Lo que me inquietó fue su súbita desaparición. Yo estaba detrás de la última fila de falanges, a unos pasos de ese sujeto. Admiraba su extraña vestimenta cuando lo vi abrir la boca, hacer bocina con las manos y gritar eso de la espada. Ahí volví la cabeza hacia el centro de la acrópolis, donde estaba el nudo. Creo que no pasaron más de dos o tres minutos cuando el sujeto volvió a gritar. En ese instante, giré la cabeza para mirarlo y fue como si se esfumara. No que se escondiera entre la gente. Él y yo éramos los dos únicos mortales en ese promontorio, a un lado del templo de Cibeles. Se evaporó, así como lo oyen.

—Entonces fue un emisario de Zeus —sugirió Nearco, uno de los duros en la guardia personal del Macedonio.

El individuo en cuestión no era egipcio, ni un fantasmagórico emisario divino. Se llamaba Agustín Cabezas Segura y era un mulato cubano treintañero de ojos saltones y sonrisa afable. Moraba en una sencilla vivienda de mampostería y techo de tejas en la calle Conyedo, a un costado del parque del Carmen. Era hijo único y el único ocupante de la vivienda que heredó de sus padres, ambos fallecidos. Refractario al himeneo, sus ocasionales amigas de cama eran aves de paso. 

Agustín fue un prodigio caribeño. Aprendió a leer a los tres años, a los cuatro se sabía las tablas de multiplicación y en el tercero de primaria su maestra descubrió que podía resolver problemas de trigonometría. Cuando desentrañó los arcanos del cálculo integral y diferencial —lo que logró en su segundo año de secundaria—perdió interés por las matemáticas y se dedicó a la historia. En cinco meses leyó dieciocho volúmenes y se convirtió en un experto en civilizaciones antiguas. Entonces abandonó la historia y se adentró en el cosmos intrincado de la poesía. Sus endecasílabos fueron de un erotismo desvergonzado, inspirados por la pasión que sintió por una condiscípula, una tal Beatriz Cespón. Una pasión no correspondida que le sumió en una honda melancolía.

Aunque siguió la carrera de Física, su apetito por el conocimiento le llevó a explorar campos tan diversos como la neurofisiología, la bioquímica, la cibernética y la jurisprudencia. A los veintiséis ya había obtenido su Doctorado en Ciencias Aplicadas en la Universidad de Rostock, y a los treinta sus diplomas y galardones como “innovador y racionalizador” tapizaban tres paredes de su estudio. En la cuarta había colgado una foto en sepia de la boda de sus padres. Los dos muy jóvenes. Y muy serios. Desde niño, a Agustín le habían intrigado los rostros severos de las fotografías antiguas. Como si sonreír a la cámara no fuera decoroso.

Además de sus aportes a la economía del país con sus innovaciones y racionalizaciones, Agustín empleaba su tiempo libre en inventar artefactos. Sabiendo que muchos de sus amigos eran dados a prolongadas bebederas de pésimos alcoholes, ideó la “máscara contra el guayabo”, una suerte de antifaz adaptable a la cara con receptáculos para cubitos de hielo. Los receptáculos cubrían la frente, la mitad exterior de las mejillas y el mentón. La máscara no fue efectiva: era casi imposible conseguir los cubitos de hielo y, si aparecían por extraño sortilegio, la canícula caribeña los derretía antes de tener un efecto real. “La mejor cura es darse un palo de ron en ayunas”, le respondieron los veteranos de borracheras memorables. 

Después Agustín diseñó y probó su “cojín separador de mamas” con Marieta, una de las mujeres que compartió su cama y sus ronquidos durante cinco meses. Las tetas de Marieta eran enormes: talla 120, copa “D” de 125 centímetros. Los chuscos decían que lo primero que veías de Marieta eran sus tetas. A Marieta le gustaba la atención, pero pensaba que ella era algo más que un par de tetas acampanadas. A la hora de dormir, las gemelas se aplastaban una contra la otra y, en cuestión de minutos, se acaloraban, transpiraban y se encharcaban en una sopa salada. Agustín quiso poner fin al suplicio con un pequeño cojín que, colocado entre las mamas, facilitaba su libre respiración. Solo que Marieta era de intranquilo dormir, el cojín terminaba descolocado y las tetas empapadas en sudor.

En los últimos años, Agustín había dirigido su investigación al campo de las interfaces cerebro-computadora y la lectura de señales de neuronas motoras. Sus esfuerzos, calificados de “manías de grandeza” y de “inmoral pérdida de tiempo” por colegas desdeñosos, consiguió un tímido apoyo del Departamento de Ciencias de la Universidad Central de Las Villas, su Alma Máter. 

Dedicó semanas a estudiar la hipnosis regresiva que algunos psicólogos osados utilizaban en pacientes sin remedio. Al cabo de muchas horas de desvelo y de multitud de cálculos y conjeturas, ideó una máquina capaz de hipnotizarle y transportarle al pasado. La hipnosis liberaría su subconsciente de las inhibiciones ordinarias y le permitiría visitar fechas y lugares remotos, equipado con una reserva maravillosa de detalles históricos que la máquina le transmitiría mediante una interfaz cerebro-computadora. Ya en el terreno, investigaría eventos y misterios que ningún mortal pudo descifrar a través de las edades. Con ese material escribiría un libro que tendría éxito universal. Cómo resolví los grandes misterios de la historia. Ese sería el título. 

Decidió que no le entregaría el original a la editorial provincial. Le tenía ojeriza al director desde que este rechazó su manuscrito sobre los efectos de la fumigación en la desaparición en la localidad de insectos, ranas, lagartijas, gorriones y otras especies. “Agustín, a quién le importa que desaparezcan esos bichos. Aquí lo importante es acabar con el dengue”, le espetó el funcionario. 

Agustín conocía al director de un semanario prestigioso, un tipo delgado de cabellos hirsutos, voz ronca de fumador y brillante elocuencia. Por su apellido y sus posiciones valientes en la política cultural, Agustín le comparaba con Pepe Grillo. Quizás él aceptaría publicar un adelanto de su libro. Luego enviaría el manuscrito a las editoriales capitalinas. La primera edición no debería bajar de los cien mil ejemplares.

A pesar de la indiferencia oficial, al inicio del décimo mes de la pandemia Agustín había puesto a punto su “máquina para la hipnosis histórica regresiva”. El programa incluía un intérprete simultáneo en una treintena de idiomas. Si no sabía la fecha exacta, le bastaban el año, el nombre del personaje y el lugar del hecho histórico. La máquina se encargaba del resto.

Para el primer experimento eligió una fecha y un suceso que conocía de sus lecturas en la Enciclopedia de Historia Antigua: el año 333 antes de Cristo. Había leído que el tres era el número totalizador, porque contenía principio, medio y final. También representaba la naturaleza tripartita del mundo: cielo, tierra y aguas. “Por eso la Trinidad”, cuchicheó, y se jactó de su sabiduría. 333, tres veces tres, era la totalización por excelencia. En la casilla correspondiente a idioma escribió “griego antiguo”. Se colocó el casco con sensores, se acomodó en el sillón y pulsó la tecla que lanzaba el programa. 

La hipnosis regresiva y el traslado a la acrópolis de Gordión no le tomó más de veinte minutos. Llegó a tiempo para encontrar a falanges macedonias y gordianos curiosos formando un círculo en torno a Alejandro y al nudo. Se posicionó en un promontorio, a un lado del templo de Cibeles, diosa barbuda y andrógina. Desde allí contempló los movimientos indecisos de un Alejandro cada vez más impaciente. 

Cuando pasó media hora y sintió que el sol le estaba reblandeciendo la mollera, decidió poner fin al acto. “¡Córtalo con la espada, campeón!”, gritó. Un tipo con aspecto de oficial le miró y pareció intrigado por su indumentaria. Agustín comprendió enseguida que sus pantalones de mezclilla y su guayabera eran anacrónicos. Tuvo que repetirle la consigna para que el Macedonio se decidiera. Entonces, justo cuando la espada hendió el nudo, despertó de su hipnosis. Alborozado y con buen apetito.

La cría de pollos y conejos en el patio de la vivienda le permitía sobrevivir a los avatares del racionamiento. A sus conejos los alimentaba con yerbas silvestres que encontraba en las márgenes del río Bélico: romerillo y diente de león. Para la dieta de sus seis gallinas —que le regalaban noventa huevos cada mes— se hizo con una buena cantidad de estiércol y basura; lo compostó durante treinta días y logró la materia orgánica necesaria para producirle veinte kilogramos de lombriz fresca al año. A la vecina que se quejó de la hediondez del compost la sobornó con cinco huevos semanales y un conejo trimestral.

Seleccionó el más gordo de sus conejos, lo agarró por las patas traseras y lo golpeó con una barra de hierro detrás de las orejas. Entonces lo cortó con mano experta, sofrió los trozos y, una vez dorados, los bañó con una taza de Decano, un distinguido ron local. Cuando el alcohol se evaporó, agregó una lata de Coca Cola y una cebolla en rodajas. La carne se doró con el caramelo del azúcar y el ron le dio un aroma intrigante. 

Comió con gusto, reviviendo los detalles de su primera experiencia. ¡La máquina funcionaba! No lo había soñado. Recordaba con claridad el ambiente de la acrópolis, las falanges blandiendo sus picas, el rostro rubicundo de Alejandro y aquel nudo sin cabos sueltos, el abrazo sofocante del sol mediterráneo. Y luego su propio grito, el tajo certero, el nudo mostrando sus entrañas de cuerdas retorcidas, los vítores. Se preguntó si debía confiarle el secreto a alguno de sus amigos. Decidió que no le creerían. Hasta podían tildarle de embustero o, peor, de que le patinaba el coco. No podía ofrecerles pruebas materiales de lo que había vivido. La interfaz estaba diseñada para su cerebro, solo él podía someterse a la hipnosis histórica regresiva. Quizás más adelante diseñaría una interfaz para Ramiro Vallejo, un pilongo emparentado con personajes ilustres de la ciudad. Habían coincidido en el mismo doctorado en Rostock y algunas noches estivales escuchaban música de la Década Prodigiosa y bebían rieslings secos y ácidos en la casa señorial de los Vallejo. Eran veladas para hablar alemán y rememorar sus ocurrencias en la báltica ciudad norteña.

Antes de irse a la cama, revisó su lista de misterios: la tumba de Cleopatra, la danza mortal en Estrasburgo, el caballo de Troya. La tumba vacía de Jesús. 

Ese sábado, Agustín se levantó con el amanecer, como era su costumbre. Después de desayunar con un huevo hervido y una taza de café, cargó con el machete y un saco de yute y atravesó el parque para alcanzar la calle Máximo Gómez. En los altos de un edificio esquinero pintado de verde, un hombre barbudo y corpulento disfrutaba de la brisa mañanera en el balcón. Era un escritor muy conocido en todo el país y allende los mares. Saludó con la mano al escritor, que dejó de acariciar al gato atigrado para devolverle la cortesía. 

Al final de la calle descendió la suave pendiente hacia el Bélico. Le sorprendió descubrir una garza metiendo el largo y amarillo pico en las aguas pestilentes. La blancura de sus plumas contrastaba con el verde intenso de la vegetación. “A saber de qué bichos podridos se está alimentando la infeliz”, murmuró. En la siguiente media hora, echándole vistazos intermitentes a la garza, se concentró en cortar yerbas, reunirlas en haces apretados y meterlos en el saco. 

Después de limpiar los corrales, añadir los excrementos a su compost y repartir las yerbas, se arrellanó en su sillón a preparar la segunda hipnosis. ¡Ah, Cleopatra, la bella reina egipcia! Quería averiguar cómo había muerto y dónde estaba enterrada. Dos enigmas sin resolver. Releyó la frase que había escrito en la parte alta de su diario para ese sábado 24 de octubre: “Si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, la historia del mundo habría sido diferente”. Quiso estar seguro del significado y le telefoneó a un profesor de filosofía con quien había compartido fanáticas partidas de dominó. “Socio, Pascal quiere decir que un azar puede cambiar el curso de la historia. Que si Cleopatra hubiera sido ñata y federica, no se empataba con César ni con Marco Antonio, vaya”.

Esta segunda vez, cuando encendió la computadora y se colocó el casco, sintió un temblorcillo en sus entrañas. ¿Temor? ¿O era la excitación de develar un secreto de casi dos mil años? Introdujo la fecha que los eruditos consideraban más probable: 12 de agosto del año 30. Luego escribió Cleopatra, Alejandría y “egipcio” en la ventanita del idioma. Iba a pulsar la tecla cuando recordó que debía adecuar su vestuario. Cambió los jeans por una enagua plisada de su madre que sujetó en la cintura con su cinturón. Se calzó unas gastadas sandalias de cuero y regresó al estudio. “Estoy sudando como carajo”, zumbó. Se limpió el sudor del rostro con un pañuelo, se recostó en el sillón y esperó unos minutos para sosegarse. Pulsó la tecla y pronunció la fórmula aprendida: estoy seguro, estoy tranquilo, voy más y más atrás en el tiempo. En pocos minutos su subconsciente tomó el control.

El hipnótico viaje le tomó dieciséis minutos. Se encontró vagando entre colosales estatuas de granito por el Portus Magnum, la zona de Alejandría que albergaba los palacios y templos de la corte Ptolemaica. Había contado con entrar en el palacio para ver de cerca los momentos postreros de Cleopatra, pero su aspecto de campesino pobretón hizo que los gabiniani2 le impidieron traspasar las puertas. 

Se quedó en la vecindad del palacio, absorto en la contemplación del Faro de cien metros, construido con bloques de piedra caliza y granito. “Después visitaré la Biblioteca”, murmuró. Quería comprobar que los doscientos mil volúmenes que componían la Biblioteca de Pérgamo habían terminado en la Biblioteca de Alejandría. Un regalo de Marco Antonio a Cleopatra, según Plutarco. ¡Doscientos mil volúmenes! Sospechaba que Plutarco exageraba. Por algo había confesado que no escribía historias, sino vidas.

Fue allí, medio oculto tras un león de mármol, donde escuchó la noticia de la boca de dos cortesanas. Eran esbeltas y sus rizados cabellos estaban recogidos y atados con moños. Tenían el rostro maquillado con ungüentos, portaban collares de gemas y vestían túnicas de seda que hacían visibles sus senos turgentes.

—Nuestra reina se inyectó veneno con una horquilla afilada cuando le avisaron de la muerte de Marco Antonio —dijo la más alta, con voz trémula—. Antes de que se diera muerte, pidió que la bañáramos en leche de burra y miel, como le gustaba.

—¿Sabes qué veneno se inyectó?

—No estoy segura, Arsinoe. Dicen que es una ponzoña que preparan con la nuez vómica. 

—¿Tú estabas con ella cuando murió? 

—Sí, fue muy triste. Al rato de inyectarse el veneno, la reina tuvo convulsiones. Inclinaba la cabeza hacia atrás, y los espasmos solo cesaban cuando se quedaba sin aliento. Después las convulsiones regresaron, cada vez más violentas. A la reina se le doblaba la columna que daba pena, parecía que iba a quebrarse como un arco de Ramsés, y su bello rostro se deformaba por el dolor más atroz. Hasta que exhaló un hondo quejido y murió.

—¿Qué van a hacer con su cuerpo?

—Ya empezaron los preparativos para embalsamarlo. Se rumorea que el general Octavio desea que nuestra reina y Marco Antonio reposen juntos en el mismo mausoleo.

—¿Dónde van a sepultarlos?

Agustín aguzó el oído. No pudo escuchar más, porque en ese instante una mano cayó pesada sobre su hombro. Volvió la cabeza, vio la cara inamistosa de un legionario romano y regresó sobresaltado de la hipnosis. 

La luz que se filtraba por las lucetas sobre el dintel de la puerta bañaba la habitación de una dulce penumbra. Escuchó el cloqueo alegre de sus gallinas, abandonó el sillón y apagó la computadora.

—Tenía que haberme vestido como un sacerdote —dijo, antes de recordar que había rechazado la idea para no tener que raparse la cabeza.  

Se preparó un café y se sentó a escribir. Al menos había aclarado el cómo de la muerte de Cleopatra. Al diablo con la historia de la cobra. La reina egipcia se había inyectado estricnina y había sufrido una agonía espantosa antes de fallecer.  

Ese domingo decidió saltarse los enigmas de Estrasburgo y de Troya. Leyó lo que había escrito en la página de su diario. ¿Había resucitado el Nazareno, o substrajeron los discípulos su cuerpo de la tumba? Esa historia era tan antigua como el evangelio de Mateo. Los jefes de los sacerdotes judíos habrían sobornado a los soldados que guardaban la tumba, para que dijeran que los seguidores de Jesús robaron su cuerpo mientras ellos dormían. 

Su plan era trasladarse al Gólgota para observar la crucifixión y luego apostarse cerca de la tumba. La mayor dificultad era la inexactitud de las fechas. Los eruditos eran imprecisos al respecto: la muerte habría ocurrido en algún momento alrededor de la Pascua judía, entre los años 29 y 34. Otros daban como fecha el viernes 7 de abril del año 30. La que le pareció más atractiva ubicaba la crucifixión el viernes 3 de abril del año 33. Una curiosa, sugerente suma de treses.

Había preparado su vestuario para la ocasión. Remendó una bata de casa de su difunta madre para convertirla en un camisón. Se cubrió con una frazada de lana que había cosido para semejar una túnica abierta al frente, con dos aberturas para los brazos. Era un atuendo ridículo y, peor, sofocante. Se calzó las mismas desgastadas sandalias de cuero. Encendió el ventilador e introdujo los datos: Gólgota, Jesucristo, abril 3, año 33. Escribió “griego” en la ventanilla del idioma. Había leído que Jesús y sus discípulos hablaban arameo, y que mucha gente se defendía con el griego común. Miró la hora en la parte baja de la pantalla: 11:15. Las 18:15 en Jerusalén. Ocupó el sillón, pero no se decidió a pulsar la tecla. Sentía la garganta seca y una opresión desconocida en el pecho.

Se levantó, abrió la puerta del estudio y salió al pasillo. Apoyó una mano en la pared y sintió el calor que horas de sol habían infiltrado en el repello punteado de moho. Caminó a largas zancadas hacia el fondo del pasillo, hasta la puerta que se abría al patio. Las gallinas removían la tierra en busca de lombrices y los conejos se apiñaban bajo el techado de su corral, atontados por el bochorno. Las moscas hambrientas de mierda cruzaban el aire con giros raudos e imprevistos. Descubrió que el cable del pararrayos estaba mordido a la altura de la tierra. Había olvidado colocar un tubo de protección en el último tramo y los conejos roían, desgastaban y cortaban cuanto material tuvieran a su alcance para limarse los dientes. 

Cerró los ojos y sintió un espasmo doloroso en el estómago. ¿Qué tal si Jesús no hubiera resucitado y se encontrara con el cuerpo enrollado en el sudario dentro de la tumba? Algo parecido al rubor le encendió el rostro amulatado.

—Soy un científico, ¡carajo! —vociferó.

El exabrupto puso fin a sus dudas. Se refrescó el rostro con el agua de una palangana y volvió al estudio. 

—Que sea lo que Dios quiera —musitó. 

Pulsó la tecla a las 11:28 del domingo 25 de octubre. 

Trece minutos después, Agustín contemplaba las cruces vacías recortadas contra las primeras sombras del crepúsculo en la cima del Gólgota. El paraje estaba desierto. El Nazareno había muerto justo antes de iniciarse el Sabbat, que los judíos observaban desde la puesta del sol del viernes hasta la aparición de tres estrellas en el cielo la noche del sábado. “¿Y ahora cómo sé dónde lo enterraron?”, se preguntó. Había tres tumbas en Jerusalén que la gente señalaba como el lugar donde fue sepultado Jesús. Trece años antes, el sepulcro de la familia Talpiot, ubicado cinco kilómetros al sur de la Ciudad Vieja, fue presentado como “la tumba perdida de Jesús” en un documental de Discovery Channel. La hipótesis se había desprestigiado mucho desde entonces. 

Dirigió sus pasos hacia el sur del sitio y encontró pequeñas áreas cultivadas, interpuestas entre cuevas y escarpes rocosos. No tuvo que ir muy lejos. A unos doscientos metros de las cruces, descubrió a dos soldados romanos custodiando la entrada de un sepulcro cavado en un risco. Una piedra tapaba la entrada de la tumba. Detuvo sus pasos y se inclinó para hacerse menos visible. En la huerta que enfrentaba el risco sobresalían hojas planas de un verde azulado y otras alargadas y puntiagudas. Se inclinó aún más y aspiró la fragancia vegetal que brotaba de la tierra. “Puerros y cebollas”, cuchicheó. Recordó la receta de croquetas de aguacate aromatizadas con puerro que habían propuesto en un programa radial dos semanas atrás y reprimió el deseo de desenterrar algunos bulbos. 

Entonces su presencia alertó a los soldados. Uno de ellos gritó algo e hizo ademán de acercarse. Agustín levantó una mano para mostrarles su inocencia y buena voluntad y se alejó del lugar. Solo en ese momento se percató de que tendría que pasar dos noches y un día para descubrir el secreto de la tumba. 

El desengaño puso un fin abrupto a la hipnosis. Se sacó la frazada transformada en túnica de un tirón. La transpiración había convertido el camisón en una mortaja húmeda y pegajosa. Frunció el ceño, apretó los puños y sintió deseos de gritar. No gritó, pero escuchó los chillidos de la vecina anunciando que había clarias3 en Pescavilla. Unos peces que Agustín odiaba por su aspecto repulsivo. 

Salió al pasillo, se desnudó y colgó el camisón en la tendedera. Demoró quince minutos bajo la ducha, salió del baño con una toalla enrollada en la cintura y caminó hasta la sala. Le alarmó el aspecto marchito del helecho. “Coño, otra vez me olvidé de echarle agua”, se regañó. La planta moribunda le recordó la imagen de su madre enflaquecida y deambulando por la casa con una regadera temblando en la mano. Ella les hablaba a las plantas como si fueran sus hijas, les pedía sus opiniones y respondía acariciándoles sus hojas. 

Engulló una tortilla de tres huevos con una papa hervida y despachó su penúltima cerveza. Después se acostó a releer sus notas sobre la tumba más famosa de la historia. Según Mateo, las mujeres habían ido al sepulcro “al amanecer del primer día de la semana”. “Muy de mañana”, aseguraban Marcos y Lucas. Le gustaba más la descripción de Juan: “María Magdalena fue de mañana, siendo aún oscuro, al sepulcro; y vio quitada la piedra del sepulcro”. 

En Jerusalén, el primero de abril amanecía a las 6:28. Luego el sol le ganaba tiempo a la oscuridad, minuto a minuto, y el día cinco se asomaba a las 6:22. Debía estar allí poco antes del amanecer. Las seis sería la hora ideal: tendría veinte minutos para encontrar un lugar donde ocultarse y ver los acontecimientos sin ser notado. 

Durmió tres horas y despertó de buen humor. Se asomó a la ventana de doble batiente que se abría sobre la calle Conyedo. Al otro lado de la calle, elevada sobre la suave colina, las paredes del templo estaban bañadas por la luz rojiza del atardecer. Levantó la cabeza y vio las siluetas fugaces de totíes y mayitos cruzando el cielo naranja en disperso pelotón. Volaban a refugiarse en los flamboyanes del parque central, a dormitar con la cabeza oculta en el negro plumaje. A alguno lo despertaría las garras mortales de una lechuza. Los afortunados vocearían su descontento y su alegría antes de adormilarse.

Cenó los restos del conejo y su última cerveza y pasó las horas que faltaban leyendo las Memorias de Adriano. Una frase atrajo su atención: “Cada hombre está eternamente obligado, en el curso de su breve vida, a elegir entre la esperanza infatigable y la prudente falta de esperanza, entre las delicias del caos y las de la estabilidad, entre el Titán y el Olímpico”. Algo parecido a las lágrimas afloró en sus ojos saltones. “Yo he elegido la esperanza y el caos, soy un titán”, musitó. 

Unos minutos antes de las once estalló la tormenta. Agustín disfrutaba las noches lluviosas. La lluvia era como una invitación a la relajación, a las ensoñaciones poéticas, a enaltecer la pureza de su Beatriz Cespón adolescente. El golpeteo rítmico de las gotas en el tejado tenía el efecto arrullador de una canción de cuna. Se apresuró a cerrar las ventanas, pero antes observó los relámpagos iluminando caminos caprichosos en el cielo encapotado. 

Encendió la computadora, se colocó el casco e introdujo los datos. Pulsó la tecla. y miró las imágenes en la pantalla. Respiró varias veces, dejando escapar el aire con lentitud. Entonces comenzó su particular letanía: estoy seguro, estoy tranquilo, voy más y más atrás en el tiempo.

El cielo sobre Jerusalén comenzaba a clarear. Vio los tres postes verticales despojados de la barra transversal y caminó hacia el sur, atravesando las mismas pequeñas áreas cultivadas entre cuevas y escarpes rocosos. Al otro lado de la huerta de puerros y cebollas, la piedra que tapaba la entrada al sepulcro estaba removida. No vio a los soldados y, después de asegurarse de que estaba solo, avanzó a través del plantío hacia la tumba. 

El rayo golpeó en el mismo instante en que se asomó al interior. El destello fue enceguecedor y el trueno retumbó en sus huesos. La descarga que viajó a través de los cables hizo estallar su computadora. El choque eléctrico le llegó a través del casco. Le sacudió un destello de intenso y ardiente calor, que se disipó antes de que su cerebro pudiera registrarlo. La involuntaria terapia electroconvulsiva le debilitó el pulso y le dejó sin sensibilidad en las extremidades. Confuso y asustado, se metió en la cama y procuró no dormirse. 

Una semana después del accidente, Agustín se pregunta qué puede escribir sobre su experiencia. ¿Qué vio en el fondo de la tumba? ¿Había allí un sujeto con ropas resplandecientes, a cuyos pies yacía un sudario enrollado? ¿O fue una creación ilusoria de su retina hipersensibilizada? 

Ha instalado un nuevo pararrayos con una buena tierra, y protegió el cable de los dientes afanosos de sus conejos con un revestimiento de cemento. También ha comenzado a construir una nueva máquina para la hipnosis histórica regresiva. Está convencido de que esta vez descifrará el secreto de la tumba vacía.

NOTAS

1. Pica usada como arma principal de la falange macedonia.

2. Legionarios romanos estacionados en Egipto.

3. Un género de peces gato capaces de respirar fuera del agua.

Manuel Quintero Pérez. Santa Clara, 1951

Manuel Quintero Pérez es ingeniero y periodista, y desde 1979 ha sido funcionario de organismos internacionales, residiendo en México, Ecuador y Suiza. Además de numerosos artículos de prensa ha publicado, entre otros, los ensayos El Papa en Cuba: la lectura (des)interesada de la prensa (Ediciones CLAI, Quito, 1998) y ¿Tribunas de la verdad? El Telégrafo en la crisis bancaria de 1999 (Oveja Perdida, Quito, 2005); es coautor de dos biografías de personalidades ecuménicas latinoamericanas; y de los libros de relatos La casa del pozo sagrado (Círculo Rojo,2017) y Tarde de Suerte (Círculo Rojo, 2018). Su novela La chica del lunar ganó el premio nacional de novela negra Fantoche 2018.