Ensayo

(Inquisiciones generacionales después de leer a Lezama: Primera Parte)

El sembradío en la piedra

UNO

En “La pintura y la poesía en Cuba”, uno de los capítulos más representativos de su libro de ensayos La cantidad hechizada, José Lezama Lima (La Habana, 1910–1976) se detuvo a investigar el más temprano origen de las imágenes estéticas, desplegando en parte su particularísima interpretación sobre las relaciones del arte con la historia, motivos que en principio parecían sustentarse sobre instancias puramente metafóricas. Sin embargo, un examen más detenido pudiera hacernos constatar el arriesgado acercamiento de las metáforas lezamianas a un orden esencial, en cuanto constitutivo de lo histórico, en este caso sometido a la indagación poética. ¿Qué nos muestra la exploración emprendida por el poeta que fue eminentemente Lezama por esos accidentados predios?

Antes de intentar la ingrata tarea de fijar una respuesta, se debe precisar que el gran escritor se propuso en ese texto encontrar la brújula que lo guiara con eficacia en una navegación entre la poesía y la pintura de los primeros tiempos de nuestra aventura nacional. Para eso se remonta, en su singular investigación, a esos siglos proto-originarios, en que los que ninguna forma de expresión cultural ha podido todavía constituirse, y donde no existe más que un enorme espacio de silencio. Y es justamente ahí donde sitúa su insólita indagación, afirmando que parecía como si las cosas hubieran sido arrasadas “por un fuego invisible”. Partiendo de esta certidumbre, el poeta nos abunda, afirmándonos, que cualquier figura, independientemente de cuál sea su ubicación, se encuentra penetrada por ese proceso indetenible, donde todo “(…) tiene que comenzar a valorarse a partir de lo que va a ser destruido…” por lo que —concluye— “únicamente la imago puede penetrar en ese mundo de lo que no se realizó…”

Frente a la voluntad de acabamiento que trae consigo el inevitable fluir de las cosas, el artista nos propone encontrar en la fortaleza del verbo y la imaginación fabulosa, no sólo un principio de resistencia que fuera capaz de revertir la nihilidad del devenir, sino que pudiese colmar esos espacios seculares plagados por la ausencia. Pero hay algo aún más intrínseco al arte, concomitante con el perpetuo afán por el descubrimiento de lo insólito que padece la poética de Lezama, quien va siempre en busca de lo infrecuente e inesperado, y de esta manera construye, hilvana con el tejido de la poesía, lo que en la primera parte del volumen citado denominará “Las eras imaginarias…”

Dichas “eras…” son concebidas mediante una intuición fundamental que permite las más extraordinarias aproximaciones culturales y termina por unificar la noción del sentido con la intencionalidad de la mirada, donde lo esencial intuido se agolpa en un primer plano. “Eras imaginarias” surgidas como respuesta a aquellos espacios históricos que nos delatan su pobreza al ser troquelados por un pensamiento previamente configurado que viene desde siglos normando la cultura, de la misma manera que al oficio secular de la interpretación y sus consabidas áreas de convencional inteligibilidad. “Eras…” que aluden, por tanto, a una recomposición del marco histórico y singularmente se nos ofrecen, no sólo como un regalo del artista, gracias al oficio más esmerado de la sensibilidad, sino como la capacidad de enunciar, desde su particular receptáculo, su propia verdad. Ya que si toda creación humana encierra su irremediable ficción, por la razón de estar hecha de “la madera de los sueños” y las utopías, su meta definitiva concluye, en ocasiones, por desbordar lo puramente imaginado, en aras de lo que sería el triunfo definitivo de la poética del hombre sobre la materia inerte. Con ese fin, el poeta se propuso indagar en esas regiones oscuras o paupérrimas de la historia, sobre las cuales nada esencial se ha dicho, o donde decir era hasta ese momento la máxima presunción del insensato.

Con estas palabras pudiéramos acercarnos al “Ars Poética” de Lezama, más aún si tuviéramos en consideración la siguiente definición de una enciclopedia: “Poética es la ciencia nomotética cuyo objeto de estudio son las artes, y la literatura. Para Igor Stravinski, la poética es un estudio de la obra que va a realizarse, es un hacer del orden (…)”. Consecuente con esto, el creador que fue Lezama se propuso la instauración de un nuevo orden histórico primordialmente poético, fruto de una mirada tan original como abarcadora sobre el hombre y la cultura. Porque lo que estamos viendo enfrentados con estas postulaciones, aptas para un imaginario estético, es el criterio de verdad —en este caso, el criterio de verdad histórica— con las ideas lezamianas sobre el arte y la cultura. Federico Nietzsche, inserto en lo que él llamara “la Europa del nihilismo”, probablemente quiso decirnos algo similar cuando afirmó: “Tenemos el arte, para no perecer por causa de la verdad”.

No obstante, el filósofo alemán Martin Heidegger nos advierte que la frase citada no debía ser reducida a una actitud restringidamente existencial frente al arte y el conocimiento, por el contrario, posee un alcance filosófico destinado a renovar la intelección de la idea de lo verdadero. Para Nietzsche, el artista se proyecta con su obra hacia una experiencia mucho más vasta de lo real, en aras de un reordenamiento total de la vida y la cultura. Cuestión que pudiera acercar las ideas estéticas, tal como fueron plasmadas en su momento por un cubano universal, con determinados ángulos de la obra intempestiva del célebre pensador del siglo XIX. Heidegger nos previene además sobre las graves insuficiencias que encierra el fijarnos al valor estrictamente representativo del arte, para desde él, ambicionar apresar “la esencia —omitida— de su verdad”. Ya que sería como reducir la creación a su mera exposición discursiva, a su simple “representar enunciativo”. Mientras lo que Lezama nos propone podría situarse al mismo nivel de las indagaciones gnoseológicas de Nietzsche y debe traducirse, como la búsqueda del vínculo, alguna vez perdido, entre la creación pura y la esencia original del mundo. Mas, ¿es esto posible, o es solamente una irremediable utopía?

Cuando Lezama bosqueja a través de su aproximación a Las crónicas de Indias, las primeras apariciones de la sensibilidad americana, lo hace para exponernos el primer paso de una larga progresión, que tuvo como finalidad la realización polivalente de una expresión y una historicidad. Pues cuando el escritor aborda ese mundo previo a toda elaboración artística, nos hace notar que esas imágenes primerísimas fueron también concomitantes con lo histórico, ya que fue en lo histórico donde alcanzaron su plena configuración como imágenes, nunca antes. Miremos por un momento los que nos comenta el poeta en su pertinaz disquisición, orientada a recomponer los orígenes “prehistóricos” de nuestra poesía y pintura nacional, en vías de una distinta intelección de dichos orígenes. Para esa difícil empresa comienza por aceptar de la manera más realista: “Entre nosotros es casi imposible configurar una tesis o un punto de vista aproximativo, sobre nuestro pasado, ya de poesía, ya de pintura, porque los diversos elementos larvales aún no se han escudriñado, ni siquiera señalado su regirar protoplasmático (…) Si en nuestros siglos XVI y XVII esos elementos históricos expresivos no han alcanzado una altura dimensionable, o de simple relación, es inadecuado establecer un contrapunto histórico expresivo (…)”.

Lo significativo de las líneas citadas reside, en que no se ha separado la pulsión artística de las fuerzas engendradoras de la historia. Pero aún más, lo que parece sugerir este párrafo, es que sólo a través del contrapunto sostenido entre la creación artística y la historia es que una nación puede llegar a alcanzar una expresión. Si como expresión comprendiésemos el sentido y el orden que la creación cultural —en su más amplia lectura— le pudiera ofrecer a la historia. Por tanto, llegar a palpar los residuos fosfóricos de una creación estética nacional, antes de que comenzara a establecer su presencia fundamental entre nosotros, se convierte en una tarea que lo primero que hace es acercarse al origen de una historicidad, porque es donde único pueden llegar a ser localizadas las huellas más originarias de nuestra sensibilidad. Por eso es que esa condición larvaria de la figura poética, de la imagen pictórica, aprehendida por el artista como nervio central de sus averiguaciones, se convierten en elementos del movimiento inobjetable de la historia de América, sometida al impacto giratorio del Descubrimiento y Colonización.

En busca de lo prodigioso, el poeta se sumerge en una ensoñación propia de los primeros navegantes, quienes leyeron la gramática balbuciente del Nuevo Mundo, de naturaleza imprecisa y en principio inabarcable. Pues, ¿qué no es el arte en cuanto experiencia auténticamente humana, hondamente vívida, que un lentísimo proceso en el que imagen e historia se entrelazan y recíprocamente se constituyen? En concordancia con esto, Lezama se dedica a acotar las impresiones iniciales que tuviera la aventura del tropo en América: “El cronista compara las frutas descubiertas con las de allá, pero al final se cae en que no es lo mismo. Así, hablando del mamey, dice: ‘La color es como la de la peraza, leonada la corteza, pero más dura y algo espesa’”. Y acto seguido el poeta se pregunta: “¿Qué brújula adoptar para la navegación de poesía y pintura cubanas en siglos anteriores?”. Pudiera responderse, al perseguir con discreción sus inquisiciones: la misma que siguieron los Adelantados de Indias en la hazaña del Descubrimiento y Colonización, cuando Europa se vertió en América y se manifestó en ella mediante el testimonio del color, en los nuevos sabores aprehendidos, y en la descripción paralógica de las formas por primera vez examinadas.

Vuelvo a citar: “Cuando el Almirante va recogiendo su mirada de esos combates de flores, de esas escaleras que aíslan sus blancos como aves emblemáticas, del arquero negro cerca de la blancura que jinetea Tanequilda, y las va dejando caer sobre las tierras que van surgiendo de sus ensoñaciones, se ha verificado la primera gran transposición del arte en el mundo moderno”.

Porque para el artista lo importante, no es tan sólo enumerar este proceso sin dudas histórico de Conquista y Colonización, el cual generó máximas confluencias, sino señalar lo que éstas trasposiciones, a las que hemos venido asistiendo desde centurias, aportan a las construcciones propias del arte, a su tenaz metódica enderezada hacia los grandes contrastes, las graves alteraciones de sentido y la yuxtaposición de planos de diferente origen. Pero el poeta nos abunda todavía más al entregarnos uno de los resortes cardinales de su “Ars”, —–no es textual—: “(La imagen actúa) no sobre el tesoro que se perdió en Esmirna, sino sobre lo que se perdió en Esmirna y se encontró en Damasco”. ¿Qué es lo se perdió allí y se recuperó acá? O, ¿a lo que apunta la línea citada es a una constante vocación de juego, donde todo debe extraviarse, sumergirse en el terrible magma de lo histórico, para que sea finalmente encontrado por el poeta y la poesía? Cuando el escritor en otro lugar de su obra, se pregunta sobre el nombre desconocido del perro que acompañaba a Maximiliano Robespierre en sus paseos por las leves mañanas de Arras, ¿estamos ante una interrogación de igual signo? ¿No traducen estas inquietudes a ratos metafísicas, estos algoritmos aparentemente creados para la distracción del artista, una confianza plena de que todo cuánto busquemos en el ámbito secreto del arte, será alguna vez hallado, merced a ese contrapunto esencial al que asisten desde siempre imagen e historicidad? Mas, lo que nos piden preguntas como éstas, no es que las respondamos, y sí que notemos la estela que han dejado inaugurada en el amplio horizonte del sentido, exponiendo su eficacia más allá de la estrecha noción del significado. Ya que los preciados dones del hombre son parte de su presencia universal, del carácter históricamente insumergible de su condición, por eso no importa que se extravíen en “Esmirna”; terminarán por recuperarse en “Damasco”. Ya que aquellas fuentes protozoicas de nuestra cultura nacional —que resultaron arrasadas “por un fuego invisible”— están destinadas a renacer en otras áreas imprevistas de la vida, o la creación estética.

Si la manifiesta intencionalidad de la mirada lo que hace es resaltar lo que hasta ese momento ocupaba un discreto segundo plano, provocando con eso la aparición de lo inopinado en el concierto general de la cultura, cabe precisar, que lo impensado no va ser necesariamente lo quimérico y desconocido, ya que uno de los lugares donde lo insólito se nos puede ofrecer a los cubanos, ampliando las coordenadas de lo cotidiano, y cual el tesoro atribulado de “Esmirna”, es en la sonrisa sin nombre de los negritos de Juana Borrero; esa tela, feliz y desdichada, de fines del siglo XIX, que Lezama tuvo la osadía de parangonar con La Gioconda.

DOS

Ha sido en el fondo la necesidad de repensar a las generaciones artísticas surgidas en Cuba a partir de los años 80 del pasado siglo —la cuales continúan incidiendo en un lugar concreto y sensible de nuestra vida insular—, el motivo interior que me ha traído a indagar, en éstas páginas, sobre ese movimiento, acaso fundamental, que propició entre nosotros el nacimiento de una nueva expresión. Ya Lezama había sondeado en las fuerzas impulsoras de lo histórico, siguiendo sus propios derroteros en las turbias aguas de las imágenes protozoicas. Sin embargo, pocos pudimos percatarnos que el poeta siempre estuvo mucho más cerca de lo esencial que de lo imprevisto, o que lo imprevisto era sólo la cola de un cometa que irrumpía entre nosotros en aras de grandes integraciones, máximas confluencias, aunque sobre todo mediante el hallazgo de la experiencia sin parangón de lo universal en lo cubano, no por inmediato menos desconocido, o no por conocido, ajeno a lo insólito y desmesurado.

Pero ya no se trataba de armar tableros imaginarios, de conjugar tortugas y lunas, dragones, relojes y bibliotecas; o simplemente volver a concebir el arte como el resultado de los acercamientos más sinestésicos e ilógicos posibles, para que volvieran a reproducir, en la larga historia de las generaciones estéticas del siglo XX, los consabidos esquemas sin importar qué nuevas variaciones les diéramos. Porque lo que verdaderamente importaba era ir más allá de la dispersión de los signos a los que la cultura nos tenía habituados, para encontrar en la historia misma la posibilidad real de una expresión. Curiosamente es esto último lo que parece exigirnos la remesa de esos años.

Es en el territorio de una historicidad en específico donde una expresión puede alcanzar o no su lugar, así como llegar a cumplir o no, su función impulsora, estremecedora, cultural y socialmente renovadora. Y si como nos advierte Lezama, a toda expresión original le precede un gran espacio de silencio, éste debería ser entendido por la manifiesta incapacidad que tuvo la época anterior para formular las preguntas pertinentes, que irían, por contraposición, a constituir el nervio central de la nueva sensibilidad emergida. Y es ahí donde se encuentra la universalidad de las indagaciones del poeta, sumergido en las caliginosas regiones de las imágenes primarias. De esta manera, el papel fundador que se le asigna a la imagen, se repite en cada auténtica sensibilidad que nace, la cual, lo primero que hace notar, es que esa sensibilidad ha surgido como voluntad de desencuentro y desafío frente a un mundo que la asedia, la omite, o la margina. Es decir, el discernimiento objetivo de la existencia de un espacio de ausencia previo a todo genuino advenimiento del arte, lo que pretende es exponer, que esa región de vacío lo es en relación a quienes ya no encuentran suficientes respuestas bajo las alas de la cultura convencionalmente estatuida. Ya que no hay mayor legitimidad de la creación, que aquella que adviene al sentirnos en la imperiosa necesidad de decir frente al espacio de vacío engendrado por las formas esclerosadas del pensamiento y el arte.

Después del variado entreacto de los años 60 —los dos primeros lustros de la Revolución de 1959—, el derrotero ideológico asumido en Cuba por el arte, el pensamiento y la literatura, había forzado a todas las formas subyacentes de expresión cultural, a un primado de la significación que puso en crisis al experimentalismo formal. Por lo que rescatar esa experiencia, transponiéndola del corazón de “las vanguardias artísticas” al contexto de nuestra realidad, era la obligada respuesta generacional. Entre tanto, el vínculo con el legado intelectual de Lezama, provocaba el crecimiento de las espirales de la imaginación, incitando a una reflexión teórica capaz de trasponer los convencionales límites de la razón, avivando los fuegos dialógicos y las noches de vigilia intelectual. Porque lo que estaba en realidad operando era un modo mucho más libre, activo y desprejuiciado de asumir la relación con la historia nacional y el imaginario cultural, donde las hermenéuticas descodificadoras podrían llegar a tener más valor, aunque fuera de manera provisional, que la creación misma.

Era el sujeto hasta ese momento omitido de la enunciación que buscaba ansiosamente reaparecer, reclamando su sitio en el escenario cultural sobre la base del primado de su sensibilidad, en abierta pugna con los preceptos convencionales del criterio estético, el pensamiento único y los conceptos previamente formatizados. Mientras que frente al abuso que hicieran las formaciones culturales precedentes, ya sea del valor puramente representativo del arte o, en el otro extremo, de la tiranía ideológica del significado sobre la forma expresada, la nueva imaginación emergida pretendía renovar las viejas propuestas formales sobre el espacio sorprendentemente virgen de la significación. Es en realidad llamativo que haya sido en las artes plásticas cubanas de los años 80 del pasado siglo, donde se manifestaran con mayor intensidad tales problemáticas. ¿Cuál fue la razón? Pudiera responderse, que su explicación radica en esa región del misterio donde opera una fuerza determinada; o que sus motivos responden a circunstancias, a todas luces contingentes. No obstante, es muy cierto que fue entre los pintores donde se hizo más patente la crisis del “realismo social”, su dogmática formal y conceptual, como es igualmente cierto, que el imperativo cultural de “las vanguardias artísticas del siglo XX”, se hacía sentir con más fuerza, al menos en la Isla, en la pintura que, por ejemplo, en el cine, o en la literatura. Lo que tuvo el arte de los años 80 de irruptor nació bajo el signo aglutinador del conceptualismo estético, el cual devino, entre otras cosas, en un espacio socialmente articulado para debatir ideas, y en una actitud desenfada hacia la realidad instrumentada a partir de la más intensiva práctica cultural.

Reflexionar sobre esos lejanos y “tumultuosos” años 80 es como volver a insistir sobre ese punto irradiante en que las utopías individuales de algunos convergieron, en el que se creyó otra vez que cambiar la vida era posible, y en el que se sobrestimaron como siempre las capacidades potenciales del arte como instrumento de cambio, pero que a la larga nos condujo a ese resignado rigor que sólo muchos años de desarraigo, incomprensión y soledad podrían conceder. Diría que no pudo ser de otra manera, y que no fue estrictamente necesario haber quedado ligado a ese proyecto generacional, pues lo que hubo de fundamental en él, permanece de algún modo en cada uno de nosotros. Incluso para quien apenas rozó de un modo pasajero uno de los vórtices de ese enriquecedor tránsito, ya que en la historia personal de cada verdadero artista se sigue repitiendo, asombrosamente, la aventura esencial de las generaciones. Paradójicamente, lo que puede haber en el artista de hondo significado generacional, es muchas veces concomitante con la casi absoluta soledad existencial a la que pudo estar destinado. Tal vez porque también es rigurosamente cierto lo que dijera Octavio Paz, cuando escribió que el artista de nuestro tiempo está destinado a hacer su revolución solo, y a sufrir, en consecuencia, el precio desgarrador de la felicidad.

Mas, ¿estuvo en resumidas cuentas dicha generación en vías de “configurar lo obscuro”, como petición insoslayable que, como nos recuerda Lezama, le hiciera al artista, W. Goethe? O sea, esa hasta hoy imposible realización estética, que a partir de la imagen presentida y paralelada con formas anteriores, pudiera llegar a convertirse en imagen propia, haciendo para eso descender el significado de la región escatológica donde lo había relegado la pureza del lenguaje, en aras de una poética de la verdad y el mundo. Singular propuesta que lo que realmente hace, es poner de relieve las motivaciones más íntimas del largo proceso existencial perseguido por una determinada sensibilidad e inteligencia para apresar su concepto, y llegar a plasmarlo de hecho en un objeto estético. Objeto que debería sin dudas, relatar lo que es en sí el proyecto de la investigación y el arte desde la época de “las vanguardias artísticas”: La substancia ambicionada de una inveterada ensoñación; el Corpus Deseante de una irrenunciable utopía.

Julio Pino Miyar. Santa Clara, 1959. Ensayista, poeta, y narrador

Reside en los Estados Unidos desde 1987. En 1995 fundó en Miami la revista cultural Los Conjurados. Colabora en calidad de ensayista con revistas impresas y digitales del mundo hispano. En 2003 realizó una exposición conjunta de fotografías en Tel Aviv bajo el rótulo El libro de los árboles desnudos. En Internet lleva el blog: http://juliopinomiyar.blogspot.com