Narrativa

El silencio de las chicharras

Portada del libro: El silencio de las chicharras

1

–¿No querés acompañarme a la telefónica, Helenita? Mirá que ahí tengo para largo. De paso tomás un poco de aire y te distraés. Supongo que tu padre querrá hablar con vos…

–Andate, Zulma, y llevate las llaves. Así no tengo que levantarme.

Escucho sus pasos llegar hasta el final del pasillo. Espero sin moverme hasta que cierra con llave. Los ruidos cesan, y me quedo sola, ineludiblemente sola.

Sentada a los pies de la cama miro fijamente mis manos hinchadas, con la esperanza infantil de que al quedarme casi inmóvil, el tiempo se detenga para siempre. Pero no puedo dejar de respirar. Trato de detener los pensamientos para escaparme de este presente en el que me niego a permanecer. Me saco las botas con esfuerzo y mi vientre se contrae.

El té de tilo está frío. La sacarina formó una capa que flota en el océano que tienen por boca esas odiosas tazas de vidrio irrompible. Sí, odio esas tazas que duran toda la vida. Las odio porque ellas pueden quedarse así eternamente y yo no. Pero sobre todo, las odio porque vinieron del campo. Las habían comprado después del nacimiento de mi medio hermano Víctor para que todo durara un poco más, junto a los vasos de plástico que tenían los bordes mordidos y olían a leche vomitada. Odio a papá, odio la ausencia de mamá, y así podría seguir con todo lo que tengo alrededor porque es lo menos doloroso que puedo hacer. Y este estúpido té de tilo que se enfrió sin inmutarse por nada… si hasta podría tirarlo contra la pared, que de seguro se chorrearía riéndose de mi propia suerte.

Con un placer casi morboso, agarro la taza y voy al baño. Me paro delante del inodoro y levanto la tapa. Lo miro fijo mientras voy derramándolo de a poco para que sufra mi propia muerte lenta, como si así pudiera arrojar a los que nos causaron esto. Lo veo mezclarse con el agua y teñir de verde unos restos de papel higiénico. Tiro la cadena con violencia. Que el agua se lo lleve de un cachetazo y de una buena vez. Bajo la tapa y me siento. En el dedo anular, los anillos de bodas de Jorge y el mío. Mi panza se contrae y sé que otra vez voy a llorar sin parar.

Me voy a la cama tratando de evitarlo. No puedo.

Las palabras de la ginecóloga me retumban en la cabeza. Necesito pensar en cualquier cosa. En la mesita de luz está la revista comprada al mediodía. ¿Al mediodía? Me invade el vértigo de estar perdiendo la noción del tiempo. Intento meterme en la lectura lo suficiente como para convencerme de que nada sucedió desde entonces, pero los pasos de Zulma se acercan por el pasillo para sacarme de esta estrategia inútil.

–Imposible comunicarse, Helenita. En la telefónica no había ni una silla desocupada y la operadora me dijo que la línea a Bragado estaba repleta. Que vuelva dentro de tres horas. ¿Te preparo otro té?

–No.

–Es lo único que podés tomar… ya lo dijo la doctora.

No le puedo contestar. Ella, la doctora, papá y el resto del mundo podrían morirse en este momento que me daría lo mismo.

–Helenita, ¿Querés alguna cosita más? No comiste nada desde ayer… y el bebé tiene que alimentarse…

–Sí, tenés razón Zulma, ¿sabés qué quiero? ¡Quiero no estar acá! ¡Quiero no existir, quiero irme al cuerpo de otra persona, a vivir la vida de los vecinos! ¡Quiero salirme de la piel! ¿Entendés? ¿Entendés, Zulma?

La veo agachar la cabeza. Me doy cuenta de que la estoy maltratando, pero no puedo evitarlo, y pretendo que me entienda…, si no está acá para eso. Está por orden de mi padre, para aguantar, sin saber qué decir ni qué hacer, mi angustia y mi frustración.

–Helenita, quedate tranquila. Vuelvo a llamar a tu padre y le digo que nos venga a buscar. Si te parece te volvés con nosotros al campo, hasta que pase todo, y después veremos.

–¿Hasta que pase todo? ¿Y qué es “todo” Zulma? ¿Acaso alguien lo sabe? Vos y papá saben muy bien que lo peor va a venir después. Ya le podés ir diciendo, antes de que te dé la orden, que pase lo que pase no pienso ir a vivir a ese campo. Yo ya me fui para siempre de ahí y no pienso volver. Andá vos si querés, que ya hace varios días que estás acá, pero no me pidas eso a mí.

Otra vez la escucho irse.

Me pregunto cómo habría actuado mi madre… Supongo que, al igual que Zulma, no habría tenido más remedio que acatar las órdenes de mi padre, que para el caso hubieran sido las mismas.

Zulma era casi como ella, aunque mucho más joven. Se había juntado con mi padre poco tiempo después de la muerte de mamá.

Ya debe estar empezando el curso de parto sin dolor. Seguro que están todos en la clínica. Me pregunto si les extrañará nuestra ausencia. Todavía recuerdo el primer día: nos había recibido una mujer gorda, descalza y vestida con un jogging.

–Adelante, adelante la parejita, ustedes son…

–Helena y Jorge –le dije, y en seguida nos anotó en una planilla.

–¿Tiempo de gestación, mi amor?

–Entro en el sexto mes –respondí molesta por una confianza que no le estaba dado.

–Entonces la fecha probable de parto sería aproximadamente…

–La segunda semana de julio –dije apurando el trámite. No quería estar ahí.

Me sentía expuesta e incómoda, pero Jorge había insistido en que era bueno y que nos iba a hacer bien a los dos.

–Bueno –dijo la mujer–, vayan acomodándose por ahí…

La sala era enorme, con un piso de madera lleno de almohadones y colchonetas. En las paredes, figuras de mujeres con la panza transparente dejaban ver al feto en todos sus estados. La última de la serie era la que más me atormentaba: el bebé con la cabeza aplastada tratando de salir por un orificio diminuto. Estaba obsesionada con ese momento. Veía crecer mi panza a pasos agigantados y no podía dejar de pensar en ello.

Nos acomodamos en las colchonetas, como nos había indicado. Según nuestro estado eran los ejercicios que podíamos hacer. Como todavía no corría peligro de parir, nos hicieron practicar los pujos y la fuerza. Primero había que jadear y, después de varios jadeos, empujar como si estuviéramos pariendo. Nunca pude concentrarme en esos ejercicios. Parecía que estábamos todos en una orgía, jadeando como idiotas.

–Relajate, Hele –me decía Jorge. Te conozco: quedate tranquila, ya te dije que todo va a salir bien. Yo te voy a acompañar. No te sugestiones; les hace mal a vos y al bebé. Vamos mi amor, tranquila, ¿eh?

–¿Qué pasa, mami? –dijo la gorda acercándose.

–Nada –dijo Jorge mientras sonreía y me abrazaba–. Cosas de primerizos.

Unos minutos antes de terminar la clase, mirándonos a todos preguntó:

–¿Quiénes son los papis que van a querer presenciar el parto?

Jorge levantó la mano en seguida, como un chico del colegio, y un par más lo siguieron. El resto se quedó sin decir nada. Entonces nos dijo:

–El próximo encuentro va a ser directamente en la sala de partos. Haremos un simulacro: Las mamás se van a acomodar en la camilla y les vamos a atar las piernas. Los papás las van a sostener de atrás, pujando con ellas. No piensen que van a mirar cómo sale el bebé: eso no, porque muchos se desmayan y entonces hay que atenderlos también. Van a ver el instrumental que se va a utilizar y los ruidos que van a escuchar. La idea es que estén familiarizados con todo lo que en ese momento van a vivir; así que a los que se anotaron, los espero en la clínica la semana que viene.

Salí de ahí más asustada de lo que había entrado. Jorge, que me conocía muy bien, ya sabía qué hacer y qué decir.

–Hele, mi amor, vamos a tomar algo, ¿dale?

Yo seguía caminando en silencio.

–No te asustes –me seguía diciendo–, pensá que si estás tranquila no tiene por qué dolerte nada. Y dejá de escuchar los terribles relatos de tu tía Carmen. Ya sabés que es una solterona metida en todo y sólo lo hace para regodearse viendo la cara de susto que ponés. Es tan sádica y morbosa como tu viejo, ¿acaso no te diste cuenta que son tal para cual?

–No quiero hablar de esa gente, Jorge, ¿sí? Tengamos la tarde en paz.

2

–Helenita… ¿ya te levantaste? Te hubieses quedado un ratito más en la cama, si no tenés nada que hacer… ¿Te hago el tecito de tilo?

Sus diminutivos me sacan de quicio. No sé si habla o esquiva el golpe. Es como si le tuviera miedo a todo. Como para no tenerlo. A veces me pregunto cómo habrá sido su vida para terminar eligiendo quedarse con el hijo de puta de papá.

–Tengo que estudiar, Zulma, y el “tecito” de tilo ya me tiene asqueada. Más vale que me reciba, por que no sé cómo va a terminar todo esto. ¿Tenés alguna novedad? ¿Que te dijo papá? ¿Se sabe algo?

–Nada, Helenita. Anoche le pregunté. Vos sabes cómo es él y la gente que conoce…

–Ya sé cómo es papá y ya sé la clase de amigos que tiene, ¿pero te dijo algo?

–Me dijo que estaba haciendo averiguaciones y que te va tener al tanto. Que se reunió con Talerno, y que te quedes tranquila.

–Cualquier cosa es posible viniendo de esos dos tipos, Zulma.

–No seas así, Helenita…

–¿Que no sea cómo, Zulma? Vos sabés bien que son dos tipos de mierda. Papá es un autoritario, un intolerante y un despótico. Y ese Talerno, desde que lo nombraron comisario se cree el dueño del pueblo, y se la pasa diciendo que tiene contacto con “los altos mandos”. No me lo niegues.

Me siento mal. No sé para qué le repito lo que ella sabe de sobra. Tal vez para que deje de justificarlo y por un momento, sólo por un momento, me saque la culpa de pensar que odio a papá porque sí, porque “viste cómo es Helenita”. Zulma agacha la cabeza sin decir nada. Al final me da pena porque ella no tiene ninguna culpa… Y papá y ese Talerno… dos buenos para nada. A veces quisiera que todo termine de la peor manera, para que se den cuenta de que son dos infelices y que hay otros peores que ellos…

–Mirá, Zulma, vos mejor volvete al campo. Acá ya no hay más nada que esperar. Yo me arreglo. Decile a papá que se quede tranquilo; que cualquier cosa me avise. Y saludalo a Víctor de mi parte.

Me quedo mirando por la ventana y siento el vacío que me gana sin demoras, sin necesidad de que Zulma saque el pasaje, ni que haga los bolsos, ni que cenemos y se vaya. Mi hijo lo siente y se sobresalta también. Miro otra vez mi dedo anular. Los dos anillos, tan nuevos y tan juntos y nosotros, Jorge y yo tan inciertos… Me siento a los pies de la cama. Las lágrimas empiezan su recorrido y caen sin que pueda evitarlo. Cierro los ojos con rabia, como si pudiera retener a Jorge entre los párpados, y a la vida que teníamos apenas unas horas atrás.

María Alejandra Iribar. Parque Patricios, Capital Federal, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 1959

Analista de Sistemas, profesión que ejerció hasta hace 7 años en que inició con sus hijos un estudio propio de diseño. Escribe desde muy joven y ha participado en varios talleres literarios. La novela El silencio de las chicharras es su primera obra publicada.