Policial

El síndrome de Stendhal

Quinceañera de Julio César Peña

En esa casa en las montañas del oriente de Cuba fue donde conocí a Johann Nicolau y a Alice. Y a mí que si no eran dos turistas alemanes, sin diferencias con otros miles… si no era así yo no sabía nada de la vida. Fueron muy amables conmigo. Era una pareja de viejos. Les calculé unos sesenta y tantos a cada uno, ella quizá más joven. Estos alemanes se las arreglaron para convencerme de que no servía de nada mi idea de volver a La Habana y buscar refugio en la embajada de mi país. Los malos tienen agentes en todas partes. Eso me lo dijeron mientras desayunábamos, pues fíjense si eran buenos rescatadores estos, que hasta bollos traían. Luego de eso fue cuando Valentino, quien ya se había puesto al tanto con Johan Nicolau, me llevó hasta un campo de cocoteros donde habían puesto los cadáveres. Él no quería, pues de sobra está decir que un tío tan caballeroso como Valentino Schmidt no haría pasar por tal experiencia a una dama, pero los turistas alemanes insistieron. Ahí mismo, detrás de un cocotero me puse a vomitar y luego oriné, escupí, tuve arcadas, dolor de cabeza, mareos y no sé cuántas cosas al ver aquellos tíos. Valentino me cargó en sus brazos. Sin soltarme discutió un poco en alemán con nuestros rescatadores. Alice se acercó a mí y luego de revisarme la raíz del pelo negó con la cabeza. Johan Nicolau se acercó y entonces comenzaron a discutir de nuevo, en alemán. Yo estaba demasiado nerviosa y tuve un desvarío, casi un desmayo pero no perdí la consciencia de inmediato. Lo último que vi ese día y de Cuba, hasta el sol de hoy, fue la lagartija que saltó desde el portal al pelo de Alice mientras ella me inyectaba no sé qué tranquilizante en el brazo. Desperté en la cama de un hotel en Puerto Príncipe, Haití.

Claro que no supe de inmediato que era esa ciudad. De hecho todo fue muy confuso al principio y después más. Estaba sola. Me habían colocado una bata de dormir, pero debajo de ella el cuerpo me parecía desconectado de los nervios. Esto y a la vez una sensación de sentirme tan descansada, con tanta energía, que abrí los ojos y me puse de pie al mismo tiempo. Cuando me miré al espejo caí desmayada de nuevo. No sé cuánto tiempo estuve tirada en el piso. El caso es que desperté, ya de noche, y Alice estaba a mi lado. No me miraba, pero de alguna manera supo que yo había abierto los ojos. O tal vez desperté cuando ella comenzó a hablar.

—¿Contenta? —me preguntó.

Su español era igual que el que antes yo recordaba en Valentino, y a propósito, si no lo he dicho aún, vale decir que cuando Valentino pasó a ser Príncipe Negro y yo lo encontré en La Habana, ya no tenía acento y ningún chino se podía enorgullecer de hablar mejor que él en nuestro castellano… Sind Sieglücklich?, me dijo Alice y yo no pude dejar de gritar, la había entendido.

—Sí, ahora puedes comprender el alemán, así como el inglés y el francés.

—Bueno, inglés yo sabía —me defendí. No vaya a ser que estos se crean que todo el mérito es de ellos. Para abreviar el cuento, además de esto y no sé como yo sabía muchas cosas más, pero lo principal era cómo me veía.

—Por eso te desmayaste al mirarte al espejo —dijo Alice cuando le pregunté.

Y no es que yo me quejara, pero las cosas habían cambiado mucho en mi rostro y en mi cuerpo. Tal como Valentino, ahora me había convertido en un imán para los hombres. Lo supe de alguna manera sin volver a mirarme en el espejo. Lo único que atiné a hacer fue tocarme por debajo de la sábana. Dios mío, qué piel más suave y lisa, que tibieza, en fin, todos esos qué. No voy a hablar mucho de mí, lo cierto es que Alice no se atrevía a mirarme y las manos se me iban a donde no se debe en público. Le dije que tenía sueño. Ella dijo que solo me iba a molestar unos minutos y así fue. Me tomó el pulso, la presión, la temperatura, me miró el iris del ojo izquierdo con una linterna pequeña. Hizo algunas anotaciones y en la cara le noté satisfacción. Todo iba bien, me dijo. Cuando ella se fue hice cosas que no debo contar.

Sí estoy obligada a decir, para mejor entendimiento de esta historia, cosas que he dejado por el camino. Conté haber despertado en la habitación de un hotel en Puerto Príncipe, Haití, pero las cosas no son del todo exactas, solo que pasó algún tiempo antes de comenzar a recordarlas. Unos meses después de que Alice y Johan Nicolau desaparecieran de Puerto Príncipe y nos quedáramos solos Valentino y yo, comencé a tener algunas visiones de lo que había sido la travesía desde Cuba, en una lancha rápida y de los primeros días en esta ciudad. Mis recuerdos eran escasos y fragmentados, pues casi todo el tiempo yo estaba drogada. En los primeros días, sin embargo, era necesario para ellos devolverme a la vida real para alimentarme. En esos momentos yo estaba demasiado débil para otra cosa que no fuera abrazarme a mi novio. No tenía miedo de morir, sino de perderlo. Necesitaba la vigilia para complacerlo y aislar de él a las demás chicas. Era mi preocupación fundamental, pero nada podía hacer. Ya sé que parezco una loca con todo esto, una celosa, y pinto a Valentino como si no hubiera otro igual, pero en honor a la verdad, nunca estuve tan loca por un hombre que no era más que un pellejo artificial. Mientras no lo supe, como hombre, creo que no lo había.

En resumen, cada vez que me venía un pensamiento de estos, y no venían sino cuando les daba la gana, intentaba hablarlo con Valentino, a ver si él lo recordaba. Si coincidía conmigo en algún detalle, como el color de la lancha rápida, el puré que Alice me daba como a un pichón, las lámparas de luz ultravioleta del laboratorio, las inyecciones, el gusto amargo que me dejaba la anestesia en la boca… cualquier cosa recordada por mí y más tarde confirmada por Valentino, yo la guardaba como un tesoro. Digo yo que a nadie le gusta pasar dos meses de su vida en blanco. De ese tiempo mis únicos recuerdos eran esos, y claro, el cariño con que me trató Valentino todo el tiempo.

En relación con estos momentos de lucidez, ellos no tuvieron en cuenta, o quizá no pensaron que llegaran a tanto, fue que poco a poco recordé ciertas frases de su conversación, que ahora no vienen al caso, en alemán, y entonces pude comprender muchas cosas. Entretanto Valentino y yo la pasábamos bien, como un par de dioses bajo la envidia de todos y yo ajena a todo, no comprendía la estrategia de mi novio en esos días. Más que amarme terminaba de pulir en mí los últimos engranajes de la trampa y la muerte. Sí noté enseguida que me había vuelto fría y calculadora como él. Comencé en poco tiempo a entender y perdonar a los hombres que me miraban con lujuria. Aprendí a esquivarlos con sutiles pretextos. Aunque, para no dejar todo a ese momento debo decir que antes de convertirme en Afrodita yo no era una araña fumigada y traté con muchos hombres de intenciones poco limpias.

Tampoco me voy a referir en este momento a explicaciones técnicas que nunca aprendí del todo. Lo hecho con mi cuerpo y mi mente solo lo supe a medias. Aun hoy no sé las habilidades que debo esconder en el chip implantado en mi corteza cerebral. Los idiomas no me han servido de mucho, tal vez porque no los haya, hasta hoy, necesitado. Yo me sentía por aquel entonces más contenta que preocupada. Todo era, según me explicaron y yo creí, una estrategia, un camuflaje de regalo para poder escapar de los malvados y permanecer a la orilla de Valentino. Claro, tenía un precio, pero era sencillo ahora con mis capacidades y no faltaba más, luego de ser la envidia de las mujeres. Tampoco sentía los celos de antes. Valentino y yo estábamos a la par, pero no era eso, aunque no lo entendí de repente. Luego pude comprobar mi ausencia de sentimientos, como cualquier sicópata de película. Lo que me pasaba con Valentino eran dos cosas, no había nada mejor y más placentero que su cuerpo y su trato, y estábamos unidos por el secreto, del cual yo no sabía un carajo.

—No sé qué francés me injertaron —le dije un día a Valentino, no entiendo nada de lo que hablan los haitianos.

En ese momento paseábamos por el palacio de Sans Souci, en Milot. Mandado a construir por Henri Christophe. Habíamos tomado una habitación en el hotel La Belle Maison, y todo estaba tan hermoso: el clima, el mercado, la iglesia, que me habría gustado quedarme allí toda la vida; sin embargo, Valentino me advirtió que nuestros días en Haití estaban contados. De seguro los malos ya andaban tras nuestro rastro.

—Los haitianos hablan creole, pero no te preocupes, ya casi nos vamos de este país; y de lo contrario poco a poco lo aprenderás.

—Ya sé lo que hablan, mi amor. Pero a mí solo me interesa comprenderte a ti y que me expliques. ¿Cómo hay que pagar este buen servicio? Y me toqué con un dedo la punta de mi seno derecho.

Eran en vano la mayoría de los gestos. Tanto Valentino como yo no nos mirábamos mucho. Habíamos aprendido, o al menos yo, que uno se sentía mejor, pensaba con más claridad las cosas, si nos ateníamos a no mirarnos. Si me fijaba en su rostro estaba dispuesta a aceptar lo que fuere. Él no me respondió en ese momento y pasaron algunos días en los que me olvidé por completo de mi deuda con Johan y Alice. De ellos he hablado poco y  en ese momento me caían bien, principalmente Johan Nicolau, quien siempre me pareció más sincero, menos entusiasmado conmigo. De cualquier forma, aun él, viejo y experimentado en las consecuencias de mi metamorfosis, se alejó de mí luego que estuvo concluido el trabajo.

Por esas cosas de los hombres conmigo fui comprendiendo el tipo de arma en que me habían convertido. De acuerdo a las estadísticas que yo misma hice en esos días de Puerto Príncipe, más del noventa por ciento de los hombres estaba dispuesto a jugarse la vida por mí. Por esa razón teníamos que movernos todo el tiempo y la mayoría de las veces a poca luz, bien cubiertos en lo permitido por el clima. Valentino y yo habíamos decidido, sin hablarlo, en hacer el amor con las luces apagadas, lo que sucedía todas las noches varias veces, hasta que el agotamiento nos hizo dormir en habitaciones separadas. Fue una decisión sabia también mantener cubiertos los espejos en los baños, porque era así y él claro que lo supo desde el principio, yo tuve que aprenderlo sola. No nos podíamos mirar desnudos sin sentirnos presos del deseo hacia nuestros propios cuerpos. Un espejo en el baño significaba la puerta a cosas malas o cuando menos una auto contemplación de la que era necesario sacarnos a la fuerza. Cuando me sucedió por primera vez y Valentino sin mirarme ni respirar por la nariz forzó la puerta del baño y me cubrió con una sábana, yo caí desmayada, débil. Había tal conexión entre mi cuerpo y el deseo que nada más de llegar a mi consciencia esa imagen, comenzaban a trabajar mis hormonas, me ruborizaba, me estremecía, me tocaba e incluso sin tocarme mi cuerpo caía en espasmos tales, mientras por mis piernas temblorosas y desde mi vientre corría un líquido perfumado que a su vez me impedía dejar de contemplarme. Valentino tuvo que meterme, envuelta en la sábana, bajo la ducha, donde el olor se desprendió de mí y se fue por el tragante a causar erecciones y calenturas a los hombres que sin darse cuenta se detuvieron por casualidad en las bocas del alcantarillado. Bueno, luego claro que me acostumbré un poco y usaba perfumes fuertes, tapábamos los espejos, nos bañábamos con la luz apagada, pero esa primera vez las palpitaciones me dejaron al borde del infarto y estuve a sopa un par de días.

Tal vez ya comprendan los lectores el arma que se escondía en mí. Yo claro que no lo supe en ese momento. No tenía consciencia y fuera de mínimas precauciones, mi don era demasiado nuevo para darme otra cosa que satisfacción. Lo primero que me vino a la mente no fue la idea de matar con la belleza, sino que mi cuerpo era un tesoro y podría emanar de él una fortuna. Por desgracia, aún hoy la mejor inversión de una mujer está en su cuerpo y su rostro. La belleza no conoce de razas, clases sociales, religiones. Todos la quieren tener para sí. Eso, tan simple como parece al enunciarlo, es una cosa que en realidad no se comprende hasta que uno es portadora de ella. Las chicas bonitas ven el mundo diferente a las normales. No necesitan siquiera ser inteligentes ni acumular conocimientos. Eso las lleva a ver a los demás también como seres desdichados y las aísla en ocasiones y las hace desdichadas a ellas. Lo cierto es que muchas chicas bonitas nunca llegan a comprender lo difícil que puede ser la vida, y lo que tienen de diosas lo tienen de esclavas.

Es probable que toda esa filosofía estaba en mí antes de haberme bañado en la fuente de la juventud, encerrada en la mente de Johan Nicolau y Alice, y muchos otros que nunca conocí, si no fue gracias a algún que otro recuerdo fragmentado de aquellos dos meses. En fin, ser bella de repente es como quien sin tener nada gana unos cuantos millones en la lotería y ve con indiferencia cómo le cambia la vida y se aleja de los antiguos amigos, del barrio, e incluso de la familia. El cambio es tan rápido y a la vez tan sutil, que cuando nos damos cuenta ya no recordamos la vida pasada. Fue tal vez, en ese momento, la prueba más grande del amor de Valentino. Si la telefonista de ONO, que aunque bella en aquel tiempo, no la más, había sobrevivido en su mente todos esos años de ser él un tío tan majo, nada era más sincero que su amor. Eso creía yo, pues en lo que me había convertido, ya miraba con ánimos de perdonavidas a todos los hombres que en la calle que paraban a mirarme el culo e incluso me seguían.

Aclaro que yo no era la chica más bella del mundo o sí, pero mi fuerza consistía en otras cosas. Si me hubiera presentado a un concurso de Miss Universo tenía las mismas posibilidades de ganar que otras. La principal arma que había en mí era un deseo psicológico implantado. Algo así debe llamarse, porque no había hora del día en que yo no me sintiera con ganas de hacer el amor. Mi energía era tal que hasta Valentino procuraba mantenerse aislado. Yo me iba a dar largos paseos, bien cubierta, por la orilla de la playa, a oscuras. Hacía unos ejercicios de yoga, no sé cómo aprendidos y veía la televisión, así y todo si mi novio no venía a tiempo, yo terminaba las más de las veces haciendo cosas malas conmigo. Ese olor que desprendía mi cuerpo, y aunque diferente era igual en Valentino, me obligaba a mantenerme a un paso de la excitación,  y así les ocurría a los hombres que se me acercaban. Para quienes hayan visto la película de El Perfume, o leído el libro, claro, era algo así. Pero tampoco era el perfume solo ni quiere decir que la gente se atontaba conmigo. No al extremo de la obra mencionada. No perdían la consciencia pero igual funcionaba porque todos estamos en realidad a punto de sexo. Eso lo sabían Johan y Alice cuando me hicieron esto.

*La novela El síndrome de Stendhal está a la venta en:

El síndrome de Stendhal (fragmento)

Alejandro Cernuda. Cienfuegos, 1972. Narrador

Egresado del IX Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Con la novela Enamorarse de Ana (Editorial Capiro 2009) ganó el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2008. Después alcanzó los premios La Llave en 2008 y 2009; y el Premio Oriente 2010 con el libro de cuentos Problemas del arte figurativo. Actualmente publica en su página de autor en Internet: aCernuda.com