Narrativa

El viaje de Louis (Papua-Cuba)

Saturno devorando a un hijo de Francisco de Goya

En una ciudad hambrienta yo tengo mi despensa. He encontrado el color de cielo preciso, el acento perfecto entre cadillacs rojos de los 50 y helados en los portales. Digamos que ahora soy un tipo feliz, me gusta caminar entre las casas azuladas, bajo las arcadas sucias de los antiguos abarrotes, mirar despacio los balcones como selvas de cuerpos prietos y música caliente de donde se derrama la verde humedad por toda La Habana.

El barco que me trajo, hace tiempo que zarpó rumbo al sur. Nadie esperaba en el muelle a mi llegada. Grúas y óxido, aguas grasientas y rumores de carga, olores cercanos, familiares, rodeados de las mismas tabernuchas donde trasiegan su aguardiente los estibadores. Mi traje blanco no llamaba la atención bajo un cielo encapotado y un calor de mil demonios.  Nadie necesita un tipo como yo en su ciudad y menos aún en su barrio, cerca del nido donde se calienta día a día la sopa en el olor reconocible de los cuerpos, donde cada mañana esperamos a las mismas personas tras el sueño. Pero nadie sabía quién era yo ni a qué demonios me dedicaba, solo que había llegado en un viejo velero, en una lenta y larga singladura desde las islas de Papúa y que bebía sin moderación en aquella olvidada tasca portuaria desde que arribé.

Ahora, salgo de caza cada mes. Soy Louis, un producto de las leyes de la evolución, el azar me ha reservado una dieta distinta. Es probable que sea  único en esta isla aunque no lo era, desde luego, en mi anterior hogar.

I

Yo vivía en el centro del mundo. Pertenezco a un pueblo de guerreros, de hombres de honor, de pequeños arriates y flores entre las chozas de adobe y madera. A un pueblo de montañeses que caminan desnudos entre los campos violetas de las patatas y las densas nieblas de las junglas donde viven los canguros arborícolas y las más hermosas aves que hombre alguno pueda imaginar. En nuestra tierra la magia también recorre los prados de altura y atraviesa los ríos blancos sobre puentes que son apenas un tronco sobre el abismo. Mi lengua es la sonrisa de dientes blancos y la koteka, mi lengua es otra lengua en el valle cercano donde se levanta la aldea de Yokhosim, en la montaña donde desbrozamos los matojos para la guerra y observamos las lanzas de los Yalis apostados en nuestras torres de vigilancia, nuestros cuerpos untados de grasa de cerdo. Esperamos pacientes la noche y la  captura de un rebaño de hombres.

Aterricé en la polvorienta pista de Wamena un mediodía de septiembre de los últimos años del siglo XX. Kipenus era Kipenus pero yo aún no lo sabía. Aquel australoide desgarbado y sonriente, con  camiseta negra y  short rojo mantenía sus manos levantadas emitiendo un prolongado canto que reclamaba mi atención. De la destartalada avioneta bajaban sacos de arroz y objetos de plástico. En la pequeña caseta junto a la pista depositaron mi mochila mientras seguía observando el baile frenético de aquel individuo.

Aquella era la puerta a los territorios salvajes de los Yali, el enclave avanzado del gobierno indonesio en la rebelde isla de Irian Jaya. Aquí llegaban los colonos desplazados de las ciudades de Sumatra, los ávidos y poco escrupulosos comerciantes chinos, militares indonesios bregados en los difíciles días de Timor y los últimos fanáticos de la fe cristiana. En sus callejas de tierra se mezclaban guerreros Dani de las aldeas cercanas con buscavidas europeos y espías australianos disfrazados de turistas, en cualquier esquina aparecía un grupo de mujeres vendiendo patata dulce o  calabazas. Llevaban redes  tejidas de fibras de la selva y teñidas de colores sacados de la tierra: rojo, negro y marrón. Los pechos oscilan planos junto al ombligo sobre la abultada barriga y se cubren con pequeñas faldas mugrientas. Kipenus me llevaba de un lado a otro, yo le seguía dócil, como al destino. Miraba sus pies descalzos y la pared de roca de las montañas que rodeaban el pueblo. Los suaves verdes como praderas en las cimas lejanas donde aún los árboles eran mayores que el cielo y las nubes rodeaban cada amanecer.

La primera expedición la realizamos a las montañas del sur, alejándonos del valle del río  Baliem donde se sitúa Wamena. Habíamos comprado un saco de arroz, noodles, té y algunas verduras y huevos para los primeros días. Dos latas de carne enlatada pasadas de fecha que habían sido enviadas por alguna compasiva ONG europea completaban la dieta.

Los porteadores y el cocinero se presentaron el mismo día de la salida y eran todos de la total confianza de Kipenus, mi flamante guía. Aquel grupo era el vivo reflejo de la tripulación de Long John Silver, delgados y musculosos hombres llegados de las lejanas aldeas Lani, alegres y ruidosos, no parecían preocupados por la carga ni por la duración del viaje.  Se cubrían el torso con harapos de una vieja camiseta donada por alguna misión protestante, llevaban los testículos al aire bajo las kotekas de formas caprichosas. Estas kotekas o calabazas adornaban sus cuerpos junto a las flores que iban recogiendo mientras caminábamos y que contrastaban con sus fieros rostros al cardarlas en sus cabellos cortos y rizados. Apenas llevábamos armas, sus pies desnudos cruzaban, uno tras otro, los troncos resbaladizos sobre la corriente mientras yo sufría caídas, cantaban y reían al coronar cada cima. Una montaña tras otra, un valle precipitado al fondo con otro río y pequeñas aldeas de no más de diez chozas circulares con tejados de paja humeantes. Los hombres cazaban en las selvas altas y las mujeres cultivaban los campos recortados en la montaña. Algunos ancianos salían a recibirnos al cruzar los huertos junto a las casas y observaban curiosos aquel extraño grupo de extranjeros.

Al cabo de cinco días de marcha habíamos dejado atrás los territorios Dani y Yali para internarnos en el reino de las sombras, los pueblos aislados tras el Monte Elit, selvas impenetrables, grandes montañas y cascadas que caían del cielo. Solo Kipenus aseguraba haber llegado allá en otra expedición anterior junto a un conocido explorador del National Geographic. En las noches frías, sentados junto al fuego donde se asaban los boniatos para la cena, contaba historias a los porteadores. Temblaban acurrucados al fondo de la choza, como un cuchillo las palabras silbaban junto a nuestros rostros. Yo comenzaba a entender a duras penas, como a golpes de luz, las palabras dispersas que dejaba Kipenus en el camino. Tenía siempre un especial brillo en su piel, como si nunca hubiera salido del baño amniótico, como si sus dientes intensamente blancos dejaran amigos allá donde caminara. Nunca me gustaron los hombres simpáticos, pero aquel negro intenso y no demasiado alto, que se movía sin esfuerzo por los territorios más frágiles de mi imaginación, tenía algún secreto que yo quería compartir. Kipenus movía suavemente el boniato humeante entre sus manos mientras miraba los cigarros que encendían los porteadores, luego comenzaba a hablar despacio, palabras sueltas que al fin se hilaban en un discurso irracional.

Los hombres miyanmins volaban en busca de piñas a miles de kilómetros de distancia, hacia la costa donde viven los hombres de los árboles. Cielos dorados se abrían para dejar caer cerdos con cabezas de hombre, antiguas cabañas recibían el fuego del conocimiento después de una batalla cruenta y los antepasados volvían a ella tras su muerte para acompañar la fuerza y sabiduría de los nuevos y jóvenes guerreros. Estos regresaban del camino iniciático que atraviesa la selva desde la cima del Monte Elit, su canto era monocorde y continuo. Las sílabas permanecían entre los jirones de niebla mientras sus cuerpos atléticos cruzaban, sin un ruido, el verde mundo expectante y desconocido. Los guerreros del pueblo de Kipenus alcanzaban los 200 años de edad, podían guerrear durante semanas sin dormir, bailar durante días sin descansar y hacer el amor de sol a sol alimentados por el jugo de una pequeña raíz arbórea.

Según avanzaban las jornadas de la expedición, Kipenus cantaba más fuerte y sus ojos se encendían como dos luciérnagas negras desde el fondo de un  mar amarillo. El deseo de algo inminente le hacía caminar más rápido y apenas traducir alguna frase de nuestros porteadores. Hacía varios días que no cruzábamos ningún pueblo. Ninguna señal humana junto al estrecho sendero que seguía ascendiendo sin rumbo. Las piernas se endurecían con calambres al resbalar en el fango, los ojos cansados se perdían en el chirrido metálico de los insectos. El mundo era verde y denso. Cada paso requería una concentración absoluta, un esfuerzo terrible de la atención sobre el cuerpo dolorido. Cualquier caída, cualquier pequeña torcedura que en otra circunstancia no tendría la menor importancia, podría limitar mis posibilidades de movimiento y no habría manera de salir de allí y alcanzar el punto de ayuda más cercano. Estábamos a más de diez días de Wamena tras una barrera de montañas, ríos y selvas.

Nuestros porteadores avanzaban tristes, hacía días que no fabricaban pulseras ni adornos con las plantas del camino. Había una sombra como de jaguar demasiado cerca, rondando cada tronco, vigilante y dolorido. Sólo Kipenus parecía florecer con cada paso. Sin embargo, de la tribu que buscábamos, ni rastro.  Comencé a sospechar que quizás nuestro guía había perdido el camino hacia Betavip, que su infalible memoria, su olfato tantas veces pregonado, no era más que otro de sus cuentos de campaña. Ya comenzaba a impacientarme cuando allá abajo observé una pequeña columna de humo. Según descendíamos la montaña, podíamos distinguir perfectamente un pequeño claro de tierra rojiza rodeado de cabañas de paja. Más que un pueblo parecía un campamento, un lugar provisional donde guarecerse del relente de la mañana mientras los guerreros preparan flechas y hachas de piedra para la cacería.

II

El suelo musgoso había cedido y alrededor de las chozas se extendía un barro oscuro. No era un pueblo, allí todo parecía provisional, lanzas en preparación arrojadas bajo la mata de hojas que protegía de la lluvia, un fuego apagado hacía pocas horas y algunos huesos entre las brasas. El cielo nunca era limpio en Irian Jaya, repetía durante el día múltiples días. Cerrado y brumoso con jirones de nubes que pasaban husmeando nuestros rostros. Abierto, largo, estrecho como una autovía a los pensamientos antiguos de los canguros arborícolas.

Aquella tarde el cielo estaba despejado y podíamos ver los bosques de nudosos árboles enanos donde comenzaban las selvas hacia la cumbre. Dejamos caer nuestras mochilas y los porteadores se sentaron inquietos junto a las cajas. Kipenus reía gastando bromas y adornándose con pequeñas flores del borde de la selva mientras yo le preguntaba dónde diablos nos encontrábamos y quiénes eran los sujetos que habían montado aquel campamento de caza. Creí entender que habíamos llegado, que aquel era el lugar al que nos dirigíamos y que la aldea principal solo se encontraba a unas pocas horas atravesando aquel bosque. Debíamos esperar allí la llegada de los cazadores para que nos guiasen a la mañana siguiente. De tal modo que fuimos acomodando el campamento mientras la luz se desbarataba y los perros cantores perseguían escarabajos gigantes en la maleza.

El fuego ya estaba encendido cuando escuchamos los primeros cantos acercándose por la ladera. No era la primera vez que llegaban los hombres al atardecer, cargando pesados troncos y algún animal cazado durante el día. Volvían alegres, embadurnados de grasa y prendidos de hierbas y flores y entonces parecían aún más altos y fuertes, feroces en la luz rojiza y el sudor sobre sus pechos. Hasta ese momento solo un vago temblor de las hojas indicaba su acercamiento, el silencio y la calma que precede a la tormenta. Algo así me decían mis tripas. Todo fue como si hubiéramos  estado esperando ese momento durante siglos, los labios abiertos y ningún sollozo que desatara el fluir lógico de la vida.

Algo se había parado en aquel pequeño hueco del espacio, el descampado giraba bajo las sombras de los guerreros. Fascinado, absorto en un cristal de distancia, fotografiaba sin parar, diez fotos, veinte fotos. Sólo al cambiar el carrete de mi vieja Rollei sentí mis manos húmedas y calientes. Algo de sangre de uno de los porteadores goteaba por la manga izquierda de mi camisa, él permanecía inmóvil, convulsionándose agarrado a mis piernas. Tenía una herida abierta en la frente y parecía extraño y lejano en un boquear de pez intentando tomar aire a través de los borbotones de su propia vida que se escapaba. Kipenus dirigía órdenes secas a los demás porteadores.

Paralizados se dejaban caer al suelo y entonaban un antiguo canto que parecía un camino de burbujas al recorrer la niebla. Unas gruesas tiras anudaban nuestras piernas a las manos, junto a la hoguera todos yacíamos y esperábamos. Aquella fue una larga noche estrellada, oíamos el aleteo de los murciélagos gigantes que se acercaban al árbol de la fruta, las conversaciones de los miyanmins sentados junto al fuego, la voz de Kipenus que era otra, más grave, asentada en el regreso a su tierra. Al amanecer, una de aquellas presencias del sueño, levantó su arco y lo tensó.

Una flecha de punta de sílex se clavó en el esternón de uno de los porteadores. Dos guerreros ataviados de altos penachos de plumas sujetaban al pobre desgraciado. Unos gruñidos como de cerdo y quedó tumbado desangrándose en la hierba. Uno a uno vi cómo mataban a todos los hombres de nuestra expedición. Nada teme el que nada espera, repetía una y otra vez para mis adentros. Nada teme el infeliz, nada el ciego, nada espera el que teme más por su vida que se pierde en un pacífico agujero blanco. Nada, nada.

Abrí los ojos y Kipenus sonreía muy cerca de mi rostro. Sus dientes blancos tronchaban una raíz pequeña y jugosa. Despertaba poco a poco y me dolían las manos y los pies. Seguía atado y caído en medio de una fiesta.  A mi alrededor un gran charco de sangre fluía lento hacia el sur. Unos pocos guerreros masticaban ruidosamente trozos de hígado mientras el resto abría los vientres de los porteadores muertos y arrancaba las vísceras. Después, limpiaban cuidadosamente el agujero con grandes hojas de un verde intenso. Aún no sabía por qué permanecía vivo, pero lo estaba y eso era suficiente.Poco a poco, mi viejo amigo Kipenus me contaba la historia de su gente, los primeros hombres, me decía. Ellos llevaban tanto tiempo aquí que habían nombrado todas las cosas, llevaban tantas vidas comiendo en aquellas tierras que ya no había otros hombres que cazar. Después de siglos el hambre era un lugar en su alma, las mujeres parían hijos muertos y la mala suerte se guarecía dentro de cada cabaña. Hambre de hombres, la única fuente para saciar la desgracia.

Sus dientes blancos y las uñas pulidas como rendijas del sueño glotón, la sonrisa y Kipenus en una extraña sinfonía de sangre a mi alrededor. De nuevo el silencio, nada más que un pequeño apósito en la ingle, una abertura al interior del cuerpo ablandado por la noche al raso.

En la mañana hace frío, un frío húmedo que nos aprieta las rodillas y los codos, que saca vaporcito de la boca y reparte a los hombres en pequeños grupos alrededor del fuego. Apenas unos metros más allá, un ave del paraíso negra lanza su grito seco, un chok chok envuelto en reflejos iridiscentes, verdes y azules en sus plumas del lomo. La belleza de este instante se acuna, desmedida, en la bruma que se levanta poco a poco de la hierba. Junto a mí se desperezan los guerreros y comienzan a desmontar el campamento. Atan los brazos de las presas alrededor de su cuello y las piernas enlazando su tronco. Una mochila de carne con una extraña cabeza doblada hacia atrás y un fondo limpio a la  canal.

III

Kipenus seguía hablando a mi lado, ansioso por explicarme cómo había pocos pueblos alrededor y cada vez era más difícil mantener a las familias. La caza era escasa y cada vez había que atravesar más valles hostiles para llegar a pequeñas aldeas desprotegidas. Después de cientos de años de cacerías, las tribus que rodean el territorio habían tomado demasiadas precauciones y la carne se había vuelto cada día más escasa. Meses hasta encontrar un pequeño asentamiento desprotegido. Los Yalis y Danis habían huido montaña abajo, seguidos de un cansancio terrible, atemorizados de sus propias sombras y desesperados al perder familias enteras en cada incursión enemiga. Sus terrazas azuladas y los gritos de los cerdos más allá de los valles cercanos.

En aquellos días Aonke y Kipenus habían encontrado un extraño hombre de piel del color de la barriga del murciélago trepando por las crestas imposibles de las montañas. Tenía un rostro fiero y unos ojos enloquecidos. Durante unos días le alimentaron y compartió la cabaña de los hombres. Dormía junto al fuego en el mismo círculo que los guerreros, comía de sus boniatos y hablaba, no paraba de hablar. Aquel hombre blanco les acercaba a la muerte y a un cielo regido por hombres y mujeres que tapaban su cuerpo, un lugar hermoso donde habría cerdos y boniatos para siempre. El no entendía que caminasen sobre la tierra y sintiesen el hambre de carne de hombre, aquel pequeño enemigo tenía la mala costumbre de gritar en público y alejar a sus hijos de sus obligaciones. Pero en los pocos días que convivió con ellos, aprendió unas palabras de su lengua y les contó que en un lugar hacia el Oeste miles de personas se hacinaban en un pequeño valle. “¿Todas juntas?”, le preguntaron. Sí, todos vivían en un lugar donde llegaban los cargo, los aviones que ellos veían sobrevolar su aldea de vez en cuando. Entonces Kipenus pasó todo el día con él y aprendió también unas palabras de su lengua y la dirección donde se encontraba la gran aldea de los hombres blancos. Esa misma noche el misionero de la Iglesia de las Nuevas Tribus fue seccionado de forma equitativa y su cuerpo devorado lentamente a la luz de la hoguera en la primera fiesta de carne desde hacía más de un año. A la mañana siguiente Kipenus salía de la aldea al amanecer. Sus pies iban con su cabeza hacia el Oeste, al extraño lugar que parecía una despensa. Dos semanas más tarde llegó a Wamena.

Después, todo comenzó a ir bien para los miyanmins, Kipenus había llevado varias expediciones y en los últimos tiempos la alegría renació en la montaña. Además era una caza fácil y sin riesgos, unos cuantos porteadores y algún comerciante amarillo que querían abrir nuevos mercados al tabaco y el hierro. Tras un tiempo junto a la pista de aterrizaje, Kipenus, había visto cómo grupos de blancos llegaban en los cargo dispuestos a caminar en las montañas, ansiosos de adentrarse en zonas remotas y de difícil acceso. Para ello llevaban un gran número de porteadores y comida. Una presa fácil y golosa. Pero los afilados dientes de Kipenus no daban suficiente confianza a los blancos y estos contrataban cortos paseos en las orillas del río Baliem, junto al pueblo de Wamena. Hasta que aparecí yo por el aeropuerto, sólo, con intenciones de caminar y sin muchas precauciones. Era perfecto, ningún testigo, todo llegaría como las lluvias de noviembre, unos cuantos porteadores recién llegados de sus aldeas lanis y un futuro guía blanco que trajese los turistas a sus tierras.  A mí me querían como cebo para traer grupos de turistas, servir a los Miyanmins como una especie de repartidor de donuts.

IV

Unas semanas después estaba plenamente integrado en la vida de la comunidad, comía con apetito la carne seca de mis porteadores, salía a patrullar las lindes de nuestro territorio, hacía el amor en cualquier rincón de la selva e incluso tenía ya mis propios cerdos que cuidar y ofrecer para la próxima fiesta. Aprendí a cruzar los ríos sobre frágiles puentes de lianas, a pintarme la cara con los ocres de la tierra y frotarme el cabello con la grasa rancia de los cerdos. Disfrutaba en la cabaña caliente fumando tabaco mientras atardecía y atendiendo a las charlas de los ancianos. Tampoco hubiera tenido otra alternativa, o me aceptaban o me comían, era así de sencillo.

Nada me complacía más que charlar en el único bar de Wamena con los europeos y norteamericanos que llegaban buscando aventura. Yo les aseguraba una sin límites, recorriendo el sentido de la vida, sí, sí, como Conrad, no te preocupes que cuando acabes ya escribirás tu Línea  de Sombra. Otra cerveza? Parece que todo está tranquilo y que en unos días podríamos llegar, ya veréis, una tribu realmente auténtica, os lo aseguro, mantienen sus costumbres y estructuras, muy bestia la cosa, desnudos, cabañas de madera, ya sabéis. Y así uno, dos, cinco, no recuerdo cuántos en los últimos años, pero sí sé que calmé el hambre de mi pueblo. De puta madre, yo salía tarde y elegía a los más independientes, aquellos que creen navegar solos cuando van en cadena. Les veía los ojos y siempre atendían mi reclamo. Caminaban despiertos, sacando cientos de fotos y sonriendo junto a mí, el guía perfecto. Filmaban cuando los porteadores hacían un alto en las cimas y cantaban una polifonía adornada de miles de años de bosque, atravesaban los ríos resbalando torpemente sobre las piedras, disfrutaban a lo bestia de cada minuto de la experiencia, tan buscada, su última experiencia. Y cuando volvía y pedía de nuevo una cerveza en la destartalada tienda-bar buscando unos clientes para mi trekking hacia la olla, me sonreía despacio y me hacía cosquillas la barriga. Estaba a gusto seleccionando la comida, era como ir al mercado de abastos una vez al mes a comprar tu cerdo para la matanza. Luego salías con ellos y a la mañana siguiente se repetía el ritual, porteadores, mochilas, cocinero, sonrisas que les quedarían en las fotografías que nunca nadie más vería. El placer comenzó entonces, en aquellos días.

Según avanzaban los años y me hacía más goloso, buscaba más el contacto con ellos durante la expedición, saber mucho de sus vidas y sus inquietudes, disfrutaba como un loco cuando me hacían sus pequeñas confidencias sentados al borde de la hoguera, al filo de la línea oscura. Algunas veces les hacía el amor la noche antes de asesinarlos y devorar su corazón. Y yo lo sabía mientras besaba sus pezones, perforaba sus anos duros como lagartos azules, mientras untaba de saliva sus piernas y descansaba en sus regazos. Hombres y mujeres jóvenes a muchos de los cuales suplanté después durante largo tiempo. Personas saludables que ayudaron a mantener una vida feliz en mi poblado durante unos años durante los cuales yo me convertí no solo en un guerrero miyanmin sino en uno de los más respetados. Mi influencia la ejercía también sobre las mujeres y llegué a tener una docena de ellas que cocinaban para mí y se repartían las noches que pasaba en mi cabaña sin viajar. Fueron años felices en los que aprendí todo sobre la caza del hombre, la ingestión y conservación de los cuerpos, el proceso de desmembramiento, qué órganos consumir primero y en qué orden, cómo sangrar  completamente los cuerpos y tantas otras técnicas realmente útiles e importantes para el resto de mis días.

V

Pero después de la calma siempre viene la tormenta y, en este caso, la tormenta era mundial: un conflicto armado extendido por la mitad del globo y en el que estaban implicados los países más poderosos de la tierra. El momento era propicio para que el gobierno indonesio, siempre dispuesto a eliminar focos independentistas y aprovechar los territorios salvajes para sacar toda la madera posible, provocase una reacción del ejército en el interior de Irian Jaya. Allí se hallaba muy extendido el movimiento Organisasi Papua Merdeka, casi en todas las tribus desde los Danis de Wamena hasta los Asmat de los pantanos, podías encontrar hombres dispuestos a hablar en contra de la invasión Indonesia y, algunos de ellos, también a pasar a la acción con sus viejas lanzas y arcos de madera, con sus hachas de piedra, contra pequeños efectivos del ejército. Estos pequeños incidentes aislados fueron la excusa perfecta para invadir con gran número de tropas aerotransportadas las montañas del interior de Irian Jaya. En nuestra aldea, muchos Miyanmins perecieron al enfrentarse a los milicos. Bajaron en cinco helicópteros, vestidos de verde oliva y armados hasta los dientes. En la aldea todo el mundo corría de un lado a otro. Sonaban las ráfagas de las ametralladoras y muchos jóvenes caían acribillados entre las chozas. Pocos lograron escapar hacia la selva, el resto murió o fue asesinado tras la operación de castigo.

A mí me encontraron en el fondo triste de una cabaña, yo callaba y ellos pensaron que era un rehén de los Miyanmins. No hice nada para desmentir esta versión, una vez trasladado a Wamena y de allá a Jayapura siguieron los interrogatorios donde mantuve la historia de hombre blanco secuestrado y esclavizado por lo aborígenes, liberar un hombre blanco siempre es una magnífica publicidad para el régimen y yo bien podría servir para corroborar la versión oficial. En definitiva se produjo algo que podríamos llamar genocidio aceptado por el resto de las naciones. No sé cuántos de mis amigos y familiares de la aldea habrían podido escapar pero calculé que no más de quince. Esa cultura estaba a punto de desaparecer. En Jayapura rechacé el vuelo que me ofrecían para regresar a mi país natal y lo cambié por un pasaje en un viejo mercante rumbo al caribe.

Hoy, aquí, soy de nuevo un ciudadano del mundo. En esta pequeña isla, aislada y enfrentada desde hace lustros con los demás países de la zona, las palmeras se mecen en la luz transparente de la tarde y parece que todo está en calma. Hay hambre en esta ciudad hermosa y en su habitantes se observa esa mirada loca, ausente, de aquel que lleva varios días sin apenas probar bocado. Pero yo no tengo hambre. Recojo viajeros solitarios en el Café París o La Bodeguita del Medio, buen jazz, algo de ron y una oferta difícil de rechazar, pronunciada al oído de la víctima. Nada como poder recorrer las venas reales, la carne abierta de La Habana. Conocer la Habana auténtica, sus mujeres negras y calientes, los músicos en pequeños tugurios oscuros, sus poetas hambrientos y los niños, el sonido de los niños y el son. Aquellos viajeros alegres querían conocer los patios de vecinos llenos de latas viejas y mujeres negras y amables en las puertas de los minúsculos departamentos. Disfrutar de los garitos donde escanciaban el ron Paticruzado o el famoso “Chispa e’ tren”, envueltos en un mar del humo acre de los puros. Baile y océano en un ritmo sensual e imperceptible que relajaba sus defensas y precauciones. Los viajeros solitarios cruzaban la línea de sombra de uno en uno, sin apenas sufrir, abocados a una muerte que dará vida a un puñado de cuadras de esas que querían conocer, auténticos buques oxidados embarrancados en mitad de la ciudad.

En estos tiempos en que apenas hay nada que echarse a la boca, han desaparecido hasta las ratas que vivían en estos caserones coloniales, y entonces es fácil hablar en un corrillo, para un público receptivo y entusiasta ante la expectativa de llenar el buche. Santiago, Pedro, Enrique y Juan son muchachos alegres que alimentan a sus familias con poemas de esperanza y ladridos de acero en los días de más dolor en la barriga. Una tarde de hace unos días les invité a una opípara comida en mi casa colonial de El Vedado. Parecían chavales en una pastelería, los muebles antiguos con tapicerías barrocas, estatuillas modernistas y música de Debussy para una noche inolvidable. Después de comer deliciosos platos de carne, sopas, patés, estofados y filetes, todos ellos estuvieron de acuerdo en que el negocio era viable, que podríamos volver a cazar en aquellas calles y resucitar el viejo espíritu Miyanmin, todos son negros y yo sigo apareciendo como el ángel de piel lechosa que anuncia la buena nueva en los barrios más pobres de una ciudad azul.

Antonio Cordero Sanz. Castilla, España, 1963

Poeta, motorista y viajero. Ha publicado La Tortuga de Luang Prabang y otros relatos de viaje, Baile del Sol Ed. 2012 y los poemarios: Barking Dogs, seguido de Viaje a Tuva en Fragmentaria de Amargord (2016) ,Bardeo en la col. Fragmentaria de Amargord Ed. (2014), En el Hangar Cromado Varasek Ed. 2011.