Ensayo

La Habana invisible:

En la Calzada de Jesús del Monte, teología de un poemario

Para Marina Erinnern,
con pasión.

“En la Calzada más bien enorme de Jesús del/ Monte/ donde la demasiada luz forma otras paredes con/ el polvo/ cansa mi principal costumbre de recordar un/ nombre/ y ya voy figurándome que soy algún portón/ insomne/ que fijamente mira el ruido suave de las sombras/ alrededor de las columnas distraídas y grandes/ en su calma”. “Cuánto abruma mi suerte, que barajan mis días/ estos dedos de piedra/ en el rincón oculto que orea de prisa la nostalgia/ como un soplo que nombra el espacio dichoso de/ la fiesta”. Eliseo Diego (La Habana, 1949).

Con estas líneas, el poeta Eliseo Diego (Cuba, 1920—México, 1994) inició un poemario que se convertiría con el tiempo en una de las vértebras de la lírica cubana del siglo XX. Curiosamente, lo que dice el poeta que pesa en estos versos no es el juego de los días, sino el nombre, como si en la totalidad maciza de su nombre se consumara un destino y, a la vez, la forma presentida del poema. Entretanto, la extensísima calzada habanera de Jesús del Monte, devino en símbolo de algo que aún no sabemos con certeza qué es, como si en ella lo que se dibujara fuera el alma atribulada del poeta. Tal vez porque sólo la inmersión en las aguas más hondas de la existencia pudiera acercarnos a las razones del artista, quien recorriera cotidianamente esas calles ruidosas y polvorientas, esos portales contiguos y soleadas aceras plagadas de comercios y cafetines, todavía sin saber que lo que buscaba era una paráfrasis fundamental de la vida.

No debe ser cierto lo que alguna vez imaginé sobre los maestros origenistas, que la existencia del selecto grupo —al que Eliseo estuviera tan ligado intelectual y existencialmente—, en la cuarta y quinta década de la República de 1902, fuese un vivir teorético, a la manera de los antiguos pensadores pitagóricos. Sin embargo, prefiero creer que habitó entre ellos un motivo espiritual que no sólo hizo posible esa poesía, sino que les condujo a experimentar esa arcadia mítica a la que sólo se llega a través de raros estados de conciencia. Porque Orígenes no fue, en la historia nacional de la poesía, sino una especie de rarísima comunión, nunca vivida desde los años decimonónicos de José Luz y Caballero y José Martí.

Explicando las razones que nos conducen a escribir los libros, Eliseo expuso la singular humorada de un libro, el cual por más que lo buscase jamás encontró, y por ello se dispuso a escribirlo. Todos en algún momento de nuestras vidas hemos revisado los anaqueles en busca de ese libro esencial, que quizás nos revele nuestro rostro intemporal, mas muy pocos tenemos el valor de disponernos a escribirlo. Y todo parece indicar que, En la Calzada de Jesús del Monte, fue el resultado feliz de una búsqueda implacable fatigando los memoriales de la poesía y la imaginación.

Se podría además repetir la vieja certeza de que se escribe en rigor de ausencias, para llenar el vacío al que una pérdida fundamental arrojó nuestra vida. Y es entonces cuando esa escritura alcanza el sentido que aproximaría lo esencial estético a lo primordial ético. ¿Es este poemario de Eliseo un libro simbólico? ¿Lo es la propia Calzada? ¿Símbolo del espíritu tal vez?

Se ha hablado de la visión teleológica de Orígenes, como ese postulado filosófico que este grupo de creadores hiciera suyo, para desde él asumir una doctrina de la finalidad e intencionalidad de sus quehaceres que permeaba sus literaturas, frente al marasmo histórico que entorpecía y menguaba cualquier forma de vida en la Isla. No obstante, no puede haber una teleología eficiente sin teología, y toda teología —dejando por un momento a un lado a su hermana la filosofía—, es un acto de fe.

Que el libro que nos ocupa haya sido un acto de fe implica varias cosas. La primera de ellas, que si bien es cierto que en última instancia no es posible un arte profano, ya que todo poema a la larga nos conduce a su teología, así como todo canto esconde el motivo de una Beatriz, haber hecho de la fe y la religiosidad subyacentes en esas páginas un estandarte, no exime al poemario de ser también un canto civil. Si con ello distinguimos ese tipo de civilidad que sabe construir tan bien la poesía, que, en este caso, sólo es política en cuanto es relativa a Polis, como ciudad inmediata para los sentidos y, a la vez, detenida conceptualmente en el tiempo, alejada de nosotros de la manera más irremediable, pero que nos fue mostrada, la palabra mediante, para que llegásemos a amarla.

Esas ciudades eminentemente conceptuales, que portan un nombre cual un emblema —a saber, Buenos Aires, New York o Jerusalén—, son aquellas que nos descubren un día unos versos, sin que por ello la pura sensoriedad de la vida, como expresión más significativa, tenga que ser relegada. Porque es justamente en ese espacio primordialmente físico, tan inmediato como cotidiano, cálidamente fruitivo, que toma formas nada desdeñables como familia, colonia, amistad, y que puede brotar de sensaciones protoplasmáticas, como de las que hablaba Joyce en las páginas iniciales de Retrato del artista adolescente, donde se hilvanan y nacen las mejores razones para algo que ya no es simplemente una poesía sino una poética, con la cual el artista hará entonces lo que quiera, incluso novelar.

Obviamente, En la Calzada de Jesús del Monte es un canto a La Habana. A La Habana inmediata de los sentidos, a una polvorienta calzada, aunque también a una ciudad que no es ya el simple objeto del poema, sino una ciudad transfigurada, convertida a la propia forma del texto por el poeta, como si hubiéramos asistido junto a él a una singular metamorfosis: la de la palabra. La Habana sentida de las tardes bochornosas, plagada de esos sitios enfáticamente fruitivos “en que tan bien se está”; en que ta(m)bién se estuvo. Una ciudad ahora hecha concepto, apercibida mediante el milagro del lenguaje y donde tanta luz nos deja ciegos.

¿Cuál es La Habana a la que le canta Eliseo? ¿La de la soledad? ¿La de los amigos que son siempre una suerte de lenta devoración y un pretexto mejor para esa soledad? ¿No es acaso la poesía en estos tiempos una forma distinta de orfandad, y no es para el poeta el mundo indistinto una inclusa? ¿La soledad cósmica de la isla distinta, arrojada en el océano indistinto que la abraza en perennidad; colocándola, paradójicamente, más cerca de la gracia de sus ángeles festivos que de Dios? Si esto es así, ¿dónde es que se encuentra el ministerio civil de un poema? Acaso en el simple hecho de que ninguna soledad, por aviesa que sea, es concluyente, y que cuando el poeta canta lo hace siempre para que lo escuchen.

Existe un significado insobornablemente gregario en la secreta intención de un verdadero poeta, virtualmente cuando se ha visto por su vida arrojado a las elucubraciones más espantosas: Orfeo, cuando le canta a su Eurídice infernal, lo hace en nombre de las próximas festividades agrarias; cuando Fausto se dispone a viajar al infierno clásico, lo hace por su patria, Alemania; cuando Poe nos relata “Un descenso al Maelström”, no lo ha hecho sin antes advertirnos que ese atroz descenso es uno de los caminos de la Providencia.

Luego, ¿cuál es el punto de apoyo para una poesía como la que nos ocupa, la cual, siendo una poesía para una ciudad, parte de la preeminencia de los espacios físicos donde la vida del poeta se desenvuelve y es, por tanto, el campo abierto de sus jornadas existenciales? Creo contradictoriamente, que el punto de apoyo de la poesía de Eliseo no radica en esos espacios por él recorridos, del mismo modo que una poética por sensoria que sea, si no se resuelve en la dimensión de las emociones nada espaciales del poeta, no se resuelve. Por ello, digámoslo así: No son los espacios transitados sino el tiempo vivido lo que importa en una vida y para una poesía.

Sería interesante que el lector comprobara que un poemario que nos dice, desde sus primeras instancias, situarse al pie de una ciudad en toda su inmediatez abrumadora, apenas reporta descripciones detalladas del entorno, y pocas veces menciona pasajes de la vida en la calzada. No es tampoco casual que Eliseo nos haga notar desde las primeras líneas, que la luz y el polvo de esas calles lo enceguecen. Para el poeta, la calzada sólo existe en cuanto posibilidad que lo conduce al poema. Por lo que, no es la calzada que contempla, es la calzada que significa. Y comenzando por ser la calzada sentida, intensamente vivida, terminará por ser la calzada como imagen. Porque no es ella, existencialmente hablando, un sendero físico, es un constante decursar en el tiempo indefinible. Y esa imagen, mucho más que posibilitarle una expresión —que es en realidad lo que finalmente hará—, le brinda al poeta el acceso a un conocimiento.

Nada sabemos en realidad sobre las verdades que esconden los intersticios en sombras de Jesús del Monte, al menos de una manera directa, ya que pertenecen por entero a la vida interior del artista, aunque él las hará sin dudas translucir en su obra. Por ello, cuando se ha dicho que la Calzada reaparece ante nosotros transfigurada por la palabra, es para afirmar que sus significados hay que buscarlos en la propia tradición de la poesía, y, es desde ese plano, prominentemente lingüístico, en el que la belleza del texto no sólo configura en ella la noción del sentido, sino que le entrega el valor de un significado. Una calzada que ya nunca más podrá ser desandada ignorando que su sentido reposa en la belleza de un poema.

Me atrevería a sugerir que el mismo título En la Calzada de Jesús del Monte, esconde una trampa para el lector; un Trompe—l’esprit. Porque es ahí donde de una manera esencial el poeta jamás estuvo, porque esos lugares “donde tan bien se está”, y que tanto han hecho hablar, no son otros que los del alma y la imaginación. Y es en esa curiosa ubicuidad espacial, que presupone la absoluta temporalidad, donde se realiza la mirada del artista sobre la calzada y es, además, nuestra mirada. Ya que de algún modo nos condujo a ella, como especie de Hermes psicopompo, y armados como él de la materia abstracta del tiempo y el lenguaje. Este poemario no nos señala un lugar más en la geografía física del universo; es un nombre que se mueve y transforma con el tiempo: Movimento nel tempo. Un bellísimo nombre cubano que invita, en su inmediata formulación, al nacimiento de una poética.

“Al centro de la noche, centro también de la/ provincia/ he sentido los astros como espuma de oro/ deshacerse/ si en el silencio delgado penetraba./ Redondas naves despaciosas lanudas de celestes/ algas/ daban ganas de irse por la bahía en sosiego/ más allá de las finas rompientes estrelladas./ Y en la ciudad las casas eran altas murallas para/ que las tinieblas quiebren./ ¡Oh el hervor callado de la luna que sitia las/ tapias blancas/ y el ruido de las aguas que hacia el origen se/ apresuran!/ y daban miedo las tablas frágiles del sueño/ lamidas por la noche vasta”.

Quiero pedirle al lector que me permita repetir algunos de los versos de esta estrofa:
“¡Oh el hervor callado de la luna que sitia las/ tapias blancas/ y el ruido de las aguas que hacia el origen se/ apresuran!”. ¿Meditaciones metafísicas insertas en el cuerpo poemático? Muy probable, pero algo más: lo anterior fue sugerido teniendo como ámbito de expresión a La Habana. Porque es la Ciudad la que le provoca al poeta ese coqueteo permanente con lo abstracto, como si no le bastara hacernos sentir en sus versos lo fundamental teleológico, para hacernos notar además lo primordial teológico. ¿Qué quiero decir con esto? La teleología, como doctrina del sentido y la finalidad del arte y de la vida del artista, fue el gran credo de los origenistas, por tanto, mucho más vinculada a los grandes temas de la fe, —el tiempo lineal que propugna el Cristianismo desde San Pablo— que a un problema propiamente epistemológico. Y sobre todo, significó una respuesta existencial frente a la cruel evanescencia de la vida, que era una de las formas más exacerbadas de presentarse ante ellos lo cubano de manera negativa, como levedad, como “insoportable levedad del ser”. De lo que se desprende que aquellas dubitaciones a que nos acostumbra Eliseo poseen una raíz teológica, si como tal entendemos al corpus mismo de la fe, en este caso no sólo convertida en razón poética y en resolución existencial, sino en fundamento cultural de algo mucho más vasto.

Pero volvamos a la estrofa citada: “Al centro de la noche, centro también de la/ provincia/ he sentido los astros como espuma de oro/ deshacerse…”. En la Calzada de Jesús del Monte es también un canto eminentemente provincial, si como provincia concebimos, lo que nos hiciera comprender un pensador como Kant, con su vida retirada en Königsberg: todas las metrópolis del mundo se comunican entre sí, compartiendo un saber común; un saber mundano. Mientras las pequeñas ciudades de provincia, tienen un modo tan especial de relacionarse con el conocimiento, que puede oscilar entre el infierno y la fe. Hay así grandes ciudades universales y villorrios capitales. La gran ciudad nos muestra a ratos un compendio del mundo, en el que no tiene que estar ausente alguna forma de soledad. El villorrio, en cambio, es más cercano a los problemas más recónditos de la condición humana, por una sencilla razón: lo permite allí la infinita morosidad y el tiempo padecido como una maldición. Son en fin soledades distintas en la que suele habitar indistintamente la poesía.

En Königsberg, Kant atinó a construir una gran metafísica; a los origenistas, en Cuba, les fue dado acceder a la posibilidad de una poética. Y esta poética implicaba la remisión a una fe y a una teleología. Aunque no era en la dimensión conceptualmente teológica del problema, sino en el complejo territorio de la expresión, donde la doctrina de la finalidad encontraba en ellos su albergue más natural y su sosiego, ahora como razón poética completamente inscrita en lo cubano. Esto quizás explicaría, por qué lo esencial origenista no fue nunca ajeno a una preocupación por la historia nacional, pues era en la historia donde debía consumarse el sentido teológico de aquella fe. Si se mira con detenimiento, se entenderá también toda la distancia que les separa de los místicos: San Juan, en el Siglo de Oro, se propone la ascensión al Monte Carmelo para alcanzar la fe: la Teología. Mientras los origenistas proponen la precondición de la fe para después resolver en un plano estético su reticente relación con lo histórico. De ahí se entiende que haya sido siempre más correcto que se hablase de una teleología origenista que de una teología estética solamente alcanzada por un místico, que nos deja los extensos catálogos de sus contemplaciones.

Para los poetas de Orígenes, la fe era el alimento de una literatura a contrapelo, que convertía el ideal de lo bello en supremo significado del arte. No obstante, no deberíamos dejarnos confundir en exceso con el formalismo de Orígenes, pues su abstracto ideal suponía también un motivo, una paciente actitud de espera de naturaleza moral que, al revelarse en el plano de la creación, era capaz de comunicarnos cosas esenciales. Jamás fue de otra forma. Cuando Eliseo le canta a La Habana, no sólo nos la devuelve envuelta en un orden formal cargado de sentido, sino que nos ha develado su concepto. Cuando el joven Lezama escribe “Muerte de Narciso”, no sólo invoca la belleza del mito, nos muestra también una relación en particular con el mito y con la belleza.

La Habana de los años 40 —fecha en que se inscribe el poemario de Eliseo— se nos presenta como una ciudad que se mueve entre los difusos límites que van de lo universal concreto —libresco, conversacional, fruitivo— a lo aldeano abstracto, sin llegar todavía a configurar una forma definitiva. Hay mucho en La Habana de estos poemas de aires provincianos, aún reconociendo que en ella se gestaban maneras más cosmopolitas que lo que hacían, en la práctica, era encerrar en un paréntesis la Ciudad, como en un grado muy amplio de indeterminación. Así el cosmopolitismo que rebullía hacia los centros era rechazado por los márgenes, mientras los barrios eran una réplica urbana de la vida provinciana. En la Calzada de Jesús del Monte es, por antonomasia, el poema de una barriada, aunque los aires que allí soplan sean universales. Por ello es que digo que la provincia, como condición irrecusable del espíritu, domina aquí el discurso poemático, si como provincia asumimos lo que nos ha dicho el poeta que siente desde ella sin osar jamás definirla: la lasitud del tiempo infinito donde se alojan sus perplejidades.

Sólo en esos taciturnos ambientes provinciales, experimentados como cansinos lugares de la atroz costumbre que desdibujan sus más acusados rasgos en vías de lo abstracto, es que se puede llegar a vivir la noche más metafísica, patrimonio exclusivo de los poetas, la noche presentida, la noche remota y solitaria en la que las brujas regresan a la tierra y en la que dan “ganas de irse por la bahía en sosiego/ más allá de las finas rompientes estrelladas”.

No sé por qué debo decir que hay ciertos recuerdos de una infancia menesterosa, que hablan de una marcha nocturna hacia las aguas lustrales de una bahía, que evocan viejas historias y consejas, lejanas visiones del mar y de los puertos y de barcos luminosos anclados a orillas de la noche. Y toda esa relación milenaria del hombre con el mar, donde las cronologías y los viajes nos tientan sólo para dejar paso a la fábula, parecen reaparecer por un momento en unos versos de Eliseo dedicados a La Habana, puramente presentidos, como si lo hubiese hecho para dejarnos expedito el camino para otro conocimiento y otra aventura, cual una imagen que fijara para siempre en nosotros nuestra relación con lo estelar. Mas permítanme volver a paladear el último de los versos: “y daban miedo las tablas frágiles del sueño/ lamidas por la noche vasta”. Es justamente en esa noche vasta y temerosa donde el poeta termina por intuir una forma, una forma posible que dar a su Habana imposible. Una finalidad, una razón y una Beatriz.

Si bien es cierto, que los temas de la calzada parecen oscilar entre las quimeras que le suscitan al poeta la visión de una muchacha, a la que apenas dibuja su hermosa figura, los portales, que son mucho más que azarosos refugios de la lluvia y el sol, “una iglesia”, “una quinta” “la casa…”, también es cierto, que el poeta ha perseguido encontrar en la adrede fugacidad que el tiempo y el mundo le ofrecen, algo más substantivo. Por ello, esto es lo que realmente provoca en su sensibilidad el portal habanero, consabido lugar de refugio y, a la vez, esencia misteriosa que se transfigura en el verso en umbral metafísico, antesala de la ociosa inquietud:

“Entre la tarde caldeados, desiertos fijamente/ a solas/ esparcían su ociosa figuración de la penumbra/ los portales profundos, que nunca fueron el/ umbral venturoso de la siesta/ la que rocía con dedos suaves los sonidos y/ ahonda las estancias/ sino que arden hacia dentro como los ojos blancos/ de los ángeles/ en sus nichos de piedra que la lluvia rural va/ desgastando./ También la lluvia los oprime, también roe sus/ columnas como vejez la lluvia/ rodando sordamente por los aleros, son del/ tiempo, vasta como el canto”.

Es verdad que la lluvia los desgasta (“son del tiempo, vasta como el canto”), es verdad que nunca fueron portal para nada venturoso, y es verdad que los ojos de los ángeles son blancos porque están ciegos. Y es cierto, corresponde esta vez a mi imaginario personal, que hay un modo de ser en La Habana que une nuestra existencia a verdades muy profundas. Como si no se hubiera estado jamás más cerca de los valores primordiales de la vida, que cuando se estuvo allí medrando por sus portales vacíos, extraviados entre sus espacios luminosos, carente de amistad, sosiego y abrigo.

Siempre me ha llamado la atención, ese ilustre profesor que fue el filósofo alemán Martín Heidegger, devanándose, en sus estudios catedráticos de Friburgo, por localizar al ser —piedra angular de la ontología— en un vocablo, hurgando en los orígenes eruditos del Nombre, ignorando que el ser se nos aparece siempre suspendido sobre un rayo de luz, y que hay pocos lugares en el mundo que nos provocan todavía esa rara vocación por el ser como La Habana, porque es allí donde es cualquier cosa menos una nostalgia filosófica o una referencia bibliográfica. La poesía de Orígenes fue testimonio y recurso de esas raras experiencias, de esos comercios clandestinos con algo que, por su propia naturaleza, pertenece a la vida, y a lo que no se llega mediante cátedras ni silogismos.

Entre las diferentes poemáticas de Orígenes es quizás el volumen que nos ocupa el que más resalta esa relación primigenia que existe entre la Ciudad y el Ser, entre La Habana, el poeta y el hombre. Ya que ha sido este cuerpo poemático, donde mejor se ha comprendido que es en lo efímero y circunstancial que prolifera en los espacios citadinos donde puede incubarse la conspicua posibilidad de la palabra. Es un hecho aceptado que fue Baudelaire el primer gran poeta de la ciudad moderna, con su culto al olor de lo podrido y la reinvención del prosema, aunque han sido poemarios como los de Eliseo los que le han devuelto a la Ciudad su gracia perdida, su viejo aliento metafísico y su fe abrumadora.

Hay incluso un verso, el cual a la manera de una sentencia, consagra la visión de la muchacha de la Calzada, que corrobora que el poeta nos ha hablado desde los peligrosos portales de la existencia a la hora de cantarle a ella y a La Habana: “Mientras la iglesia en imagen te aquieta/ dulce aroma del tiempo, hija del hombre/ mirarte es un orgullo melancólico”. Y es que la Ciudad es eso además, la gracia inmaculada de una joven; un orgullo melancólico.

Veamos también estas líneas: “Y aquel oro tan suave, que ilumina el arrugado/ rostro de los muros/ como un fuego lejano que dibuja en el cristal/ las amorosas nuevas del pan y la familia/ su pensamiento secreto nos ofrece como el oculto/ corazón de Dios”.

Y estas otras: “El que tenía costumbre de poner las manos/ sobre la mesa blanca junto al pan y el agua/ traje rugoso de fervor y alpaca/ y aquella su esperanza filial en los domingos (…)”.

Es llamativo cómo Eliseo recurre constantemente a las nociones de lo abstracto e invisible, para aproximarnos al tema cardinal de su poemario. ¿Cuál es ese tema? La dualidad de la vida doblada entre lo sensitivo y la fe; “el oculto corazón de Dios”, que se nos revela por medio de “las amorosas nuevas del pan y la familia”. Este libro no sólo es un camino en el tiempo, es el tránsito terrenal de una acuciosa sensibilidad que nos ha remitido su concepto; el de una Habana invisible, no apta del todo para los sentidos; una Habana presentida e interrogada por el artista, apercibida como oficio de la subjetivad y de su gnosis.

Y si nos preguntásemos: ¿cuál ha sido la relación del poemario con el universo de símbolos que propone desde milenios el Cristianismo? Encontraríamos en los últimos versos una posible respuesta. Ahí aparecen mencionadas unidades simbólicas como “pan”, “domingo”, “corazón de Dios…”. De alguna manera, todas se corresponden en un orden y una visión del mundo, anclados por igual en la subjetividad del poeta y del creyente. Aunque para el cristiano estas unidades simbólicas no son meras representaciones figurativas de un credo, son dones que nos hacen entender y practicar otro papel de la metáfora. Para el poeta cristiano, la metáfora no es la mera alteración del significado o de la forma de la palabra en aras de otra gestión lingüística, es el proceso de transformaciones que sufre nuestra relación existencial con lo real para ponernos en contacto con temas básicos: el perdón, la fe, la caridad. Es decir, lo simbólico no opera aquí como lo haría un signo, con una sustitución convencional de la realidad, sino como una gracia capaz de mostrarnos a plenitud la copiosa e intransferible verdad que posee lo real.

No obstante, ¿cuál es esa esperanza filial de los domingos a que se ha hecho alusión? Podría responderse que la de la familia, aunque más aún: el valor gregario y colectivo que posee también la fe, y el sentimiento que nos lleva a comprender toda forma verdadera de comunidad como comunión. Desde esta perspectiva se podría de nuevo preguntar: ¿es luego el poemario de marras un canto civil o al menos admite esa lectura? Quizás; sobre todo si se ahonda en la pretensión del poeta, de hacer de ese domingo filial el núcleo gestor de una forma muy depurada de civilidad y la manera más destilada en que puede ser concebida el alma nacional.

Un alma y un destino nacional avocados a una relación conflictiva con la historia, lo cual nos sirve para enunciar con relativa claridad un problema; el problema histórico, en este caso en estrecha relación con el movimiento estético que representó Orígenes entre los años 40 y 50 de la pasada centuria. En las premisas teleológicas de esta poesía habitó una meridiana contradicción, ya que si por una parte estos poetas esperaban ver resueltos en un punto futuro de la historia nacional, los nudos que la propia historia ataba, la interpretación de esa historia carecía de un juicio objetivo. Por tanto, lo único que podía nacer de ahí era una estética y una poética, enderezadas como un puro foco de resistencia frente a lo inmediato factual. Y esto último fue lo que sucedió. De esta manera, los origenistas investigaron en nuestra historia nacional, no para encontrar un sentido, y sí para hacer de la noción abstracta del sentido una razón histórica. Y del mismo modo que en Eliseo se unifican razón y sensibilidad, en Eliseo se oponen dicotómicamente naturaleza y verdad. Con la verdad, los poetas de Orígenes enunciaron una finalidad más alta, aunque sometida al rigor de una naturaleza de lo cubano degradada.

Hay mucho en esta ciudad translucida en los poemas de la Calzada, que me evocan Cementerio Marino de Paul Valery. Pero donde radica la similitud radican además las diferencias. Valery trazó sin dudas un camino en el destino de la poesía occidental, y la aproximación entre los dos textos es posible, por la inusual capacidad que tienen ambos poetas para poder contemplar lo invisible y cantarle a naturalezas sumergidas. Mas el poeta francés construye su poética para una ciudad arqueológica, totalmente sepultada en los orígenes mediterráneos de la civilización occidental. Mientras no hay arqueología alguna en La Habana del poeta cubano, quien, desde su lugar, lo que ha hecho es levantar el manifiesto civil de la fe y la sensibilidad.

Quisiera mostrarle al lector enteramente uno de los poemas de la Calzada, que bien podría ilustrar lo que digo: la aguda conciencia del límite que atenazó el alma histórica de estos poetas y la esperanza que termina por rebosar todos los lindes.

“Sobre la desolada perfección de lo pétreo/ sin caridad elevan una muralla que no conoce/ término/ para que la costumbre dulcemente bestial/ que dimos al cansancio se rompa por la cuesta/ con la sentencia insobornable de la cuesta/ que deberán subir los ojos ensombrecidos por el/ macizo fuego/ en penitencia del espíritu/ que deberá cansarse cuando se cansa nuestro/ cuerpo”.

Concluye Eliseo en su poema “La iglesia”: “Pero sobre los lomos de la roca que nadie/ supo quién hizo por piedad gigantesca/ como sobre la mano cuidadosa de nuestro padre/ santificada por la noche purpúrea de los magos/ hay una iglesia, unos álamos, unos bancos muy/ viejos/ y una penumbra bondadosa que siempre/ se ha prestado grave a los recuerdos”.

Eliseo, acomodado en sus certezas, y teniendo por intermediaria a una ciudad que le prestaba calor y abrigo, nos habla de esos gratos lugares al que lo condujo siempre la costumbre: “unos álamos, unos bancos muy viejos”, y una bondadosa penumbra que se presta a los recuerdos, que nos trasladan, oblicuamente, a ese juego pícaro que es también la literatura, que al poeta origenista le atrajo tanto practicar, como otra manera de hacer reír a los amigos y de sentarse a ver el tiempo pasar.

A mediados del siglo XX se notaba de manera incontestable que en la República fundada en 1902 se vivía un agotamiento progresivo de sus fuentes espirituales, las cuales habían tenido su impulso principal en el ministerio civil de José Martí. Por lo que en Eliseo se comprueba la aguda conciencia de esa dicotomía que desangrará lo nacional a través de todo el siglo XX, que, comenzando por oponer la verdad abstracta a la simple inmanencia del mundo, obliga que el artista nos remita a un cuerpo de verdades invisibles, a la hora de poetizar sobre su ciudad. Porque es también la Ciudad que ha terminado por apartar su abrumadora realidad factual de toda forma de abstracción posible, y donde las esencias se han desplomado como si fueran las ruinas de viejos edificios. El tema de la República se hace patente en los siguientes versos, donde la frase que da título a esta parte del poemario, “Ese sitio en que tan bien se está” contiene visos de mordaz ironía:

“(…) y hablando y trabajando/ en estos alegatos de socavar miserias/ giro por giro hasta ganar la pompa/ contra el vacío el oro y las volutas/ la elocuencia embistiendo los miedos/ contra la lluvia la República / contra el paludismo quién sino la República/ a favor de las viudas/ y la Rural contra toda suerte de fantasmas:/ no tenga miedo, señor, somos nosotros, duerma/ no tenga miedo de morirse/ contra la nada estará la República/ en tanto el café como la noche nos acoja/ con todo eso, señor, con todo eso/ trabajoso levanto a través de la lluvia/ con el terror y mi pobreza/ giro por giro hasta ganar la pompa/ la Divina Comedia, mi Comedia”.

La referencia final a la Divina Comedia trae a colación varias cosas, una de ellas, que para el artista, ese cuerpo teológico medieval nunca fue un texto ajeno. Como el Quijote de Pierre Menard que nos propone Borges, la obra de Dante nos pide que la reescribamos y la hagamos nuestra, con su Beatriz, su Comedia y su ironía. Si con respecto a la magna obra de Cervantes, los escritores en lengua castellana compartimos la pasión por su escritura, con Dante nos involucra su concepto. Pues todo acto de fe ha tenido siempre a su comediante, como toda razón a su Beatriz. Para los origenistas, la República había que atravesarla como quienes viven un acto de fe y experimentan una comedia, con la creencia de que solamente una hipertelia de los acontecimientos le pondría feliz término. Estos acontecimientos “hipertélicos” nunca llegaron, la República se desintegró, poniendo en entredicho la fe y a Beatriz. Por ello impresiona, que esa mención a la Beatriz de sus poemas, el poeta la realice de manera tan temprana mediante una evocación y dos nostalgias; la de Bella y la de la tarde.

No es por tanto casual, que el poema a quien sería para siempre su esposa, comience subrayando la atmósfera inmaterial y evanescente que rodeaba aquellas citas. Se nos dice así en “Nostalgia de por la tarde”: “Y el taciturno banco entre los álamos dormido/ y aquel campito hirsuto a quien las lluvias/ respetaban./ Qué tedio los sepulta como la muerte a los ojos/ que no los cruza nunca la bendición de unas/ palomas/ que tengo que soñarlos, mi amiga, tan despacio/ como quien sueña un grave color que nunca/ viera/ como quien sueña un sueño y eso es todo (…)”.

Los poemas de la Calzada son el relato de una ensoñación que contiene acentos de añejas romanzas y una expresión prominentemente lírica, que nos cuenta sobre una relación privilegiada con un tiempo y una ciudad que ya no existen. Aunque, si nos fijáramos con atención, veríamos en ella también un exordio y una reiterativa cadencia que comienzan por comunicarnos un estado del alma dispuesta a la ascensión de una dolorosa cuesta, pero que no es la cima que nos llama a un sentimiento de bienaventuranza. Por el contrario, es un bregar por las interminables llanuras de una República estereotipada, terciada por la extrañeza de lo ajeno y la ajenidad ante lo propio. A esta República insubstancial, el artista oponía la belleza de su canto y de su Ciudad, como si hubiera allí aún un resquicio donde encontrar refugio; una amistad, una verdad y una misión.

De ese tiempo, que Eliseo poetizara, se nos dejó dicho además que era bello, acaso venturoso, y, a la vez, dominado por una cruel finitud que haría de la Ciudad uno de los últimos dones de la nostalgia. Es eso realmente lo que pasa con este poemario, devino a la larga en la crónica de un tiempo perdido, de una naturaleza negada. De ahí, que la Ciudad de las que nos habla Eliseo tenga hoy ensueños de ciudad sumergida, de cementerio marino frecuentado por hipocampos, en el que se bañan los animales más finos, los antílopes y serpientes de pasos breves, a los que les cantara Lezama; esa pasmosa arqueología de lo que fuimos o no pudimos ser.

“Y tú, gran alma, ¿un sueño acaso esperas libre ya de colores del engaño que al ojo carnal fingen onda y oro? ¿Cuando seas vapor tendrás el canto?” (Paul Valery).

No puede ser finalmente casual en el gran poeta que sin lugar a dudas fue Eliseo, la pasión literaria que sintiera por el Orlando, que es, básicamente, una poética del tiempo. La gran novela de Virginia Woolf y En la Calzada de Jesús del Monte comparten de maneras distintas una misma relación con el tiempo, que, en el caso del poemario, sólo se ha podido valorar correctamente con el pasar de los años, cuando la finitud a que fue sometido se abriera a los espacios definitivos de la intemporalidad.

Pero La Habana invisible existe, del mismo modo en que existen la Cuba secreta de María Zambrano y los jardines invisibles de Lezama. No tenemos que sumergirnos en las obscuras aguas de los orígenes para contemplarla. Nos fue un día mostrada, alzada por la gracia, sostenida por la palabra, acariciada por nuestra sensualidad, justamente donde el paganismo debió ceder paso a la espiritualidad cristiana. Porque hay dos formas básicas de invisibilidad: cuando la patente oscuridad que rodea a las cosas las hace refractarias a nuestro escrutinio; o cuando la luz que las envuelve es tal, que permite en su líquida transparencia que nuestra mirada las traspase. A ese segundo orden de invisibilidad pertenecen los lugares emotivamente secretos de La Habana, a la manera de jardines invisibles y sonoras soledades donde se oculta la rosa gnóstica de nuestra perplejidad.

“Porque quién vio jamás/ pasar al viejecillo/ de cándido sombrero bajo el puente/ ni al orador sagrado en la colina. (…)”.

“Pero quién vio jamás/ el ruedo misterioso de tu falda/ mientras cortas las rosas en la tarde/ ni el roce y la tristeza de la lluvia/ como un ajeno llanto por mi cara./ Porque quién vio jamás las cosas que yo amo”.

Esa Habana secreta que nos coloca en los portales de la palabra y el misterio, y aquellas tardes dichosas de las barriadas, que eran las tardes universales de la poesía, con su ángelus de Millet y Juan Ramón, donde las cosas van cambiando de color y la Ciudad se apresta, como una vasta coreografía, a un nuevo desfile de personajes y figuras. Y esa noche tibia de los magos (¡!), porque, ¿quién vio allí jamás las cosas que yo amo?

Julio Pino Miyar. Santa Clara, 1959. Ensayista, poeta, y narrador

Reside en los Estados Unidos desde 1987. En 1995 fundó en Miami la revista cultural Los Conjurados. Colabora en calidad de ensayista con revistas impresas y digitales del mundo hispano. En 2003 realizó una exposición conjunta de fotografías en Tel Aviv bajo el rótulo El libro de los árboles desnudos. En Internet lleva el blog: http://juliopinomiyar.blogspot.com