Ensayo

Cintio Vitier, traductor de Rimbaud

Fotografía: Cintio Vitier

En el número 35 de la revista Orígenes (La Habana, 1954), fue publicada la traducción que Cintio Vitier hiciera de Iluminaciones, del poeta galo Arthur Rimbaud (1854-1891). Después de revisada, la traducción fue llevada a formato de libro y el poemario quedó antecedido por un prólogo del mismo Vitier, titulado Imagen de Rimbaud.

Rimbaud, el genial adolescente que entre los 16 y 19 años de edad escribió toda su literatura y luego desapareció para siempre de los círculos del París literario, presididos por su íntimo amigo Paul Verlaine, internándose por más de una década, en calidad de aventurero y comerciante de cueros, oro, marfil, piedras preciosas y armas de fuego, en los territorios bíblicos del desierto de Ogadén, la isla de Chipre y el mar Rojo. El poeta niño, al que la candorosa ingenuidad de las autoridades municipales de su ciudad natal, Charleville, honrara con un busto erigido a su memoria, el cual lleva esta curiosa inscripción: Arturo Rimbaud, explorador y poeta.

El significado de la elección, por parte de Vitier, de Iluminaciones entre todos los poemarios y opúsculos de la literatura francesa, parece revelarnos un estrecho y singular vínculo entre el poeta traducido, hermosamente vertido al español, y el poeta traductor. Pienso que, a veces, sólo un verso basta para delatar a un poeta. En algún lugar de su literatura, Vitier se refiere a su propia adolescencia como sus “dieciséis años fúnebres”, aproximadamente la misma edad en que le tocara la dicha de conocer a José Lezama Lima y recibir de éste aquella trascendental convocatoria, “apta para poetas descarriados”, “deseosos de una meteorología habanera” y de “algo de veras grande y nutridor…», que con el tiempo haría nacer en Cuba al selecto grupo Orígenes.

Hay momentos en que creo que la fuerza expresiva de un poeta se encuentra vivamente relacionada con la dramática intensidad con que supo llevar sus años de adolescencia, la cual es hija de una larga fijeza que se debate sobre el sinuoso hilo que separa la pose de un mercachifle de aquél que, sin encontrar todavía un lenguaje apropiado, busca expresar a cualquier precio su sensibilidad asediada.

En un libro del intelectual católico francés Daniel Rops, éste coloca su avezada mirada sobre el cuerpo metafórico de la escritura y el significado moral de la existencia de Rimbaud. Hay en esa obra un comentario conmovedor: “Los adolescentes que se suicidan antes de cumplir los quince años de edad, son a quienes únicos les ha sido dado conservar intacta la experiencia de la pureza”.

Por su parte, el poeta adolescente nos cuenta haber tenido acceso, mediante “un minuto de vigilia”, a la experiencia diamantina de la pureza, para añadir, acto seguido, que eso significó para él un “desgarrador infortunio”. Sobre esto, Vitier nos amplía, diciéndonos que esas apariciones, de las que nos da afiebrado testimonio el artista, son llamadas “hijas y reinas”; “hijas de la muerte, reinas de la esperanza”. Intensos destellos que empiezan por incubarse en la secreta interioridad de nuestro ser, antes de germinar en palabras e imágenes. Ellas son, a la vez, suntuosas reinas de la muerte y sencillas hijas de nuestra esperanza.

Cuando se vive con manifiesta intensidad una experiencia cultural tan singular como la poesía, se impone con ello un dramático significado de nuestra existencia que puede llegar a alcanzar tintes muy dolorosos, puesto que no sólo nos obliga a redefinir constantemente las coordenadas prácticas y sensibles de nuestro arte, sino que muestra ese difícil camino, en el que en su esencia más íntima, el arte, no es una actividad profana. Hay algo esencialmente religioso en toda verdadera vocación artística. En ese personalísimo arte, alcanzado a tan alto precio, se expresan los ditirambos fundamentales de la vida: su angustia, su sinrazón, su soledad, su más serio sentido y su más alta melodía.

El significado moral de la existencia de Rimbaud —al que apuntan por igual Cintio Vitier y Daniel Rops— fue justamente proporcional a la vocación de absoluto demostrada un día por el adolescente. Rimbaud, desde su vida y la poesía, se propuso, incluso, llegar a vivir la experiencia histórica de la Modernidad como un absoluto.

Pero, lo que absurdamente sucede es que no ha existido otra experiencia histórica más relativa que la de nuestra Modernidad. En ella, el sentido de cualquier circunstancia cultural —arte, religión, filosofía, vida— se encuentra sumamente trivializada por la patente “mundaneidad” de sus conceptos y sus hábitos. Por eso es que resulta llamativo que la mejor traducción de Iluminaciones fuera realizada por un intelectual plenamente inserto dentro de un contexto nacional como el cubano, y desde una postulación estética como la de los maestros origenistas, donde el significado de la poesía estaba connotado por las aportaciones religiosas y conceptuales de la mejor tradición hispana y católica.

Un pensamiento católico que tuvo su mayor punto de inflexión en un contexto histórico y cultural completamente distinto al de nuestra ambigua Modernidad: la Edad Media. Allí donde sí fue posible expresar las experiencias radicales del arte y el pensamiento bajo las formas vívidas de una religiosidad y una sensibilidad fundamentales. Porque fue precisamente en la época medieval donde florecieron los grandes sistemas religiosos y de pensamiento de Occidente. Por eso es que, en la actualidad, cualquier pretensión cultural de absoluto sólo puede llegar a ser sentida bajo la forma de un abisal desgarramiento de la que sólo puede dar testimonio la poesía.

Para superar este estado de cosas, los maestros origenistas se impusieron a sí mismos el complejo camino de una teleología, una doctrina de la finalidad poética de sus quehaceres, que aunque los alejaba intencionalmente de lo inmediato social, los trasplantaba al tiempo puro, la plétora de imágenes, donde serían develadas, algún día, las esencias perdidas de la vida y de lo nacional. Vitier nos comenta que, para superar su propia crisis existencial, Rimbaud expuso, como centro argumental de una poética de lo absoluto, la Teoría del Vidente: “Aquél que sin cesar me crece y permite la visión de lo inaudito…”

Un sujeto particularmente dotado de una unigénita capacidad de iluminación, surgida desde la intensidad dramática de su ser, la cual le permite contemplar sin miedo «las maravillosas imágenes», e inclusive comunicar lo que muy pocos han visto o casi nadie ha sabido expresar, pero que fundamenta el valor real de la existencia humana, en cuanto ligada a un orden superior y sagrado. Sujeto creador que nos plantea una misión casi apostólica del idioma y sus metáforas, que de paso nos puede hacer considerar inoperantes las concepciones tradicionalmente aceptadas de interpretación literaria. A partir de esa posición de principio es que Cintio Vitier, desde Orígenes, se nos ofrece como intencional «trasvertor» del poeta adolescente.

Traducir es volver a escribir un texto en el que ha ocurrido una compleja transformación, aunque ésta no necesariamente radica en el cambio literal de lo que se dijo sino en su nueva contextualización, desde la cual se vuelven a ejercer los antiguos oficios de lectura, reescritura e interpretación. El mismo prólogo del cubano queda de esta manera inserto como parte importante del texto. Traductore también puede significar Creatore.

Si observamos con detenimiento, podremos comprobar que es aproximadamente el mismo proceso de «trasversión», establecido secularmente por los monjes copistas de la Edad Media. En aquellos tiempos, cualquier traducción estaba acompañada de comentarios y exégesis, los cuales proponían una muy peculiar manera de lectura y desciframiento; antiguo oficio de judíos y cabalistas, que superponía, en la bella página de pergamino, traducida y comentada, los ilustrados diseños alegóricos de los maestros iluministas.

Aunque es bueno recordar que no es desde la pura tradición cultural, convencionalmente establecida, que se llega a traducir con plenitud, pues es sólo el espíritu creador del hombre quien posee esa asombrosa capacidad de poder hacer transmisible para otras épocas, culturas y lenguas lo que, por su estricto valor artístico, guardaba consigo una precondición de universalidad que solamente a un poeta le es posible volver a expresar. La Tradición nunca traduce —no importando que la nueva versión esté llena de pura literalidad— plagia, mientras que el espíritu auténtico de la interpretación jamás plagia, crea, a pesar de la asombrosa literalidad del texto nuevamente vertido.

En uno de sus más famosos textos, el escritor argentino Jorge Luis Borges, expuso la curiosa humorada de un personaje capaz de volver a escribir, en el francés del siglo XX, en singular calidad de autor y en perfecta literalidad, a El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Sobre esto quiero comentar lo siguiente:

Desde los siglos en que fue escrita la obra de Cervantes, cada época porta consigo una particular relación con la lectura e interpretación de ese gran texto. Mas, los consabidos oficios de lectura y escritura no son tan opuestos como generalmente se piensa, por el contrario, suelen ser, en la práctica, bastante complementarios. El retablo histórico y cultural de cada época condiciona una distinta lectura para una misma obra, del mismo modo que cada nivel individual de lectura llega a imponer significativas variaciones al sentido de cualquier escritura. Si la miramos desde este punto de vista, la inteligente broma de Borges resulta una propuesta teórica no demasiado alejada del análisis social más ortodoxo:

Un Quijote literalmente reescrito en pleno siglo XX ya no sería en estricto El Quijote escrito en el siglo XVII; el nuevo contexto sociohistórico determinaría con creces el significado de la novela; un Quijote, literal y bufonescamente vuelto a escribir en francés del siglo XX, tendría que ser, sin lugar a dudas, El Quijote de Pierre Menard.

En el caso del poemario Iluminaciones, éste ha sido «trasvertido» y vuelto a explicar por el maestro origenista en un contexto completamente distinto: la poética cubana de Orígenes. Hay un aspecto de esa poética sobre el que quiero detenerme nuevamente: la teleología. Ésta señala una actitud moral que busca redefinir, no sólo el sentido de toda poesía, sino su enorme ámbito expresivo. La poética de Orígenes se comprende a sí misma como un lenguaje en espera de una próxima cumplimentación. Una ardiente actitud de espera por un nuevo significado histórico, el cual alude al carácter no enteramente formado de una literatura nacional, pues ésta se encuentra en vías de su mayor expresión. Una ardiente paciencia que debe conducirnos, incluso, a una nueva gestión social de la escritura que, tomando a modo de paradigmas a Rimbaud y su poesía, nos apure por ese camino nacional que, yendo de individual a colectivo, quede enteramente colmado de significado histórico, mientras nos brinda la “solución de nuestros estilos posibles”.

En mi opinión, Vitier logró, con su traducción y comentario introductorio, implicar directamente a Orígenes con una poética trascendental como la de Rimbaud, estrechamente vinculada a los apasionados debates que se realizaban en Europa en la época de las Vanguardias Artísticas, los cuales oscilaban entre la admiración sin límites a su extraordinaria figura o el rechazo más categórico. En cambio, en la Cuba de Orígenes, la mirada sobre el poeta francés derivó hacia tonos y actitudes intelectuales más reposadas, amparada en una desprejuiciada visión de conjunto, dirigida más al concierto en pleno de la cultura occidental, que concebida para reparar excesivamente en sus detalles; un tipo de interpretación y acercamiento a la cultura que sólo los artistas e intelectuales latinoamericanos, desde los tiempos de Borges y Lezama, saben realizar con éxito. Una mirada intelectual dirigida a la civilización de Occidente, construida básicamente como cuestión de distancias que nos permite entender, de un modo genuinamente nuestro, lo que en ocasiones la demasiada cercanía a las cosas llega a obnubilar… Creo haber leído palabras textuales del poeta Vitier en las que relaciona al dios Eros, el eterno Deseante, con los problemas que nos plantean a menudo las vívidas cuestiones gnoseológicas de lo cercano y lo lejano.

La realidad de lo lejano, como la abrumadora presencia entre los hombres de la ausencia, sólo la sabe llenar con éxito la poesía. El Eros desde la distancia es quien mejor cumple esta función hipostática: hacer verificable, para aquellos a quienes les es dado comprender su mensaje, la más humana de las experiencias que nos pueden aportar los poemas: traer de regreso a casa al viajero largamente ausente; a nuestros grandes y pequeños afectos extraviados; las grandes lealtades y raras visiones de una vida futura y del destino humano, entretejidos con los antiguos y nuevos esplendores del verbo. Es ahí, para expresarlo con palabras de Lezama, cuando la ausencia se nos hace perfecta, ya que la palabra ha sabido colmar graciosamente el doloroso vacío que nos dejó la ausencia, porque nuestro deseo, sostenido intensamente frente a la lejanía, es quien ha sabido cumplir mejor su solitaria función de saber cognoscente y fundador.

Con la poesía «trasvertora» del poeta cubano, el francés Arthur Rimbaud, el irreverente, el camorrista, el perpetuo transgresor, el gran iniciado en los misterios de la alquimia del verbo y prófugo definitivo de Europa, se quedó definitivamente entre nosotros.

Puede vérsele caminando bajo las sombras de los antiguos portales, extraviado irremisible entre las calles de Peña Pobre y Jesús del Monte, buscando una dirección imposible que no aparece, que no puede aparecer, porque no se encuentra en los grandes catálogos de la civilización ni en la más osada de las exploraciones geográficas. Un Rimbaud que vive para siempre en ese alegre París promiscuo y pagano, doloroso y universal que ya no existe, que sólo los verdaderos artistas conocieron y añoran. Ciudadano de la soñada Jerusalén Celeste, a la que hace clara alusión el pensador cristiano Vitier, la patria original de todos los poetas del mundo; la bíblica ciudad de Job, quien fuera el primero que supo unir, indisoluble, la belleza inigualable de la poesía, con los temas quizás fundamentales de la existencia: la perseverancia, la honestidad, la valentía personal y la Fe.

La problemática de la poética de Rimbaud se puede entender como la problemática del arte, estrechamente vinculada al valor objetivo de la condición humana, al valor real de la existencia y al serio significado de lo que se hace. Pienso que un destino colectivo o nacional no debe ser ajeno a esa voluntad de expresar y significar en el terreno de la cultura.

El pensador alemán Martín Heidegger, escribió alguna vez que había escogido a Federico Hölderlin para ilustrar su pensamiento filosófico, no porque fuera el mejor de los poetas, sino porque era quien mejor pudo expresar la esencia de la poesía. Y en mi opinión, Rimbaud es ese poeta que mejor ha podido mostrarnos la esencia contradictoria de la vida. Su consciente abandono del arte, a la edad de 19 años, sólo puede tener un punto irradiante de justificación: que esa tamaña voluntad de renunciación se haya producido en nombre de la vida. Aunque podemos añadir, que es dentro de sus insobornables marcos -aceptando las premisas fundamentales de la existencia-, que se puede recolocar el valor de cualquier posible y futura literatura.

Refiriéndose a ese momento en el que Rimbaud quiso de un modo, acaso definitivo, celebrar nupcias con la vida para dejar atrás la que bien pudo ser una brillante carrera de escritor, el pensador origenista nos cita una brevísima palabra del poeta por él «trasvertido»: —“Vamos”— para inmediatamente comentarnos: “Jamás un verbo ha contenido mayor carga de acción y de cambio”. “Si aquella —vida— significó el absoluto rechazo, ésta es la aceptación no menos absoluta”. “Obrero en Alejandría”. “Capataz de canteras en Chipre.” “Traficante de marfil, oro, cuero y fusiles en Arabia y África”…

¿Cuál fue la poderosa razón que condujo al joven a abandonar definitivamente el ejercicio de la poesía, el París de su amigo Verlaine y la hermosa Francia de sus ancestros, para marcharse sin nada en los bolsillos al Medio Oriente y al África y llevar allí una precaria y peligrosa existencia de aventurero?

La vida y la poesía de Hölderlin nos cuentan de una noche terrible, cuando la razón desfallece y el artista de las mil y una iluminaciones naufraga en el oscuro mar de sus confusas y estrafalarias visiones. Como si el pensamiento, una vez pletórico de imágenes, colapsara ante el hundimiento irremisible de su universo afectivo, producto vacuo de una época hostil a toda empresa genuinamente artística en la que se expresa la crisis de valores de una sociedad prosaicamente organizada, donde al poeta ya no se le comprende ni se le quiere, ni se le asigna lugar alguno sobre la tierra. Es la noche absurda -como apuntaría en una ocasión el poeta galo- de la completa soledad, la locura y el escarnio.

Hablándonos con enorme lucidez, el poeta traductor otra vez nos comenta, al establecer, para quienes infinitamente agradecidos lo leemos, una precisa delimitación entre imagen y alucinación: “…la alucinación se produce siempre por una mecánica de sustituciones y combinaciones que no pueden salir de la cámara cerrada del sujeto. Su relación con la locura patológica es comprendida por Rimbaud”. Ya que “la alucinación revela siempre la nada subjetiva o mental, sustancia del infierno”. Pero, “si decimos imagen es para no decir imaginativo”. “La imagen, en la visión poética, no es nunca imaginaria sino real y exterior al sujeto”.

La imagen, diríamos, es la intuición más tenaz y revolucionaria de nuestro ser, aquella que se nos muestra siempre como vida y como significado. Hay que tener entonces muy en cuenta que si Rimbaud es el poeta de las maravillosas visiones, no debemos entenderlo necesariamente como el poeta del vértigo y el delirio. ¿Sería acaso el miedo al delirio —“a la locura que se encierra”—, lo que le hizo huir de Europa y de los suyos para convertirse en capataz de canteras en Chipre?

De esta manera, llegamos al humilde hospital de La Concepción, en la ciudad mediterránea de Marsella, donde el poeta ha ido a recalar con sus 37 años a cuestas luego de su infortunado regreso del Medio Oriente. Tiene gangrena en una pierna. Está herido de muerte y su sufrimiento físico y su angustia son enormes. El cura que lo atiende espiritualmente ha quedado impresionado por la enorme fe mostrada por ese pobre hombre, de quien contaban que, en su niñez, se complacía con rayar los asientos de los parques de su ciudad natal, Charleville, con el lema: “Mierda a Dios”.

Según Isabel Rimbaud, su hermano invocará, en su mísero y postrero lecho de moribundo, a una hermosa muchacha de ojos violeta a la que parece amó apasionadamente en los tempranos días de su corta y desgraciada vida. En la última noche de su prodigiosa existencia, el poeta musitará, afiebrado, las más desconocidas y maravillosas imágenes verbales, nacidas de su profundo significado como hombre entregado al menester de una extraordinaria e innegociable vocación humana.

Desafortunadamente, nadie de quienes estuvieron junto a él en el último momento decidieron anotar aquellas palabras, quizás las más extraordinarias del idioma que poeta alguno haya podido jamás expresar. Tal vez sea mejor así, pues aluden a esa extraña región de la palabra y el sentimiento donde las escuelas y los credos enmudecen, y donde, incluso, la posibilidad definitiva del poeta no es ya seguir diciendo, sino sucumbir ante el peso insoportable de la vida y de su atormentada sensibilidad.

Porque, con lo que nos encontramos aquí no es simplemente ante un suntuoso y espléndido lenguaje digno de un rey. Es, en su esencia, más misteriosa, frente a la humilde y abrumadora estética del sacrificio y la desencajada belleza de sus ojos y su cuerpo cruelmente martirizado, porque nuestra última mirada, tristemente rememorativa de su agonía e irremediable partida, de quien se despide es del hijo glorioso de la vida y la esperanza.

Mas, volvamos a escuchar las palabras de Vitier en su cuidadosa y austera descripción de ese mismo instante, en el que narra la muerte de quien fuera, para él, el más grande poeta de la civilización de Occidente: “No nos acerquemos ahora con exceso. Lo han mutilado, lo han hecho llorar toda la noche. Pero, un instante después ya está callado y puro en el rayo de luz que lo ilumina, como la martirizada imagen de la poesía”.

Es allí donde termina y comienza para nosotros —en el rayo de luz que lo abraza en perennidad y lo transporta a la más alta misión—, su inmensa obra: “inagotable para el estudioso de su alma y de su destino”. Es allí, en ese silencio abrumadoramente cargado de significados, que Rimbaud comienza de nuevo a hablar “en los otros que lo miran”…

Es, sin dudas, muy hermoso el texto de Vitier. Hay en él “esputos azucarados de las ninfas”, “derrames de caucho”, y “una muchacha rabelesiana nos sirve jamón rosa y blanco perfumado con un diente de ajo”, en el “cabaret verde”. Es el mismo lugar donde el chaparrón caído en provincia, que contemplan desde los cristales los niños enlutados, es, por hipérbole esencial, el Diluvio que lava nuestras culpas, como un llanto benevolente del espíritu.

Se afirma que después de los célebres acontecimientos de la Comuna, que estremecieran al París de 1871, Víctor Hugo lo tuvo en su casa, bajo su protección. Quiso el díscolo adolescente entregarse también a ese sueño social y cuentan quienes le vieron, apostado e iracundo en medio de las barricadas obreras, que era Rimbaud quien más alto cantaba. Hugo lo llamará, conmovido ante su rara grandeza, fiel a su hiperbólico modo de nombrar las cosas, “Shakespeare niño”. El adolescente le responderá, con ese irónico desdén que le caracteriza, y que puede hacer, a la larga, inhabitable el exceso de proximidad entre las viejas y nuevas generaciones: “viejo chocho”; en probable alusión a la última pasión del autor de El 93: sus hermosos nietos.

Rimbaud es uno de esos singularísimos personajes de la historia de la cultura universal, a quienes paradójicamente se les tiene más en cuenta por lo que pudieron hacer, que por lo que realmente hicieron, o porque lo que hicieron tuvo un valor tan tremendamente humano que todavía se discute con perplejidad la naturaleza teórica de su significado. Muy pocas veces a un artista se le ha rendido tanto culto, o ha servido para exponer tan polémicas opiniones. Tal es así, que su consciente renuncia a la literatura alcanzada al costo de su impetuosa juventud y su voluntario exilio de Europa, ha sido leída como un oscuro evangelio o una inalcanzable “estética del silencio”.

Si el rapto de sus visiones lo acercan a Hölderlin y su completa inadaptación a la sociedad burguesa de su tiempo lo aproximan a creadores tan geniales como Vincent Van Gogh y Paul Gauguin, el contenido más profundo de su misión literaria pudiera estar más cerca de la leyenda, negra o blanca, de su vida, que a una vida paralela a la suya. Yo, personalmente, he notado sorprendentes confluencias con el pensamiento y el trágico destino del filósofo alemán Federico Nietzsche. Ambos se negaron, fieles por igual al esquema previamente trazado de sus vidas, a hacer concesiones al “feliz mundo burgués” que les rodeaba. Y como Nietzsche, Rimbaud se consumió, sin claudicar, en la llama insomne de su espíritu.

Cintio Vitier lo acerca, con reverencia, a la vida de un santo; el escritor norteamericano Henry Miller nota, en cambio, significativas similitudes entre su propia vida y la vida del poeta.

Con Rimbaud fue renovada la vieja concepción del papel social de la literatura y del hombre que la escribe. Un joven que irrumpió un día entre nosotros con un prodigioso lenguaje, dejando atrás una tradición que se le fue volviendo ajena, y que planteó, con su personalísima relación con el arte, un nuevo punto de partida para la experiencia y la conducta humanas. Porque si tratamos con valentía de comprender la problemática trazada por Rimbaud, más allá de intentar un análisis aproximativo a su literatura, lo que deberíamos hacer es colocarnos intencionalmente ante la diáfana presencia de una Escritura, de una indeleble inscripción moral, de una ardiente epístola dirigida a todos los hombres. Y más que enfrentarnos a las usuales cuestiones teóricas que nos propone a diario el arte, tendríamos que aceptar que nos encontramos «casi» frente a una irruptora epifanía. O, como nos expresa con enorme admiración el mismo Henry Miller, de una manera que no debe ser entendida de un modo metafórico, en una afirmación dicha en el contexto de la actual crisis de valores que asola a las sociedades occidentales: “El futuro le pertenece aunque no haya futuro”.

Singularmente para Vitier, como para Henry Miller, el cosmorama de Rimbaud oscila entre la separación abisal de dos mundos: el del significado de la existencia, comprendida desde el sempiterno tema de la salvación personal, o entendida desde el desorden y la consciente perversión de nuestros sentidos; esa oscura noche clandestina” a la que hace grave mención el poeta origenista. (Sé que puede resultar curioso este paralelo entre las opiniones de Vitier y la de Miller, pero pienso hondamente que es así).

Las antiguas miradas cristianas y paganas conforman, en el contexto milenario de la civilización de Occidente, dos mundos no obligatoriamente asimétricos. En el primero, la sensualidad nos exige ser desarrollada como sensibilidad; en el segundo, lo voluptuoso nos pide ser ampliado como razón. El traductor cubano de Iluminaciones nos afirma, en una de las descripciones más sensuales que se haya hecho sobre la imagen viva de Jesús de Nazaret y a propósito de las poderosas visiones que asaltan los abiertos sentidos del adolescente: “Es cierto que Jesús lo mira, blanco y con trenzas oscuras, pero no le habla”.

En mi criterio personal, la tragedia espiritual de Rimbaud radicó en que le tocó vivir en un inútil tiempo burgués carente de solidaridad, donde la palabra perdió su antiguo valor de portadora de sentido, confianza y calor gregario. Él pretendió reencontrar ese original significado social del lenguaje y la existencia remontándose a un Oriente místico —la pureza presentida en “las razas antiguas”, en “el brahmán que le enseñó los proverbios”, en “la franqueza primera”—, o allí donde agónicamente se sitúan las más auténticas y legítimas razones históricas y culturales de la experiencia cristiana: la piedad, la gracia, la bondad.

Tal vez hoy, como nunca, debe encontrarse entre nosotros la posibilidad de comprender el significado lógico y moral de una teleología nacional, indisolublemente ligada, como la comprendieron en su momento los maestros origenistas, con los temas martianos del mejoramiento humano, el valor real de la virtud y la perfección futura de un lenguaje capaz de explicar lo que somos en términos de significados, razón e identidad. En ese sentido, Rimbaud puede continuar siendo para nosotros el más alto de los poetas, porque fue quien con más vigorosa pasión desgarró el velo ilusorio del arte para mostrarnos, detrás de él, su razón vital. A lo mejor tendremos que acudir a la realización política de un nuevo y todavía más revolucionario contexto histórico, para arribar a la tierra prometida del hombre y la palabra.

Para concluir, una última oración del poeta Cintio Vitier, escrita en la Cuba de 1954 y a modo de pregunta, la cual, creo, expresa con manifestada entereza una de las principales preocupaciones de su pensamiento y de su espíritu sobre la vida, la poesía y el destino histórico y moral de Rimbaud: “¿Existirá una praxis última de la poesía donde el hecho es imagen y el progreso científico–económico suficiente hermosura?”.

O sea, ¿pueden ser realmente compatibles, hablando desde un punto de vista estrictamente histórico, el progreso socioeconómico con el trágico Ideal de lo bello y lo bueno? Y, ¿será alguna vez posible fundar, en términos sociales, desde las perspectivas de la creación y la poesía? En esto último pienso que radica la apuesta milenaria de la cultura y el humanismo.

Rimbaud, te seguiremos buscando, con el espíritu de los pobres y en los blanquísimos acantilados de la mañana.

Julio Pino Miyar. Santa Clara, 1959. Ensayista, poeta, y narrador

Reside en los Estados Unidos desde 1987. En 1995 fundó en Miami la revista cultural Los Conjurados. Colabora en calidad de ensayista con revistas impresas y digitales del mundo hispano. En 2003 realizó una exposición conjunta de fotografías en Tel Aviv bajo el rótulo El libro de los árboles desnudos. En Internet lleva el blog: http://juliopinomiyar.blogspot.com