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Evidencias

—Vieja… Acaba de traerme el café —le grito a Josefa después de calzarme las chinelas, estiro los músculos y abro la ventana. Penetran los primeros rayos de sol.

—¿Me habré quedado dormido? —pienso mientras miro hacia el reloj que está sobre la cómoda. ¡Coñó…! Las siete de la mañana.

Josefa se acerca con el café, me atiborra de quejas como si fuera la conductora del noticiero del mediodía.

—Ya comenzó a fastidiar la vecina, siempre pidiendo cubos de agua.

—Mujer… acabo de levantarme, no chives, acostúmbrate a darle una mano al prójimo.

—Sí, pero la niña ya se fue con el machazo de su hijo, dicen que a repasar.

—¡Tan temprano!

—Según ellos iban a la biblioteca porque la Física viene fuerte. No me está gustando esa juntadera.

—Ella es mayor de edad, sabe lo que tiene que hacer.

Josefa vuelve la espalda y regresa a la cocina, sus palabras me dejan pensativo. A veces creo que mi mujer siente celos. Pienso en la madre del muchacho. ¡Qué hembra!

Desayuno, salgo a la calle y me la tropiezo. Viene de la bodega.

—¡Buenos días, vecina! Temprano en busca del pan nuestro.

—De nuestro no tiene nada, para puercos sí —responde mientras el rostro se le contrae— ¡Imagínese! ¿No oyeron la discusión entre mi hijo y el padrastro?

—No… Teníamos el radio puesto.

—No se entienden. Mi hijo, después de la discusión, se fue con la hija de ustedes. Yo, sin una gota de agua.

“Tengo que acudir en su auxilio, el verraco de su marido siempre viajando o en reuniones”, pienso.

—Vecina, calma, al mediodía vengo y se la cargo.

—¡No…! ¿Qué va pensar él? Recuerde que es un perro celoso.

El pan se le cae de las manos. Gagueando se despide. No le quito la vista, ella vuelve el rostro de vez en cuando hacia mí hasta que se detiene frente a su casa y comienza a cuchichear con una vecina. ¿Por qué me miran con tanta insistencia?, me pregunto.

***

Llego al taller, el bullicio es enorme. El sudor corre por mi cuerpo, la desgraciada mujer no se me quita de la mente. El tiempo no avanza. Vuelvo a mirar el reloj. ¡Por fin las doce!

Salgo de prisa, sin abotonarme el overol. Chicho, el cojo, piensa que voy a ocupar mi puesto de bombero voluntario y me grita:

—Ramón, ¿dónde es el fuego?

No le hago caso.

Son casi las doce y media. Me detengo frente a su casa, suspiro. Toco fuerte en la puerta. Ella entreabre con precaución y cuando descubre quien soy abre del todo. Miro hacia la ventana del frente, descubro que curiosean. No me importa.

Ella recorre la calle con su mirada hasta que, decidida, me dice:

—Pensé que había pasado algo —y me manda a pasar.

Buscando confianza le digo:

—No tema por la llegada de su marido, hoy le toca el consejillo.

—No es eso, pero siéntese por favor, ahora menos que nunca puedo despreciar su ayuda —me dice con voz temblorosa.

La palidez de su rostro me hace pedirle:

—Vamos a sacar el agua, no quiero crearle demasiado problema.

—Siéntese un momento, por favor, el café está al hervir.

No espera la respuesta, con un movimiento provocador en su cuerpo se dirige a la cocina.

Mis ojos recorren con indiscreción parte de la casa. A través de la puerta del primer cuarto se puede ver el desorden. “La bronca mañanera fue grande”, pienso.

Regresa con la bata medio desabotonada. Se inclina nerviosa para alcanzarme el café, disfruto la vista de sus desafiantes senos, su rostro sigue pálido. El desespero me hace halarla por un brazo y apretar su pecho contra el mío. Se deja. Intento llevarla a la habitación. Se resiste:

—No… En el cuarto no.

Ahora es ella quien me conduce hasta la cocina. Mis manos exploran su cuerpo.

***

—Pica un pedazo de queso, que yo sirvo la cerveza —me pide.

Hay furia loca dentro de mí. Ella me observa y le sonrío.

En el fregadero hay un cuchillo ensangrentado.

—Hoy compré hígado, lo estaba preparando —dice cuando nota mi asombro.

—¿Dónde hay agua para limpiarlo? —le pregunto mientras lo tomo en la mano. A pesar de la palidez, una sonrisa vaga aparece en su rostro.

Entonces termina de rasgarse la bata y, como una loca, sale gritando hacia la calle.

—¡Lo mató! ¡Lo mató! Yo sabía que esto iba terminar así…

Yo no consigo entender nada. No todavía. Mi mente se oscurece cuando escucho la sirena. Entran y alguien toma el cuchillo de mis manos.

Cuando salimos a la calle, la cuadra está llena de vecinos.

Santos Armando Borrell Curbelo. Narrador

Miembro del Taller Literario de la Casa de la Cultura de Santa Clara.