Ciencia Ficción

Gourmet

Nebulosa. Foto por NASA en Unsplash
Nebulosa. Foto por NASA en Unsplash

Traducción: Germán Piniella (Especial para Isliada)

Este era el problema interminable de todos los cocineros de una nave espacial; tenían que alimentar mañana a los hombres con lo que habían comido hoy.

Impedidos de ir al juego de pelota, y muy lejos de las mujeres, los hombres a bordo de naves piensan, hablan, se quejan acerca de la comida. Es cierto que la Mujer sigue siendo un tópico de profundo estudio, pero la discusión nunca puede reemplazar la práctica como arte. Por otro lado, comer es un reto que los tripulantes enfrentan tres veces al día, tan presente en sus pensamientos que una historia de la navegación puede hacerse a partir de la lista de suministros.

En los días en que los marinos de agua salada estaban mapeando islas y arponeando focas, por ejemplo, los marineros del castillo de proa se autodenominaban Guiseros, como homenaje al guiso líquido que ocupaba lugar prominente en el menú marítimo. El apelativo de “Limey” para los marineros ingleses salió del nombre del cítrico antiescorbútico (lima) que se echaba en su dieta, una fruta conocida por los navegantes de una era más sofisticada solo como adorno de nuestra ginebra con tónica en tierra. Y en la actualidad, nosotros los hombres de Marte somos denominados Babosos, en honor de las algas Chlorella y Scenedemus que, al rellenar nuestros espacios interiores, abren las vías del gran Espacio que hay afuera.

Si cualquier personal de tierra disputa la importancia de la panza en la historia –ya sea exterminando ballenas o introduciendo la sífilis a los isleños de Fiji, o poblando el litoral australiano de colonias de Middlesex y Hampshire– se le refiere al capítulo ciento uno de Moby Dick, un libro presente en todos los tanques de entretenimiento de las naves espaciales, con excepción de las más pequeñas. Sin embargo, espero  que ningún Hombre de Marte dedique más de una semana a partir del despegue a revisar este inventario de refrigerios. Un catálogo de bandas de carne de res y ruedas de queseo Leyden y barriles de buena ginebra sería una lectura muy complicada para un hombre condenado a alimentarse de la Chlorella del espacio marciano.

La tripulación del Pequod comía galletas agusanadas y carne salada. Los hombres del Nimitz ganaron su guerra a base de conservas de cerdo y frijoles. El Tritón hizo su periplo submarino de la Tierra con una galera repleta de pizza congelada y concentrado de jugo de manzana. Pero luego, cuando los marinos abandonaron el mar por los cielos, llegó la decadencia.

El primer servicio de la existencia en tierra que se abandona es una comida decente. Los primeros hombres en el vacío tragaban proteína que se chupaba de tubos de aluminio, y les encantaba regresar a la dieta terrestre de bistec con papas fritas.

Mucho antes de que yo entrara a la Escuela de Medicina, desesperado por ver un cielo negro a través de un ojo de buey, la ciencia de la cocina había colmado en asqueroso exordio de Isaías 36-12, para servir a los Babosos en el desayuno de hoy lo que habían sido las sobras de antes de ayer más agua de albañal.

El Cocinero de a Bordo, el hombre que logra el milagro diario de convertir despojos en algo comestible es, de muchas maneras, el hombre más vital en una nave espacial. Puede levantar la moral o fomentar un motín. Su poder es primordial. Los Babosos recuerdan el fracaso del Ajax, por ejemplo, en el cual un  ayudante de cocina rellenó los tanques de Chlorella con agua pesada del escudo de la nave. Cuatro oficiales y veintiún marinos de otros rangos fueron rescatados del Ajax en el espacio profundo, la mitad de ellos muertos de envenenamiento por deuterio. Recordamos también el incidente del Benjo Maru, provocado por un Cocinero de Bordo que permitió que su cepa de algas se contaminara con una levadura Saccharomycodes de rápido crecimiento. La nave japonesa se tambaleó hasta su rampa en Piano West después de una borrachera de veinte semanas: la levadura ajena había entrado al estómago de cada uno de los hombres a bordo, donde fermentó cada bocado subsiguiente hasta convertirlo en sake de alta graduación alcohólica. Y una tercera nota al pie a la antigua observación “Dios envía comida, y el diablo envía a cocineros”: los Hombres de Marte recordarán lo que sucedió a bordo de mi nave, la Charles Partlow Sale.

La Sale despegó desde la Estación Brady a mediados de agosto, con destino a Piano West, adonde llegaría a principios de mayo. Sin una prisa especial, íbamos por la ruta de bajo consumo de energía hacia Marte, una vía de una etapa de tiempo tan larga como el periodo humano de gestación. Nuestra carga consistía principalmente en plántulas de abeto Tien-Shien y algunas toneladas de semillas de hierba ártica —estas últimas para sembrarlas en los páramos y exterminar los arbustos de arándanos endémicos. Llevábamos en la nave la tripulación mínima de seis hombres y tres oficiales. Yo era el Oficial Sanitario, Paul Vilanova. Nuestro Capitán era Willy Winkelmann, el tipo más duro en el espacio y probablemente el más obeso. El Cocinero de a Bordo era Robert Bailey.

Cocinar en una nave espacial es un trabajo que combina las más frustrantes tensiones de la bioquímica, micología aplicada, agricultura de alta velocidad, dietética e ingeniería en alcantarillado. Es responsabilidad del cocinero asegurarse de que cada hombre reciba cada día no menos de cinco libras de agua, dos libras de oxígeno y libra y media de alimentos secos. Esto no es solo un párrafo del Contrato del Sindicato Espacial. Es una declaración del combustible mínimo que un hombre necesita.

Doce toneladas de agua, oxígeno y comida hubieran llenado hasta reventar los compartimentos de carga y hubiera dejado al C.P. Sale sin una razón para llegar a Marte. Sin embargo, al permitir que una colonia de algas Chlorella procesara el aire, agua y otros efluvios utilizados, tres toneladas de metabolitos nos llevarían de la Estación Brady a Piano West y de regreso. La respuesta era el reciclaje. La molécula de carbohidrato, grasa, proteína o mineral que no alimentaba a la tripulación alimentaba a las algas. Y las algas nos alimentaban a nosotros.

Todos los desperdicios se utilizaban para fertilizar nuestros campos líquidos. Se echaban en los tanques de Chlorella hasta los restos de barba de nuestras 2 690 afeitadas y el cabello de los 666 recortes durante la ida y la vuelta. El pelo humano es rico en aminoácidos esenciales.

Las algas —secadas por el cocinero, remojadas en alcohol metílico para eliminar el olor y hacer el residuo más digerible, disfrazado y sazonado en cientos de maneras— servidas como una especie de carne con papas que realmente nunca se acababa. Nuestro aire y nuestra agua eran igualmente inmortales. Al llegar al final de nuestro viaje, cada molécula de oxígeno estaría familiarizada con los alveolos de cada hombre. Cada gota de agua habría intimado con los glomérulos de cada riñón en la nave antes de atracar. Los políticos terráqueos tienen  bastante razón cuando dicen que los espaciales somos una raza aparte. Somos la única raza de humanos que no pueden darse el lujo de ser melindrosos.

Aunque mi cargo es el de Oficial Sanitario, raras veces uso un bisturí en el espacio, Mi cargo es más bien el de encargado del botiquín. Entre mis deberes está el de servir de muro de los lamentos, oficial para mantener la moral, guardián del whisky medicinal y frustrante de asesinatos mutuos. En este viaje, el hombre quien nos encantaba odiar era nuestro Capitán.

Si el cocinero no tuviera suficientes problemas con los deberes químicos y psíquicos de su cargo, Winkelmann suministraba la necesidad. El Capitán Willy Winkelmann era el tipo de hombre que si a uno le hacía falta ir al espacio era mejor irse solo. Si los prusianos hubieran tenido una infantería de marina, él sería el Instructor perfecto para entrenar reclutas. Tenía una astilla de helio congelado por corazón y su voz era un goteo de ácido. El planeta Tierra no era lo suficientemente grande como para que cupiera una verruga tan molesta como Willy Winkelmann. Hacinados todos el día entero en una góndola del tamaño de un vagón de ferrocarril, pronto nuestro Capitán se estableció como una gran hemorroide social.

El chivo expiatorio preferido del Capitán era, por supuesto, el joven Bailey, nuestro Cocinero.  Fue Winkelmann quien vio las posibilidades humorísticas en la entrada del Registro de Personal, “Bailey, Robert”. De inmediato rebautizó como “Ladrón de Barrigas”1 a nuestro desafortunado compañero de a bordo  Fue Winkelmann quien discutió la alta cocina y las propiedades de los vinos más nobles mientras masticaba nuestras hamburguesas de algas y bebía el café que sabía a agua de inodoro. Y fue el Capitán Willy Winkelmann quien nunca se refirió a la letrina de la nave por otro nombre que el de La Despensa de la Cocina.

Bailey trataba de alimentarnos siguiendo las normas de tierra. Ocultaba el sabor de la metionina sintética –un aminoácido esencial no sintetizado por la Chlorella– sazonando nuestros ágapes de algas con pizcas de orégano y tomillo. Teñía de rosado las porciones verde pálido de la Chlorella prensada, texturizaba la masa hasta lograr la consistencia de una hamburguesa y tostaba los trozos hasta obtener un delicado color castaño en un vano intento por hacer carne falsa. De postre, servía una especie de sirope espeso, compuesto a partir de la pasta de dextrosa del reciclado de carbohidrato. La tripulación se lo agradecía. El Capitán no. “Ladrón de Barrigas”, decía en su tono helado como el viento de invierno en el Mar del Norte, “es mejor que recicles otra vez este revoltijo en los tanques. Hay un juego de palabras en mi tierra natal: Mensch is was er ist. Quiere decir, uno es lo que come. Creo que eres impertinente al sugerir que yo me convierta en este Schweinerei2 que me estás dando”. El Capitán Winkelmann se limpió la barbilla con su servilleta, levantó su pesada humanidad de la mesa y subió la escalerilla para salir del cubículo-comedor.

—Doc, ¿a usted le gusta Winkelmann? —le preguntó el Cocinero.

—No mucho —dije—. Sospecho que el mejor regalo que el Capitán puede hacer a su mamá el Día de las Madres es no estar a su lado. Pero tenemos que vivir con él. Es un buen hombre cuando se trata de dirigir una nave.

—Quisiera que dejara de dirigir a este Cocinero —dijo Bailey— ¡Gordo asqueroso!

—Estar rellenito es un tributo involuntario a tu cocina, Bailey —le dije—. Come bien. Todos comemos bien. Me he alimentado a bordo de muchas naves en mi vida, y estoy dispuesto a jurar que tu mesa no es segunda de nadie.

De un recipiente Bailey tomó un puñado de Chlorella seca y la frotó entre los dedos. Era verde y olía a pantano, y se veía tan apetitosa como una escara. 

—Con esto es lo que tengo que trabajar —dijo. Devolvió la Chlorella al recipiente—. En Ohio, mi tierra natal, en la presencia de las damas llamaríamos a esta basura Cagarrutas de Caballo.

—Nunca harás feliz a Winkelmann –dije—. Incluso la muerte simultánea del resto de los seres humanos apenas le arrancaría una sonrisa. Pero continúa con tu buen trabajo, y mantén gordo a nuestro Capitán.

Bailey asintió desde su pesimista nube de un solo hombre. Saqué una botella de whisky de centeno del Botiquín Médico y le ofrecí un trago terapéutico. El Cocinero lo rechazó con un gesto. 

–Ahora no, Doc —dijo–. Estoy pensando en el menú de mañana.

El producto de las elucubraciones de Bailey estaba en la mesa al mediodía del día siguiente. A cada uno se nos sirvió una lechuga entera, aderezada con algo muy parecido a vinagre y aceite, y especiada con pequeñísimas hojas de pimpinela. No puedo imaginar cómo Bailey había construido aquellas lechugas sintéticas; las horas dedicadas a preparar una pasta verde de Chlorella, amasar y secar y conformar cada hoja artificial, la unión de nueve lechugas como crujientes rompecabezas tridimensionales. El plato principal era  nuevamente “bisté de hamburguesa”, pero esta vez la masa álguica de la cual se conformaba estaba sumergida en una espesa salsa cárnica que apenas era verde claro. Una mano generosa había rociado la esencia de bisté utilizado en estas chuletas de Chlorella. El ajo era evidente. 

—Está tan suave —bromeó el radista—, que casi no puedo creer que sea bisté de verdad.

Bailey miraba fijamente al otro lado del cubil-comedor hacia Winkelmann, implorando en silencio la ratificación de su obra maestra por parte del Capitán. Los grandes carrillos rosados del hombretón se hinchaban y movían con su masticación. Tragó un bocado. 

—Ladrón de Barrigas —dijo Winkelmann—, casi prefiero esta machada escoria cruda a que la eches a perder con cebolla sintética y sal reciclada.

—Usted parece atiborrarse con la comida de Bailey, Capitán —dije. Observé la forma de Winkelmann. De bulbo, debido a toda una vida de exceso de alimentos.

—Sí, me la como —dijo el Capitán, hablando mientras masticaba otro bocado—. Pero solo como al igual que un hombre en el desierto comería gusanos y grillos para mantenerse con vida.

—Señor, ¿qué espera usted de mí? —suplicó Bailey.

—Tan solo buena comida —murmuró Winkelmann a través de su bocado de algas disfrazadas. Tocó su cabeza con un dedo—. Esto, el cerebro que guía a la nave, no puede ser obligado a trabajar con sancocho para cerdos. ¿Entiende Ladrón de Barrigas?

Bailey, sus manos hechas puños a lo largo del cuerpo, asintió. —Sí, señor. Pero en verdad no sé qué pueda hacer para complacerlo.

—Usted es un hombre del espacio y el Cocinero de a Bordo. No una Hausfrau 3 de los suburbios con sus sofocos —dijo Winkelmann–. No le tolero histeria, pataletas ni lloriqueos. Solamente –¿entiende algo tan simple?–  comida que mantenga contenta mi barriga y vivo mi cerebro,

—Sí, señor —dijo Bailey, su rostro la representación de esa ofensa que los británicos llaman Insolencia Muda.

Winkelmann se puso de pie y subió la escalerilla hacia el cubículo del piloto. Yo lo seguí.

—Capitán—le dije—, está presionado demasiado a Bailey. Le está pidiendo que haba concreto sin cemento.

Winkelmann me observó con su mirada azul pálido.

—¿Usted cree, Doctor, que mi crueldad con el Ladrón de Barrigas es la actitud biliosa de un hombre de mediana edad? 

—Con toda franqueza, no comprendo su actitud.

—Usted me acusa de obligar a un hombre a hacer concreto sin cemento —dijo Winkelmann–. Muy bien, Doctor. Creo de todo corazón que si el capataz del Faraón hubiera tenido la misma firmeza de propósito, los Hijos de Israel hubieran hecho cemento nada más que con arena. La necesidad, Doctor, es la madre de la invención. Yo soy la necesidad de Bailey. Mis indelicadezas lo hacen sentirse incómodo, eso no lo dudo. Pero lo estoy obligando a experimentar, a improvisar, a ampliar los horizontes de su ingenuidad. De alguna manera aprenderá a sacar buena comida de los tanques de Chlorella.

—Lo está presionando demasiado, Capitán —dije–. No lo va a aguantar.

—Bailey tendrá un salario de cincuenta mil dólares esperándolo cuando lleguemos a la Estación Brady —dijo el Capitán Winkelmann—. Tanto dinero compra muchas incomodidades. Puede retirarse, Doctor Vilanova.

—La moral en la nave…—comencé a decir.

—Puede retirarse, Doctor Vilanova —repitió el Capitán Winkelmann.

Bailey hablaba cada vez menos a medida que avanzábamos a lo largo de la vía elíptica hacia Marte. Cada comida que él preparaba era un nuevo intento por propiciar el apetito de nuestro iracundo Capitán. Cada una de esas ofertas era condenada por aquel hombre sin corazón. Bailey comenzó a tratar de evitar al Capitán a las horas de las comidas, pero se sintió frustrado por las órdenes del Capitán. 

—Felicite al Chef de mi parte, por favor —ordenaría el Capitán a un tripulante—, y pídale que se llegue aquí un momento.

Y el Cocinero aparecería triste en el cubil comedor, a fin de que se cuestionara ácidamente otra vez su genio culinario.

No tengo dudas de que Bailey era el mejor cocinero que jamás haya entrado en una órbita Hohmann. Todas sus comidas establecían una marca mayor de brillantez gastronómica. Nos servía, por ejemplo, una caliente suprema sintética de pavo. La salsa de queso era casi creíble, la carne de pavo de Chlorella era blanca y tierna. Con esta delicia, Bailey servía un delicioso y granuloso “pan de maíz” y había extraído de sus algas un lípido sustituto de mantequilla que empapaba el pan caliente con un genuino aroma de derivado lácteo. 

—Espléndido, Bailey —le dije.

—No estamos contentos —dijo el Capitán Winkelmann, al mismo tiempo que aceptaba una segunda porción del pseudopavo–. Está mejorando, Ladrón de Barrigas, pero solo de forma aritmética. Sus primeros esfuerzos fueron tan espantosos que requerían de una progresión geométrica de mejoramiento de la excelencia para elevarlo a algo meramente comible. Para cuando estemos a medio camino del sol, confío en que haya aprendido a cocinar con la competencia de un estudiante de primer año en Economía del Hogar. Puede retirarse, Bailey.

La tripulación y mis colegas oficiales se divertían por la manera en que Winkelmann ridiculizaba a Bailey; además, se sentían gratificados por el hecho de que la batalla entre su Capitán y su Cocinero sirviera para alimentarlos tan bien. La mayor parte de la gente del espacio se embarca en un viaje al exterior un tanto regordetes, después de haber comido suficiente durante los últimos días en tierra para traer de contrabando varios cientos de calorías de grasa y muchos recuerdos de buena comida. En este viaje, ninguno de los hombres había perdido peso durante los cuatro primeros meses en el espacio. Es más, Winkelmann parecía haber aumentado. El uniforme estaba tenso sobre su gordo trasero, y resoplaba un poco al subir los escalones. Yo estaba pensando sugerir al Capitán que recortara su dieta por razones de salud, un consejo que hubiera sido único en los anales de la medicina espacial, cuando Winkelmann lanzó su insulto supremo a nuestro Cocinero.

A cada hombre en el espacio se le permiten diez kilogramos de efectos personales, además de sus uniformes que son considerados Suministros de la Nave. Como ameritan su rango y responsabilidad al Capitán se le permite el doble de esta ración. Así él puede llevar a bordo unas cuarenta libras de juegos de cartas, libros, lana para tejer, whisky o lo que se le ocurra para ayudarlo a pasar las horas entre planeta y planeta. Bailey, yo sabía de hecho, había utilizado su cuota para llevar a bordo una caja de especias: mejorana y menta, romero, polvo de sasafrás albahaca, pimienta de Jamaica y decenas más.

El Capitán Winkelmann no era un lector y no había traído libros. Los juegos de cartas no le interesaban en lo absoluto, ya que eso implica una sociabilidad ajena a su naturaleza. Nunca bebía a bordo de la nave. Yo suponía que había devuelto a los propietarios su carga personal a cambio de cien dólares por kilogramo. Para lograr el máximo permitido, se sabe que algunos hombres del espacio abordaban la nave como su madre los había traído al mundo.

Pero este no era el caso de Winkelmann. Su equipaje de efectos personales, una caja de cartón sin identificar, apareció debajo de la mesa en la comida del mediodía unos cien días después de despegar de Piano West. Winkelmann descansaba sus pies en la caja cuando se sentó a comer.

—¿De qué asquerosa manera aparece hoy la basura de la nave, Ladrón de Barrigas? —preguntó al Cocinero.

Bailey frunció el ceño, pero mantuvo la calma, un ascetismo en el cual a estas alturas ya tenía mucha práctica.

—He estado trabajando en el problema del bisté, señor —dijo—. .Creo que he mejorado el sabor. Lo que me quedaba era obtener la textura del bisté. ¿Entiende usted, señor?

—Entiendo —gruñó Winkelmann–. Su intención es de que la más reciente bazofia se sienta como bisté en la boca, y no como papilla para niños, ¿es así?

—Sí, señor —dijo Bailey—. Bien, pasé el sustrato de bisté –Chlorella, por supuesto, con todo tipo de sazones especiales–  por un colador y blanqueé las hebras en aceite caliente de algas. Luego corté esas hebras en pedazos pequeños y los amasé. Voilà, obtuve algo muy similar en textura a la fibra muscular de la carne genuina.

—Extraordinario, Bailey –dije.

—Casi que me estropea el apetito escuchar cómo usted manosea nuestra comida —dijo el Capitán, mientras la papada mostraba una expresión de desagrado–. Está muy bien comer langosta, por ejemplo, pero nunca me ha interesado ver a esa fea bestia hervir ante mis ojos. Los detalles echan a perder la comida.

Bailey levantó la tapa del sartén eléctrico en el centro de la mesa y tiernamente colocó un pequeño “bisté” en cada uno de nuestros platos. 

–Pruébelo —alentó al Capitán.

El Capitán Winkelmann cortó una esquina de su bisté álguico. El color era excelente y estaba tiernamente poco hecho (pero algo más), el aroma tenía el profundo olor de la carne recién sacada de la parrilla. Winkelmann, masticó, mordió, tragó. 

–No está mal, Ladrón de Barrigas —dijo mientras asentía. Bailey sonreía y movía su cabeza, las manos unidas ante él en un éxtasis de placer. Una palabra amable del Capitán mejoraba los volantes y floreos de un hombre más razonable. 

—Pero aún le falta algo… algo —continuó Winkelmann, cortando otra porción de la sabrosa Chlorella.

— ¡Ajá, lo tengo!

—¿Señor? —preguntó Bailey.

—¡Esto, Ladrón de Barrigas!

Winkelmann estiró una mano debajo de la mesa y arrancó la tapa de su caja de cartón.

—Ketchup —dijo, salpicando el jugo rojo encima de la obra maestra de Bailey. La mortaja escarlata para los fracasos de los cocineros. Llevó a su boca un trozo del bisté que chorreaba ketchup. Luego masticó—. Justo lo que le faltaba.

—¡Maldito sea!—, gritó Bailey.

La sonrisa de Winkelmann se apagó y sus ojos azules taladraron a Bailey.

—Señor…—agregó Bailey.

—Así está mejor —dijo Winkelmann y tomó otro bocado. Meditativamente, dijo: —Usado con cautela, y solo por mí, creo que tengo suficiente ketchup hasta que llegue a Marte. Por favor, Ladrón de Barrigas, deje una botella en la mesa para todas mis comidas en el futuro.

—Pero, señor…—comenzó Bailey.

—Debe darse cuenta, Ladrón de Barrigas, que un Capitán con dispepsia es una amenaza al bienestar de su nave. Si yo hubiera continuado comiendo su bazofia surrealista durante cien días más, sin el pequeño consuelo de esta salsa que tuve la previsión de traer, probablemente yo no estaría en condiciones de realizar con toda seguridad el descenso suave en la rampa de Piano West. ¿Entiende, Ladrón de Barrigas?

—Entiendo que usted es un desagradecido, imposible, testarudo, despótico…

—¡Cuidado con el sustantivo! —advirtió el Capitán al Cocinero–. Sus adjetivos son muestra de insubordinación, pero el nombre pudiera ser un motín.

—Capitán, usted ha ido demasiado lejos —dije. Bailey, con sus puños cerrados, estaba de color escarlata, su pecho subía y bajaba con la respiración agitada de emoción.

—Doctor, debo señalarle que no le conviene al Oficial Sanitario tomar partido con el Cocinero en contra del Capitán —dijo Winkelmann.

—Señor, Bailey se ha esforzado por complacerle —dije—. Los demás oficiales y los hombres se sienten más que satisfechos con su trabajo.

—Eso solo sugiere una atrofia de sus papilas gustativas —dijo Winkelmann–. Puede retirarse, Doctor. Y usted también, Ladrón de Barrigas —agregó.

Bailey y yo salimos juntos del compartimento del comedor. Lo llevé hasta mi dependencia, donde tenía almacenados los suministros médicos. Se sentó en mi litera y estalló en llanto golpeando con los puños la pared metálica.

—Este trago si te lo vas a tomar —dije.

—¡No, maldición! —gritó.

—Es una orden —dije. Serví para cada uno unos 50 cc de whisky de centeno–. Esto es terapia, Bailey —le dije. Se echó de un trago el ardiente líquido como si fuera agua y en silencio estiró el brazo en busca de más. Se lo serví.

Después de unos minutos cesaron los sollozos de Bailey. 

—Perdóneme, Doc —dijo.

—Has soportado más presión que lo que aguantaría la mayoría de los hombres —dije–. No hay nada de qué avergonzarse.

—Está loco. ¿Qué hombre en su sano juicio esperaría que yo obtuviera Wiener schnitzel y sauerkraut y Backhahndl nach süddeutsher Art4 de un tanque de algas? Solo tengo hierbajos microscópicos para cocinarle. Moléculas agotadas que provienen del inodoro; aditivos de aminoácidos empaquetados. ¡Y él espera platos que se llevarían el primer premio en el banquete anual de Amigos de Escoffier!

—La tuya es una queja antigua, Bailey —dije–. Te has dejado los dedos en carne viva, esclavizándote ante un fogón caliente, y no eres apreciado. Pero recuerda que no estás casado con Winkelmann. Dentro de un año estarás en tu casa en Ohio, con cincuenta mil dólares en el banco, listo para inaugurar ese restaurante tuyo y nuestro gordo Holandés Errante ya olvidado.

—Qué odio le tengo —dijo Bailey con la sencillez de la verdadera emoción. Tomó la botella. Se la dejé. A veces el alcohol puede ser un apto confederado de la vis medicatrix naturae, el poder curativo de la naturaleza. Media hora más tarde até a Bailey a su litera. Esa borrachera terapéutica parecía ser justamente lo que él necesitaba.

Para la comida de la mañana siguiente, había un caldo de una extraordinaria horribilidad, un potaje de Chlorella vulgaris hervida que lucía y sabia como el vómito de una bestia marina limpiafondos. Bailey, con ojos enrojecidos y en un temblor, no se excusó y miró fijamente a Winkelmann, como si lo retara a hacer un comentario. El Capitán llevó a su boca una cucharada de la asquerosa mezcla, chasqueó los labios y dijo: 

—Ladrón de Barrigas, al fin estás mejorando algo.

Bailey asintió con una sonrisa. 

—Gracias, señor —dijo.

Yo sonreí también. Bailey se había conquistado a sí mismo. Sus defensas psíquicas ya eran lo suficientemente fuertes como para soportar los feroces asaltos de ironía del Capitán. Probablemente nuestra comida  sería mala durante el resto de este viaje, pero ese era el precio que yo estaba dispuesto a pagar para ver derrotada la teoría de Willy Winkelmann de forzar al Cocinero a hacer concreto sin cemento. El Capitán lo había presionado demasiado. Pensé que necesitaría ese ketchup para las comidas que faltaban.

La comida del mediodía fue tan terrible como el desayuno. El café sabía a sal, y casi nadie lo bebió. Los hombres en el compartimento del comedor protestaron con vehemencia y culpaban al Capitán, en su ausencia, por la decadencia de las normas culinarias. A Bailey no parecía importarle. Sirvió sin mucho entusiasmo las hamburguesas de algas y se apresuró en regresar a su cocina sin importarle los insultos de los tripulantes.

Como solo había tres asientos en el compartimento del comedor del Sale, hacíamos nuestras comidas en tres turnos. Esa noche, al bajar la escalerilla para comer, mi olfato percibió un efluvio emocionante de parrilla, un aroma que hace que un hombre piense en rescoldos de carbón en un brasero, en grillos cantando y verde hierba bajo los pies, del sonido del gas que se escapa al abrir una lata de cerveza.

—Lo logró, Doc —dijo uno de los comensales del primer turno–. ¡Sabe a comida de verdad!

—Entonces derrotó al Capitán en su propio juego —dije.

—El Holandés no va a querer echar a perder estos bistés con kétchup —dijo el tripulante.

Tomé asiento, desplegué la servilleta y miré esperanzado la sartén eléctrica en medio de la mesa. Bailey nos sirvió los pequeños “bistés” a los tres. Cada uno contenía como una libra de Chlorella seca, me pareció, mientras tocaba el mío con el tenedor. Pero estaba empapado en una espesa salsa, como la que hacía abuela en su sartén de hierro negro, pimentosa y corajudamente sazonada con pedacitos de ajo. Corté un pequeño pedazo de mi bisté y lo probé. Poco cocinado, por supuesto: hay límites para el arte. Pero el sabor a verdín de laguna había desaparecido. Bailey apareció en la puerta de la cocina. Le hice señas para que me acompañara. 

—Lo lograste, Bailey —dije—.Todos los Babosos en órbita te agradecerán esto. Está realmente bueno.

—Gracias, Doc —dijo Bailey.

Sonreí y probé otro trozo. 

—Puede que no te des cuenta, Bailey, pero esta es también una victoria para el Capitán. Te presionó para llevarte al triunfo. No hubieras podido hacerlo sin él.

—¿Quiere decir que él solo me estaba alentando, obligándome a hacerlo mejor? —preguntó Bailey.

—Te estaba presionando para que lograras lo imposible —dije— y lo lograste. Puede que nuestro Capitán sea un hombre duro, Bailey, pero supo sacar el máximo desempeño de su Cocinero de a Bordo.

Bailey se puso de pie.

—¿A usted le gusta el Capitán Winkelmann, Doc? —preguntó.

Pensé un momento en la pregunta. Winkelmann era bueno en su trabajo. Persuadía a su hombres por medios repugnantes, cierto, pero todo era por el bien de la nave y su tripulación.

—¿Si me gusta el Capitán Winkelmann? —pregunté, mientras pinchaba otro trozo de mi bisté artificial—. Bailey, temo que admitir que sí.

Bailey sonrió y sacó un segundo bisté de la cazuela y lo colocó en mi plato. 

—Entonces, coma otro bisté —dijo. 

NOTAS 

1. Juego de palabras intraducible entre “Bailey, Robert” y “Belly-Robber” (Ladrón de Barriga). (Todas las notas son del traductor)

2. Porquería, en alemán. 

3. Wiener Schnitzel, en alemán, escalope vienés. Sauerkraut, col agria.4. Backhahndl nach süddeutsher Art, pollo frito al estilo del Sur de Alemania

Allen Kim Lang. Fort Wayne, Indiana, USA; 1928.

Se dio a conocer como autor de ciencia ficción en 1950 con La máquina de Klamugra, en la revista Planet Stories. Desde entonces ha publicado más de veinte títulos entre novelas y libros de cuentos, todo con un trasfondo de humor a veces macabro. Destacan sus obras Blind Man' Lantern, Cinderella Story, The Chemicale Pure Warriors y The Great Potlatch Riots. Esta posiblemente sea la primera vez que se publica en Cuba.