Policial

Indómito

“El dinero es la red, el asidero. El dinero es gravedad.
El dinero es lo único que nos impide caer en el negro vacío interestelar.”

Donald Westlake

PRÓLOGO

El dolor movió los hilos y tiró de Durán.

Abrió los ojos: tinieblas y opresión; un peso abrumador lo empujaba bocabajo contra la tierra como si llevara el mundo cargado sobre la espalda; un dolor ardiente le atenazó el costado izquierdo. No recordaba nada. Hizo un esfuerzo por moverse, por intentar incorporarse, y le falló el impulso. Inspiró profundo dentro de la salvadora burbuja de aire. Algo de consistencia arenosa se le escurrió entre los hombros, le entró en los oídos. Era consciente del cuerpo humano, inmóvil, tendido sobre el suyo, y también del líquido viscoso que le bajaba por el cabello y la frente y se le metía en los ojos: sangre.

Entonces lo comprendió.

Estaba bajo tierra. Sepultado vivo.

El corazón de Durán se encabritó, la adrenalina entró rugiendo en sus venas. Un temblor incontrolable se apoderó de su cuerpo. Luchó contra el shock y el sentimiento opresivo, tratando de sobreponerse al pánico que le llegaba en oleadas. Buscó a tientas y tropezó con algo sólido, quizás un saliente de roca soterrada. La tierra húmeda y pedregosa se le metía bajo la ropa y pronto, cuando cambiara de posición, entraría por sus fosas nasales y lo sofocaría.

No, no iba a morir, se dijo. No iba a renunciar ahora.

Se centró en la urgencia, en el vigoroso instinto de supervivencia que latía en su interior. Tomó aliento y sirviéndose del saliente giró a duras penas hasta encontrar cierta verticalidad, lo que redujo la presión sobre él. Tuvo mucha suerte de que la tierra no estuviera apelmazada. Afincó los pies al saliente y comenzó a abrirse paso hacia arriba con las manos desnudas, cavando su camino hacia el oxígeno y la vida, viendo relámpagos bajo sus párpados cerrados, la mandíbula apretada con fuerza, los pulmones a punto de colapsar.

El terreno cedió y su mano extendida halló el vacío. Tanteó a ciegas, buscando asidero. Encontró algo sólido y alargado: una rama o una raíz. Serviría. Su otra mano sintió el tacto de la piel de un antebrazo bajo él y lo aferró por acto reflejo. Dio un último empuje, se alzó a sí mismo y emergió a un suelo de tierra removida, lombrices, guijarros y hojarasca. Con el cuerpo aún medio enterrado, abrió la boca y se llenó los pulmones de aire vivificante.

La noche tropical había perdido su calidez. Una brisa fría soplaba desde el norte y arrancaba quejidos de las ramas de los árboles. Tosió y expulsó hierbajos y tierra fangosa.

La sangre en su cabeza era de otra persona.

Rubén. La sangre era de Rubén.

El recuerdo lo estremeció. Su mano enterrada seguía aferrando el antebrazo de Rubén. Maniobró para salir del todo y luego sacó el cuerpo muerto de su amigo; había recibido un impacto de bala en el pecho, y otro disparo le había arrancado la mitad del rostro.

Aquel cadáver le había salvado la vida.

El dolor lacerante regresó y lo hizo jadear. Se tocó el costado y los dedos se le mancharon de sangre, esta vez suya. Rendido por el esfuerzo, se tendió sobre la hojarasca y contempló el cielo nocturno sobre el Bosque de La Habana. La luna llena era enorme en el firmamento sin estrellas. Un mundo de grises y negros. Escuchó el murmullo del Almendares, el roce del agua contra los cantos en la ribera del río; se concentró en el olor de la humedad y en las siluetas de los algarrobos, los almendros y las lianas que colgaban de los falsos laureles. Sus temblores remitieron progresivamente.

Mientras pensaba en lo ocurrido, la luna siguió su curso entre los árboles y las sombras del bosque reptaron hacia él.

***

La Harley Davidson bramaba en el fragor del tráfico de Centro Habana. Durán atravesó el Barrio Chino por Zanja para tomar una vía más rápida, y luego bajó por Rayo a encontrar San Rafael, donde hizo un giro prohibido a la derecha, se montó sobre la acera para esquivar un camión y aceleró hasta la puerta del edificio donde vivía su padre.

El edificio, de fachada ruinosa y tiznada de hollín, se alzaba justo al final de la tienda por departamentos Flogar, con el antiguo almacén Woolworth —al que su abuelo paterno llamaba Ten Cents— ubicado en la acera de en frente. Sesenta años antes, cuando existía la fastuosa tienda El Encanto y San Rafael poseía las mejores joyerías, mercados y peleterías de la ciudad, los compradores compulsivos llamaban a aquel cruce la Esquina del Pecado. Pero el tiempo y las circunstancias habían sido inclementes; las vidrieras y la puerta del Woolworth a San Rafael estaban tapiadas, y un tipo de trasiego diferente —tejido de picardía por jineteros, revendedores y putas madrugadoras— bullía entre los tenderetes del Parque Fe del Valle, el bulevar y los soportales de la calle Galiano, dándole una connotación diferente al mote de la otrora famosa esquina.

Aparcó a un costado de la puerta, junto a una Jawa 350 y una ETZ de la ex República Democrática Alemana. Había un negrito de unos doce años cuidando las motos. Vestía chancletas de plástico, camiseta desmangada y pantalón de uniforme de enseñanza secundaria recortado; Durán no lo conocía, pero siempre había un chico del barrio cuidando las motos previo pago de los interesados. El chico se quedó sorprendido con el billete de cinco CUC. Durán puso el candado, le explicó dónde localizarle si había algún problema con la Harley, recogió la alforja y entró al edificio.

El inmueble, un viejo hospicio reconvertido en cuartería durante los años sesenta, apestaba a meados de gato y miasmas. Escaleras estrechas de mármol sin pasamanos, paredes agrietadas faltas de pintura, el cableado eléctrico expuesto y remendado con cinta Scotch; un dédalo de pasillos oscuros y rellanos, música alta, discusiones airadas a puertas abiertas, gente acarreando cubos de agua. Durán había vivido en esta maloliente madriguera de cuartuchos hacinados la mayor parte de sus cinco años de estudiante en la Cujae, hasta que conoció a Zenya y se fue a vivir con ella a un apartamento de Quinta Avenida, frente al Casino Español y el rehabilitado Coney Island. A menudo —aunque tenía que reconocer que tampoco demasiado— le sorprendía que la vida de su padre, tan rebelde y hedonista, terminara varada en aquel lugar.

La puerta del cuartucho de Gilberto estaba entreabierta. Adentro se oía la tele. Durán entró y se encontró a su padre sentado en su silla de ruedas frente al receptor, mirando una reposición de El encantador de perros en el canal Multivisión. El televisor era un Caribe de tubo de vacío en blanco y negro, una reliquia ensamblada en los ochenta con piezas y transistores soviéticos. La silla de ruedas era un engendro construido por el propio Durán a partir de tuberías de acero, una silla metálica con las patas rebajadas, ruedas de bicicleta de 26 pulgadas y pequeños rodamientos de bolas ejerciendo de ruedas delanteras.

El habitáculo tendría unos doce metros cuadrados más o menos, pero había altura suficiente para construirle encima una barbacoa con espacio para caminar erguido, almacenar porquerías diversas y tener un colchón donde tirarse a dormir. Abajo estaba atestado de muebles vetustos, la mayoría procedente del apartamento donde habían vivido con la madre de Durán; un sofá de mimbre quebradizo, un par de taburetes, un librero de madera contrachapada, la mesa de formica y metal donde estaba el televisor Caribe, y poco más, contando la silla de ruedas y su ocupante. Apenas quedaba espacio para un baño minúsculo con una cortinilla de hule como puerta, y un pequeño reverbero de alcohol bajo la escalera de madera que conducía a la barbacoa. El repello de las paredes, un mortero de cemento arenoso y recebo de mala calidad, estaba disimulado por una decena de cuadros con retratos color sepia de hombres con bigotes poblados y mujeres de ojos tristes que Durán ignoraban si eran antepasados de su familia o del inquilino anterior del cuartucho.

—Ey —dijo él, parado en el umbral, la alforja al hombro.

Su padre se volteó en la silla y lo miró. Sólo un instante.

—Ey —le respondió. Casi un gruñido; típico saludo Durán-Durán—. ¿Quieres café?

—Ahora no.

Gilberto centró su atención en la TV. En la pantalla, César Millán aconsejaba a una compungida mujer sobre cómo lidiar con su belicoso Rottweiler.

—Tú te lo pierdes —dijo—. Está acabado de colar.

Era cierto. Y olía bien. Grano Robusta, cultivado en montaña.

Pero él tenía otras prioridades.

Se apresuró por la escalera y subió a la barbacoa, trepando por encima de paquetes de periódicos de los sesenta y setenta clasificados por mes y año, revistas Bohemia y Sputnik, ejemplares encuadernados del suplemento gráfico de Lunes de revolución, centenares de apolilladas National Geographic de lomo amarillo y montones de polvorientas Selecciones del Reader’s Digest de la década de los cincuenta. Las cucarachas se escabulleron en las penumbras de la selva de celulosa mientras Durán abría la ventana para iluminarse y echaba a un lado los paquetes de papel impreso envejecido para liberar el acceso a un gavetero de cedro.

En el primer cajón del mueble, enterrada bajo las fotos desteñidas de su padre en la jungla africana encontró la caja que buscaba.

Vladimir Hernández Pacín. La Habana, 1966. Narrador

Ha recibido premios y menciones en importantes certámenes de Ciencia Ficción. Fue Finalista (2000) y Mención (2003 y 2005) del Premio UPC; ganador del Premio Manuel de Pedrolo en 2004 y 2006; y en el Alberto Magno fue II Premio en 2006 y Premio en 2009. En México obtuvo el Premio Terra Ignota 2001 y en Cuba recibió Mención del Luis Rogelio Nogueras 1998 por el libro Nova de cuarzo. Ha publicado relatos en revistas y antologías de España, México, Argentina, Grecia, Francia, Estados Unidos Alemania y Cuba. Tiene publicados los libros Horizontes probables (Lectorum, México, 2000); Signos de guerra (Premios UPC 2000, Ediciones B, España, 2001); Interfaz (Premios UPC 2003, Ediciones B, España, 2004); Semiótica para los lobos (Premios UPC 2005, Ediciones B, España 2006); Kretacic Rap (Fragmentos del futuro, Ediciones Espiral, España, 2006); La apuesta faustiana (Premios Alberto Magno 2003-2006); Horitzó de successos (Pagès Editors, 2007); Hipernova (Letras Cubanas, Cuba, 2012); Interface Dreams e Infoverse (en inglés, Amazon, 2013); Las puertas del cielo (Amazon, 2013) y Crónicas nanotech (Amazon, 2013). Desde el año 2000 reside en Barcelona, España.