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Kindle o papiro, ¿quién ejercerá la censura?

Siempre hubo críticos muy eruditos, 
oportunistas, maquiavélicos, 
que esparcieron mucha calentura, 
¡ay!, que quitaban hasta el apetito;
que ejercieron sabrosa la censura, 
la verdad les importaba un pito.

Ray Fernández

Me llega  un artículo del escritor Sergio Ramírez que apareció en El País. El ex vicepresidente sandinista reflexiona en torno al modo en que, de acuerdo con el criterio de un autor nombrado Nicholas Carr  (y deduzco que Sergio Ramírez opina lo mismo), Internet “cambia la manera de leer y de pensar”; no obstante lo cual afirman (entiendo que ambos, Ramírez y Carr) que “el papel tiene aún larga vida”.

El asunto va más allá. En un trabajo anterior para la revista The Atlantic (y que el nicaragüense cita), el pensador norteamericano advertía —en 2008—, que “Google nos está volviendo estúpidos”, porque “al convertirse uno en habitante de ese extraño nuevo mundo ‘en línea’, vamos limitando nuestra capacidad de lidiar con textos profundos e ideas complejas”.

Nicholas Carr demuestra ser, cuando menos, un sujeto bastante apocalíptico. ¿Será que está de moda sonar apocalíptico? El agujero en la capa de ozono; el calentamiento progresivo del planeta; el incremento en los niveles del océano; el conflicto interminable en Medio Oriente; la augurada confrontación nuclear entre las potencias de Occidente y el Irán islamista; terrorismo; droga; abismo fiscal; crisis financiera; el abrupto fin del calendario maya; el long-awaited big one californiano; la inminente desaparición de las especies (algunos incluyen la humana)…

Cataclismos a un lado, nos cuenta Ramírez que “los libros que uno quiere conservar, que despiertan empatía con el lector (…) seguirán siendo nuestra propiedad, podremos acariciarlos, olerlos, tocarlos. Mientras tanto los libros electrónicos no son propiedad de nadie, o siguen siendo propiedad de quien te cobra para poder bajarlos, y tampoco puedes prestarlos, ni hallarlos en una librería de segunda mano, que son las más gratas, misteriosas y sorpresivas”.

No puedo menos que sonreír. Hace apenas tres décadas, cuando  Robert Moog popularizó su gran invento, los músicos de las orquestas se espantaron. ¿Qué sentido tendría mantener las tradicionales formaciones sinfónicas, que ya no podrían competir con un “aparato” capaz de superar sus potencialidades hasta en un 500%?

Luego del siglo XV — Gutenberg había experimentado con la imprenta desde 1438— los “eruditos” de época tal vez se horrorizaron en la misma medida. A la larga desaparecieron los copistas mas prevaleció la escritura. Tal y como, tras la introducción del sintetizador, se democratizaron sonoridades y armonías que antes constituían el privilegio de selectas sociedades filarmónicas. Secciones de cuerdas íntegras, contenidas en unas pocas octavas de teclado. ¿Dejaron los melómanos de lidiar con piezas “profundas” y melodías “complejas”?

No perdamos de vista que quienes ceden terreno frente a cada anillo de la espiral tecnológica no son los receptores sino los emisores. Lo que se pone en peligro es la exclusividad, la supremacía de los centros de poder, el mayorazgo ancestral (jamás dispuesto a compartirse). El conocimiento y la información; el uso que de ellos se haga: nunca. A  Sergio Ramírez le resulta “cómodo” utilizar Internet como vía de acceso; ventana a través de la cual uno puede atisbar en la vastedad y, sin anclarse en ella, partir derecho al encuentro del producto deseado en la biblioteca “física”.

A Nicholas Carr quizá le sucedió lo mismo: se percató del fenómeno y no dudó en ponerlo a prueba. Una especie de franquicia primermundista: googleó las palabras clave y el navegador le proporcionó cientos de alternativas. Miles. El resto era conducir su automóvil hasta la librería cercana (el término “cercana” no entraña una connotación espacial, por cierto).

Conclusión: no es obligatorio “freírse” el cerebro, aislándose en una habitación con la PC como interlocutora. Lo que usted busca está al doblar de la esquina. Solo que antes no podía saberlo y para eso sirve Internet. Todo un visionario, Nicholas Carr. La revelación le inspiró un libro: The Shallows: What The Internet Is Doing To Our Brains, que  por puro milagro no recibió un Pulitzer Prize en 2011.

Desde la óptica de Carr, el “problema” no es Internet sino el entusiasmo con que algunos “se enamoran” de ella (o de él, no tengo claro el género de la red). Uno se vuelve adicto. A partir de entonces no hay remedio: ya no podremos desconectarnos. Querremos consumirlo todo. Tanto que no consumiremos nada (en profundidad). Nos quedaremos en las ramas, sin desnudar las raíces. A ese ritmo —pronostica el estadounidense— perderemos toda capacidad de razonar, si no aprendemos a tiempo a salvaguardar nuestros pensamientos (que para Carr, según se colige, solo pueden conservarse —y transmitirse— mediante papel impreso).

La aproximación al tema que hace Sergio Ramírez no podía llegar en mejor momento.  BBC Mundo reporta que “la industria del libro está en medio de una crisis existencial, cuando el surgimiento de los libros electrónicos y la Internet amenazan con derrumbar sus métodos tradicionales de hacer negocios”. ¡Qué buena noticia!, estoy a punto de exclamar. ¿Será que ha llegado la hora de los desinformados, de los marginados en el gran “negocio” del intelecto humano?

También de conformidad con el informativo británico, “el libro impreso corre el riesgo de terminar como las tabletas cuneiformes, los rollos de papiro o los pergaminos”. ¿La amenaza es real? ¿Sucumbirá la inteligencia humana bajo el peso de la banalidad mediático-electrónica? Como en la buena literatura, todo es cuestión de puntos de vista. Sergio Ramírez y Nicholas Carr afrontan un dilema que para los cubanos resulta indigerible: demasiada Internet hace daño.

En el mundo contemporáneo los autores se autopublican, cada vez con mayor éxito (músicos, cineastas o escritores). No faltan quienes ya denuncian esa otra variante de “superficialidad”, porque, ¿desde qué perspectiva se asumirá el compromiso de sancionar o validar la obra? En plena ofensiva digital, ¿quiénes caerán vencidos? ¿La emergente sociedad creativa y “superfluo-dependiente” o los productores, editores y curadores en su ortodoxa designación?

Una última inquietud: si las ideas “superficiales” a que alude Carr se propagan sin mediar impuestos (aduanales y de otro tipo); si la gente puede leer casi cualquier cosa en el display de un ordenador o en la pantalla mate de un kindle, ¿quién ejercerá la “sabrosa” censura?

Leopoldo Luis. La Habana, 1961.

Periodista, fotógrafo y narrador. Licenciado en Derecho por la Universidad Central de Las Villas y Diplomado en Periodismo por el Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Ha publicado los libros de cuentos Adiós, Habana (Ediciones Holguín, 2009), con el que obtuvo el Premio de la Ciudad un año antes, y Extraño bajo un paraguas (Editorial Capiro, 2013). Poemas suyos aparecen en el volumen El ojo de la luz. Antología de poetas y artistas cubanos (Diana Edizioni, Italia, 2009). Sus relatos han sido incluidos en las antologías El martillo y la hoz y otros cuentos (Reina del Mar Editores, 2013) e Isla en negro. Cuentos de crimen y enigma (Casa Editora Abril, 2014). Fue editor y administrador del sitio web de la revista cultural El Caimán Barbudo. Actualmente trabaja como periodista de la televisión hispana en Estados Unidos.