Narrativa

La divina trinidad

La Trinidad, por Salvador Dalí

Nadie los vio llegar. Un buen día estaban en el barrio. Y en el barrio no es de buen gusto andar preguntando mucho.

Susy la Rápida se instaló en casa de Yusimí la jinetera y a nadie le extrañó. Era una colega.

La historia de Susy era muy simple: se había quemado en Varadero o en La Habana. Ya tenía un par de actas de advertencia por ejercer el oficio de Mesalina y a la tercera la mandaban de cabeza para una granja de rehabilitación para putas. Entonces se vino a vivir con Yusimí, que para eso son las amigas. No iba a regresar a su pueblito de Oriente, donde el diablo dio las tres voces y nadie lo oyó, a templar por tres pesos con guajiros con peste a palmiche, a sudor y a chichinguaco viejo.

Esa era la historia de Susy la Rápida, o, mejor dicho, esa fue la historia que le inventé en aquel momento.

Chuchy el Bello le alquiló un cuarto a Rosario la Trágica.

Rosario la Trágica alquila por horas un par de cuartos con aire acondicionado y camas de colchón de espuma. Todo el mundo sabe en el barrio que la casa de Rosario es de Chago el Buey.

Cuando el marido de Rosario la botó de casa para meter una pepilla de veinte años, ella no le prendió candela al rancho como había amenazado ni se plantó en la estación de policía a exigir sus derechos de mujer federada como le había aconsejado La Nena, la presidenta del Comité. Rosario se empujó una champola de diazepam  para matarse como Chacumbele y hubo que hacerle tres enjuagues estomacales para salvarle la vida. Como Rosario todavía tenía buen culo, Chago le puso casa y le estuvo dando tranca unos meses. Cuando el maceta se aburrió de templarse a la temba le preparó los cuartos para alquiler y la dejó de administradora del negocio. Chago es un tipo de buen corazón.

La historia de Rosario no la inventé yo, esa la sabe todo el barrio.

A Chuchy sí le inventé una historia, y claro que también me equivoqué. Equivocarse es de sabios y admitirlo lo es más. Y no es que yo sea autosuficiente, pero por algo en el barrio me dicen Totico La Ciencia.

Chuchy el Bello, creía yo, era agente de la policía. De esos tipos bonitos que encantan a las viejas más recalcitrantes y se tiemplan a María Santísima. Que al principio son mirados con recelo por todos los machos del barrio, pero siempre acaban metiendo un número de tipo duro y se ganan la confianza del más pinto. Tipo de jeta fácil que no pifia al hablar y que siempre tiene la última. Que le encuentra solución a todos los problemas y sorprende partiéndole el buche con una patada de karate a un negro grande en una bronca de cervecera clandestina.

Amor compartía el cuarto con La Palestina y no era necesario ser La Ciencia, ni La Literatura como también me dicen en el barrio cuando me ven sentado en la esquina leyendo novelas, para inventarle una historia: otro maricón más, venido desde Guantánamo con el culo cuadriculado por la navaja de un bugarrón. Otra loca oriental buscando un lugar más adecuado que aquellas tierras insurgentes para pintarse el pelo, meterse un “saca chispas” entre las nalgas y salir a la calle meneándole el fondillo a los machos.

A mí no me dicen La Ciencia por gusto. Yo me he ganado mi fama en el barrio usando el moropo, la chola, la cabeza, el cerebro y sus millones de pequeñas células grises. Yo a todo le aplico mi propio método científico que consiste en una cadena: primero la contemplación viva del fenómeno, luego su análisis usando el pensamiento abstracto y finalmente la práctica como criterio de la verdad. Eso no falla.

Yo me siento en la esquina a observar el barrio. Observar no es lo mismo que mirar. Usted le mira el culo a la Cuki y sabe que lo tiene grande y duro. Yo la observo, la detallo cuando camina, y por la longitud del paso, el movimiento de las caderas y el meneo de las nalgas sé, además de eso que es evidente, si templó o no la noche anterior, si el tipo que se la echó era negro o blanco y si le dieron por delante, por detrás, o por ambas partes inclusive.

Yo podría explicarles detalladamente mis recursos; pero no voy a ser tan pedante como lo fue Poe en Los Crímenes de la Calle Morgue exponiendo el método analítico del tal Auguste Dupin, desde entonces hasta el día de hoy la ciencia y la literatura han avanzado mucho. Yo soy un asere postmoderno.

Por eso fui el primero, y el único, en darme cuenta de lo que estaba pasando en el barrio.

Los primeros síntomas los noté en La Palestina. Había palidecido. Y cuando hablo de palidez no me refiero solamente a esa blanca palidez de su piel, sino a su carácter. Callada atravesaba las calles, con las nalgas y el ánimo caídos. Con la sonrisa opaca y los ojos tristes. Pero nadie lo notaba. Los ojos de todos estaban puestos en la nueva loca de carroza del barrio: Amor.

Amor, que por las mañanas se sentaba en la esquina a vender bragas de hilo dental. Ese negocio antes era de La Palestina, pero con la nueva gerencia marchaba mejor pues Amor también hacía de maniquí, mostrando con perfecta mezcla de discreción y descaro la pieza interior que llevaba puesta.

Amor, que por las tardes se plantaba a conversar con las viejas del barrio, y le ayudaba a La Nena en las tareas de la Federación de Mujeres Cubanas, y les daba a las putas fatales recetas de cómo amarrar a sus maridos.

Amor, que por las noches recibía en el cuarto de la Palestina una cola de hombres cada vez más larga. Primero los bugarrones declarados, unos días después aproximadamente la mitad de la población masculina del barrio. La mitad, si se supone que la otra mitad estaba haciendo la cola para los favores de Susy La Rápida.

Y La Palestina, pálida, repartiendo los tickets.

La Palestina dejó de cantar. O, mejor dicho, dejó de chillar aquellas rancheras de Juan Gabriel con las que, a todo galillo, en sus tiempos de protagonismo anunciaba al barrio su felicidad de maricón realizado.

Un día lo vi pasar, triste y pesaroso, con lágrimas en los ojos. Me pareció que mascullaba algo y lo seguí. No notó que yo lo seguía, o no le importó. Llegó hasta la esquina y se sentó junto al poste. Lo abrazó. Entonces lo sentí cantar con voz soñolienta: “Ayer maravilla fui, y hoy sombra de mí no soy…” Lo hacía con un tono mezcla de marcha fúnebre con himno patriótico que partía el alma.

La decadencia de Yusimí también se hizo evidente a los pocos días de estar compartiendo su casa con Susy La Rápida. Si bien todos los días, mañana y tarde, llegaban a su casa autos con chapa de turismo, ¡y hasta diplomáticos!, siempre se iban con Susy en el asiento trasero. Yusimí, la jinetera insignia del barrio, se quedaba en casa para arreglar la ropa de su inquilina, limpiarle los zapatos y preparar la comida.

Susy siempre regresaba antes del anochecer. A esa hora ya los hombres del barrio comenzaban a organizarse frente a la puerta de la casa. Yusimí, con una libretica en la mano izquierda y un bolígrafo en la derecha, rectificaba los números de la cola y repartía las esperanzas para la lista de fallos. Luego se quedaba sentada en el contén de la acera, mirando a la luna, con un cabo de cigarrillo apagado colgándole de los labios. Mirando a las estrellas, como a quien no le importa nada más en la vida. La viva imagen del desamparo.

Cuando las mujeres del barrio comenzaron a hacer cola frente a casa de Rosario La Trágica para visitar a Chuchy El Bello, yo pensé que en el barrio podía ocurrir una tragedia, que un marido celoso iba a machetear al lindo en el medio de la calle o que Albertico Cadena y el Sindicato de Chulos del Barrio le pasarían la cuenta. Pero ya era tarde también, a ningún marido le importaba que su esposa hiciera cola toda la noche para meterse en el cuarto del precioso recién llegado. Ellos se hacían los de la vista gorda, repartiéndose entre las listas de Amor y Susy. Lo de Albertico Cadena era verdaderamente bochornoso; adicto desde el primer día a los servicios de Amor metía escándalos, perretas y hasta lloraba arrodillado junto a la puerta del maricón para que este lo recibiera todas las noches.

Eso fue las primeras semanas. Luego vino lo peor: la adicción acabó con la vida del barrio. A nadie le importaba otra cosa que no fuera meterse en el cuarto de uno de los tres extraños. La gente caminaba como zombis por las calles. Pálidos. Tristes.

Todos los negocios de Chago El Buey se fueron a la mierda.

Cerraron los bares clandestinos.

La fábrica de calambuco de Frank La Puerca ya no tenía razón para producir. Y Frank La Puerca no tenía tiempo para atenderla.

Los niños en las escuelas, contagiados con la desidia de sus maestras, comenzaron a acostarse a las seis de la tarde bostezando con la programación infantil de televisión.

Los bancos de “la bolita” quebraron.

Parecía que el barrio iba a morir.

Yo había logrado mantenerme alejado de todo aquello. Yo tengo pálpito, luz, intuición, clarividencia, perspicacia, visión, aché… No por gusto me dicen La Ciencia. No por gusto soy La Máquina Pensante de este barrio.

En aquellos días me estaba leyendo un libro de filosofía china que le compré a uno de esos viejos que venden libros viejos.

Los filósofos chinos le saben un mundo a la vida. Los filósofos chinos son tan famosos, tan bárbaros y tan sabios como los médicos chinos.

El tao es la luz, la ciencia, la filosofía. El tao es el que es.

Y el tao dice que si uno anda metiendo la cuchareta en todos los problemas, entonces es cuando la jode de verdad. El tao dice que es mejor dejar la bola correr y ver qué es lo que pasa. Esa es la única manera de ponerse en sintonía con el mundo y con la naturaleza.

El tao dice que entre más gallinas en un gallinero más mierda y menos huevos.

Y el tao tiene razón.

El tao dice que el hombre sabio es aquel que busca no hacer nada. El barrio siempre ha estado lleno de hombres sabios, lo que pasa es que ninguno se había dado cuenta antes. Nada más que yo, que no por gusto me dicen La Ciencia, La Filosofía y La Literatura.

El hombre sabio se hace el muerto para ver el entierro que le hacen.

Yo me hacía el comemierda, sentado en la esquina, leyendo el Tao Te King, que es como se llama el tabloide que explica el tao. Y así pasé inadvertido a la lujuria de los tres demonios. Porque eso eran Susy La Rápida, Chuchy el Bello y Amor. Tres demonios. Tres vampiros que despiadadamente le chupaban la identidad, el alma y el color al barrio.

Yo me hacía el comemierda, sentado en el contén de la esquina leyendo el Tao Te King, mientras el rebaño, como verdaderos perros de paja, comentaban las profundas chupadas de los tres extraños.

El cielo es eterno y la tierra permanece. El cielo y la tierra deben su eterna duración a que no hacen de sí mismos la razón de su existencia. Por eso son eternos.

Por eso mismo no podía ser eterno el relajito aquel. Porque Susy, Chuchy y Amor no pensaban más que en la perpetua chupadera. Porque el barrio se había enviciado a las mamadas de aquellos tres seres lujuriosos. Y no se daban cuenta los unos y los otros que con su actitud libidinosa no hacían otra cosa que adelantar el fin.

¿Qué les quedaría por hacer a los invasores cuando concluyeran su tarea de vaciar al barrio de alma, corazón y vida? ¿Ripiarse entre ellos? ¿Buscar nuevos suburbios donde alimentarse? ¿Quién quedaría en el barrio para satisfacer vicios si en cada chupada que recibían los vecinos entregaban toda su libido a los invasores?

El barrio moría deslechado a la vez que entregaba su historia e identidad a tres extraños.

El sabio se mantiene rezagado y así es antepuesto. Excluye su persona y su persona se conserva. Porque es desinteresado obtiene su propio bien. Pero la curiosidad mata al gato. Es que el científico siempre acaba metiendo el hocico dentro de los fenómenos. O es que la ciencia, la filosofía y la literatura son también oficios de aventura.

Y no es por gusto que a mí en este barrio me dicen La Ciencia, La Filosofía y La Literatura.

Yo, sabiamente, me hacía el comemierda sentado en un contén de la esquina, adoptando la actitud del no obrar. Hasta aquella tarde que recibí los tres retos.

Hacía poco más de un mes que los extraños habían llegado al barrio. Ya, por las noches, no se formaban las fabulosas colas en las puertas de Susy, Chuchy y Amor. Con el crepúsculo los habitantes del barrio salían a las calles, pero a flotar en un limbo de lujuria quejumbrosa. Contándose unos a otros las sublimes chupadas de los vampiros y exhibiendo las huellas de sus mordidas en los genitales. Pelvis picoteadas y glandes tumefactos eran mostrados con desvergüenza y orgullo, como verdaderos trofeos de guerra. Pero nada más.

Yusimí me trajo el recado de Susy La Rápida: “Vendrás a mí esta noche. A las once”, decía la nota. Un papelito perfumado y con la firma de Amor me llegó en las manos tristes de La Palestina: “Media hora antes de que den las doce campanadas te entregarás en mis brazos”. Rosario La Trágica fue la mensajera de Chuchy: “Te espero a la hora que llegan los muertos”. El tao, inagotable en su acción, me llamaba, como mismo llamó a D´Artagñan a su destino. Tres citas consecutivas con media hora de diferencia entre una y otra. Una ruta que sólo puede concebir la mente de un novelista.

Y ese fue el motor pequeño que echó a andar el motor grande de mis células grises.

Llegué agotado de tanto pensar, pero con mi sistema único de protección y defensa preconcebido y alerta. Yusimí me invitó a pasar y enseguida salió a la calle, dejándome a solas con Susy la Rápida. El portazo sonó sordo a mis espaldas. La habitación estaba iluminada por una vela que apestaba a incienso.

“Quiero besarte arrodillada”. Chilló, suspiró, gritó Susy al tiempo que se abalanzaba sobre mí. Yo resistí incólume el embate. Escuché cómo se rasgaba la tela de mi viejo pantalón de los trabajos voluntarios. Sentí la mano de la vampiresa meterse adentro de mi portañuela. Después el grito de horror de Susy.

“¡Cojones, qué es esto!”

Ante los ojos inyectados en sangre de La Rápida una ristra de ajo colgaba de mi entrepierna.

Susy puso la marcha atrás y fue a dar con su espalda contra la pared del cuartucho.

“Todo el mundo toma lo bello por lo bello, y por eso conocen qué es lo feo. Todo el mundo toma el bien por el bien, y por eso conocen qué es el mal. Porque, el ser y el no-ser se engendran mutuamente”, le dije inmutable.

“¿Qué pinga quieres decir con eso?”, me preguntó histérica.

“Que no te hagas la sueca que tú eres de Buenavista. Y que yo sé de la pata que tú cojeas”, le respondí dándole la espalda.

Salí a la calle arreglándome la cremallera de mi viejo pantalón. Debía apurarme para llegar a tiempo a mi cita con Amor. Me gusta ser puntual.

La Palestina sirvió té y nos dejó solos. Amor estaba envuelto en una bata azul.

“Este tecito tiene su cosa”, me dijo al ponerse de pie después de beber el primer sorbo. Con estilo se despojó de la bata y quedó “vistiendo” sólo una tanguita de hilo dental de las que vendía en la esquina por las mañanas.

“Lo fácil y lo difícil se complementan. Lo largo y lo corto se forman el uno de otro. Lo alto y lo bajo se aproximan. El sonido y el tono armonizan entre sí. El antes y el después se suceden recíprocamente”, le respondí sin beber el mejunje.

“Singa, singa, que la vida es pinga”, me dijo, lanzándose lujurioso sobre mí. “Y no comas tanta mierda con la filosofía china”.

Con un movimiento armónico como el vuelo de un ave esquivé su embestida. Amor fue a dar de cabeza contra una mesita en la que había un búcaro de cañabrava con flores plásticas.

“¡Singao!”, rugió desde el piso mostrándome sus colmillos empapados de saliva.

Yo puse el tabloide del Tao Te King justo frente a sus ojos.

“Vade retro, maricón”, grité, enérgico y viril.

Entonces le vinieron unos espasmos horribles. Y desfalleció.

Justo con las doce campanadas, Rosario La Trágica nos servía un café con peste a chícharos quemados a Chuchy El Bello y a mí.

“El espíritu del valle no muere”, le dije cuando estuvimos solos.

“Te dicen Totico La Ciencia, ¿no es así?”.

“También me dicen La Literatura, y La Filosofía. Soy La Máquina Pensante del barrio”.

“También eres su memoria, su perpetuidad. Eres, como nosotros, inmortal”.

“No soy un vampiro”.

“No hablo de vampiros. Sabes a lo que me refiero”, me dijo y bebió lentamente de su café.

Yo también bebí en silencio.

“Ya tenemos lo que queríamos”, me dijo. “Mañana, antes que amanezca, nos iremos los tres. Pero estoy seguro que tú y yo nos volveremos a ver”, y me indicó con su mano la salida.

“¿Y qué será del barrio?”, le pregunté, todavía desde la puerta.

“El espíritu del valle no muere. Tú eres su memoria, su perpetuidad. También eres, como nosotros, inmortal”.

Eran escritores que buscaban su consagración.

La certeza de quiénes eran aquellos seres la tuve cuando comenzaron a aparecer en las librerías una serie de libros apologéticos del barrio.

El primero de los libros se titulaba Historias de un caserón con espejuelos, y lo firmaba S. H., una joven escritora que confesaba su interés por los barrios marginales. Las historias del caserón no eran más que las antiguas leyendas del barrio contadas por la casa de Cundo, nuestro viejo, legendario y antológico borracho. Los chiquillos del barrio, después de leer el libro, volvieron a ser malcriados, insoportables y chillones.

Unos meses después, el exitoso escritor A. V. lanzaba una impresionante novela de la marginalidad cuya trama ocurría en un barrio sospechosamente semejante a este en que vivo. La novela se titulaba Muchacho azul bajo la lluvia. Una historia cargada de un fuerte erotismo y con un protagonista descaradamente bautizado con el nombre de La Palestina.

Inferno resultó ser la novela del año; su autor: J. D. C. Inferno era una novela escrita con lenguaje de barrio marginal y fue muy alabada por la crítica por eso mismo. Comenzaba con una oración lapidaria: “Vivir en este barrio le ronca los cojones”. Y la frase se hizo tan célebre que hasta el delegado del gobierno en el barrio la usaba para cerrar sus Asambleas del Poder Popular.

Y de verdad de verdad les digo que a medida que esos libros llegaron al barrio comenzaron a pasar de mano en mano. Y ocurrió una lujuria de lectura tal que sólo puede compararse con aquellos licenciosos días en que Susy la Rápida, Chuchy el Bello y Amor nos visitaron.

Yo, desde la esquina, dejé sabiamente que las cosas pasaran como tenían que pasar. El tao es el que es.

Y el barrio fue recobrando su color.

El valle y el espíritu del valle nunca mueren.

Un día, el escritor J. D. C. visitó la ciudad invitado a la Feria del Libro. Yo asistí a la presentación de su famosa novela. Entre la multitud pude hacerme de un ejemplar y después de una larga cola estaba frente al autor para llevarme su autógrafo.

Chuchy el Bello me sonrió con el afecto de los viejos amigos y escribió en la primera hoja de mi libro:

“Para Totico La Intertextualidad. Que algún día escribirá la verdadera historia del barrio”.

Después nos dimos un fuerte apretón de manos. Él, con un gesto afable, me mostró sus colmillos blancos y afilados.

Lorenzo Lunar Cardedo. Santa Clara, 1958

Es una de las voces imprescindibles de la narrativa cubana contemporánea. Ha ganado dos veces el prestigioso concurso de relatos policiales Semana Negra de Gijón, en los años 1999 y 2001 respectivamente. Tiene publicadas varias novelas en Cuba y en el extranjero, entre las que descuellan Échame a mí la culpa, La vida es un tango, Cuesta abajo, Polvo en el viento, La casa de tu vida y Que en vez de infierno encuentres gloria, galardonada como “la mejor novela negra publicada en España durante el año 2003”.