Policial

Semana Negra de Isliada

La esmeralda maldita

Cartuchos. Foto por David Levêque en Unsplash
Cartuchos. Foto por David Levêque en Unsplash

Yo no quería hacerle daño. Solo quería matarla.
David Berkowitz, El asesino del calibre 44.

La vieja Anacleta sintió cómo las hormigas le recorrían el cuerpo y le comían sus ojos, imposibilitada de mover un solo milímetro de su maltratada osamenta. Había sido golpeada hasta el cansancio y, dada por muerta, lanzada en un hueco a medio cavar en el fondo del patio de la casa. Allí nadie la intentaría buscar. La maleza se había apoderado del antiguo jardín y los árboles que alguna vez dieron frutas, se amontonaban estropeados desde el último ciclón. Una lágrima melancólica le rodó con dificultad por la mejilla, mientras la respiración aumentaba su ritmo y un imperceptible jadeo intentaba dejarse escuchar. Entreabrió los labios, tratando de mojarlos con su lengua, pero las fuerzas le abandonaron. Había caído bocabajo y aunque la tierra la tapaba por completo, un pequeño cajón de aire todavía la mantenía con vida. Un minuto, tal vez dos, pensaba mientras veía pasar, en destellos, su vida por delante 

Anacleta Josefa de las Mercedes Rebollar y Peñafiel había sido, en la otra época, una de las damas más acaudaladas de Jucarito del Cristo. Asidua al Havana Yacht Club como socia de número, gracias a la «gentileza» de un amigo de su marido, socio también del Buró de Regatas, en las tardes salía a recorrer La Habana en su bello Packard Caribbean Convertible del cincuentaisiete, el único modelo exclusivo que fabricaría la firma.

La señora, siempre acompañada de su fiel Dandy, un simpático bulldog inglés que había comprado en Santander un poco antes de embarcar en el Marqués de Comillas con rumbo al Caribe, se extasiaba en las tardes luciendo sus pamelas y circulando, muy lentamente, por toda la Quinta Avenida bajo la mirada inquisitiva de algunos policías que, conociendo lo abultado del bolsillo de su marido, le permitían llevarse, así, como quien no quiere las cosas, algunas luces rojas ni prestar atención a los gritos de: ¡paragüera!

Nunca había tenido un accidente porque Dios es muy grande y, al final, protege a las almas inocentes. Bueno, lo de inocente había que decirlo con cuidado porque ella, Anacleta Josefa de las Mercedes, era una fiera para otras cosas. Sus orígenes, inciertos y perdidos en la más extraña geografía del país, ya no figuraba en los libros y registros porque había sabido borrarlos. Sus padres, un par de peninsulares más pobres que la cieguita de la lotería, llegaron a Cuba con la esperanza de levantar una fortuna. Sí, porque todos se hacían la misma idea y sembraban sus sueños en nuestra Perla como si la cosa fuera de coser y cantar. Pero llegaron justo cuando la cosa empezó a ponerse mala.

Anacleta nació en 1933, el mismo año en que el gobierno de Machado guindó el piojo. Sin otra alternativa que regresar a la Tierra, partieron con las cuatro pesetas ahorradas y la recién nacida en brazos. Pero cuando las cosas no están para ti, ni el Cielo te libra… La corriente revolucionaria se dejaba sentir en todo el territorio español, que ardía de inconformidad y deseos de estallar y, en Albacete, la tierra no producía ni higos. La situación era desquiciante para la familia, pero como se repetirá más de una vez en su larga vida, la diosa Fortuna tendió su mano sobra la niña.

Resulta que en el pueblo vivía una vieja, de esas almidonadas y entelarañadas, descendiente de un antiguo linaje rural que, por la resequedad de su vientre, había quedado imposibilitada de dar sus propios frutos. A todo esto, su marido, difunto ya por esos días, le había dejado una minucia de dinero mientras el resto lo dilapidó, poco a poco, en putas y juergas. Pero la rancia señora albergaba la esperanza de ver cumplido el deseo maternal de acurrucar a un niño y de llamarlo hijo, aunque este sonido fuera el más efímero de todos.

La niña Anacleta en verdad era preciosa. No solo había salido rubita y de ojos almibarados, sino que su piel, lozana y olorosa como una manzana, hacía las delicias de sus padres y de todos aquellos que los visitaban. Era tanto el comentario sobre la criaturita, que llegó enseguida a los oídos de la vieja Florinda. Una tarde, en que la leche no acababa de cuajar y la sopa de cebollas no alcanzaba para todos, la señora se personó en la casa de los Sánchez-Arjona para proponerles un negocio redondo. No se anduvo con medias tintas: «les compro a la niña. Les doy cuatro mil pesetas, no los echo de mis tierras, les garantizo mi protección y no se hable más».

Ni qué decir que al principio rechazaron la oferta, pero como el hambre es mala consejera, pasados unos días, cuando comenzó a bajar el frío invierno y los llantos de la pequeña ya preocupaban, José María y María José decidieron que lo mejor sería replantearse nuevamente el «negocio». Cinco días después, en la capilla de los Rebollar rebautizaron a la niña que heredaría la poca hidalguía de una familia venida a menos y unas cuantas tierras que vendería con el tiempo.

Creció la rubita y entre «cuidado con eso, no vayas para allá, ojo con el perro», desarrolló un desapego asqueroso por el campo y la vida rural. En 1936, con el albor de la guerra, sus verdaderos padres secuestraron a la vieja viuda y, en nombre de la República, se adueñaron de la casona y encerraron a la legítima dueña en el sótano. Pero la señora era más dura que la sarna y logró sobrevivir comiéndose los quesos mohosos y tomándose el vino de la cava. La niña, que por entonces comenzaba a distinguir lo bueno de lo malo, no se sintió muy feliz con el nuevo cambio hacia el rojo y la noticia, que no comprendió tampoco, de que tenía «otros» padres.

Con la caída de la República, cuando el ejército recuperó la finca de los comunistas, descubrieron que la vieja apestaba como una puerca y que divagaba tras una demencia bastante avanzada, sin lograr entender lo que le había ocurrido. Anacleta, con seis años, entendía menos todavía. Tampoco sintió nada… Bueno, tal vez un poco de alivio cuando fusilaron a los Sánchez-Arjona junto a los demás revolucionarios del pueblo. Se acababan esos tétricos días de penurias y reclutamiento, de sopas y pan duro y la casa volvía a sentirse despejada. El nuevo gobierno emitió una orden con la que se restituían las propiedades embargadas por los republicanos y la situación de los Rebollar y Peñafiel mejoró.

Como resultado de la enfermedad mental en la que se encontraba su «madre» y su propia minoría de edad, el albacea de la familia fue nombrado tutor legal de Anacleta. Esto le permitió administrar la nueva fortuna y disponer del orden y cuidado de la casona hasta tanto creciera la niña o falleciera la vieja que demoró, todavía, como diez años más.

Pero en todo ese tiempo, alguien que la conocía bien, un día le mencionó que ella era cubana y ese gentilicio misterioso no se le olvidó jamás y se le aparecía en sueños como una palabra mágica, como el de una isla de felicidades. Muerta la vieja y cobrada la herencia, vendió todas las propiedades a la Iglesia y se embarcó hacia Cuba.

En La Habana, su belleza no fue dejada pasar y, en menos de lo que canta un gallo, se comprometió. Como ya dijimos, Anacleta Josefa de las Mercedes era una mujer muy inteligente. El viejo Raymundo Justiz de Arellano rondaba ya los cincuenta y cinco años mientras que la preciosa Anacleta había recién cumplido los dieciséis. La boda fue fastuosa y, como regalo, la mejor de las joyerías habaneras le engastó una preciosa esmeralda colombiana de casi quinientos quilates de peso, que lució colgada en su cuello ese mismo día. En lo adelante, su vida fue puro boato y diversión. Del cinódromo de Marianao al Casino del Hotel Nacional, del Internacional de Varadero a las playas de Miami Beach, del Montmartre y las fiestas en casa de la condesa de Revilla de Camargo a su espléndida finca en Jucarito del Cristo.

Con tales lujos, la muchachona se veía radiante. Claro, tampoco era fea. Su belleza no era discreta y lo que más admiraban sus enamorados era la firmeza de sus nalgas y lo bien dispuesta que tenía las caderas que, en verdad, atraía a todo el mundo. Siempre, de alguna manera, le llegaba una invitación casual o algún que otro ramo de flores enviado por un admirador anónimo. Eso ponía al viejo Raymundo por las nubes hasta que un día no aguantó más. A finales de 1957, la alegre Anacleta había comenzado a coquetear con un joven oficial de la Marina, de veinticinco años y muy parecido a Errol Flynn, pero fueron sorprendidos en pleno desparpajo en el asiento de atrás del convertible blanco y oliva que el conde le había regalado en su aniversario. Sin más reacción que la normal, cuando de estos asuntos se trata, Raymundo Justiz de Arellano retó a duelo a Luis Jacinto Cherone y falleció a consecuencia de un disparo certero y mortal, de necesidad.

Viuda, atarugada de dinero y joven, dio riendas sueltas a sus antojos amatorios y, sin quererlo, sin poder controlarlo, fue perdiendo su preciada fortuna entre tanta trasnochadera, el libertinaje y las constantes orgias que también terminaron por resquebrajarle la salud. Entonces, con la pelona apretándole una pata, corría a refugiarse a su otra casita, la de Bauta, donde nadie le iba a cuestionar su vida si, por el contrario, era la estrella de ese firmamento. Pero, tan pronto se recuperaba, regresaba a las andanzas y entonces se le veía conducir su descapotable por las cercanías de Quinta y Catorce, donde visitaba al muy «querido presidente» en su Chocita de Miramar.

Fue precisamente este quien le dijo un día: «Fefita, no seas boba, mija. Saca la plata y llévatela para Miami. Esto se está calentando y el Indio no aguanta un año más». Pero ella, tan dada a soñar, continuó en la luna de Valencia. Y, por esas vueltas raras que da la vida, terminó quedándose en Cuba cuando el primero de enero la sorprendió en su retiro espiritual de la Ermita de los Catalanes, el mismo día que se cumplía un año exacto de la partida de su esposo. Quería rezar mucho, por él, por lo bueno y por lo malo, limpiar su aura y prepararse para recibir el Año Nuevo completamente energizada y perdonada, pero nunca se enteró del cambio. 

La tranca que Anacleta Josefa ponía todas las noches contra las persianas de la ventana del fondo, no resistió el empujón que le dieron. Estaba sentenciada por el comején y los años. El estrellonazo no fue tan fuerte, aun así, la vieja se despertó. Sus sueños eran ligeros desde aquella vez que sintió… Seguro que son ellos, que vienen a buscarme por haberte escondido, viejo. Pero no me van a llevar. A mí tienen que matarme aquí… No les voy a dar el chance. Y sacó de la gaveta de la mesita de noche una pistola de duelo, de cuando las guerras se hacían con calma, que guardaba desde aquel nefasto día en que su marido… Anacleta se persignó y pidió en silencio por los suyos. Besó los dedos en cruz y se apostó entre la cama y la pared, apuntando con el arma hacia la puerta. Los minutos se hicieron largos; en su cabeza las ideas más oscuras florecieron. Las manos comenzaron a temblarle y, en la penumbra, revolotearon los fantasmas. Aguzó el oído y contuvo la respiración. Sintió girar el picaporte de la puerta. Cerró los ojos y disparó. El Muerto dio un brinco hacia atrás, para caer contra el piso con un agujero inmenso en el pecho. Fefita no tuvo tiempo para más, ni para gritar. Cayó sobre el suelo con la cabeza destrozada a golpes mientras veía el resplandor de la Luna, que se colaba por la ventana, reflejado en la esmeralda.

Bajo la tenue luz del bombillo de la carnicería, acompañados de una cajita de Planchao, el Morsa, Manubrio y el Muerto se habían puesto de acuerdo. Asere, te digo que es un cambolo así, de este tamaño. No jodas, Muerto, ¿y cómo tú sabes eso? Porque yo he entrao a ese gao una pilaeveces; recuerda que yo fui de los mosquitos. Una vez la pillé con el collar puesto, hablándole a una foto en la pared de la sala. Entonces la tipa está pa’llá, ¿verdad? Está fumá, men; se le fue la rosca… ¿Y el hijo?, porque tú me dijiste que tiene un hijo. Ese penco no es problema. No aguanta una galúa mía. Además, el Pichi me dijo que siempre está volando. El tipo tiene un jebito por allá afuera y se pasa una pilaemeses con él. ¡Lo tienes estudiao! Entonces… ¿Cuándo le metemos mano al asunto? Asere, la cosa tiene que ser ya, pero hay que cuadrarlo todo bien, porque si esto no sale como es, nos jodemos. Ven acá, ¿y el tipo ese, no se irá a echar pa’trás? Mira, que yo con la magua no quiero cuento… ¿Qué tipo, Manubrio? Un consorte ahí… Es que no te dije nada, el mío. Bueno, desembucha… Na, hace unos días vino a verme el Cojo de Doscientos dieciocho… ¿El cornetón ese de allá abajo? Ese mismo. Andaba sigiliao, como siempre. Tú sabes… en una vuelta extraña. Me dijo que quería tallar un negocio conmigo:¡tremenda intriga!, y que había una pilaeverde por medio. Eso me interesó. Arresulta que hay un consorte que nos paga un billetón si nos robamos el collar de la vieja esa. Él no quiere meterle las manos; por eso me andaba buscando. Tiene miedo caer en el tanque, pero tú sabes cómo soy yo. No me jamé una pilaeaños allá adentro pa que venga uno a ponerme en la mano un negocio de baro y lo deje pasar. Le dije que iba en esa, con una condición: tenía que hablar en directo con el consorte ese, el del dinero, y que no se preocupara, que yo siempre lo iba a salvar. ¿Entonces…? Fui a ver al gallo; nos vimos frente a La Cecilia, en la costa. Me explicó que eso era un brete viejo de la familia, tú sabes, de antes, de cuando triunfó la Revolución y unos se fueron y otros se quedaron. Que esa es una joya que le pertenece a él por herencia y que la vieja es su tía, pero que lo odia a muerte y no quiere bisne con él. En varias ocasiones ha intentado comprársela, pero por gusto. Por eso, porque ya no aguanta más, anda buscando quien le haga ese trabajito. ¿Y tú le creíste? A mí me importa un carajo si eso es verdad o no, Morsa. Si el tipo me paga, le pongo en sus manos el diamante del Capitolio. Bueno, ¿y de cuánto estamos hablando? Diez y medio… Eso da… A tres mil y pico por cabeza… No, a tres mil pelao, que hay que pasarle una astilla al Cojo… Na, pero yo no voy a embarrarme pa… Asere, métete en la cabeza que al Cojo hay que tocarlo, porque nos echa pa’lante y lo perdemos todo. Me cago en su madre… Ese es el trato; ¿te cuadra? Está bien, voy ahí. ¿Y tú, Morsa? Psss, claro, aunque… ¿Qué pasa ahora? Bróder, ¿ese tipo no será monada? ¡¿Cómo va a ser fiana, mi ecobio?! Asere, ¿tú no ves la televisión? Mira, Morsa, ese tipo es un cubaniche que vive allá. Se le ve a la careta. Debe ser un piterpán o un marielito, porque habla sin acento, pero ya te dije que eso a mí no me importa. La cosa es que pague, que ponga los fulas uno encima del otro… Lo que pasa, lo que él no sabe es que vamos a ser más cabrones que él. Echen pa’cá, que les cuento.

Marianao, 26 de julio de 2019.

Jorge Luis Rodríguez Aguilar. La Habana, 1974.

Doctor en Ciencias Pedagógicas. Profesor de la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro, de la Universidad de las Artes y de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana. Ganador de la residencia artística del Tempus Projects de Tampa. Becario del Servicio de Nuevos Medios del Centre National d’Art et de Culture Georges Pompidou y de la Brownstone Foundation de París, del Proyecto Multimedial del Istituto Politecnico Statale di Torino y la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha sido nominado en cuatro ocasiones al Premio Nacional de Diseño del Libro, reconocido con la medalla Intercontinental Circuit y la medalla Dorada de la FIAP 2018, la medalla de la Federation Internationale de l’Art Photographique 2017 y ganador del Premio de la Creatividad, Premio a los Resultados Pedagógicos, Premio Anual del Arte del Libro Raúl Martínez, Premio de Fotografía de las Naciones Unidas, Premio Especial del Salón Nacional de la Gráfica, Premio Noemí de la Brownstone Foundation, Miec-Pax Romana International Design Award, Golden Branch Award, Premio de Diseño de la Caribbean Paper y Premio AGFA de Fotografía. Finalista del VII Premio Hispania de Novela Histórica 2019 y del III Concurso Internacional de Novela Negra Fantoches 2019. Es autor de los libros Diseño, diseñar, diseñado. Teorías, estrategias y procedimientos básicos; Cámara en ristre. 35 clics para congelar la imagen; Morante. Un maestro indispensable y de la saga de novelas sobre el detective Hilario.