Narrativa

La ira de los sentidos

I. Ciudad de La Habana

conducidos por el rumor y el amor

Desde niño estuvo con Betty. Fue su noviecita, luego el primer amor y después su mujer. Siempre juntos para todos lados. Así, llegó el tiempo de despabilarse, emborracharse y hacer el amor. Todo lo hizo con Betty. Y ella lo frenaba.

Al inicio, siendo preadolescentes, el amor duró un mes. 

Un año antes, con amiguitos, fue a visitarla por una operación de urgencia. Ahí, un compañero le dijo a quien después sería su suegra: “Parece que él quiere entrar en su familia”. Sonrió. 

Era 1986. Cuba continuaba el camino de ser desmoronada, total e irreversiblemente. Sucedió pasados cuatro años, de un día para otro el desastre sería fulminante. Llevaba ya veintisiete cayendo, poco a poco, sin fin. Pero, pasado ese tiempo, al comunismo se le zafaron las patas de una y pum, sálvese quien pueda. Los más visionarios ya se habían ido. Muchos otros seguían intentándolo. Aunque todavía no llegaba la urgencia. La familia de Betty empezó a tenerlo clarísimo: se irían. 

Y así, un mes comenzaron a andar. Treinta días estuvieron juntos. Eran muy chicos, no sabían qué decir, de qué manera caminar de la mano, cómo hacer al respirar pegados. Cuando, por casualidad, inhalaban y exhalaban muy cerca uno del otro hasta se les cortaba el ritmo. 

Algo dificultaba el actuar: la inexperiencia, el nerviosismo auténtico de lo que está por venir, un roce indiscreto, el deseo inmediato que no pasa nunca de tocarse. Presente entonces… el miedo a errar: con la lengua y las manos. La duda. Tuvieron que pasar varios días para que ese sofoco intenso y constante fuera mermando. La cercanía hizo superarlo. La cercanía y la desesperación por no respetarse. 

A él, en su casa, cuando sabía que iba a encontrarla y lo pensaba un poco, se le ponía muy duro. Al caminar a su encuentro y recordar aunque fuera lo más mínimo de su piel y formas, se le comenzaba a parar. Hacía un gran esfuerzo para bajarlo. Muchas veces tuvo que seguir de largo, dar otra vuelta a la manzana, para relajar. Hasta calculó salir antes, para poder llegar a la hora, por esas otras cuadras que de seguro tendría que recorrer para que no lo notaran. 

A Betty le sucedía. Se mojaba con una constancia que la tenía sin entender. Lo pensaba tocar la puerta y mirándose a través del cuello de la ropa, sus pezones se ponían duros y en punta, se endurecían mucho. Al esperarlo, meditaba cómo en aquel saludo tocarían sus labios. Era la razón para que se le vigorizaran los senos y resbalara la entrepierna. Sus pechos eran firmes, aún por crecer, le encantaba mirarlos tan erguidos; lo de mojarse la complicaba porque la vista era incontrolable y se iba al pantalón de él. Sucedía, con tan solo entrar por la puerta. Así era, no había forma de que no pasara. Le avergonzaba un mundo que él lo advirtiera. Practicó varias veces delante del espejo mirar rápido, de pasada. Ver si notaba su cara y ojos bajar, subir de prisa. Solo pensarlo la hacía sonrojar.  

Cada uno con su problema comenzó a llevar al otro al parque de la esquina. Pasaron de hacerlo una vez a tenerlo como rutina. Lo periódico no sustrajo la vergüenza individual. Eran niños. Así, un mes. 

El resto de la vida por venir, de alguna manera, también fue llegando en aquel parque. Betty, niña, no entendía aquellas maneras. Él fumó. Una tarde noche ahí sentados, disimulando la dureza y la humedad, llegaron amigos. Fueron y compraron aquellos cigarros Populares, de caja blanca con letreros en azul de hoja de calcar, y a ella para nada le gustó. A él supo terrible. Fue un tren lo que pasó por su garganta. Betty puso cara de asco. Sintiéndose casi mal, intranquilo por el mareo, y ya flácido, ella lo miró con mala cara. Betty no supo qué hacer, cómo decirle. Entonces fue la razón de que estuvieran juntos solo un mes. 

Al otro día, descolocado, no entendía. La vio caminar por frente a su casa con la mamá. Iban rumbo a comprar algo, y allí estaba sentado, también con la suya. Se saludaron ambas… y a conversar. Betty estuvo a su lado. Se miraban de reojo. Nada dijeron. Los dos esperaron, las madres se despidieron, ella salió y notó que caminaba mojada. Él cruzó las piernas lo más que pudo, estaba con el pene muy parado, la presión fue peor y tuvo que casi correr al baño. 

A un año de no alejadas ganas, en la playa, y ya en octavo grado, él con tremenda borrachera se envalentonó. Ella tenía puesto un short negro bien ajustado, estaba toda contorneada y caliente a más no poder. Él fue directo a cogerlo. Le sobó las nalgas un buen rato. Fueron a acostarse a una cabaña donde dormía otro amigo ebrio e inconsciente. Él y Betty en la parte de arriba para que no los vieran se pegaron, se pegaron hasta que él eyaculó. Ella después confesaría que también tuvo un orgasmo. Al sentirlo, fluyó de su vagina un mar. Betty, ahí, por primera vez reconoció y experimentó, de por vida, la preferencia por la presión en el clítoris para el clímax, mucho más que la penetración. 

Estuvieron muy pegados, con presión de locos. A apretarse y, en nada, se vinieron secretamente. Al día siguiente en el bus de regreso Betty sentía que estaban juntos de nuevo. Él dijo que no. Ella entró en furia. Era la primera vez que estaba con alguien, de esa forma, dejándose llevar. Lo encaró con irá. Ni imaginar. Ni pensar, cómo era posible. Pero fue. Lo confrontó, dijo que nunca más la tendría para sí. Dos fines de semana después, en una fiesta haciendo una rueda de casino, él la tomó. Ella, empapada, lo besó con lengua de amor. 

Fue otro mes. Treinta días de apretarse y venirse. Disimulaban el uno del otro. Para él, la gloria, sin embargo, muy embarazoso. La técnica disimuladora e infalible era que no más salía de la escuela sacaba la camisa por fuera, así no vería las manchas de semen. Si estaba vestido de calle, lo mismo: la parte de arriba por fuera. Se chorreaba completo. Y a Betty, constante, hasta a los muslos corría flujo. Por ello durante ese tiempo no dejó de usar vestidos. Era gozoso y complejo.  

Ese mes todo fue a lo rápido. Nadie sabía. Lo hacían y cada uno, en su secreto, iba autocomplacido y listo. Con semen, a él, se le fue perfeccionando el arte del engaño.     

En la Enseñanza Secundaria los definió el amor. Se juntaron mucho. A diario, en las mañanas, pasaba a buscarla. De lunes a viernes. Le encantaba ver aquel uniforme a mitad de piernas. Miraba sin cesar sus carnosos muslos. Eran bellos y perfectos. 

De las clases directo a la casa de Betty. Vivía con su mamá. Llegaba después de las cinco. Cerraban la puerta aprisa. Cada minuto era aprovechado. Y adentro a estrujarse cada cual en su secreto. Pero siempre los cuatro oídos puestos en la casualidad, en los pasos por la escalera.

Una vez, en la tarde, todo sudado, después de venirse levantó la camisa de salvación. Betty tocó el pantalón todo manchado. No le bajaba todavía. Ella subió el uniforme, tocó el bloomer mojado. Los dos estaban de pie. Miraron. Él se arrodilló y olió. Ella, a su turno, hincada, olfateó, y lamió. 

En la noche regresaba. Al saludarla, y a su madre, se sentaba. Comían a esa hora. Betty, desde la mesa, se agazapaba observando el cierre del jean. Ninguno de los dos la veía. A veces, al haber plátano, después de quitarle la cáscara, cazaba a su mamá y, al notar que no estaba atenta, lo chupaba buscando sus ojos. Él, al ver plátanos en la mesa, estaba siempre más que vigilante. 

Betty, antes de su llegada, cada noche, después del baño, se ponía una bata de casa ligera, sin ajustadores, para esperarlo. Después de la cena, se acostaba la madre, y repetían lo de la tarde, muy en silencio. Con la tensión de saber que alguien puede oír. Con la pasión del clandestino.

La rutina de la casa había hecho calcular que, fregados los platos y vasos, la madre iba a ver la telenovela. Invariable. Cuba, la mala vida y la telenovela extranjera, eran la combinación perfecta para que los adultos vieran y soñaran un mundo mejor. Siempre la costumbre de ir a la cama a ansiar. 

Entre tanto, casi no aguantaban el esperar el uno por el otro. De repente, ya abrazados, la cogía por las nalgas y la llevaba a la pared, pegando su pene, y se venían enseguida. Después, a sentarse en el sofá más tranquilos. Antes, ella se paraba delante, y restregaba la cara en sus senos. Betty hervía de lujuria. Pero siempre por encima de la ropa. Habría su boca para probarlos, ella decía que no, riendo bajito. Él, por otros flancos, quería meter sutilmente alguna mano. Ella, más que plácida, lo detenía: “Despacio, por encima de la ropa todo, solo así”. Se enfriaba y se le volvía a parar. Se besaban varios minutos. Primero los orgasmos, después los besos. Así daban sosiego al furor adolescente. Y, sin entenderlo bien, al amor. 

Cada tarde lo hacían y todas las noches lo vivían. Una educación hermosa, sublime, genial y genital. Fueron aprendiendo de cada cual: qué siente un hombre, qué hace a una mujer. Lo de adentro cómo se aleona afuera. 

A diario, despedida a las once. Quedaba todavía Betty encharcada, y él deseando no encontrar a nadie en el pasillo del edificio. Podía su pene estar todavía duro, y ser demasiado evidente.

Antes de llegar a su casa estaba ella en la cama. Pasaba los dedos entre las piernas y los olía. Al entrar a su edificio ya Betty dormía. Él, entonces, presto a tocarse un rato. Su mente, en un segundo, repetía todo, recordando esos centímetros de más que dejó recorrer para conocerla más y los ganados de días anteriores. Acostado, cerraba bien la puerta y se masturbaba. Otro chorro de semen adolescente aliviador traía un muy buen sueño. 

Todas las mañanas, un rato al levantarse, Betty pensaba cuánto ceder ese día. ¿Seguía niña? Porque su vagina tiraba demasiada calentura, cuando, inevitable, sus pensamientos la hacían valorar hasta dónde había dejado conocer la noche anterior y hasta dónde consentiría en la tarde, y después. El cálculo milimétrico de recuerdo y porvenir tenía como resultado tocarse un poco. “Y si lo dejo hacer hoy lo que ahora me estoy haciendo”.  El manoseo era en suma clandestinidad, ya que debía, como siempre, estar con los oídos bien atentos porque su madre podía aparecer. Tanteaba su cuerpo y en esto pretendía decidir qué tocaría él. ¿Qué se dejaría hacer? Era lo de cada mañana. ¿Qué tocaría o qué cosas hacerle, si pedía? En esos minutos la intensidad de la sangre corría y Betty se presionaba duro, duro.

 La forma que más le gustaba, para dejar en claro su determinación, era acostarse boca abajo. Taparse completa y apretarse con la mano el clítoris. Así gozaba, aunque la madre fuese a despertarla en cinco minutos, presionaba, presionaba, “ay”, presionaba, y emanaba, se venía. A veces más. Chorreaba. Encantada, en su pensamiento, la tenía cogida por las nalgas. Las ponía duras, ahí exhalaba. Entonces, decía para sí tener que enseñarle en algún momento que la presionara igual. “¡Para venirme más rico!”, y reía bien bajo. Reía, al rato, en el baño también. 

Con la puerta cerrada, y dejando correr el agua para que afuera se escuchara, frente a un espejo abría las piernas, separaba sus labios, mirando. Con su descubierta sexualidad, tocaba otra vez su clítoris, lo golpeaba con los dedos. Era justo ahí donde se apretaba, y que quería que él la tocara. “¿Y si lo hace con la boca, la lengua?” Le daba susto meterse los dedos. Más de una vez pensó en algo que pareciera un pene. Puro instinto. Lo había sentido en su pelvis y caderas, y algo había rozado y tocado, esto hacía intuir su forma y tamaño. Ese era el freno, el tamaño. Bastantes veces estuvo mirando en el baño desde los cepillos de dientes hasta los desodorantes, en la cocina desde los plátanos hasta los pepinos. Pero el temor era fuerte y decidor para hacer algo. “¿Cuánto meto?” No se atrevía a preguntar. 

Y así lo quería, en su masturbación sin límites de cada mañana. En pleno e íntimo silencio.          

Él, desde antes de despertar, estaba otra vez, inconscientemente, tocándose. Ya un poco más espabilado, se acariciaba con muchas ganas, al instante lo tenía bien duro y el semen, veloz, manchaba.

Todos los días repetía. La mente fantaseaba concreta con el semen afuera, por todos lados. Iba con todo: a hacer a Betty lo permitido la tarde y noche anterior. Entre la suma que era, con la que suponía, salía un esperma espeso acumulado las pocas horas. Era mucho. A veces pensaba cómo hacer para conocer y tantear una vagina, poder explorarla, para no quedar analfabeto cuando fuera el momento. Caviló muchas cosas, ninguna se le dio. Encontrar una revista, una foto, pero nada de nada. Algún que otro retrato vio, algo en películas, pero solo de senos. Y estos no eran mucho el problema, ya que estaban afuera, cóncavos, y chupar es el primer instinto que todo ser tiene. El inicial recuerdo primerizo. Tanto inventar en su cabeza hacía que se parara otra vez, y salía otro chorro. Las vaginas eran todo un enigma. Betty sería su primera vez.       

Los fines de semana salían a descubrir películas, puestas en escenas. Al regresar, era tarde y no debía entrar, solo dejarla en la misma puerta. Pero desde que pasaban al pasillo del edificio hacían silencio caminando sigilosamente. Al llegar al apartamento, un beso llevaba al otro y al otro. Se lengüeteaban, mordían y chupaban la boca, la cara. Betty entraba muy mojada y se tocaba constante mucho rato. Él casi corría para llegar a la cama para soltar, brioso, todo lo acumulado. 

En la escuela comenzaron a sentarse juntos. Ella, muy aplicada. Él, feliz. De uno, ahora eran dos. Juntos se les revolcaba el niño con el adolescente y sentían ambos una jodedera bien rica en el alma. Frotaban, queriendo los muslos, y a reír. Todo gozadera. El roce de niñez acabada y adolescencia llegada era explosivo. Estos segundos repetidos durante todo el día afiebraban sus sexos. Lo abrazador hacía lo suyo: él, duro, ella, intranquila. Y el mundo, tórrido.

Acordaron estudiar juntos lo aprendido en la escuela. O más bien ella. Él era su parásito. Betty atendía a clases tomando las notas, hacía las tareas y cuando él llegaba para repasar le pasaba los resúmenes para que aprendiera o reforzara todo. Él, radiante. El amor alimentaba al vago que lleva a cuestas todo adolescente. Ella jamás se molestó.

Betty iba por algún rumbo en cuanto a gustos profesionales, según lo que la edad permitía. Caminaba segura por los números. Él, iba no más. Así era. Le duró toda la secundaria: el cerebro completamente rosado. Sin embargo, al ojear el libro de español y literatura, al abrir una página al azar, notaba que, al leer cualquier fragmento, algún tipo de venganza aparecía. Desquite contra el aburrimiento, los horarios, las bullas, los tiempos, los adultos, los profesores. Y no sabía nada de nada, tanto no sabía que tampoco se dio cuenta que, durante los tres años, los tres libros diferentes que abrió de esa enseñanza, de septiembre a junio, los aprendía de memoria. Una retentiva emocional de lunes a viernes que empujaba a su voluntad, todo el rato, a un encantamiento por las letras, por lo lírico. Pero ni lo comprendía. Y era un secreto para los demás, y de él para él. No dejó de ocurrir: cuando no lo sabía, ni cuando lo supo, ni al intentar ignorarlo años después.

Regresemos a los sábados. Eran días de salir. De ilusión sobre lo distinto. De figurar lo físico. Sin embargo, él jamás vistió bien. Bien en el sentido de cambiar algo la ropa. En un país como Cuba, nunca al gobierno le interesó que las personas vistieran ni decentemente. Solo tuvo un par de zapatos, en muchos años. Un par de botas del ejército, un jean y algunos pullovers. Betty si usaba ropa linda. Traída de Miami. 

 Un día, mientras miraba cómo lucía, pensó que era el momento de desechar las ropas, de ir a la carne sin escalas, sin estorbos. Se había tocado en la mañana un buen rato pensando que le gustaría hacer el amor de verdad. Ya no aguantaba, la veía probándose lo regalado, una prenda y otra, y se rozaba por encima del pantalón cuando ella iba por más. Ese mismo día, ante unos minutos sin estorbo, condujo su mano hacia adentro. Entonces lo manoseó a través del calzoncillo. Era casi lo mismo. Casi. 

La siguiente semana, por otro de esos bolsos llegados, al esperarla en la sala para verle más ropa puesta, ella se contempló al espejo completamente desnuda, y ensayó abrir sola el cierre del pantalón. Meter la mano y apretarlo un poco, directamente. ¡Al fin tocarlo! ¿Cuánto podría apretar sin que doliera? ¿Qué hacer con él? ¿Cómo le gustaba más? ¿Cómo hacerlo mejor? Se miraba y ensayaba.

Esa noche fue directo al pene, sin ningún tipo de dudas, híper decidida y hambrienta. Él estaba muy duro y la tenía contra la puerta. Hacía días la guiaba. Cuando lo hizo sola, fue rauda. A una semana de conducirla, esa noche, al intentar llevar su mano, ella, adelantada, desabrochó y entró, sorteó el calzoncillo, tomó su pene y miró su cara. Casi eyacula. Aguantó demasiado. Le costó un mundo. Se besaron un rato más. Betty paró sofocada, agitada. Lo miró y volvió a apretarlo. 

Antes de dormirse, y al despertar en la madrugada, calculaba la presión que había ejercido. Ensayaba. ¿Cómo lo había sentido? ¿Cómo era un pene liberado al tacto sin tanta ropa? Pretendía, además, recordar si entre la agitación, el nerviosismo del momento y el temor a que los vieran, él había intentado sacarlo. Creía que no. 

Le hubiera encantado no sentir toda esa presión autoimpuesta. Habérselo liberado. Hacer. Ver tranquila qué se hace cuando una mujer tiene un pene duro en la mano. Durísimo. No recordaba entonces bien si lo había cogido con la derecha o con la izquierda. Oliéndolas, para distinguir, evocó otra vez el tacto, la dureza, lo caliente. Se puso en el aire a representar como si lo estuviera tocando. Miró donde tenía el desodorante. Se incorporó y forzando la vista en la oscuridad buscó tanteando hasta que lo encontró. De un salto volvió a la cama y boca arriba se tapó completa. Afinó los oídos, y, al sentir calma, se destapó, abriendo las piernas.

La mente y las manos, en la teoría y en la práctica, comenzaron a hacer la analogía. Tocaba e imaginaba. De la vagina sentía como corría mucha humedad. Se cubrió, por si acaso. Aprendía. Por instinto, no porque lo hubiera visto, o alguien hubiera dicho, empezó a tantear con el desodorante. Movía la mano para arriba y para abajo. Lo apretó e hizo resbalar. “¡Qué rico!”, dijo bien bajo. Dejó de masturbar con los cinco dedos, lo hizo con dos, masturbó y masturbó. Sumó cuatro, masturbó. Sumó y masturbó con todos. Aceleraba y pausaba la velocidad. Lo pasó por la entrepierna y hundió un poco. Para cuando lo dejó otra vez en la cómoda, sintió urgencia de verlo a él.

El domingo tocó la puerta. Al entrar, por el beso y por la vista que bajaba, a Betty se le humedecieron las ideas, y la vagina. La rutina de la mesa que iba a ponerse fue cortina para tanta lascivia. El apartamento vivía una típica noche de domingo y ellos solo tenían en la piel lo caliente y al otro. Sudaban como locos. Lo concretaron con los ojos. Sin mover la boca, dijeron cómo harían en la noche. La clandestinidad esperada, la tramaron en mutismo absoluto. En afonía, todo lo cuadraron.

Betty siguió la rutina de siempre. Lo hacía sin pensar porque hervía su vagina. En su mente sobreponía, paralela, cada paso de la nocturnidad que trazaba milimétricamente. Colocó la mesa, habló la madre de la semana por empezar, que debía llamar al padre, que no olvidara dejar sobre las mesa los libros para la mañana. Él, intentando estar normal, pensaba en una gran variedad de cosas sin importancia, o tristes, o chistosas. Tenía que variar los pensamientos al más duro que le absorbía cada segundo: la mano de Betty en su pene. La presión perfecta. Que lo volviera a coger, era lo único que quería. A cada rato se le empezaba a parar. Esforzado a mil, la idea saltaba por encima de las otras. Si dejaba dos segundos que corriera a su mente, ya estaba con el pene durísimo. Y así, firme, pensaba, pensaba y pensaba en la nada, en la gente que había muerto, en el hambre que tenía delante de aquella mesa servida, en los zapatos de siempre, en las malas notas que debía decir en su casa, y entonces bajaba un poco. Con la autoayuda todo parecía bien, normal. 

Comieron. Por suerte terminaba una serie dominical cubana y policial. Los dejaron solos. Llegaron muertos de sed a la fuente. Tenían por dónde partir. Pegados, cada uno retomó con urgencia el exacto punto dejado la noche anterior. Se besaron y a los cuatro segundos fueron justo al mismo lugar que cada uno había pensado, durante todo el día. Betty metió la mano y lo cogió haciendo lo mismo que la noche anterior. El qué en revoltijo con el cómo hacía sentir que se mojaba completa. Entre lengüetazos, no dejaba de mirarle la cara. Ese rostro, su respiración y el movimiento hacia ella la hacían apretar más y mejor. Él lo sacó. Ella, sin dejar de hacer, lo miraba, casi babeada. Él veía su cara. 

Betty con los ojos clavados en el pene hizo exactamente lo mismo que al desodorante. Con la mano alternaba los dedos, la presión, el tacto y la irregularidad. Él la guio haciéndole seguir un compás que mostraba la velocidad, la lentitud y el parar necesario. La sangre caliente de los dos estaba puesta en el pene y la mano. Betty, por estar cien por ciento concentrada en la erectilidad, había olvidado el toque de su cuerpo. Él lo recorría sin frenos. Cuando su mente, su sangre y mano derecha masturbaban, las manos de él apretaban todo su cuerpo casi en espasmo. Se detenía algo en las nalgas, los senos y seguía raudo el viaje. Así estuvieron un rato. Les cruzó de repente, al unísono, la neurona que tenían de guardia y quedaron congelados. Betty, ya separada, caminó unos cortos pasos, en cámara lenta, ladeando la cabeza para agudizar el oído derecho. Nada interrumpía. Él, con pene afuera muy tieso, la llamó con la mano. Ella dijo que no e hizo señales para que lo guardara. Rio en silencio cuando lo vio intentando sin poder casi lograrlo. Abrió la puerta de salida, de manera mecánica, como salvadora, pero tuvo que cerrar en el mayor silencio posible, y esperar, porque no se bajaba. Le dio agua dos veces. Le mostró unos vasos nuevos traídos de Miami y un peine para hacerse algo que estaba a la moda. Al fin, bajó.

Se despidieron. Betty fue a la cama y llevó la mano derecha, repetidamente, a la nariz, antes de dormirse. Al llegar él a su casa, Betty todavía no dormía. Pensaba en cuatro cosas al unísono: en cuánto había cedido, en cuánto lo amaba, que quería probarlo y que el siguiente fin de semana podría ser en la salida.

Con varios amigos habían planificado, y resuelto, ir a un día de campo. Para allá fueron casi diez adolescentes. Llenos de ron llegaron y se instalaron. Ron y hormonas. 

La primera noche en una litera, arriba, cuando todos salieron a bailar, se dejó chupar por primera vez los pezones. Sin apuro, y sin tener que estar atenta a los ruidos, lo disfrutó. Dejó que se los mamara con toda la atención y de todas las maneras que merecía. Fue mágico. Disfrutaba que pasara la lengua, a veces rápida, otra más lenta y mojada. Se los mordió un poco, a veces más y otras más. Lo miraba bien de cerca cuando los metía en su boca. Por separado. O cuando los juntaba con las manos e intentaba los dos a la vez, bien salivados. 

Tan concentrados estaban en la parte de arriba de los cuerpos, que chorrearon las partes de abajo, completamente, y así pegajosos durmieron. Era la primera vez que pasaba la noche con un hombre y él con una mujer. Dormían y no. Entraron varios a acostarse en las demás literas. Cuando ella se pegaba sentía como el pene retornaba endurecido. Entre el sueño y la realidad lo experimentó toda la noche. A él no se le quitaba el sabor, el gusto y la grandeza de esos senos y pezones adolescentes. Recordarlos, soñarlos en su boca hasta ahogarlo, lo tuvieron erecto, entre el sueño y la realidad todo el tiempo, incesante, sin remedio. Betty advertía en ella la presión ejercida por su lengua. Por la sensación eterna, seguía mojada constantemente. Las ganas de más no se iban. La noche se afirmó tanto en su historia que muchas veces después, cuando hacían el amor, mencionaban el momento, y los híper calentaba.  

En aquella época, con los mismos amigos, fueron casi siempre los fines de semana al malecón. Compraban ron, en el Saturno, o cuando, sin darse cuenta, seguían de largo podían llegar al Maxim. Dos clubes habaneros. En este último tocaban jazz del mejor, y había mucho ron y humo.

Gozaba la gente adulta. Entraban dos, el resto a esperar. Y con varios pesos acabados de recolectar, salían con una botella de ron Bocoy, blanco o dorado. Bocoy para bajar y, si eran más de cinco, dos botellas. Todos en el malecón empinándose aquello. Las adolescentes mejor vestidas que los varones. Con ropas, algunas, de la casa del oro y la plata. Depredando el gobierno, por aquellos años, al cubano y sus joyas, cambiándolas por esos vestiditos para lucir bonitas, y otras mínimas baratijas. Eran todos un montón de niños enronados, hormonados y bulliciosos. La sal y las gotas llegándoles. Bebían y aquellas grandes borracheras eran el hobby. Al muro y a tomar, algunos, hasta el desmayo. 

Aquellos recorridos habaneros daban empuje. “Te quiero”, decía Betty cada vez con más cercanía. Y él, ebrio, solo pensaba en rozarla. En tocar y recorrer. El juego de la vida florecía. Otras veces era él quien decía, ella estallaba en luz. Caminar de la mano tomados los validaba ante el mundo. Betty lo afirmaba como princesa con su cetro real. Los dos se hacían constantes caricias. Cada cosa era por primera vez. Enrolaban la niñez última con la adolescencia primera. Y La Habana, una ciudad borracha de ganas y diversión, en sus inocencias.

Una vez se quedó en la casa de Betty por tanto tomar alcohol. Vomitó todo, la madre repetía: “Pobrecito”. Al otro día lo cuidaron e hicieron una sopa con lo poco que tenían. La tomó con la tranquilidad que da el amor, la seguridad que da la juventud y el ideal que da el porvenir. 

Un fin de semana fue invitado a una casa en la playa y, cuando la madre dormía en el sofá, se volvieron a acostar juntos. Betty empezó a tocar el pene, lo sacó. Lo sobaba con empuje y perfección. Para arriba y para abajo, sintió cómo latía. Él se dejó llevar y llenó de semen toda su mano. “Ay Dios mío”, dijo en susurro. 

Cerraba y abría tocando, curiosa, aquello. La llevó a la nariz. Confesaría años después: “Siempre que hablan de olor rico e inolvidable la gente dice un perfume, un hijo, o algo parecido; yo, digo para mí, que el olor a mar de aquel día, y a tu leche: el olor de mi primeriza adolescencia”. 

Betty se dejó meter los dedos mucho después, cuando ya conocía el pene por todos lados. Luego de muchas masturbaciones y de haberse venido, bastante, cuando le presionaba el pubis y su clítoris. Sintiendo que estaba lista, y que se dominaba completamente, dejó que metiera un poco un dedo. En ese momento él andaba a ciegas. Deslizó su mano y llegó a los vellos, a la pelusilla de niña adolescente. Él acariciaba y en su mente decía: ¡Qué suaves, qué rico! ¿La abro? ¿Se está abriendo sola? ¡Sí, se está abriendo! ¿Será por aquí? ¿Será así? ¿Le meto más el dedo? ¿Iré bien? Betty había necesitado dos cosas para dejarse tocar de esa manera: la primera, y la más importante, que ya sabía cómo era un pene; y la segunda, que se sentía cien por ciento cómoda con él. Tenía todo el ánimo. 

Una tarde llegaron y no estaba la madre, ella lo sabía; era temprano e igual se atrasaría un poco más. Él: ni idea. Entraron ardiendo, como siempre, y antes de que se abalanzaran uno sobre el otro, acomodándose en el sofá y agudizando los oídos, ella dijo que tenía que pasar al baño. En un par de minutos salió con una bata de dormir roja. Era de imitación seda y sin nada debajo. Lo llevó a su cama. Cuando la tuvo enfrente al momento se le paró y ella fue directo a dejar libre su pene. Estaba muy duro y muy rojo.

La recorrió completa con las manos, sintiendo la rica tela que resbalaba, era genial. Debajo palpaba el tremendo futuro cuerpazo. Ella se sentó sobre su pene echándoselo hacia delante, apretándolo y presionándose. En uno de los mejores movimientos que había visto hacer, sacó el vestido dejando ver los tremendos futuros muslos, su pubis y los tremendos futuros senos que quedaban perfectos, para sus labios y lengua. Betty hizo fuerza conduciéndolo arriba y abrió las piernas con descaro, y amor. 

Todo él para ella. Encima, por instinto, quiso bajar a lamer la vagina, pero le apretó la cintura hacia sí. Con el pene muy duro, Betty quiso que la penetrara. Al segundo, pasó por su vagina que parecía babeaba de tanto líquido que despedía. Hicieron el amor por primera vez. Betty moviéndose sin frenos lo sacaba y metía lento, duro, lo sacaba completo y se lo metía, o lo sacaba unos centímetros pocos y luego se lo metía. Besos, mordiscos, apretazón. Se tomaron de los pelos con los dientes. Dijeron: “Te amo. Te amo”. Muchas veces. Lamieron por todos lados. Fueron quince minutos donde Betty se vino inmensa cuando sintió salir una buena cantidad de semen en latidos. 

Se tuvieron para noviar por primera vez, para fumar por primera vez, para emborracharse por primera vez, para hacer el amor por primera vez y se tuvieron para decir te amo por primera vez. 

Al terminar los dos, y todavía con el pene dentro y duro, sonó el teléfono que estaba detrás de la cama. Él encima y ella completamente abierta contestó. Era una amiga de la madre. Betty hablaba y les vino un ataque de risa. Casi no podía responder, cortó rápido. Él salió todavía con acceso. No se ablandaba. Bajó raudo y besó la pelusa. Ella, amorosamente, lo dejó hacer. También, profundamente, la olió. Llena de semen y sangre, lo cogió con la mano derecha. Lo tomó firme, lo llevó al lavamanos y lo lavó. Betty después se sentó en el inodoro y echó agua. Al levantarse vieron sangre, semen y jabón por todas partes.

—Creo ya…

—Yo creo que sí.

—¡Qué rico te lo metí!

—¡Qué rico lo sentí! Y no se bajaba. Vamos para la sala que si llega mi mamá… Déjame arreglar la cama.

—¿Me veo muy colorado? Porque tú sí.

—Vámonos para el balcón. Nos damos sillón y refrescamos. Te amo.

—Yo también te amo. Ven.

—No. Mira ya que se te empieza otra vez a parar y me dan ganas. Ven. Siéntate aquí.

Se sentó en las piernas de Betty. Ella lo empezó a arrullar como si fueran un niño. Él puso un brazo sobre los hombros y el otro alrededor del pecho y cuello. Sintieron seguridad. Se miraron de cerca y se besaron varias veces sin decir nada. 

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La ira de los sentidos – Luis García de la Torre

Luis García de la Torre. Cuba

Nació en La Habana, Cuba. Vive en Santiago de Chile. Graduado de Licenciatura en Educación en Cuba, de profesor de Lenguaje y Comunicación de la Universidad de Chile y de Master of Organizational Leadership de la Humboldt International University de Miami. Actualmente es doctorando, en educación, de la misma HIU. Tiene publicado el poemario Rave Party (2002), La Familia Loynaz y Cuba (Colección Betania de Ensayo, 2017), Ferocidad: los años sucios (Colección Betania de Poesía, 2020), Breves y ligeras crónicas de un gusano de La Habana en Santiago de Chile (Colección Betania de Narrativa, 2021) y Los bulevares de Soledad, su primera novela, publicada en Miami por Editorial El Ateje.