Narrativa

La Quietud

La Quietud
La Quietud

Por mucho que Jesús intentaba dormir, retomaba el sueño: tres niños lo buscaban para matarlo, lo perseguían y ordenaban a Emilio coger el cuchillo con la mano derecha, clavarlo en el corazón del padre. El cuchillo, la mano derecha, los tres niños. 

Cuchillo: 58. Asesino: 63 y 90. Niño: 3, 13 y 73. Corazón: 12 y 78. 

Tenía que preguntar bien. Desconocía el número de la mano. Podían ser muchas posibilidades, pero la imagen más insistente, las palabras más escuchadas eran el cuchillo y la mano derecha. 

Se sentó en la cama cuidadosamente. Mariana se hacía la dormida, le gustaba oír las reflexiones y los cálculos. 

—Si me interrumpes -le había dicho-, se me va la suerte, vieja; se nos va.

Jesús hablaba bajito, había descubierto la costumbre de Mariana. Ella se levantó y le frotó la espalda.

—Tuve un buen sueño, lo vamos a agarrar.

“No se lo puede llevar, Dios mío. Virgencita, aléjale los malos pensamientos sobre ese billete. La venta de la leña está muy mala”.

Jesús saldría desde temprano a hacer las apuestas en los bancos donde apostaba, y aquella era una apuesta para hacer en varios bancos, con diferentes listeros. 

Los banqueros le cogían miedo cuando llegaba tan seguro con un número y arriesgaba un billete grande. Incluso quitaban el número de la lista. Si Jesús llegaba contrariado, indeciso, sin brillo en los ojos, los banqueros lo dejaban apostar cuanto quisiera. 

Nadie lo detendría. Si no era aquel billete se endeudaría con el compadre Ismael, como hacía cuando no tenía dinero, aunque después tuviera que pagarle más de la mitad de la ganancia. Ismael sabía que podía confiar en él, y no podía dejar ir la jugada. De todas maneras la deuda se iba a incrementar. 

“Voy a tener que hacerle un despojo. Seguro que la mala vista le está haciendo daño”.

Hubo un tiempo en que Jesús soñaba, calculaba en cualquier parte de las paredes, apostaba, y al día siguiente ella misma salía a comprar las necesidades de la casa. De ese modo compraron los muebles, el televisor, unas toallas, el radio, las vasijas y hasta unos adornos para la pared. 

“El despojo con el bistec de vaca dio resultado, pero ahora no hay bistec ni para nosotros, ni siquiera hay huevo”.

Mariana comenzó a reírse alto. 

— ¿Te estás volviendo loca, de qué tú te ríes?

— ¿Viejo, te acuerdas del día que le dimos el bistec del despojo a la perra de la vecina?

La Negrita entraba meneando el rabo por la sala, enseñaba los dientes y orinaba el piso. Después llegaba la dueña pidiendo cualquier cosa. 

Mariana prefirió que el despojo fuera con un trozo de carne. Que la carne limpiara la carne. Jesús propuso un huevo, podían comerse ellos aquel pedazo de carne. Pero Mariana sostuvo que había que hacer un buen sacrificio. El huevo se partía en cualquier parte y costaba barato. 

Mariana encerró a Jesús en el baño y lo sacudió con la carne:

—Vieja, esta es carne de primera. 

—Cállate, Jesús.

—Pero pica un pedacito para nosotros. ¡Se ve tan linda!

—Está fresca. La dejaron hoy. Tú vas a ver cómo te dejo. 

—Y si nos la comemos.

— ¡Tú estás loco! Me dijeron que tiene que ser un animal de la calle. 

Tenían que buscar al animal que se comiera la carne. Podían dárselo a la vecina para que hiciera una sopa. O al gato que le robó el pollo. Pero terminado el despojo entró Negrita orinándose en el piso. Mariana la cargó y Negrita le abrió las patas.

—Pobre perra, amaneció muerta al otro día. La mala vista estaba por toda la casa. Y yo que le estaba cogiendo cariño. Me dio un dolor… hasta me enseñó los dientes. 

— ¿Qué estás pensando, Mariana? Me voy a ganar ese número hoy, con despojo o sin despojo. Me voy a hacer la lista, voy a sacar las cuentas. 

“Pero un despojo te viene bien, aunque sea un baño con hojas y un sahumerio”.

Mariana no interrumpía sus apuntes en el comedor, ni las pesadillas a media noche. Escuchaba lo que hablaba dormido. Se iba de la casa cuando en la radio dictaban la adivinanza. Cuando él llegaba ya le había preparado papel y lápiz sobre la mesa, el dial estaba en la frecuencia correcta. 

—Antes tenía suerte, pero hoy va a joder los diez pesos. 

— ¿Qué dijiste? –El viejo rebuscaba en el armario-. Si dijiste algo, no te oí.

—Yo no he hablado.

— Me pareció. ¿Dónde está el billete que estaba arriba de la gaveta? Fíjate, ese puede ser la salvación.

—Me lo dejó Estrella.

Levantó bultos de ropa, cajas y pomos. Mariana lo observaba silenciosa, rogando que no lo encontrara.

— ¿Volviste a decir algo?

“Dios Todopoderoso, si tiene ojos que no vea, que no vea. Anda cerca, le pasó cerca, le pasó por encima. No puede verlo, Dios mío, apiádate de nosotros. De él sobretodo, y de mí. Otra vez estuvo cerca. Se va, se va, aléjalo de la cómoda…”

— ¡Aquí está, aquí está, mi amor! -y salió dividiendo mentalmente las apuestas, oliendo el billete-. Siempre te descubro. 

Cada vez era más difícil encontrar un escondite más seguro. Debía jugar mejor a los escondidos. ¿Cómo resolvería el almuerzo y la comida? Aunque Jesús ganara tenía que esperar el día siguiente para cobrar. 

Estrella la sorprendió meciéndose en el sillón. Hablaba sola.

—Tu padre se fue por ahí, dice que lo va a coger esta noche.

—Dame un beso.

—Se llevó los diez pesos que me diste.

—Dame un beso, vieja.

—Me dijo que ese era el sueño de la suerte, dice que lo analizó bien.

— ¿Y te dijo el número?

—Dice que se le va la suerte.

—Si es el sueño con mi hermano, lo va a coger.

—Ojalá –dijo la vieja haciendo cruces con las manos-. Se llevó los diez pesos que me dejaste. Hay que vender leña. La gente se está quejando porque está verde. Suéltame, muchacha, ayúdame a escoger la leña.

Expuso los paquetes en el portal. Se sabía, en la manera de pregonar, su desesperación. Incluso tocó en varias puertas exhibiendo la calidad del producto. 

La hija la vio regresar acompañada de una señora que nunca había visto por el barrio:

—Mi amiga del alma. Siempre pienso en ti, escogida porque tú eres una buena mujer. Hasta te voy a echar dos trozos de más. 

Apenas la mujer dio la vuelta, llamó a Estrella.

—Les di las peores, ¡que se les pelen los ojos por chismosa y metía! Ya tenemos cinco pesos. 

Un niño, con un saco en la mano izquierda y un billete de diez en la derecha, hacía señas y gritaba. Mariana se entusiasmó tanto que le dio un beso a Estrella.

—Ven, mijito, estos bultos están bien secos.

El niño había extendido inconscientemente los brazos y la vieja lo abarrotó de leña. 

—Mi mamá me dijo que me fijara bien, si estaba verde que no la comprara, la última vez gastó mucho petróleo encendiendo el fogón.

—Está sequita sequita, ¿quieres diez pesos?

Estrella carraspeó, intentó decir algo, pero la madre le asestó el codo por las costillas. 

—Quiere los diez pesos, mija; busca otros palos debajo del fogón. 

El niño dejó caer los trozos, abrió el saco. Le acomodaron la leña y se lo echaron a la espalda. 

— ¿Quieres que te ayude? –preguntó Estrella. Nuevamente sintió el codo en las costillas. 

—Gracias, mijo, que Dios te bendiga –dijo Mariana agarrando los diez pesos-, que Dios te acompañe.

Mientras el niño se alejaba, la vieja contaba el dinero.

—Mamá, tengo que conversar contigo sobre Emilio.

—Ni yo sé cómo le voy a decir de la leña.

—No es de la leña, mamá. Está metiéndose con Daniel y Margarita. Si al menos encontrara otra mujer.

—Eso es difícil. Los hombres quieren a una sola mujer, se obsesionan. Me acabo de enterar del caso de una doctorcita. Dicen que el marido fue al hospital y la rajó con un  machete. Lo pasó en un bolso y nadie le revisó… Dicen que ella le estaba pegando los tarros.

— ¡Mami!

— ¡La vida, mija, la vida! Y a tu hermano Nora y Natasha lo marcaron mucho. Las mujeres también marcan al hombre cuando le dan hijos. Y ella supo dejarle a Natasha. Nora fue muy inteligente.

Jesús entró sofocado y se encerró en el cuarto; ni siquiera tiró el sombrero ni preguntó por la comida y el café. 

Mariana le explicó que la comida estaba caliente, ella tampoco había comido. Las ignoró por completo.

Por la noche no entraba la señal. Jesús golpeó el radio. 

—Me lo dieron, Mariana; mañana tendremos dinero.

Jesús quiso explicarle el sueño: los tres niños, el cuchillo con la mano derecha. Sacó del bolsillo la tirilla de papel y repasó número a número el desglose de los diez pesos. A las ocho en punto anunciarían el número.

— ¿No tienes fe en que te lo vas a ganar? Vamos a comer, anda.

— ¿Emilio vino hoy? Siempre que sueño con él me gano ese número. ¿Quedaba algo para cocinar?

Mariana le quitó el sombrero.

—Vamos, viejo, vamos a comer.

— ¿Me vas a hacer un despojo con bistec?

Desde la madrugada, los hombres y mujeres desencadenaban el anuncio. De esquina en esquina, a viva voz o en murmullos los hombres y mujeres decían el número; o en su variante, lo que representaba. Lo decían o preguntaban antes de ir al trabajo, a la entrada de las oficinas. 

Los hombres y las mujeres albergaban esperanza en el juego, aunque algunos estaban condenados a ganar cuando apostaban poco, otros nunca ganaban; pero generalmente, a través del número o la rifa, los hombres y mujeres llegaban a aliviarse de ciertas situaciones económicas. 

El viejo salió al portal y le gritaron de inmediato.

— ¡El niño, el niño!

Corrió al cuarto.

— ¡Tenemos dinero, lo cogí!, te dije que lo iba a coger. Parece que estas manos no son tan malas. Me está volviendo la suerte, vieja, está volviendo. Anoche soñé que dos hombres me lanzaban una sábana negra, me tapaban completo. 

—Eso es…

—Nada, ya te dije mucho. 

Mariana se quemó un dedo atizando el fogón. Lo vio sacando el lápiz y la tirilla de papel, buscando una luz que le permitiera escribir. No se atrevió a encargarle comida, jabón, pasta de dientes, un champú, un blúmer nuevo por si se le presentaba algún problema, unas chancletas que les sirvieran a los dos; y él debía pensar en arreglar los zapatos, un calzoncillo, un carretel de hilo negro y un pañuelo. 

Mariana hizo mentalmente un listado extenso. Él le contestaría que le puso uno o dos pesitos y tenía que darle una parte al compadre Ismael para pagar las deudas. Guardaría el dinero para las próximas apuestas. El dinero había que aumentarlo, arriesgarse e invertir. Y a pesar de los pedidos Jesús le diría que el pañuelo, el blúmer y el champú no eran indispensables. 

A Mariana le preocupaba el viejo, después de ganar apostaba más confiado y lo perdía más rápido. 

Entró desesperado al cuarto. Mariana sabía que perder el dinero significaba seguir vendiendo leña. Echó unos cuantos jarros de agua en el patio para aplacar el polvo y la mala suerte. Si Emilio hubiera aparecido el viejo estaría tranquilo, lo desesperaba depender de él, y estaba pensando, más que otras veces, en sus manos. Mariana acomodó al sol unos bultos de leña. 

Presentía que Jesús perdería el dinero. El que jugaba por necesidad, perdía por obligación, como le sucedió a ella con la rifa de la gallina blanca, el paquete de fideos y el detergente. 

Le preguntó a Jesús los números que le gustaban y los canceló en la lista. Se amarró un pañuelo en la cabeza y salió a desandar los caseríos. Mucha gente pedía los números que Jesús le había comentado. Respondía emocionada:

—Ese ya está comprado. Lo compraron.

Y continuó camino arriba, trillo abajo. 

— ¿Por qué estás durmiendo tan temprano? ¿Y esa cara quemada, lavaste? 

—Secando la leña. Sírvete, ya está la comida. 

— ¿Te sientes mal, vieja? 

—Estoy muy cansada. 

Era raro verla así a esas horas. El viejo trasteó el radio. Mariana simulaba un sueño profundo. Cuando anunciaron los números, pegó un grito. 

— ¿Lo jugaste? 

Lloró la noche completa. Revisó el listado para conocer quién había comprado el número, tendría que caminar unos cuantos kilómetros para entregar el paquete de detergente, los fideos y la gallina blanca. 

¿Qué le diría a Jesús al preguntar por la gallina que trajo Emilio?: 

“Se la robaron, viejo, se nos metieron al patio, la gente ya no está fácil.” 

“¿Y dónde estabas?” 

“Salí, tuve que salir un momento”. 

Al menos el que se había ganado la rifa era de lejos. Y sin embargo, no tuvo que salir de la casa porque el muchacho tocó temprano, preguntó de inmediato cuánto pesaba la gallina. Sabía que esa tarde iba a cocinarla. 

Mariana lo felicitó y le entregó la gallina. El muchacho sintió resistencia, tuvo que halar fuerte el bolso. 

—Faltan cosas. Usted habló también de un detergente y unos fideos. Fíjese que dije, esa sopa me la tomo yo. Unas malangas, unas papas…

“Váyase, qué malangas ni papas, ni fideos. Váyase de aquí. Recuerde las cosas que se rifaron. Era solo una gallina.” 

Tenía ganas de decirle.

“No se preocupe, señora quédese con los fideos y el detergente”.

Podía decirle el muchacho.

—Un momento, señora. Primero la gallina para que no se me vaya. 

Entró al cuarto y sacó los paquetes. 

—Que lo disfrutes –sonrió, pero lo maldijo profundamente.

Tiró bastante agua en el patio y acomodó la leña en el portal. Encontró en el piso la tirilla de papel. Aunque la escondiera, el viejo tenía bien claras las jugadas, podía olvidar cualquier cosa menos los números y las apuestas. 

Se detuvo en la lista: el 2 y el 19 se correspondían con el sueño, el hombre que tiraba la sábana negra. El 88 refería el problema de la leña y el 55, el padre; porque según él, después del hijo salía el padre. ¿Pero por qué jugaba la mujer mala y la vieja puta? Ella conocía sus procedimientos de juego. Alguna mujer mala o vieja puta se le estaba metiendo en el camino. 

Podía rifar una toalla y una sábana nueva. Vendería los números a tres pesos. Muchos estaban faltos de toallas y sábanas. Pero ella también las necesitaba. 

—Déme un paquete de tres pesos –dijo una mujer.

— ¿Usted dice este de cinco?

— ¿No valía tres pesos?

—Valía. Esa leña está que es un fósforo. Además los bultos son más grandes. 

La señora hizo una mueca de asombro.

— ¿Jesús está?

—No –dijo tajantemente. 

“¿Tendrá que ver esta mujer con la jugada de la mujer mala y la vieja puta?” 

Mala se notaba desde cualquier punto, aunque usara el vestido por debajo de la rodilla; vieja no, no era tan joven, pero tampoco vieja. 

— ¿Va a llevarla?

—Déme un solo bulto, seguro después resuelvo más barata.

A pesar de ser repugnante la mujer tenía encanto y juventud. Jesús había sido tremendo mujeriego, y hacía algunos años atrás las discusiones eran frecuentes. Emilio y Estrella se paraban en la puerta a pedirles que dejaran de gritar. 

Mariana volvió a creer que Jesús la estaba engañando, como los días en que llegaba tarde y pasaba sin darle un beso. Ella lo soportaba por el qué dirá la gente y por los muchachos. 

Hubo momentos en que quiso probar nuevos cuerpos, sudarlos, sentirlos, pero se oponía al cambio. Ignoraba los olores sobre las camisas de Jesús, sobre la piel del cuello acabada de bañar, las manchas en los calzoncillos y los hematomas en el pecho. 

Nunca pudo hacer como la prima más querida. Terminaba un matrimonio tras otro. Bastaba tener un problema para poner al marido en la calle o marcharse, tuviera la edad que tuviera el hombre, aunque le pusiera un castillo o se tuviera que ir a vivir debajo un puente. 

La prima vivía sin escuchar comentarios. Pero siempre cargaba con sus niños a cuestas. Mariana envidiaba lo decidida que era y nunca la había oído lamentarse. 

Mariana dejó de revisarle la billetera, los bolsillos de las camisas, que hiciera lo que deseara. Ella se había dado cuenta del cambio de los besos y los abrazos; ya los labios no sabían igual y los brazos no apretaban tan fuerte, pero quería morder aquellos labios, que la estrecharan aquellos brazos. 

Disfrutaría desde lejos, los muchachos se quedarían en la añoranza. ¿Qué hubiera sido de su vida si le hubiera dado una oportunidad al hombre de los peces? Lo veía todos los días, cargaba peces en bolsas de nylon, y ella quería ser uno de aquellos. 

El hombre desayunaba a las ocho de la mañana en el mismo lugar, y ella pasaba y lo miraba comer. Era alto, achinado y un poco vulgar, pero le hubiera gustado sentirlo encima. La espalda larga, las piernas gordas, vistas en short… y las nalgas. 

A veces pasaba por donde estaba el hombre de los peces y lo miraba a través de los cristales de las peceras. Disfrutaba su risa, la gravedad de la voz, la seriedad, y la manera de vender. No conocía de peces y quería preguntarle por qué uno se llamaba velo de novia y otro colisable y se entretenía allí. 

Le daba frío en el estómago, tenía ganas de decirle un montón de cosas, y no decía nada. Averiguaría en su tarjeta si había un número de teléfono. Pero no sabía si estaba casado. Podía llamarlo para preguntarle por los peces. ¿Se venden peces tropicales?, sería muy tonta al preguntarle eso. Una mañana él le preguntó si le gustaban los peces, si deseaba alguno como mascota podía sugerirle… Y ella salió nerviosa, apresurada, sin responder.     

¿Qué hubiera sido si no se hubiera adaptado a la manera de Jesús hacerle el amor? ¿Valió la pena serle fiel, mantener el matrimonio? ¿Cómo serían los besos y abrazos de aquel muchacho? La vida había rodado por una pendiente y no tenía regreso. 

 “Esa pelandruja me sacó de las casillas, ojalá que la leña le llene la casa de humo y se ahogue”.

— ¡Vieja, vieja! –Jesús tiró las jabas llenas sobre la mesa-. Dejaste la puerta abierta. ¿Quieres que nos dejen sin tarecos?

Mariana se secó las lágrimas y lo abrazó fuerte. El viejo supuso que era esa manía rara de agradecimiento.

Jesús explicó el sueño. El padre pedía el cuadro de la mesita de noche, el cuadro roto y jamás restaurado. El cuadro que portaba la fotografía de la reunión familiar en la navidad de 1982. 

Allí estaban ellos dos con Emilio y Estrella embarazada de Danielito, al frente de la casa recién pintada y el jardín florecido. Risueños. Abrazados. Todavía vivían y comían juntos los domingos, celebraban cada uno de los cumpleaños.

Cuadro, 67. Familia, 34 y 36. Fotografía, 58. Hijos, 25. Casa, 2 y 86. Casa nueva, 25. 

Navidad. Hermanos. Cumpleaños. Alegría. 

Mariana intentó animarlo a jugar el 67. Lo había visto en la chapa de un carro, escrito en la acera, en un saco de frijoles en la bodega.  

“Ese número está lindo, aunque a veces uno no se puede casar con un número. Si lo  sigues lo puedes agarrar, pero muchas veces, entre más lo sigues, menos lo agarras. Te saca mucho dinero”.

Juntó veinte centavos que había sobre la mesa, veinte que andaban rodando en el bolsillo del pantalón de Jesús, cinco que encontró barriendo el piso y otros cinco en una gaveta. 

— Toma, Jesús, te están dando de nuevo la suerte. 

—Guarda eso, Mariana, ¿con qué vamos a comprar el pan?

El viejo se sentó en una esquina del patio. Mariana creyó oportuno colar un café. Recordó a la muchacha del día anterior. Cuando Jesús se sentaba en aquella piedra no pensaba en mujeres. A Mariana le daba miedo que retomara el mal humor, había perdido el dinero en menos de una semana.

— ¿Vieja, cómo has visto a Emilio en estos días?

—Deja a Emilio y juega el cuadro. Te lo están dando. Si lo juegas, lo vamos a ganar. 

—Esas son trampas que nos ponen, Mariana. He soñado, pero nada de nada. Cuando sueño con Emilio, gano.

—Ayer, acabé de vender la leña.

Mariana tuvo ganas de preguntarle por la mujer. Quién era ella para estar asomándose por la sala confianzudamente. Tendría que rezar. Y rezó. 

Ánima triste y sola, nadie te llama, yo te llamo. Nadie te necesita yo te necesito. Nadie te quiere, yo te quiero. Supuesto que no puedas entrar en los cielos estando en el infierno montarás en el caballo, mejor irás al monte olivo y del árbol cortarás tres ramas y se las pasarás por las entrañas a… esa misma, para que no pueda estar tranquilo. Y en ninguna parte, ni en silla sentarse, ni en mesa comer, ni en cama dormir, y no haya ni negra ni blanca, ni china, ni mulata que con él pueda hablar, y que corra como un perro rabioso detrás de mí. 

Rezar todos los días a las doce del día y la noche, encendiendo una lamparita en el suelo detrás de la puerta. La historia no podía repetirse. Ahora las mujeres hacían lo que fuera por cualquier cosa. Por poco dinero o gratis. Jóvenes o viejas. Solteras o casadas, mandadas por los maridos, incluso.   

Por las noches Jesús hablaba dormido y lloraba. Ella siempre quería preguntarle, pero sentía miedo de que le dijera:

“No me preguntes, se me va la suerte”. 

Y lo dejaba llorar para que viviera el sueño completo y pudiera descifrar la jugada. 

Añoró el retorno de Emilio, que le trajera leña, algo de dinero, algún pollo o vianda para comer.

— ¿Hay algo que morder por ahí, Mariana?

—Nada. Ahora mismo estaba pensando en Emilio. 

— ¿Y ya se acabó el arroz?

—Se acabó.

— ¿Y la leña?

—Tendremos que ahorrar ese cafecito y matar el hambre.

Jesús le puso una mano sobre el hombro. La vieja olvidó el asunto de la muchacha.

—Fueron ideas mías –dijo bajito.

— ¿Qué dijiste?

—Emilio vendrá hoy.

— Quisiera volver a ser joven, Mariana, quisiera volver a trabajar, ¡mírame estas manos! Están llenas de arrugas y callos. Ya no me sirven para nada. 

—Emilio vendrá hoy, viejo, yo sé que va a venir.  No pienses tanto en tus manos. Además, ahora de nada valen.

—Vieja…

— ¿Qué?

—Estoy soñando todas las noches con Emilio. ¿Me has sentido llorar de noche?

Mariana afirmó agachando la cabeza. Se le ocurrió proponerle la búsqueda de oro en el patio. Por la esquina de la mata de cedro, había encontrado una cuchara; y debajo de una piedra, una moneda antigua. Tal vez podían cavar la tierra. 

— ¿Qué tú crees si volvemos a buscar oro, viejo?

—Mariana, no vamos a encontrar ningún oro. 

—Me dijeron que hay una mujer con un detector de metales y una brigada; ella lo pone todo, nosotros la ayudamos y ella nos da una parte. La cuchara que encontré es de plata, te lo puedo asegurar. 

Yo les puedo hacer el almuerzo a los trabajadores y tú puedes decirle a dónde tienen que abrir los huecos. Dicen que encontraron por Holguín una botija llena de dinero y prendas…

Se murió una gente de la familia, a otro se le partió una pierna y otro se pinchó un ojo. Dicen que los tesoros se encuentran con sangre, hay que echar sangre. Pero todos no corren la misma suerte, viejo. 

Nosotros encontraremos algo y vamos a cambiar. Aquella vez no tuvimos tanta suerte. Tú vas a ver que ahora sí. Decía mi abuela que su abuelo enterró oro en estas tierras. En este mismo patio: cadenas, aretes, anillos de oro. Aquella vez no cavamos bien hondo, esa esquina ni la miramos, no teníamos medios para eso. Pero con esa mujer y la brigada… 

Mi abuela me contó un sueño que tuvo con un perro. La llevaba hasta la mata de cedro. El perro la seguía por las noches y lo sentía entre las piernas, lo veía cuando andaba por ahí. Hiciera las oraciones que hiciera, el perro seguía a su lado. Y la dejaba tranquila cuando iba con él. Se echaba debajo de la mata.

—Mariana… rompimos el patio. Acuérdate que hasta se quitó el piso del portal que el abuelo de tu abuela puso. Acuérdate que le eché ácido a la cuchara. ¡El oro se dobló, Mariana; perdió el brillo!

Yunier Riquenes. Jiguaní, Granma, 1982. Narrador y poeta

Licenciado en Letras por la Universidad de Oriente. Tiene publicados los libros de cuentos La llama en la boca (Ediciones Bayamo, 2004); Quién cuidará los perros (Ediciones Santiago, 2007) y Lo que me ha dado la noche (Editorial Oriente, 2007); así como Los cuernos de la luna (Novela, Ediciones Bayamo, 2006); Claustrofobias (Poesía, Letras Cubanas, 2009); Las respuestas de Soler Puig (Compilación de Entrevistas, Ediciones Santiago, 2010) y Dibujar el mundo (Selección de Cuentos del Grupo de Narrativa Hacedor, Ediciones Bayamo, 2010). Trabajos suyos han sido publicados en varias revistas cubanas y extranjeras. Es colaborador habitual de las revistas digitales CubaLiteraria y Esquife. Forma parte del consejo de redacción de la revista SiC de la Editorial Oriente y dirige la revista Caserón de la UNEAC en Santiago de Cuba.